Poéticas

Días de 2022 (14)

Nueva página de un diario no diario de Avelino Fierro, escrita durante una visita a Madrid, incluyendo una visita al Prado.

/ por Avelino Fierro /

Madrid (2)

En la cocina. Durante el desayuno, cuando Mar le cuenta a Leo que va a la huerta por las mañanas, ella le dice que eso está muy bien para la vida, salir «al aire que nos pone Dios». Me ha parecido una frase hermosa, ver así el mundo, renovándose y naciendo a diario, una Creación incesante. Casi entro en su conversación para hacer una chanza diciéndole a Leo: «Ya, ¿y si se enreda el Hacedor por la noche —como nosotros ayer— y se levanta tarde, o con resaca, o se le olvida? Imagino que tendrá algo previsto, quizá una legión de ángeles de reserva, como una pandilla de peones camineros, que abrirán esa jornada para que los pobres mortales podamos ponernos en marcha y transitar los caminos del Señor hasta en los días de viento, con las velas extendidas».

La frase que oigo a continuación viene desde la radio: «Berlusconi y Salvini arropan a Meloni». Y luego, la voz de Cecilia que se despide antes de ir a su local de ensayo en Tablada 25, allá, en la zona de Tetuán. Cuando lo visitamos la primavera pasada, nos gustó mucho. Un espacio con pasillos y locales dedicados a la música, con carteles de la época de la Movida madrileña.

Son ya más de las diez de la mañana del viernes. Escribo junto al gran ventanal con vistas a Alonso Cano. Las hojas de la acacia besan el cristal y me miran. A veces, cabecean en señal de respeto a la vez que susurran: «Este hombre de provincias que recala aquí de vez en cuando, a nuestro lado, ya desde hace años, parece un tipo afable; lo vemos envejecer. Saca algo de tiempo en sus visitas para redactar unas notas y nunca nos deja en mal lugar. Hoy parece que tiene los ojos miopes menos firmes, desgreñados. Como si hasta ellos estuviera llegando con insistencia la luz de un día de la infancia u otras cosas sin remedio».

No sé qué decir. Anteayer, recién llegados, salimos a pasear por estas calles de Chamberí. Paramos un instante en el escaparate de una agencia inmobiliaria. Los pisos de la zona, justamente en esta calle de mis amigas las acacias, tienen precios estratosféricos. Se me está arruinando el poema. Nunca había reparado en esto. Estoy pensando en llamar a esa legión de ángeles en algún día poco atareado para ellos y ponerlos a derribar todo y levantar de nuevo un universo más a la medida de lo verdaderamente humano. Sin tanta brillantina ni descosidos, más absorto, con nubes, prosas para todos y árboles de brazos largos.

Hablemos pues del mundo de la cultura, en el que por veinte euros puedes reponer algunas emociones para tapar los huecos que dejan algunos días que no dicen nada, afásicos, casi muertos. El consuelo del Arte.

Estuvimos en los Teatros del Canal. En su sala roja comenzaba la temporada operística del Teatro Real con Orfeo, la ópera de Cocteau, en la que los músicos interpretaban en directo la partitura de Philip Glass. Parece ser que Cocteau escribe el texto cuando muere su amante, Raymond Radiguet; y Glass dibuja la música cuando muere su compañera, Candy Jernigan.

El libreto era el mismo, la misma traducción que yo recordaba de la película que había intentado ver esa misma tarde. La escenografía, despojada, austera. De vez en cuando se accionaba una estructura metálica con pantallas de vídeo. La soprano que interpretaba a la Princesa (la Muerte) me pareció excelente, por encima de los demás cantantes. Hablo de su volumen canoro, porque también su figura escénica era imponente.

Me gusta ese papel —que en la película corre a cargo de María Casares— de la muerte que se enamora de aquel a quien debe llevarse al otro lado. La Eurídice también se comportó muy correctamente a su sombra. Aunque yo me habría traído a casa a Heurtebise, el chófer. Me evitaría problemas con mi señora y tendría conmigo a un servidor fiel y muy romántico.

