/ un relato de Fernando Prado Eirin /
Maite estiró el brazo y señaló con el dedo índice ligeramente extendido. Al otro lado de la mesa rectangular de madera noble Enrique cogió la cesta del pan y se la acercó. Las distancias, por alguna razón protocolaria, debían mantenerse; eran una especie de cámara de aire que les protegía de los roces que producía una rutina cada vez más tediosa y carente de otro objetivo que no fuera el de sobrevivir un día más exactamente igual que el anterior, es decir, sin sobresaltos, sin imprevistos, sin que ocurriera nada que no estuviera programado con antelación, nada que escapara de la planificación y el orden que ambos se empeñaban en otorgar desde hacía tantos años a cada acontecimiento, necesidad o deseo de sus vidas en común.
Maite tomó una rebanada de pan y dejó la cesta en el centro de la mesa. «Los Rovira han vuelto de vacaciones», dijo mientras se apartaba un mechón escarolado que le caía sobre el ojo derecho. Enrique asintió masticando un trozo de queso fresco que se había llevado a la boca segundos antes. «¿Dónde estuvieron este año?», preguntó después de tragar. En realidad, no le importaba ni lo más mínimo dónde habían estado los Rovira, pues apenas congeniaba con ellos. Maite le explicó que querían desconectar en un lugar cercano, así que se alojaron en un balneario en la costa de Normandía. Enrique comentó que debía estar todo abarrotado y carísimo después de dos años de pandemia; que la gente tenía más ganas que nunca de salir tras el largo período de aislamiento social e hibernación económica, y que a eso había que añadir la guerra, la crisis energética y de materias primas, y el invierno apocalíptico que se acercaba inexorablemente. Maite pinchó un trocito de brócoli bañado en aceite de oliva virgen extra y se lo llevó a la boca; escuchaba a Enrique sin prestarle mucha atención. No soportaba su pesimismo innato e injustificable ni la cadencia que empleaba cuando éste le brotaba de algún lugar oscuro de su mente. A ella le parecía fantástico el plan de los Rovira, y muy apetecible. Se imaginaba desayunando sola en la habitación, sumergida en la bañera, tomando el ascensor en una bata blanquísima con el nombre del establecimiento bordado a la altura del pecho izquierdo, haciendo el circuito de aguas termales, recibiendo un masaje relajante en una camilla de nubes, regresando a la habitación para ducharse, vestirse e ir al centro caminando, también sola, por las calles de adoquines entre cuyas grietas crecía el esponjoso y verde musgo, sentándose en la terraza soleada de un local de diseño, tomándose un vermú y observando los rostros impasibles de las personas que ocupaban las otras mesas y eran atendidas, al igual que ella, por camareros solícitos, amables y educados. Sola, sí, porque la compañía de Enrique se había convertido en un peso en la espalda, una presión en el pecho que se traducía en una angustiosa falta de aire. Ella lo achacaba al paso del tiempo, al tedio que florece de forma natural entre dos personas después de veintiún años de casados, a la mella que produce el persistente giro de los engranajes de la vida o lo que fuera aquello que habían construido juntos; pero esa sensación de asfixia se había ido incrementando desde la jubilación —en su opinión, demasiado prematura y anticipada— de Enrique. O sea, seguía disfrutando de su compañía a pesar del evidente desgaste, pero en ocasiones le resultaba cargante, como el zumbido casi imperceptible del motor del frigorífico, que no molesta hasta que se toma conciencia de él durante una noche de insomnio. La cuestión es que ella iría encantada a recluirse durante unos días en un lujoso balneario y pasearía después de la siesta por las infinitas playas de arena húmeda, contemplando el inverosímil e hipnótico espectáculo de las mareas mientras la luz languidece sobre el Atlántico.
