Música y danza

Todas las tradiciones, todas las vanguardias. Semblanza breve de Mario Lavista

Escribe Jónatham F. Moriche sobre la obra del compositor mexicano Mario Lavista (1943-2021), autor de la ópera 'Aura', una de las grandes aportaciones latinoamericanas al género.

/ por Jónatham F. Moriche /

 «…y su aparición fue imprevista, sin ningún ruido —ni siquiera los ruidos que no se escuchan pero que son reales, porque se recuerdan inmediatamente, porque a pesar de todo son mas fuertes que el silencio que los acompañó».

Carlos Fuentes: Aura

En 1943, año de nacimiento de Mario Lavista en Ciudad de México, se estrenaron el Concierto para violín de José María Ponce (1882-1948) y el movimiento para orquesta Ángelus de Miguel Bernal Jiménez (1910-1956), mientras que José Pablo Moncayo (1912-1958), tras el enorme éxito de su popular movimiento sinfónico Huapango (1941), aguardaba para estrenar su Sinfonía para orquesta en 1944, y Carlos Chávez (1899-1978), tras el reconocimiento nacional e internacional de su primera y segunda sinfonías Antígona (1933) e India (1936), estrenaba su tercer Cuarteto de cuerdas e iniciaba la redacción del ballet para doble cuarteto de cuerdas y vientos La hija de Cólquide, que se estrenaría en Estados Unidos en 1946. Nace Mario Lavista, pues, en plena hegemonía de la escuela musical nacionalista mexicana, en todas sus oleadas generacionales y todas sus variantes estilísticas, solo ensombrecida por la temprana desaparición de su más rutilante y atormentada estrella, Silvestre Revueltas (1899-1940), mítico autor de los movimientos sinfónicos Ventanas (1931) y Sensemayá (1937) o las bandas sonoras de Redes (Fred Zinnemann, 1936) y La noche de los mayas (Chano Urueta, 1939), y solo desafiada por la igualmente mítica excentricidad radical de Julián Carrillo (1875-1965), músico de humildísima ascendencia indígena, virtuoso violinista, embarcado ya desde finales del siglo XIX en un singular proyecto de composición microtonal e invención instrumental, vía personal hacia la modernidad nacida antes y al margen de la corriente vanguardista principal de los compositores europeos dodecafónicos de la Escuela de Viena, desde la que facturará obras fascinantes como el Preludio a Colón (1922) o la Misa para S.S. Juan XXIII (1962).

Silvestre Revueltas: Ventanas (1931)

Julián Carrillo: Preludio a Colón (1922)

Nacido en una familia melómana y de temprana vocación musical, inicialmente orientada a la interpretación pianística aunque pronto derivada hacia la composición, Lavista ve frustrado por sinrazones administrativas su primer intento de ingresar al Conservatorio Nacional de Ciudad de México, lo que finalmente conseguirá en 1963, tras varios años de formación privada, a través de su Taller de Composición creado en 1960 por Chávez, último superviviente de aquella generación dorada del nacionalismo y figura artística e institucionalmente central de la vida musical mexicana del momento, que ofrece a sus alumnos una enseñanza de altísima exigencia técnica y fuerte apego a la gran tradición clásica, de Johann Sebastian Bach a Claude Debussy. Su otro maestro formal será el compositor Rodolfo Halffter (1900-1987), uno de los tantos intelectuales y artistas españoles exiliados que recibieron la hospitalidad de México y reemprendieron allí sus trayectorias truncadas por la guerra civil y la dictadura franquista, y que se convierte en un activo difusor de las vanguardias europeas entre los jóvenes músicos mexicanos, analizando con ellos las obras de Arnold Schoenberg, Anton Webern y Alban Berg. Un tercer maestro, ya fuera de las aulas, será su propio tío, el compositor, pianista y director Raúl Lavista (1913-1980), alumno de Ponce, Halffter y Revueltas, uno de los más prolíficos y populares compositores mexicanos para el cine, habitualmente en el lenguaje híbrido entre el neorromanticismo y la música popular que el género le demanda, pero que como muchos de sus colegas aprovecha sus incursiones en el cine de misterio y terror para incorporar a su música recursos y expresiones de las vanguardias. Y también fuera de las aulas, el joven Lavista frecuentará al compositor y pianista alemán residente en México Gerhart Muench (1907-1988), responsable del estreno en el país de muchas de las obras capitales de la literatura pianística contemporánea, que incitará al joven Lavista al estudio de la polifonía religiosa medieval y renacentista que tan influyente resultará, décadas después, en su madurez creativa.

