Narrativa

Maneras de morder

Javier Lasheras reseña 'Muerdo', un libro de relatos de Nuria Barranco Flores, del cual ofrecemos uno de ellos: «La Virgen de Agosto».

/ por Javier Lasheras /

Tres son, entre otros, los valores principales que atesora Muerdo. El primero, la elegancia con que estima la inteligencia del lector; el segundo, la perspicacia al reflejar la sociedad actual sin quebrar el marco literario y, tercero, la aportación de pulsaciones súbitas de belleza. Valores que a través de sus 25 relatos componen un grito literario excelente.

En España, contra lo que sucede en los países a los que nos gusta compararnos, la mayoría de premios literarios son una forma constante de promoción de la lectura. Sin estos, quizá los datos estadísticos serían peores de los que conocemos. Y aunque apenas hay premios que no estén bajo sospecha o despreciados a partes iguales por editores, autores, críticos y lectores, conviene no olvidar que en esta selva paradisíaca llena de espejismos nacieron entre otros los nombres de Carmen Laforet, Miguel Delibes o Juan Marsé, y que siguen llegando otros que refulgen, como el de Nuria Barranco Flores (Madrid, 1989) quien ha obtenido el Premio Asturias Joven de Narrativa del Principado de Asturias 2021 por su obra Muerdo.

Tal vez entre sus deudos narrativos se encuentren los referidos por el escritor Carlos Iglesias en la contraportada del libro, y quizá resulten obvios para los lectores. Pero lo que parece indudable tras leer este volumen es que Nuria Barranco Flores, antes de abordar su escritura, se ha empapado y ha sabido digerir una indeterminada cantidad de lecturas virtuosas (signifique lo que signifique este sintagma: «lecturas virtuosas»). Lecturas que han habilitado a esta madrileña para desplegar la contundencia sintáctica que muestra y que, junto a imágenes nítidas y diálogos creíbles, confieren al texto la viveza de los seres y objetos que en él se describen, sin olvidar los muchos relieves que con atención y delicadeza traza esta taxidermista del alma humana.

Estamos ante un conjunto de relatos independientes, la mayoría de los cuales contienen los elementos necesarios para ser leídos como una nouvelle. Sea o no sea esta la intención de la autora, bajo la belleza formal de todo el texto se esconden los 25 golpes de una avezada boxeadora de peso welter: ligera, rápida y mortal.

Comencemos, pues, señalando que siempre es grato para el lector afrontar un texto con una música que nos acompañe. En este caso, ya en el primer relato, la protagonista nos ameniza con la banda sonora de La misión para introducirnos en un ambiente en apariencia muy personal, extremo, pero que acaba por retratarnos a todos con una exacta y pasmosa normalidad. Lo mismo sucede, por ejemplo, en el texto titulado Pintura de dedos, donde asistimos a una procelosa eucaristía en la que el menstruo, que a veces es un monstruo, se transustancia en maquillaje. Para seguir con unos cuantos relatos más en los que se afronta el buen arte de la felación —El duelo (western marital)—; la venganza por la soledad y la vejez —¿En qué puedo ayudarla?— así como la incertidumbre y el miedo que anida en los sueños —Onírica.

Llama la atención El columpio, un breve relato que habla sobre lo brutal y traumática que puede resultar la infancia cuando entra en contacto con el reino animal. En este caso, Nuria se mueve con una sorprendente agilidad: despliega la historia fácilmente, impone la escena culmen y resuelve con un recuerdo, con una frase que por sí sola bastaría para explicar en qué consiste el arte de la literatura y que me hizo recordar Desquite de José Saramago, en Casi un objeto.