«Las verduras quedaron muy hechas», dijo al fin, sin poder evitar el reproche. Enrique reconoció que se había despistado y que debieron permanecer al vapor un par de minutos de más. Se movió en la silla tratando de evitar en lo posible que Maite no percibiera que su comentario le había molestado y abrazó con los dedos la copa de vino, que alzó como si fuera un cáliz, hizo girar en el aire de izquierda a derecha y finalmente se llevó a los labios; el cabernet descendió hasta su estómago y lo reconfortó de inmediato. Al fin y al cabo, solo eran unas verduras al vapor y él no era el prestigioso chef de un restaurante premiado; estaban en casa cenando un jueves cualquiera de finales de verano. «Se comen bien», puntualizó restándole importancia. En efecto, no estaban deshechas ni habían perdido sabor, pero sí la consistencia y textura adecuadas. Maite se llevó la mano izquierda a la nuca y la hundió entre sus rizos castaños. «Nos han invitado a comer el sábado», soltó, esforzándose por pronunciar cada palabra de manera impecable con esa voz cristalina y potente que nadie sabía de qué lugar de su pequeño cuerpo podía salir. Se estableció un silencio extraño en el que los ruidos de la cena se magnificaron. Enrique arrugó la nariz y se ajustó las gafas en el tabique desviado. Se vio llegando a casa de los Rovira sujetando una bolsa con dos botellas de vino, una de blanco y otra de tinto, saludándolos afablemente e intentando sonreír —algo pasaba en su rostro cuando sonreía, o, mejor dicho, no acababa de pasar, como si los nervios y los músculos de la cara no supieran interpretar la orden que recibían del cerebro y lo que debía ser una sonrisa se convertía en una mueca incomprensible; un problema de comunicación—, con Maite a su lado de pie sobre unos tacones soberbios equilibrando una bandeja de pastas recién compradas en La Selva Negra; se vio hundido en el enorme sofá del salón decorado al estilo boho, horriblemente hortera para su gusto, mientras Leonardo le ofrecía algo de beber moviendo los brazos poblados de un vello inquietantemente lacio, la camisa azul celeste remangada a la altura del codo y el cinturón de cuero trenzado rodeando su incipiente barriga; vio a Maite guardando las pastas en la nevera y a Sofía abriendo la botella de tinto, ambas en un estado de excitación fingida; y se escuchó haciendo la obligada pregunta «¿qué tal las vacaciones?», por cortesía y educación. Sabía que era imposible evitar el compromiso con los Rovira salvo que surgiera un motivo de fuerza mayor, un imprevisto ineludible o un asuntó impostergable, así que rumiando unas amargas hojas de crujiente rúcula ecológica emitió un sonido gutural de aprobación. Maite alejó el plato de su cuerpo sin apenas haber probado las verduras y bebió agua del vaso de cristal de un diámetro exagerado.
«Un balneario», murmuró Enrique con los ojos inquietos orientados hacia el techo por encima del marco de titanio de las gafas. Maite lo miró arqueando las cejas, la mandíbula desprendida, respirando por la boca entreabierta. Al cabo de unos segundos, Enrique inició una disertación sobre el concepto de vacaciones saludables y escapadas de relax últimamente tan de moda. Maite se cruzó de brazos y apoyó la espalda en la silla. Los balnearios, pensaba Enrique, eran establecimientos decadentes. A los Rovira, a pesar de las ínfulas de realeza con las que se despachaban con absoluto desparpajo, los cubría una suave niebla de decadencia que se veía, si se prestaba mucha atención, a través del cristal impoluto de la burbuja en la que habitaban. Cuando estaba con ellos, Enrique no podía dejar de sentirse desconcertado ante tal evidencia; los observaba preguntándose si no se darían cuenta, si verían el mundo de la misma manera a pesar de la bruma, si percibirían los colores, los olores y los sabores con la misma intensidad, si no tendrían ya el interior de sus oídos llenos de un moho gris. ¿Qué necesidad tenían de ir a un balneario cinco estrellas siendo tan bastas las posibilidades de viajar e infinitas las opciones de ocio? El wellness, el mindfulness y toda esa vacuidad de la autoayuda, la superación personal y la conciencia plena no eran más que productos creados para el consumo de una sociedad boba, perezosa y aburrida de sí misma. No, a él no lo convencerían de que todas esas cantidades aberrantes de placebo eran imprescindibles para mantener una vida equilibrada y sana. Es decir, conducir más de mil kilómetros —los Rovira intentaban realizar ese tipo de desplazamientos en coche eléctrico para evitar los aviones y así reducir las emisiones y contribuir a un menor impacto ambiental— para encerrarse en un edificio sin encanto de finales del siglo XIX, arriesgarse a contraer salmonelosis, legionelosis o una infección micótica en los pies, ponerse a remojo durante horas en aguas malolientes, dejarse manosear por un masajista insulso, comer ostras y teurgoule, no era una experiencia maravillosa; todo lo contrario, se le asemejaba más a una tortura, sobre todo si se tenía en cuenta que había balnearios cercanos de la misma categoría y situados entre pequeños pueblos pirenaicos con un valioso patrimonio románico.