Carlos Chávez: Sinfonía n.º 2, India (1936)

Rodolfo Halffter: Huésped de las nieblas (1982)

Prueba de la extraordinaria maestría del aún estudiante Mario Lavista es su Sinfonía modal fechada en 1964 como ejercicio para el Taller de Composición, desde entonces olvidada y solo recientemente reestrenada y grabada, una obra extensa, de riguroso estilo neoclásico, refinada escritura orquestal y luminosa inventiva melódica. Pero la mirada de Lavista busca otros horizontes más allá del ya declinante paradigma musical nacionalista, que vienen explorando ocasionalmente otros músicos mexicanos del momento ―como Armando Lavalle (1924-1994), Manuel Enríquez (1926-1994), Alicia Urreta (1930-1986) o el mismo Chávez, en piezas tan ambiciosas y radicales como su ballet Pirámide (1968)―, y hacia los que apuntan sus primeros estrenos fuera de los conciertos formativos del Taller de Composición: Monólogo para barítono, flauta, vibráfono y contrabajo y Dos canciones para mezzo y clave o piano, sobre textos de Nikolai Gogol y Octavio Paz, fechadas en 1966, ambas ya atonales aunque no estrictamente seriales. En 1967 parte becado por el Estado francés hacia París, en cuya Schola Cantorum  ―por la que han pasado como profesores Isaac Albéniz, Olivier Messiaen o Darius Milhaud y como alumnos Erik Satie, Joaquín Turina o Edgard Varèse― estudiará cuatro años, empapándose de música electrónica, concreta, gráfica o aleatoria, técnicas instrumentales extendidas y otras innovaciones con maestros como Iannis Xenakis, Henry Posseur o Nadia Boulanger. También asistirá al estreno de piezas capitales de la historia musical moderna como Stimmung de Karheinz Stockhausen o la Sinfonía de Luciano Berio y peregrinará al sanctasanctórum de la vanguardia musical europea, el Festival de Darmstadt. 

Manuel Enríquez: Ritual (1973)

Mario Lavista: Sinfonía modal (1964)

Puede hablarse de un primer Lavista o Lavista temprano, que despliega esta vocación vanguardista desde mediados de la década de 1960 hasta comienzos de la década de 1980, y de un segundo Lavista o Lavista maduro en reencuentro con la tradición desde entonces y hasta su fallecimiento en 2021, aunque esta categorización requiere de algunas puntualizaciones. El primer Lavista escribe, durante su estancia en Europa y tras su regreso a México en 1971, obras con algunos elementos improvisatorios, como su primer cuarteto de cuerdas Diacronía (1969) o casi enteramente improvisadas, como Jaula para piano preparado (1976), para artefactos cotidianos como Cronos para quince relojes despertadores (1969) o usando técnicas de collage como Quotations para violonchelo y piano (1976), se enrola durante tres años (1970-1972) en la banda de improvisación Quanta, que ofrece una segunda vida a los instrumentos microtonales de Julián Carrillo en extraños conciertos callejeros a medio camino entre la música contemporánea, el kraut-rock y el puro happening teatral ―que concluye en alguna ocasión con el arresto policial del conjunto― y produce un cierto número de obras electrónicas, como Alme (1971) o las bandas sonoras de los documentales antropológicos Judea, Semana Santa entre los coras (1973) o María Sabina, mujer espíritu (1978) del músico y cineasta Nicolás Echevarría, antiguo alumno de Lavista y miembro de Quanta. Pero en la música de este primer Lavista a menudo coexisten las aventuras formales con una intuición y una emoción directas e intensas, como las que se filtran por entre las indeterminaciones del cuarteto Diacronía, a la vez tenso experimento sobre tiempos y timbres y enigmático y a su manera lírico adagio, plagado de motivos melódicos fugitivos y ecos muy distantes pero poderosos de consonancia, como sucede también en su primer Trío para violín, violonchelo y piano (1976): incluso en su década más experimental, Lavista indaga la forma sin entregarse totalmente al puro formalismo. Diacronía será programada en el III Festival de Música de América y España celebrado en Madrid en octubre de 1970, en la que constituye, que sepamos, la primera interpretación de su música en España.