La música de Glass parece siempre la misma. Da igual que acompañe a cantantes, a un conferenciante, que se muestre sola, atrevida y procaz. No se veía bien la parte del foso —a pesar de estar nosotros en lo alto, en el gallinero— en la que se sitúan los metales. Los imaginaba repitiendo una y otra vez los mismos ademanes, pulsando pistones, hinchando carrillos, bombeando vientos. El director también reiteraba los mismos gestos.

Compré hace unos mil años el disco de Glass, Songs from liquid days, en una tienda en Puerto de la Cruz. Allí estaban junto a él todos los modernos neoyorkinos de aquel entonces: Simon, David Birne, Laurie Anderson, Suzanne Vega, The Kronos Quartet… Me pareció que aquellos zumbazumba eran algo diferente y que iban a resultar; con el tiempo ha perdido todo el interés. No pasarán a la historia, ni siquiera a las antologías de las moderneces del siglo XX. Sí se les puede agradecer, a Riley y a él, que influyeran en músicos rockeros como Eno, Bowie o Sonic Youth, igual que La Monte Young está por detrás de los sonidos de La Velvet Underground.

Casi en nuestra misma fila, más allá, Mila y sus amigas. Charlamos con ellas al salir. Dice Cecilia que son un grupo de «expertas en ocio». Porque no paran, están aquí, mañana allá, el domingo en las conferencias que en El Prado se van a reanudar… Aurora diseña ropa, que todas ellas llevan ahora con mucha distinción. María Luisa me enseña en el móvil una foto en la que está elegantísima, vestida con un diseño sobre colores de Rauschenberg; sería una musa perfecta para los epígonos de la Escuela de Nueva York.

Ceci, Mar y yo volvimos a casa paseando, hablando de los sucesivos Orfeos que han venido a visitar este valle de lágrimas. La historia de esta ópera de Cocteau tiene un final muy distinto al del mito clásico: Orfeo y Eurídice viven juntos de nuevo entre los humanos. Pero hay una quiebra en esa aparente felicidad. Como se dicen entre sí la Muerte y el cochero —sus enamorados—, viéndolos desde el más allá, «Déjalos, mira, ahí los tienes; los hemos devuelto a su lodazal»

Orfeo nace en Tracia, hijo de la musa Calíope y el dios Apolo. Canta las gestas de los dioses. Con su lira consigue apaciguar al Cancerbero cuando entra en el Hades buscando a Eurídice. Todos los poetas lo cantan y se miran en él. Brodsky tiene un extenso artículo sobre el poema de Rilke, «Orfeo, Eurídice, Hermes», del que dice que es el mayor poema de nuestro siglo. En la ópera hay muchas anteriores a la más famosa, de Calzabigi y Gluck. A Mar le gusta escuchar esta, dirigida por Sir John Elliot Gardiner. Hoy día, no sé si la cabeza de Orfeo, descuartizado por las bacantes, seguirá flotando en las aguas del Hebro repitiendo el nombre de Eurídice. El Amor triunfando después de la Muerte.

*

Mar acompaña a Cecilia a la boca del Metro. ¿Fue Umbral quien escribió que el olor de Madrid podría ser un híbrido de gambas a la plancha y estación de metro? Vuelve a subir a buscarme —tras comprar un regalo para Leo—, para ir hacia el Museo de El Prado. Pasamos por la calle Génova: la librería Pasajes —donde presenté mi libro Contratiempo; no nos hicieron demasiado caso, pero al resultar aquello bastante bien, colgaron luego en el Facebook encendidos elogios—, la sede de los populares, una cafetería elegante de la que salieron dos rubias maduras y fosforescentes, un guardia municipal jovencísimo cerca de Colón, que tocaba desaforadamente el silbato —sin duda en su primer día de prácticas—, operarios montando las casetas para la Feria del Libro…

En el edificio del Ayuntamiento hay una exposición sobre el pop art. ¿Recordáis cuando las exposiciones eran gratis?, decía alguien ayer. Como no hay mal que por bien…, hemos ingresado en ese segmento de edad en el que te rebajan el precio un cincuenta por ciento. Pedirte quince euros por ver unos cuantos colorines me parece tener poca piedad. Lichtenstein, Rauschenberg, Warhol y Basquiat, quiero decir Haring, aquí están. Mirando todo esto se nos viene encima aquella frase, «el arte contemporáneo es un producto destinado a agentes bursátiles».