Maite se sirvió más vino y se quedó alelada viendo cómo una gota se deslizaba por la botella deteniéndose en la etiqueta de diseño solemne de letras doradas casi ilegibles. Suspiró sonoramente después de beber y Enrique se detuvo de inmediato. «No has comido casi nada», observó él tras comprobar que Maite había apartado el plato y se dedicaba ahora a inspeccionar su manicura carmesí. Enrique se levantó y comenzó a recoger la mesa tarareando la melodía de una conocida aria. Le inquietaba su tendencia a la introspección, en especial cuando se producía de manera repentina y sin motivos aparentes; la efervescencia contenida con que Maite vivía seguía siendo un misterio. En cuestión de un instante ella podía desaparecer sin más; no se escondía dentro de una concha, eso no iba con ella, simplemente se ausentaba, dejando un cuerpo tendido en la cama, corriendo sobre la cinta a 150 pulsaciones por minuto o podando las dalias del jardín. Se iba. Mientras colocaba meticulosamente los platos, cubiertos y vasos en el lavavajillas Enrique le preguntó si tomaría postre. Maite, que en ese momento caminaba descalza hundiendo sus pies en la fina y deliciosa arena de una playa atlántica le contesto que no. Lo que necesitaba imperiosamente era irse de allí, alejarse de Enrique, de su olor a consejero delegado, de esa presencia que lo llenaba todo como la espuma de poliuretano, de su seguridad de macho de vieja escuela y doctorado en Standford, de su soberbia, de su remilgada cortesía. Mañana mismo se pondría en ello, elegiría un destino, haría la reserva, compraría los billetes y se iría una semana, o dos, o el tiempo que le hiciera falta para desintoxicarse. Enrique se acercó y colocó las manos suavemente sobre los hombros de Maite, le apartó el cabello y le besó el cuello; siempre olía tan bien. Ella permaneció impasible y, tras ver que no reaccionaba Enrique se dejó caer en el sofá con las manos cruzadas detrás de la cabeza. Maite se retiró de la mesa dejando la silla separada, colocó la copa en el fregadero de acero inoxidable que emitía destellos metálicos como esas bandejas sobre las que se dispone el instrumental quirúrgico y se quedó viendo el paisaje de la ciudad a través de la ventana de la cocina. Millones de luces vibraban allá abajo en aquel abarrotado valle bajo un cielo casi negro, en aquella ciudad encajonada caprichosamente entre montañas, ahora sí, con todas las posibilidades de crecimiento agotadas; el parpadeo de las luces rojas de las antenas de telecomunicaciones, las siluetas perfectamente reconocibles de los edificios emblemáticos definidas por la iluminación que se proyectaba hacia ellos, el murmullo invariable del tráfico, la brisa que a veces ascendía del mar con olor a fuel, todo eso le pareció por primera vez una amenaza.