Mario Lavista: Cuarteto nº 1, Diacronía (1969)

Mario Lavista: Quotations (1976)

Señalan el advenimiento del Lavista de madurez, a caballo entre las décadas de 1970 y 1980, obras progresivamente consonantes, aunque diversamente oblicuas a la funcionalidad armónica tradicional, y en las que el intervalo melódico recobra protagonismo, como la cristalina y poética Simurg para piano solo (1980), su primera pieza para el instrumento enteramente redactada con notación convencional, el movimiento sinfónico Ficciones (1980), su primera aproximación sustancial a la gran orquesta desde los días del Taller de Composición, pieza enérgica, de clima expresionista, casi cinematográfico, o Canto del alba para flauta (1979) y Lamento a la muerte de Raúl Lavista para flauta baja (1981), que ponen las modernas técnicas extendidas del instrumento al servicio de un melodismo a la vez experimental y elegíaco, surcado de insinuaciones orientales y prehispánicas, e inauguran un extenso ciclo de obras para instrumentos de viento que proseguirá con Cuicani para flauta y clarinete (1985) o el Responsorio in memoriam Rodolfo Halffter para fagot y dos percusionistas (1988) y que terminará constituyendo uno de los fundamentos de su catálogo. En 1984 llegará una de sus obras más conocidas, el segundo Cuarteto de cuerdas Reflejos de la noche, adaptado en 1986 para orquesta de cuerdas, íntegramente escrito sobre los frágiles y oscilantes sonidos armónicos naturales de los instrumentos, un refinadísimo ejercicio de estilo textural atravesado por constantes insinuaciones melódicas y oscilantes espectros de pulsos rítmicos. También de 1984, aunque mucho menos conocida, es Hacia el comienzo, para mezzo y orquesta, sobre versos de Octavio Paz, a la que en 1986 seguirá con la misma plantilla Tres nocturnos, sobre versos de Álvaro Mutis, que tras casi dos décadas de casi total abandono de la música vocal viene a anticipar los principales rasgos estilísticos del que será poco después uno de los mayores retos y también mayores éxitos de la trayectoria de Lavista, su ópera Aura, basada en la célebre novela corta del mismo título publicada por Carlos Fuentes en 1962, una de las cumbres de la literatura fantástica hispanoamericana y universal del siglo XX.

Mario Lavista: Ficciones (1980)

Mario Lavista: Cuarteto nº 2 Reflejos de la noche (1984)

Estrenada en 1989 en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México, dispuesta en un solo acto, once escenas y apenas setenta minutos de duración, Aura es una pieza muy breve para los cánones del género y aún así la más extensa del catálogo de Lavista, un compositor que ha practicado la concisión como disciplina estrictísima y apenas cuenta en más de medio siglo de producción con un puñado de obras que superen los veinte minutos. Es también una obra de modesta plantilla, con solo cuatro voces en escena y orquesta, sin coro. No hay cesuras ni grandes saltos de estilo o color entre las escenas, la música fluye en un único trazo, una misma atmósfera tenebrosa y onírica, que a veces se compacta en melodías vocales sencillas, rotundas y arrebatadas, fuertemente apegadas a la silábica del texto y las texturas de la orquesta, con cierto aire a viejas romanzas de salón decimonónicas, que brotan como intensas pinceladas purpúreas y carmesíes para luego desvanecerse en el espectral y opresivo entramado de ocres que sirve de voz al lúgubre caserón en que transcurre su trama escalofriante. Es, describe su autor, una ópera de murmullos y un poco de canto. Aura constituye un doble hito, en el catálogo de Lavista y en la moderna historia mexicana y latinoamericana del género grande, junto a un selectísimo parnaso de pares: la pionera The visitors (1957) de Chávez ―Matilde, o México en 1810 de Carrillo, escrita en 1909 pero no estrenada hasta 2010, es una obra de estética aún plenamente decimonónica; Revueltas murió sin haber practicado el género―, Orestes parte (1984) de Federico Ibarra (1946) o, ya tras el estreno de Aura, Séneca (1993) de Marcela Rodríguez (1951), Florencia en el Amazonas (1996) de Daniel Catán (1949-2011) o, ya en las periferias más inciertas y radicales del género, Murmullos en el páramo (2006) de Julio Estrada (1943). Un listado al que en el ámbito latinoamericano habría que añadir Don Rodrigo (1964), Bomarzo (1967) y Beatrix Cenci (1971) del argentino Alberto Ginastera ―hasta hoy, y solo en disputa con el del español Luis de Pablo, el catálogo operístico moderno más importante en lengua castellana―, Yerma (1956) del brasileño Heitor Villa-Lobos o La ciudad ausente (1995) y Ainadamar (2003) de los argentinos Gerardo Gandini y Osvaldo Golijov. Con las enmiendas que el lector o lectora consideren oportunas, ese sería el perímetro aproximado del gran canon de la ópera mexicana y latinoamericana moderna al que Aura se incorpora en 1989.

