/ una reseña de José María Castrillón /
Hay poéticas extremas. No son formas de escritura que busquen una legibilidad desde el exterior. Su lectura exige un desplazamiento radical; un ejercicio de dramaturgia interior que coloque al lector en un espacio diferente. El lector debe habitar ese espacio, hacerlo suyo adoptando la posición del sujeto poético. Se debe estar dispuesto a compartir la intemperie y los límites de una situación, en principio, ajena. O se entra en ella o no habrá verdadera experiencia lectora. Y esta exigencia proviene del corte que la situación «poetizada» hace en el lenguaje. El poeta deja la palabra a la intemperie de los hechos. El discurso (a)parece vivo y ex-céntrico. Ajustado a lo que acontece bajo la imposición del detalle o de un pensamiento conclusivo. El hilo, si hay hilo, únicamente se encuentra si se acepta este proceso de inmersión. El lector debe estar donde el poeta está, no fuera de él, a su altura y a la altura de su desconcierto. No es una dejación del poeta, ni siquiera una cesión al mero apunte, es una elección de perspectiva: el relato debe hacerse desde la «Inmersión. En medio de,/ no es a la deriva», porque, como nos insiste Eli Tolaretxipi en Clapotis, «Verlo no es contarlo. / Anotarlo no es contarlo». Quizá de esta forma podamos aproximarnos a la escritura de una autora que prefiere para su poesía el término conexión al de comunicación.
Caplotis: debe pronunciarse y entenderse en francés. Chapoteo. Como en su poemario anterior, Incidental (Trea, 2017), la presencia del mar y su murmullo van más allá de lo temático para proyectarse sobre la forma misma de composición, que en el caso de Tolaretxipi es a menudo una escucha. Las propiedades de ese sonido inarticulado, a la vez necesario e ininteligible (aquí resultan términos solidarios), se extienden a la concepción de los poemas. Con frecuencia, los textos resienten esa incerteza de lo inexplicable pero insistente. La solidez conclusiva se deslíe bajo el flujo de imágenes, pasadas y presentes, y la voz poética encuentra un equilibrio difícil entre el aturdimiento y la atención: «Algo falta. Algo falla./ La solidez, la rigidez necesaria/ de apoyo. Todo se vuelve blando». La autora mira y escucha y en tantas ocasiones no acierta a escuchar lo que mira aunque percibe el sonido de lo que esta fuera de su percepción visual, hasta alcanzar una forma de amalgama entre dos presencias disímiles que contrastan y a la vez cuajan en el poema. Se trata de un procedimiento similar al que se establece entre un personaje que relata sus recuerdos (otro poeta, un acompañante) y el sujeto poético que escucha y acoge ese relato entre inquietudes propias: «En los lugares del agua,/ en Marsella, la boya a treinta grados; lanzarse/ desde el muelle al agua negra […] donde ella vive; en un camino de/ pinos, en los charcos […] En el tren/ releo la carta, el poema; miro/ el dibujo sobre la hoja amarilla;/ mujeres delgadas de la mano/ como si bailaran, despegan los pies/ del suelo; pero por qué tan pegadas.» Este desequilibrio, su inquietud alcanzan a ese desarreglo (presencia/ausencia, sinsentido/necesidad) que es vivir con los otros, con los que aparecen o nos acompañan: «Nadie está listo para romperse,/ para que lo rompan./ Ni preparado ni dispuesto./ Vida improvisada, como una música/ que suena a curva, a pendiente, a frenos rotos.» No resulta extraño, entonces, que el sujeto poético añore «ser invisible./ Ser algo sigiloso/ y solitario que mira».