«Hacen bien en disfrutar de la vida como les place», dijo Maite melodiosamente. Enrique, que se estaba quedando dormido en el sofá, dio un respingo. «¿Cómo?», preguntó después de tomar una bocanada de aire. Ahora que los Rovira estaban solos, que sus dos hijos habían formado sus respectivas familias en el extranjero, que no tenían que ocuparse de nietos malcriados o mascotas moribundas era obvio que aprovecharan para hacer y deshacer a su antojo. Eran jóvenes aún, estaban sanos y tenían dinero, así que no hacerlo, es decir, no hacer otra cosa que ver pasar los días mientras se envejece delante del espejo era aberrante, un comportamiento que escapaba a toda lógica, un desperdicio imperdonable. «Que me iré unos días», continuó Maite cubriendo después su labio superior con el inferior más carnoso. Enrique se enderezó como pudo intentando desprenderse de la pereza que se le había adherido al cuerpo como una densa capa de miel; se quitó las gafas, las dejó con cuidado sobre la mesa de centro al lado de un libro de Rothko y después de frotarse los ojos con los puños exclamó: «¿qué?». Provocar esa reacción en él le generaba un placer indescriptible; desarmarlo así, con una frase lapidaria era como una especie de venganza inocente, infantil, si cabe, pero gozosa. Su corazón se aceleraba mientras presenciaba cómo Enrique se ponía nervioso en segundos y sabía que estaba completamente desconcertado cuando empezaba a tocarse la clavícula izquierda como si quisiera introducir los dedos entre la carne y extraer el hueso. Maite le expuso que necesitaba estar unos días sola, que se sentía cansada y agobiada. Enrique se descompuso, no estaba entendiendo nada; se le escapó una risita aguda, de dudosa identidad y luego carraspeó. Por un momento albergó la posibilidad de que la cocción excesiva de las verduras de la cena había sido el detonante de lo que fuera que estaba pasando en aquel preciso instante, y que, como todo proceso en el ser humano, se había estado gestando durante días, meses o años en silencio. «¿Y por qué no te vas con Sofía?», se le ocurrió preguntar. Maite se acercó a la isla de la cocina y apoyó las manos sobre el frío mármol statuarietto. La sugerencia le pareció estúpida, digna de un necio antipático y corroboraba su opinión de que Enrique era un egoísta. Le estaba diciendo que necesitaba estar sola y él le proponía que Sofía la acompañara, como si fueran dos amigas del instituto que se van juntas a recorrer Europa el verano previo al ingreso en la universidad. Maite, indignada, le instó a que no siguiera por ahí, los brazos separados del cuerpo, las manos en alto; se quitó las sandalias, las cogió entre los dedos, anunció que se iba a acostar y desapareció escaleras arriba.
Fue la falta de concreción lo que desconcertó a Enrique. ¿Qué era eso de irse unos días? ¿A dónde? ¿Por cuánto tiempo? El asomo de algo a lo podía denominarse improvisación era preocupante en una persona que, como Maite, era tan precisa y meticulosa en la planificación y logística de su vida. Enrique se incorporó, se puso las gafas ajustándolas con precisión a la peculiar orografía de su tabique, se acercó al ventanal que daba al jardín, donde la piscina emitía reflejos azulados sobre el hormigón de la fachada y se colgó los brazos de la cintura. Imaginó que al día siguiente se aclararía todo. Mañana viernes, recordó de pronto, tenía cita con el podólogo. Se desabrochó dos o tres botones de la camisa y el abundante vello gris del pecho asomó como accionado por resortes. Por el ventanal abierto se colaba una brisa fresca que anunciaba la llegada inminente del otoño. Sintió unas ganas irreprimibles de fumar. Lo había dejado —¿hacía doce o trece años?— inmediatamente después de escuchar las serias advertencias médicas sobre la salud de sus pulmones y los nefastos augurios que le había expuesto el galeno, cosas horribles que comenzaría a padecer en un corto plazo, algunas de las cuales ya presentaban una sintomatología más que evidente. Al salir de la consulta aquella calurosa y amarilla tarde de mayo se deshizo del paquete de cigarrillos que llevaba siempre en el bolsillo interior de la americana, llamó a la nutricionista, al psicólogo, se apuntó al gimnasio y se impuso una estricta rutina; renovó por completo el armario al considerar que todas aquellas prendas formaban parte de un pasado al que no podía volver bajo ningún concepto; comenzó a leer a los filósofos griegos, se alejó de la Zweite Wiener Schule y de las corrientes estéticas musicales de la primera mitad del siglo XX para abrazarse efusivamente a las óperas de Mozart; en fin, que su repentino comportamiento obsesivo compulsivo desencadenó una crisis matrimonial que casi acabó en divorcio. Enrique asumía sin remordimientos que en momentos como aquel lo único que lo tranquilizaba era la nicotina, razón por la cual había dispuesto por toda la casa una estratégica red de emergencia. Se dirigió de prisa al mueble biblioteca del salón y apartó un jarrón decorativo que alguien les había regalado; allí, detrás de las obras completas de Aristóteles escondía una pequeña caja metálica cuyo interior albergaba un cigarrillo y un encendedor desechable de esos que venden en cualquier gasolinera. Se sentó en el mullido sofá de la terraza, encendió ansiosamente el cigarrillo y dio una profunda calada.
