/ una reseña de Javier Mateo Hidalgo /
Lo insólito en la literatura suele ir de la mano de lo auténtico. Aquello que nos sorprende por su naturaleza genuina. Allá donde no encontramos dobleces ni recovecos, un paisaje diáfano exento de artificios donde quien escribe no puede ni quiere enmascarar su propia naturaleza. El público lector agradece la lealtad de la pluma, la desnudez o ausencia de mentira. Porque, no nos engañemos: hasta la ficción se encuentra construida de realidad. La creación sincera se desnuda, sobre todo en el género poético. Es ahí donde el autor o autora puede disfrutar de mayor libertad para expresarse y, por ello, debe ser coherente y verdadero. Por eso cuesta tanto encontrar un trabajo literario donde lo escrito nos llame la atención por su carnalidad. Memorias del derrumbe (Ediciones Vitrubio) es una de esas excepciones que nos despierta del largo letargo de las lecturas cotidianas. Su poesía nos sacude porque está llena de esa voz en primera persona del escritor, tan rotunda e inequívoca. Tocará, pues, al público, desentrañar los laberintos de la memoria autobiográfica de su autor.
Eugenio Rivera nos brinda una colección de poemas reunidos bajo un título bien significativo. Quien los lea, poco a poco irá levantando un gran edificio, construyendo el perfil de la figura del poeta que, paradójicamente se nos presenta como una gran mole derribada, convertida en cascotes que refieren a los días pasados. Caminar sobre estos fragmentos o vestigios nos llevará a familiarizarnos con la oscuridad, la melancolía, la conciencia de un pasado que —siendo mejorable o susceptible de enmienda— es el que es y debe ser aceptado e incluso recordado. Su tinta negra, a imagen de la portada, da cuenta de ello en forma de palabras que, concatenadas unas tras otras, conforman paisajes amontonados por enumeraciones sorprendentes, desvelos, pesadillas («los gritos de los ojos ciegos/ llenan de óxido y limo/ la caja de los sueños»), pero también cantos de amor y esperanza («Cuando llegue/ la noche y nos entregue/ su inevitable esquela/ pensad que muy poco tiempo/ después recibiremos/ en nuestro apartado de correos/ un hermoso telegrama/ de papel timbrado/ anunciando la luz de la mañana»).
Por sus páginas transitan las múltiples voces de quien, desde distintas épocas y estados, enarbola una mirada dura como el acero, rotunda como la rueda de madera de un carro, irónica como las verdades del bufón shakespeariano, melancólica como un paisaje marítimo lluvioso de Turner y en ocasiones dulce y amarga como un trago de vermú paladeado lentamente. Su lírica es la del derrotado que canta a la belleza de su propio naufragio. La experiencia le da derecho a decir las verdades del barquero, por muy ásperas que sean. Sus compañeros de viaje, aquellos a quienes homenajea a través de distintas citas que preceden a sus textos, son auténticos antihéroes: desde Arthur Rimbaud, pasando por Charles Baudelaire, el propio Luis Buñuel o Reinaldo Arenas y llegando a Leopoldo María Panero. Nombres propios como pistas del bagaje cultural del autor y que le ayudan a conformar sus propias «flores del mal» o «cantos de Maldoror» poéticos. Un imaginario muy personal, plagado de objetos de un pasado familiar que se funde con las personas que los poseyeron («sentada en la silla/ del abuelo. […] Dos ojazos de mimbre/ nos miran»), las pertenencias de otras personas que marcaron la biografía del poeta («El jersey rojo/ Siempre recuerdo/ tu jersey rojo de la fiesta»), las referencias fílmicas («Sin rumbo/ como en un mal film de serie B/ con una fotografía falsa/ y un decorado de cartón piedra»), el recuerdo de la niñez («En el infierno líquido/ de mi infancia siguen / ardiendo mis juguetes/ nuevos de hoy») o juegos de palabras («Derrotero huele a derrota/ arma a armario/ esposa a presidiaria/ sueño a muerte/ como traición huele a ti»).
De todo ello parece justificarse Rivera al anunciar, en las enigmáticas palabras introductorias del libro, el final de las cosas que le rodean, incluso de su vida: «Todo ha acabado. ¡Todo! Por sorprendente que sea ya no puede hacerse nada. Solo queda el vacío… Yo estoy muerto por completo. ¡Muerto al fin! […] Es el momento […] en el que puedo exhalar un suspiro de alivio y sacar a la luz sin miedo mis olvidadas Memorias del Derrumbe… ¡Sea!». Mediante este metafórico artificio, el autor lleva a cabo un prodigioso recuento de lo que ha sido su historia, apoyándose en que nada tiene ya que perder. Algo que es en buena medida cierto, pues en su propio momento de la vida siente que ya no tiene que rendir cuentas a nadie, dejando de ocultar partes de su identidad para mostrarlas mediante la poética, quizá la más contundente arma para ello. Precisamente por ello cobra mayor valor su trabajo. Rivera habla desde la experiencia vital y desde la claridad de lo confesional. Es su palabra la palabra de un auténtico poeta.

Eugenio Rivera
Vitruvio, 2021
96 páginas
14,98 €

Javier Mateo Hidalgo (Madrid, 1988) es doctor en bellas artes por la Universidad Complutense de Madrid (2019), donde cursó sus estudios de licenciatura en la misma especialidad (2012); titulado asimismo en sucesivos másteres en formación del profesorado en la especialidad de artes plásticas y visuales, guion cinematográfico y lenguajes y manifestaciones artísticas y literarias. Ha publicado diferentes artículos en revistas académicas como Archivos de la Filmoteca, Femeris, Aniav, Re-visiones, Asri o Síneris, así como pronunciado conferencias en espacios como el Instituto Cervantes, las universidades de Salamanca, Huelva, Valencia o la Universidad Complutense y la Autónoma de Madrid, ejerciendo asimismo como profesor de educación plástica, visual y audiovisual y dibujo artístico en varios colegios de Madrid. Debido a su formación multidisciplinar, su trayectoria ha abarcado diversos ámbitos relacionados con la cultura, tales como el arte, el cine, la música, la escritura o el teatro.
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