Queda bien el papel pintado que decora parte de las salas. Y no sé por qué nadie imprime ya un pequeño catálogo de mano. Por el precio de dos entradas te confeccionarían en cualquier imprentilla de barrio trescientas volanderas, octavillas, pasquines, tarjetones (flyers, les dicen ahora)… Así, los visitantes tendríamos esa imagen para enhebrar en los recuerdos, o para marcar las páginas de una lectura en marcha, o para recortar y pegar en nuestro cuadernillo de viajes.

El Prado. Suele uno recordar las palabras de Ramón Gaya: «Cuando desde lejos se piensa en el Prado, éste no se presenta nunca como un museo, sino como una especie de patria. Hay allí algo muy fijo, invulnerable y también sin redención». Y añade: «entrar en el Prado es como bajar a una cueva profunda, mezcla de reciedumbre y solemnidad, en donde España esconde una especie de botín de sí misma, robado, arrebatado a sí misma, defendido de sí misma». Yo dejé, postrado ante su existencia, ese pequeño homenaje en que consistió la separata de mi último libro Calendario, y que titulé «Una visita al Museo del Prado». Creo que conseguimos editar un cuadernillo apropiado y elegante.

Entrar en El Prado es acceder a un lugar turbador, santificado por la existencia en su interior de las obras de grandes creadores. No llego a él —lo he notado en las últimas visitas— con buena disposición. Esta vez comencé desgarrando por mal lugar el tique de Amigo del Museo; estaba nervioso. Me emocioné al rato, coincidiendo con la visión de El Tránsito de la Virgen, de Mantegna. Una casualidad —yo ya venía dañado—, aunque el cuadro es bien hermoso. Me volvió a pasar en la sala de Las Meninas, donde sentí que se me nublaba un poco la vista. Bueno, quizá decir eso sea mentir, faltar a la realidad: Me puse a llorar como un tonto, aunque me paseaba por la estancia muy erguido y digno, esperando que si alguien se fijaba en mí pudiera pensar en que una conjuntivitis grave o algo similar me sojuzgaba. Ocurrió una tercera vez, a la salida hacia alguna galería central. Ya no tenía relación con ningún cuadro, entre quitarme los mocos y las lágrimas y limpiar las gafas, no sabía si me rodeaba pintura flamenca, italiana, barroca…

Sí recuerdo habernos detenido un buen rato ante los racimos de uvas de Juan Fernández y el Agnus Dei de Zurbarán, el Tintoretto de la dama que descubre su pecho, el retrato de un desconocido de Durero, algunos Tizianos. Y en ese tramo de pintura española de historia en el que no solíamos reparar demasiado, los Rosales, Pradilla, Gisbert…

No me encontraba cómodo. Me preocupé. Pensé que envejecía de repente o que estaba incubando una depresión, antesala de una enfermedad grave. Miraba a los visitantes y me parecían seres irreales, escogidos para salvarse, elegidos sólo por estar allí escuchando sus audio guías o leyendo las cartelas o acercándose o retirándose de las obras para completar la visión, para tomar perspectiva, aire. El Prado, qué fuerza emanaba. Asidero a otra vida, manantial donde recuperarse de alguna claudicación del alma.

Quizá no debía preocuparme tanto. Podía ser algo pasajero, porque a la salida al Paseo comencé a respirar bien. Puede que hubiera estado afectado por una variante del virus del Síndrome de Sthendal. Ya sabéis, Henry Beyle lo relata en su Diario de Florencia, «Absorto en la contemplación de la belleza sublime saliendo de la Santa Croce, me latía con fuerza el corazón; tenía lo que en Berlín denominan nervios; la vida se había agotado en mí y caminaba temeroso de caerme». Pero no podía negar que la belleza, de manera silenciosa y deteniendo el tiempo, me había propinado un buen sopapo.


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Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012)Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016)Contra tiempo (2017-2018) todos ellos publicados por la editorial Eolas. También ha publicado Estatuas de sal: cartas (2020) y Calendario (2021).

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