Laberinto con vistas

Efectos de superficie

Antonio Monterrubio escribe sobre el descalabro de Ciudadanos, víctima de una instantánea en la que «no cabían tres. De cara a los intereses del Poder, eran multitud».

/ Laberinto con vistas / Antonio Monterrubio /

«Controlan medios de comunicación. Ponen y quitan tertulianos. Manipulan encuestas para condicionar el ánimo de la gente». ¡Oh, cielos! ¿Qué es aquesto? ¿Acaso, una vez más, indignados, perroflautas y otros sujetos de mal vivir osan poner en entredicho la libertad de (quienes poseen los canales de) expresión? Bueno, se trata de un tuit enviado por uno de los más conspicuos representantes de ese singular objeto político llamado Ciudadanos. Días después de haber sido despedido de su puesto de vicepresidente autonómico, víctima de una maniobra traicionera que se venía gestando hacía tiempo y que solo él no veía, manifestaba así su consternación. En plena OPA hostil desencadenada por el PP hacia los restos del naufragio naranja, por fin las legañas cayeron de sus ojos. Día tras día, eximios ejemplares de cierta especie de mamíferos abandonan un barco que se diría definitivamente destinado a transformarse en pecio. Mientras, él y otros ingenuos compañeros de fatiga contemplan cómo los poderes que pasaron años dorándoles la píldora se confabulan ahora contra ellos.

Ante la ciudadanía se presenta el ascenso y caída del partido naranja cual si fuera un curioso fenómeno de la naturaleza. Pero tanto su proyecto como su construcción, restauración y posterior demolición responden a una rigurosa lógica, a los deseos y exigencias de quienes llevan realmente los mandos. Surgió y fue patrocinado para capitalizar desde posiciones conservadoras, liberales por necesidades del guion, la oleada creciente de indignación frente a la corrupción galopante. Apoyado por intensas campañas de publicidad y propaganda, por un bombardeo ideológico en alfombra, cumplió mal que bien las expectativas. La meta era disponer de un partido sólido que asumiera la doctrina Gatopardo: cambiarlo todo para que nada cambie. Había que encumbrar a una formación política macroniana, susceptible de aunar voluntades del espectro moderado al socioliberal. Las opciones eran que se convirtiera en fuerza mayoritaria como su modelo galo, o que bisagreara entre PP y PSOE, según lo que interesara en cada contexto.

Y aquí se torcieron las cosas. Espoleado por la megalomanía de su equipo dirigente y quizás por sus orígenes, relegando la crítica razonada, optó por hacer de la inquina visceral a cuanto oliera a izquierda o nacionalismo periférico su seña de identidad. Se encerró en la concha de un ultranacionalismo centralista que no hizo sino contribuir al crecimiento exponencial, en un corto periodo de tiempo, de un grupo que elevaba sus mismas fobias a la enésima potencia. En una tierra donde líderes políticos, poderes fácticos y altavoces mediáticos habían sembrado las semillas del odio, este produjo una abundante cosecha. Machismo, xenofobia, racismo, homofobia, aporofobia, exterminio (por el momento, verbal y judicial) de la disidencia política, social y cultural fueron admitidos como animales de compañía. A partir de ahí, Ciudadanos, partido mantenido durante años entre algodones por los poderosos, sobraba. Ya solo significaba una dilapidación de votos esenciales para las fuerzas conservadoras. Se hacía imprescindible expulsarlo del tablero político. Y en eso están.

En apenas dos lustros, las pujantes corrientes de contestación nacidas al calor del 15-M han sido reducidas a puramente testimoniales. Aunque el Sistema era perfectamente consciente de que nunca representaron un peligro real, no vaciló a la hora de aplastarlas y laminarlas. En cuanto se le desafía se muestra implacable, dejando claro quién manda y la irreversibilidad de esa situación. Cuando es el Aparato mismo el que ha dado vida, irrigado y mimado a un determinado grupo de presión social, este le pertenece en cuerpo y alma. Si se le antoja destruirlo, nada ni nadie va a impedírselo. La sentencia está dictada, y su ejecución no podrá ser detenida más que por un improbable acto de gracia del juez. Al igual que sucede en ciertas organizaciones non sanctas, si les has fallado estás acabado. La participación de los naranja en la famosa foto de Colón supuso la firma de su propia condena. En esa instantánea no cabían tres. De cara a los intereses del Poder, eran multitud. Se imponía deshacerse de uno, y le tocó al más ignorante. Buena parte de sus dirigentes, acostumbrados a las prebendas que el IBEX-35 (metonimia) otorga a sus mayordomos, andan buscando colocación a la sombra de aquel PP al que motejaban de corrupto y agonizante. Los pocos que no quieren o los más que ya no pueden beneficiarse de ese cambio de chaqueta acompañado de bajada de pantalones se afanan en encontrar un muro donde lamentarse. Sin embargo, carecen del talento de Jeremías, y sus quejas semejan la rabieta del niño consentido al que de repente se le niegan sus caprichos.