Maite accionó el mando del grifo termostático de la ducha y se desvistió mirándose con detenimiento en el espejo. No se reconoció. Su cuerpo aún mantenía las formas con dignidad gracias a la herencia genética, el ejercicio diario y riguroso, la buena alimentación, los cuidados corporales y una vida estructurada, pero la piel comenzaba a mostrar signos de envejecimiento. El tono, la firmeza, la textura, el color. Era un traje, su piel, que se estaba estirando, que le iba quedando grande, que empezaba a colgar de la carne y de los fibrosos músculos entrenados con voluntad férrea; además, estaban apareciendo manchas en los pliegues, pecas en las manos y el pecho, arrugas en la comisura de los labios y en el contorno de los ojos, callosidades en los pies, estrías en el abdomen. Se sintió abatida. No por estar constatar el innegable comienzo de la decrepitud a través de signos superficiales —su cuerpo respondía óptimamente a las sesiones de yoga, a los 1200 metros de piscina diarios y a los 40 kilómetros semanales de running—, sino por haberse dado cuenta de que había estado inmersa en una inercia opiácea, en un conformismo comodón. Es decir, se había traicionado a sí misma a través de pequeñas, mínimas renuncias, accediendo a ser succionada por una relación —por un Enrique— hematófaga. Dio un giro brusco sobre sí misma y caminó desnuda hasta el vestidor, cogió la maleta y la colocó abierta sobre la cama. En unos pocos minutos la llenó con la ropa, los accesorios y artículos de higiene personal imprescindibles y se metió debajo de la ducha. «¿Por qué no te vas con Sofía?», la propuesta de Enrique le atravesó el espinazo.¡Imbécil! Maite estaba furiosa. Había estado todo este tiempo con una persona que solo vivía para sí misma. Enrique diluía cualquier compromiso matrimonial en su trabajo, que por supuesto, era más importante que el de Maite. De lunes a viernes se ocupaba de una extensa agenda, en ocasiones inabarcable, que por lo general no le permitía regresar a casa antes de las nueve de la noche. La responsabilidad que conllevaba un cargo como el suyo le provocaba un considerable estrés que debía gestionar adecuadamente para evitar colapsar, razón por la cual dedicaba la mayor parte del fin de semana a la práctica del golf o del squash —la elección variaba en función del estrés acumulado—; además, era bastante habitual que surgiera una comida, cena, inauguración a la que debía asistir ineludiblemente para cerrar algunas cuestiones off the record —como él las llamaba.