También resalta La Virgen de Agosto, la historia de la protagonista con Alberto, recepcionista en un hotel, que admito haber leído como si este fuera yo mismo, quiero decir, como si yo fuera ese recepcionista/lector que no abandona al escritor para juntos, leyendo, pasar la travesía de la noche y así ultrajar al insomnio como sabiamente apuntaba Emil Cioran; o ese momento de alta imaginación titulado La mujer que sabía demasiado y cuyo último párrafo tanto me ha recordado la estructura y ejecución que Julio Cortázar muestra en Las líneas de la mano. Y también esas Mariposas que nos cuentan una fobia de la protagonista y que al tiempo puede funcionar como la obsesión a la que se refería Antonio Lobo Antunes y que debe impregnar cada momento de la vida de un escritor: esto es, el escritor agazapado y en guardia como un cazador de palabras, pues al fin qué otra cosa son las palabras además de perras negras o cabras locas que mariposas quebradas y estampadas sobre el blanco del papel. En fin, podría seguir describiendo cada relato, como el excelente De vacunas y otros humores: don Francisco de Quevedo siempre es una garantía. Pero será mejor que cada lector vaya descubriendo el universo y el sistema de Nuria, una garganta escarpada y mordaz llena de jardines literarios, en el que bailar cada noche o despertar alegres por la mañana. En todo caso, un espacio de inquietante felicidad para el lector, como si de saltar la hoguera en la noche de San Juan se tratase.

Subrayemos que la mujer protagonista es obsesiva y controladora, maniática sin llegar al espanto y que a través de sus confesiones nos regala un pequeño tratado de seres y espacios de la mitología actual, con sus taxonomías y sus neuras, sus manías, sanas manías, y sus costumbres e hipocondrías que tanto nos iguala y nos salva. No en vano, también en esto consiste la sociabilidad. Pero no esperen de ella una actitud intelectualmente consoladora a pesar de que «una ha ido aprendiendo a encontrar algo de consuelo en las pequeñas cosas […] que nadie me haya violado (todavía)». Y es que aquí no se narran imposturas, sino un catálogo extenso de posturas: las sentadillas en baños públicos; el blanqueamiento de ano; la obsesión con la familia Trueba (Fernando y Jonás); ese detalle que provoca el fin de una amistad; «la grata incomodidad que produce hendir la lengua en una muela recién arrancada». Abran sus páginas. Tienen dónde elegir.

Y siguiendo con la sociabilidad, y con todo el material que Nuria Barranco Flores nos ofrece, no sería de extrañar que algunos lectores se tomen estos relatos como una enmienda a la totalidad a esta sociedad agrietada. Tal idea se refleja bien al final del relato Protoculos, con ese mensaje escrito en un rollo de papel higiénico, conciso y algo «[ilegible]», cortesía de Bruce Willis.

Como ya he escrito más arriba, se trata de una narradora elegante, ataviada de ricas digresiones, enjoyada de oraciones limpias y con un amplio léxico que sabe conjuntar con algunas frases hechas que nos acercan a lo que pasa en la calle y que, al tiempo, nos alejan y protegen tanto del buenismo doctrinario e identitario woke y progre como de la desacomplejada desvergüenza populista. Su escritura es precisa igual que un rayo láser y, además, divertida e inteligente como demuestra con esa imagen escatológica, triplemente sonora y ya inolvidable de la escobilla en el váter pero, por encima de todo, resulta lúcidamente incorrecta.

Ha sido un placer y una sorpresa sumergirme en un texto de esta calidad cuyo resultado estilístico es para mí superior al de Sara Mesa en Un amor, al de Virginia Feito en La señora March y parejo con Farándula de Marta Sanz. Pero al comprometer estos nombres no está en mi ánimo ensalzar ni condenar indebidamente a quien se estrena por vez primera. Tiempo habrá para tales enredos. Estas palabras son las destinadas, por convencimiento, a animar a los lectores para que disfruten de este libro que nos corta y muerde. Porque al fin y al cabo, qué haría usted si de repente, en la inmensidad de una tarde dominical o en la cola de un supermercado, su móvil suena estando sin batería ni tarjeta. Pues eso: yo muerdo, tú muerdes y qué gusto da leer lo bien que grita y muerde Nuria Barranco Flores.


La Virgen de Agosto

DESDE luego, con las latas de galletas y dulces, igual que con la ropa interior de encaje o con las mesas camilla, uno debe ser cuidadoso. Es fácil traspasar la línea que separa lo vintage de lo anticuado, lo apetecible de lo hortera.