Todas estas maniobras subterráneas pasan desapercibidas, pues lo que no sale en la tele no existe. Por lo demás, la Autoridad fáctica preferiría aglutinar el voto conservador y reaccionario en una sola papeleta, pero sabe que ahora mismo eso no es viable. Los electores movidos única y exclusivamente por el odio no se sentirían cómodos votando azul, por mucho que bramen sus portavoces. El delirio fóbico los hace parecer demasiado blandos, a pesar de su meritoria contribución al clima irrespirable de la España actual. Y curiosamente, cada vez son menos las voces que previenen del cariz que está tomando la situación. Líderes periodísticos o intelectuales se resignan al triunfo de la barbarie, y los hay que no dudan en adherirse a ella de un modo u otro con excusas a cuál más peregrina.

La postura de nuestras fuerzas ¿vivas? sociales y culturales ante la preocupante proliferación de estos fenómenos recuerda enormemente el poema de Cavafis «Esperando a los bárbaros»:

¿Qué esperamos agrupados en el foro?
¿Por qué inactivo está el Senado e inmóviles los senadores no legislan
[…]
¿Por qué no acuden como siempre nuestros ilustres oradores
a brindarnos el chorro feliz de su elocuencia?
Porque hoy llegan los bárbaros.

Y ya se sabe, ellos odian la retórica y los grandes discursos. En cuanto a las leyes, ellos las dictarán y harán cumplir a rajatabla. El poema concluye de forma insospechada. La multitud se disuelve y retorna a su casa decepcionada y contrita. ¿Por qué?

Porque la noche cae y no llegan los bárbaros.
Y la gente venida desde la frontera
afirma que ya no hay bárbaros.
¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros?
Quizá ellos fueran una solución después de todo.

Solo que sí existen. Y no están a las puertas de la Ciudad, sino dentro, incluso en el interior de cada uno. Aquellos que destruyeron la civilización antigua con esas invasiones que la historiografía germánica denomina piadosamente Volkerwanderüngen, «migraciones de los pueblos», acabaron mal que bien civilizándose. Por el contrario estos, al igual que sus precursores de la primera mitad del siglo XX, no tienen intención alguna de salir de la barbarie; la habitan encantados y la disfrutan a fondo. En realidad, es el motor de sus vidas. «Según los listos, el fascismo era imposible en Occidente. En todas partes los listos han facilitado la irrupción de los bárbaros porque son así de tontos» (Adorno, Horkheimer: Dialéctica de la Ilustración).

Esto se ignora en una sociedad donde se dedican largos minutos diarios a la abrumadora tarea de informarse. La sobreexposición comunicativa ahoga el acontecimiento, anula su significación, impide su percepción y programa el olvido. Las imágenes desfilan ante nuestros ojos a velocidad epileptógena con aire fantasmal. Todo se pierde en el sumidero de la irrelevancia, pues el tsunami de nimiedades, imposturas y tergiversaciones ahoga el pensamiento crítico. Entre tanta noticia, asistimos a una tormenta perfecta de interpretaciones tendenciosas. El Aparato controla y manipula dejándonos indefensos, ya que «exige esa aceptación pasiva que de hecho ya ha obtenido gracias a su manera de aparecer sin réplica, gracias al monopolio de las apariencias» (Guy Debord: La sociedad del espectáculo, 1967). Un Poder que se ofrece como show explica los aparentes cambios que nada cambian, y que una incauta audiencia trague capítulo tras capítulo de la interminable telenovela Abandonad toda esperanza.

Se nos dirá que las personas y las instituciones pasan, se suceden unas a otras, que nada permanece en el mismo estado, todo fluye, como dirían Heráclito y Bauman. Sin embargo eso ocurre en la vida, no donde se ejerce el Poder, y Debord sabía por qué: «El espectáculo es absolutamente dogmático, pero al mismo tiempo no puede desembocar en ningún dogma sólido». Ahí esta el quid de la cuestión. La Autoridad establece la ortodoxia y exhorta a atenerse a ella en cada momento. Que hoy sea una y mañana otra es lo de menos. Lo que interesa es que sea acatada con la mínima discusión posible, idealmente con ninguna. Una mayoría lo suficientemente apabullante para no dar lugar a dudas «cree que todo está claro cuando la televisión muestra una imagen bella y la comenta con una mentira». A su vez «la semiélite se contenta con saber que casi todo es oscuro, ambivalente, montado en función de códigos desconocidos» (Debord: Comentarios sobre la sociedad del espectáculo). Este texto es de 1988. Lo único que ha cambiado es que la caja tonta ya ni siquiera difunde bellas estampas, sino bazofia de la peor especie.


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Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza. Recientemente se ha publicado en un volumen la trilogía de La verdad del cuentista (La verdad del cuentista, Almacén de ambigüedades y Laberinto con vistas) en la editorial Semuret.

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