La voz poética se siente por momentos «a salvo, lejos» mientras «otros siguen caminando, dejan sus pisadas/ en este terreno blando. Me quedo en el borde». Cuando la autora advierte algún tipo de comprensión, de mirada habitable y compartible, suele darse bajo la especie de la solidaridad de otras mujeres (repitamos: «mujeres delgadas de la mano […] pero por qué tan pegadas»). Amelia Biagioni, Anne Carson, Margaret Atwood, Olvido García Valdés, Tess Gallagher… Se trata de una visión que acentúa una interconexión no únicamente existencial sino igualmente de discurso, una solidaridad poética, que la poeta donostiarra ya había explorado a través de los personajes femeninos de Poe (Edgar, Trea, 2013). Así, el conjunto poético de Clapotis respira a modo de una contracción vascular que va desde la retracción y el alejamiento de los otros, a quienes igualmente se observa en la distancia, y el discurso dilatado por la compañía, la camaradería incluso, de presencias y lecturas.
Tal formalización de lo inestable alcanza al ritmo del poema que, como se manifiesta en las citas aquí incluidas, apuesta con sus cortes versales fuera de compás por un orden diferente, un ritmo cerebral —si es aceptable la expresión— que de alguna manera la autora había delineado justo en el cierre de su libro anterior: «El poema es interno./ Sale como líquido entrecortado./ Hay un adentro y se desparrama ahí,/ abierto, sin cerrar nada» (Incidental). De alguna manera, se trata de una dicción del malestar: «Lo primero que pierdo al caer/ en el pozo es la sintaxis» (de Edgar). La inestabilidad parece el orden más natural de encauzar el mundo, desde los sonidos del mar hasta las relaciones humanas. Clapotis confirma la dicción porosa e incierta («el piso duro es fango ahora») que ya era evidente en lo que toca a las relaciones humanas en Edgar: «Define el amor: un balcón con el suelo blando, un suelo que se dobla,/ los pliegues del suelo blandos,/ elásticos».
Este principio de inestabilidad que tensa toda la poesía de Tolaretxipi suele concebirse como una poética de lo fragmentario, y ciertamente no faltan las escisiones en el discurso astillado de sus poemas («nunca unidad, no hay unidad,/ un hilillo como de voz nocturna/ a destiempo, la voz que raspa el oído»). Pero es posible entenderlo (y aceptarlo) desde el solapamiento y la complementariedad. Su mirada poética es menos una aproximación que una apropiación; menos un abordaje a los paisajes cercanos o a los parajes europeos o americanos visitados que una conexión interior, que un saberse estar ahí. En el espejo bifaz que mira hacia afuera y hacia dentro, el poema es el plano en el que la realidad exterior va, más que a romperse, a entremezclarse con la imagen borrosa de su autora reflejada en el decir(se). Las conversaciones, las compañías y los encuentros provocan un rumor levemente articulado que, en el caso de esta poesía, revela igualmente su acción perforante sobre el sujeto que lo percibe. Quizá esta sea la mejor manera de acercarse al libro: entender que la realidad se enseña falsa y teatralmente comprensible si no somos capaces de interiorizarla, de dejarnos horadar y moldear por ella.
Eli Tolaretxipi nos ofrece en Clapotis un esfuerzo más de comprensión del mundo a partir de una voz radical, por interiorizada y por compleja, que despliega los elementos de la realidad más objetiva como un agua de presente que transita por espacios interiores donde el sueño, la imaginación o la imposición del detalle sobre el conjunto revelan el estado natural pero a menudo ignorado o rutinariamente disfrazado de nuestra conciencia.

Eli Tolaretxipi
Trea, 2022
73 páginas
12 €

José María Castrillón (Avilés, 1966) es doctor en filología hispánica por la Universidad de Oviedo. Es autor de artículos y libros de didáctica de la lengua y la literatura. Ha publicado los textos poéticos La sonrisa de un delfín (Heracles y Nosotros, 1991), Animal de compañía (Nómadas, 1998), Aún por recorrer (Magua, 2004), La vieja munición (Idea, 2005), el círculo y la piedra (Trea, 2006), gramos (Trea, 2010) y Formas de saber que sigues vivo (La Garúa, 2021). Es autor de la antología Subir al origen: antología comentada de poesía occidental no hispánica (1800-1941) (Trea, 2018). Codirigió el monográfico Antonio Gamoneda: en la lógica mortal (Ínsula, abril, 2008) y editó la antología La sien en el puño (Eolas, 2017) del poeta colombiano José Manuel Arango. Perteneció al consejo de redacción de la colección literaria Nómadas y de la revista Solaria. Es profesor y crítico literario.
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