El parque de atracciones del monte Igueldo, al igual que el hostal en el que nos alojábamos, hacía equilibrismo sobre tales dicotomías, sin inclinarse claramente hacia ninguno de los dos lados: el suelo era de moqueta, pero estaba limpia, y los niños posaban sus pies descalzos sobre las camas elásticas sin dejar impresas sus huellas de sudor; el gris perla de las paredes aliviaba el agobio del doble cortinaje y los caballos del carrusel, ligeros, te hacían olvidar la pesada ornamenta del techo giratorio; de los grifos dorados de rueda salía un agua fresca y cristalina, como la bahía se dejaba ver desde la atracción, a todas luces añosa, del «Río misterioso».

Conste que a mí lo viejo nunca me ha molestado. Al contrario: como buen animal rutinario, valoro el abrigo que, con sus arreglos, tintorerías y matices de desfase a cuestas, ha sobrevivido al tiempo en mi armario. Recelo, en cambio, de las personas que, erráticas como los repartidores de Glovo o los políticos de Ciudadanos, pueden pasarse de una acera a la de enfrente con la misma facilidad con la que algunas estrenan cada año blazers y chaquetas de poliuretano que replican, mutatis mutandis, las de la temporada anterior («no hay nada como sentirse abrazada por una prenda más joven»).

También prefiero los trenes a los aviones; entiéndaseme bien: no esas ristras de supositorios de ahora, que van a toda velocidad. Los trenes, igual que las cremalleras, son un invento del siglo xix, o sea, romántico. Y lo cierto es que, modificaciones estéticas aparte, ambos han perdurado sin cambios sustanciales a lo largo del tiempo y su mecánica es tan simple como la del amor: una vía que, por acción de un carro rudimentario, se une a otra en perfecta simetría, al menos al principio. 

El tren que nos subía al monte Igueldo a mi pareja y a mí era una especie de tren cremallera o funicular, una auténtica atracción para niños y no tan niños que ya habíamos probado en nuestros viajes veraniegos a otros países (Austria, Suiza o Cataluña). El caso era pasear nuestra rutina de 15 años juntos por escenarios no frecuentados y, por tanto, más sujetos a las leyes de lo impredecible. Como conducir por una carretera que vas descubriendo a medida que avanzas con el coche que llevas todos los días al trabajo.

El viaje a San Sebastián no fue muy distinto a otros, o quizá sí. «Es la primera vez que te cambian los planes». Lo de la primera vez era una exageración. Es cierto que, en general, soy una persona organizada y, cuando viajo, no dejo demasiadas cosas al azar. Ahora, tampoco soy una muermo con visitas programas de museo en museo y tiro porque me toca. Sencillamente, disfruto de la antevíspera de los viajes (la víspera en sí siempre agobia), planificando dónde comer, qué ver, por dónde perderse caminando Por mucho que digan de las irremplazables recomendaciones de los autóctonos, nadie mejor que yo conoce mis gustos.

Siendo sinceros, la primera vez que hablé con él me pareció excesivamente intrusivo. Lo de la recomendación del parking lo comprendo y, si me apuras, la información sobre restaurantes; ahora, pedirme mi correo electrónico para pasarme más sugerencias ya es otra cosa. Se lo di, no obstante; total, no hay nada más manoseado hoy en día que una dirección de correo, que te llegan hasta anuncios para alargarte el pene, seas hombre o mujer. Yo pensé: este busca a gritos una buena crítica en Tripadvisor, que en España parece que solo conocemos los extremos: o la administrativa borde que te noquea con sus patas de gallo o el hotelero que te aburre con sus consejos de tú a tú para acabar con el siempre falso «estáis en vuestra casa».