Maite bajó las escaleras sujetándose al pasamanos y cargando una maleta de cabina plateada; luego extendió el asa y la arrastró sobre las ruedas hasta el recibidor. Enrique, que cabeceaba en la terraza, se puso de pie y entró al salón con el cigarro aún encendido entre los dedos en el momento en que Maite desandaba el camino y se esfumaba escaleras arriba sin pronunciar ni una palabra. Enrique tragó saliva con dificultad y escaneó su memoria tratando de hallar algo que explicara de manera racional por qué había una maleta en el recibidor. Tenía una inquebrantable seguridad en sí mismo y actuaba con contundencia y aplomo, pero había aprendido a reconocer el sonido que producía Maite cuando se sentía amenazada —agobiada, aturdida, asfixiada—, una onda acústica que se propagaba a través del aire, el agua y todas las superficies y que servía de advertencia —no hagas comentarios, no me mires así, no intentes hacerme cambiar de opinión, no te me acerques, ni se te ocurra tocarme— para que Enrique hiciera una de las cosas que más odiaba: mantenerse al margen. No es que lo odiará sin más, es que le era antinatural. Por la frecuencia y longitud de la onda en cuestión, Enrique supo que la situación era grave y que, por lo tanto, lo más sensato sería convertirse en una estatua de sal. De ahí sus nervios y el miedo a perder el control. Él, que era tan cabal y que estaba dotado de una templanza encomiable que manifestaba en las situaciones más adversas, era arrastrado por la fuerza incontrolable de los «arrebatos» —así llamaba a estos episodios— de Maite. El cigarrillo casi consumido le quemó los dedos y se desprendió de él violentamente al tiempo que gruñía; el cilindro, luminoso en uno de sus extremos, se deslizó por el suelo y se detuvo peligrosamente al borde de la alfombra del salón; Enrique lo apartó con diligencia y luego lo aplastó retorciendo el pie con una furia contenida.
Enrique se agachó a recoger la colilla y sonó el timbre con un tono plástico y distorsionado que recordaba a los videojuegos de los ochenta. Consultó la hora, sorprendido, y un segundo después sintió un escalofrío recorriendo su pierna izquierda desde la ingle hasta el talón. Casi al instante escuchó el taconeo de Maite en la planta superior y entonces aparecieron sus piernas por las escaleras, envueltas en un pantalón vaporoso de color gris marengo. Con la colilla en la palma de una mano y el cronógrafo suizo apuntando hacia su cara Enrique presenció el tránsito de Maite hasta el recibidor. Allí descolgó el interfono y pronunció: «ya salgo». «¿Cómo que “ya salgo”?», la interpeló Enrique. Maite, ensimismada, abrió la puerta, cogió las llaves de la bandeja, se acomodó el bolso clutch debajo de la axila y salió arrastrando la maleta plateada tras de sí por el sendero que descendía a la calle. Enrique corrió tras ella —la colilla apestosa aún en la mano—, agitando el brazo en lo alto. Aquello era patético y humillante. ¿Qué hacía corriendo detrás de Maite? Se detuvo en medio del sendero con la respiración agitada y una sensación de desamparo le subió desde el estómago, un reflujo amargo que franqueó la garganta y alcanzó la boca en cuestión de segundos; se pasó la lengua por los labios y los notó secos y agrietados.
«Buenas noches, señora», saludó el taxista con voz carrasposa. Tres portazos, el motor acelerando —primera, embrague; segunda, embrague—, el rugido de la máquina engullido por el murmullo lejano pero embrutecedor de la ciudad. Enrique permaneció en mitad del sendero del jardín hasta que la presencia del robot cortacésped con aspecto de casco nazi le hizo reaccionar y volver en sí —¿quién diseña un aparato que te hace pensar en las SS?—. Se sacudió el delirio con un brusco movimiento de cabeza y regresó al interior de la casa. Cerró el ventanal, atravesó el salón, el comedor y llegó a la cocina, donde al fin se deshizo de la colilla que había estado guardando en el hueco de la mano. Ya hablaría con Maite a la vuelta cuando estuviera más calmada. ¡Los Rovira! Confío en que Maite cancelaría la comida excusándose elegantemente. Recuperó la compostura y le inundó una euforia de adolescente que se queda solo en casa. El móvil vibró en su bolsillo; una notificación apareció en la pantalla con fondo interestelar: «Podólogo. 9:45».
Fernando Prado Eirin, nacido en Caracas (Venezuela), siempre ha sentido la necesidad de expresarse a través de la escritura, la música o el dibujo. Ha participado en varios experimentos musicales. Observador nato. Actualmente es colaborador de la web boreal.com.es.
0 comments on “La cena”