Él no era exactamente de los segundos. Quiero decir, su correo no parecía el típico corto y pego cortés de mensajes a clientes anteriores; había en sus recomendaciones una adecuación casi mágica a nuestros gustos. Cambiar de planes sería mucho decir, pero tengo que admitir que nuestro día en San Sebastián acabó resultando una equilibrada mezcla entre mis previsiones y los consejos electrónicos de Alberto, el recepcionista del hostal. La sospechosa taberna de comida fusión vasco-asiática fue todo un descubrimiento y nos permitió descansar de tanto pintxo donosti. En los jardines del Palacio de Miramar encontramos la mejor sombrilla de la playa de la Concha y desde un bareto regentado por brujos punk, allá por el monte Urgull, pudimos disfrutar de las mejores vistas de la ciudad. Por la tarde empezó a llover y fuimos a los cines Príncipe, de los pocos con salas pequeñas que deben de quedar ya por España. Vimos una de Jonás Trueba, La virgen de agosto. A mí Jonás Trueba me resulta un poco muermo, la verdad, que yo creo que el apellido ha ido degenerando, siempre con historias ñoñas de adolescentes en la treintena. No digo que no haga una buena radiografía de ciertas ilusiones y desazones de los adultos jóvenes de hoy en día, que no sabemos lo que queremos y acabamos copando las consultas de los psicólogos, como si de verdad nos pasara algo.

En cualquier caso, la película tenía su encanto. No era difícil, para una treintañera que alguna vez fue madrileña, como yo, ponerse en el lugar de esa mujer que va recorriendo un Madrid estival (con charla existencial a orillas del Viaducto, como no podía ser de otra manera) hasta acabar revelando a un casi desconocido que cree que está embarazada. ¿De él? ¿De su antiguo novio? ¿De nadie?

Bien mirado, no estaría mal eso de quedarse embarazada sin más, sin tener que meditarlo, decidirlo, prepararlo. Yo no he tenido hijos, pero el acto de concebirlo, por ilusión que haga, debe de ser agotador. Lo digo, entre otras cosas, porque una vez en la sala de espera de la ginecóloga había unos desplegables con consejos para quedarse embarazada: que si había que predecir bien la ovulación, con tu calendario de reglas, el análisis de secreciones vaginales o el termómetro basal; que si debías practicar la penetración cada seis horas, que si complementos alimenticios… Y, luego, ella: date cuenta de que a partir de los 35 es más difícil, que siempre puede una seguir algunas sugerencias para favorecerlo… Y todo para morirse de dolor nueve meses después, que no sé en qué momento nos dio por caminar a dos patas, o para obsesionarse con que el hijo que has dado a luz no es tuyo, como le pasó a una de la tele que llevaba años encadenando abortos naturales y «no te hagas ilusiones» in vitro.

Estas cosas y otras parecidas me pasaban por la cabeza aquella noche en la habitación, a lo mejor por la influencia de la comida fussion, o de la película, o qué se yo. Como el tiempo no había mejorado, decidimos volvernos temprano para el hotel y no pudimos conocer a Alberto, al que queríamos agradecer nuestra estancia en San Sebastián. Él solía hacer los turnos de madrugada los fines de semana.

En mi familia solemos desvelarnos fácilmente; a esta incordiosa herencia se suma, en mi caso, que me cuesta conciliar el sueño si a la mañana siguiente tengo que madrugar por algún hecho fuera de lo rutinario: prepararse para una celebración, ir al aeropuerto, acudir a una cita médica, etc. Todavía recuerdo, de niña, la resaca con la que me abrían los ojos los cohetes que anunciaban el comienzo de la fiesta del Bollu, después de una noche de maldormir mirando a cada rato las manecillas del reloj de Mickey. Y ni nervios ni emociones especiales, era como un rito fastidioso que estuviese programado en mi mecánica cerebral.

Algo semejante me pasó esa noche. Ni estaba excitada ni al día siguiente debíamos madrugar demasiado para ir al aeropuerto. Pero daba igual: mi mente subía al Igueldo, bajaba del Urgull, veraneaba con la virgen de agosto, imaginaba texturas de flujo vaginal. Una de las cosas que más molestan cuando uno se encuentra en este estado, y con esto no creo que les descubra nada, es que la persona con la que compartes cama haga gala, mientras tanto, de un sueño de ceporro. La comparación irrita y te hace sentir idiota, hasta el punto de desear taparle la nariz para que despierte confuso. Yo ya desistí: se da la vuelta y se vuelve a dormir.

Serían cerca de las 02:00 cuando un ruido impreciso me hizo reparar en otra presencia, despierta como yo: el recepcionista. De las dos plantas que ocupaba el hostal, a nosotros nos había tocado en el mismo nivel que la recepción. Una pared y lo intempestivo de la hora me separaban de Alberto y no piensen que no barajé distintas excusas para entablar conversación (¿tendréis un Ibuprofeno?, ¿acostumbras a mandar correos tan personalizados a todos los clientes?, ¿padeces insomnio?, ¿qué consejos le darías a una embarazada virgen?). En fin, que no me convencía aquello de salir, así como así, a las dos de la madrugada; ya tendría ocasión de conocerlo por la mañana.

Era agradable, eso sí, sentir que alguien estaba ahí, velando mi sueño. Apuesto a que debe de ser algo placentero, incluso, para un muerto, aunque tenga a su viuda al lado, tipo Carmen Sotillo, ajustándole las cuentas. Y eso que yo de ti pocas quejas tengo. Miras culos como todo hijo de vecino, claro está, que a veces creo que son los ojetes de esos culos de gominola los que nos miran a nosotros, que, si no, no se explica semejante capacidad hipnótica. O cuando te quedas pasmado ante un bellezón, a mí también me pasa, no creas, pero es verdad que la cara de tontos que ponéis los hombres en circunstancias como esas irrita un poco, sobre todo porque luego somos nosotras las que os tenemos que sacar del modo pause con un codazo o, a ser posible, con cierta retranca elegante. Me fastidian más, a decir verdad, cosas como tu capacidad para cagar en todas partes y nada más llama el asunto a la puerta, que da igual que haya invitados en casa o que estés en la estación de autobuses más cochambrosa. Y, chico, eso de revolver bien con la escobilla y acabar dando tres golpes secos en el canto del váter, como tintineando la cuchara en un yogur de La lechera, ya me parece pasarse. Tampoco pueden ser buenos esos retortijones de hambre que te entran, la cena lista en 5 minutos y tú con dos lonchas de queso a la vez en la boca, que comes con las mismas ganas con que cagas, caray. Luego esa costumbre de encumbrar la víspera sobre el hoy, de idealizar lo que no se ha vivido en tanto no vivido. Siendo franca, a veces me dan ganas de dejarte, hombre, para ser yo una víspera o para que escribas sobre los hijos que, definitivamente, no tendremos. Poca cosa, de todos modos, un santo. Su fantasía sexual de infancia era que a Ariel o a Jasmine se le cayese el sostén: todo dicho. Y da gusto que alguien te conozca tan bien, aunque eso implique que siempre sepa cuando has llorado o cuando te has tirado un pedo silencioso.

La tranquilidad que me transmitía la presencia de Alberto al otro lado de la puerta y el efecto hipnótico producido por el rebaño de reprimendas que iban de una en una desfilando por mi mente surtieron efecto y me quedé dormida. A la mañana siguiente, Alberto ya había abandonado la recepción, pero yo me negué a abandonarlo a él y, durante un tiempo, cuando por alguna razón no podía dormir, llamaba al hostal con número oculto para escuchar su voz. Siempre es reconfortante saber que hay otro y que ese otro va a estar siempre ahí, despierto, velando tu sueño.


Muerdo
Nuria Barranco Flores
Trabe, 2022
92 páginas
10 €

Javier Lasheras (Don Benito, 1963) es autor, entre otros libros, de la novela El amor inútil y de los libros de poemas FundiciónEl cielo desnudo o Extraña esta noche (en prensa). Además, ha obtenido el Premio Feria del Libro de Madrid por La paz definitiva de la nada (2000) y el Ateneo de Valladolid por Las mujeres de la calle Luna (2017). Fue responsable del programa Literástura, y de sus correspondientes encuentros y publicaciones, en la Consejería de Cultura del Principado de Asturias; de los Encuentros literarios Europa, Europa y El mapa no es el territorio y comisario de la exposición bibliográfica Lúcido Ángel (Ángel González 1925-2008).

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