Mario Lavista: Aura (1989)

Mario Lavista: Paráfrasis orquestal de Aura (1989)

De Aura en adelante, Lavista despliega una larga última etapa de plena madurez en la que transita a voluntad por un vasto territorio creativo en el que se engarzan todas las tradiciones y todas las vanguardias recorridas en su período de formación y consolidación: el Lavista de la Sinfonía modal y el de Quanta, el de Diacronía y el de Aura, ya son plenamente uno y el mismo y se hacen oír juntos en cada una de sus obras. Su catálogo para gran orquesta, bastante breve, abarca un puñado de movimientos sinfónicos escuetos y densos, de enorme potencia dramática, como Paráfrasis de Aura (1989), Clepsidra (1991), Lacrymosa a la memoria de Gerhart Muench (1992), Tropo para Sor Juana (1995), el Concierto para violonchelo (2010), Tres cantos a Edurne (2011) o Canto fúnebre (2013). Redacta seis nuevos cuartetos de cuerda, hasta completar en 2017 su ciclo de ocho; Lavista reserva al cuarteto su escritura más intrincada y desafiante, y su aportación a su literatura moderna para la formación puede con toda justicia puede compararse a las de Sofia Gubaidulina, Terry Riley, Toshio Hosokawa y otros maestros absolutos del género. Prosigue su corpus para vientos con piezas como Plegarias para fagot y electrónica (2009), Cánticos a Eugenio para tres flautas (2011) o Duelo para trompeta (2016). Escribe la música de grandes producciones documentales televisivas como México en la obra de Octavio Paz (1988), México a través de su arte (1990) o El alma de México (2003). Recupera junto al conjunto de percusiones Tambuco y la oboísta Carmen Thierry el espíritu de creación colectiva de Quanta para producir el hipnótico lienzo sonoro Kailash (2012), uno de los contadísimos registros discográficos con el compositor al piano, instrumento al que también dedicará piezas a solo como Cinco preludios enlazados en recuerdo de Eduardo Mata (2005), Páramos de Rulfo (2006) o Mujer pintando en cuarto azul (2013). Pero la gran protagonista del Lavista de madurez es la voz humana, a través sobre todo, pero no solo, de las obras religiosas que jalonan este último tramo de su trayectoria: Missa brevis para coro de cámara mixto (1995), Stabat Mater para coro de cámara mixto y octeto de violonchelos (2005), Salmo para soprano y contrabajo (2007) y el Réquiem de Tlatelolco para orquesta y gran coro mixto infantil (2018), en memoria de las víctimas de la represión del movimiento estudiantil mexicano de 1968. Y fuera de este canon religioso pero también participadas por la voz quedan las hipnóticas Pañales y sonajas. Nana para Elisa, para mezzo y piano preparado (1999) o Música para un árbol para soprano y pequeño conjunto instrumental (2012).

Mario Lavista: Clepsidra (1991)

Mario Lavista: Salmo (2007)

Dos de las obras de mayor enjundia de este período final de la producción, el Stabat Mater y Música para un árbol, permiten iluminar la conjunción excepcional de amplitud e identidad del arco estético de Lavista. Redactado una década después de la muy austera Missa brevis, el Stabat Mater ―encargo del extinto Festival Internacional de Música Contemporánea de Alicante estrenado por el Octeto Ibérico de Violonchelos de Elías Arizcuren― es la pieza central, más personal y poderosa del tríptico litúrgico que una década después cerrará el más amable Réquiem de Tlatelolco. La maraña textural dibujada por el octeto de violonchelos, que hereda su fábrica del ciclo cuartetístico, con su característica amalgama de sonidos convencionales y técnicas instrumentales ampliadas y la sucesión en cascada entrecortada de glissandi y pequeñas y nerviosas figuras melódicas, se ilumina con una armonía más consonante y reposa sobre notas pedales más largas y nítidas; las voces, que en la Missa permanecen casi siempre circunspectas, trazan aquí melodías más angulosas y expresivas, que en algunas inflexiones evocan sotto voce el apasionamiento de las arias de Aura. Cumbre de su obra litúrgica, este Stabat Mater de Lavista puede sin duda ubicarse en esa franja de excelencia de la música vocal contemporánea de inspiración espiritual y estética posvanguardista en que se alojan el Stabat Mater de Arvo Pärt, Exil de Giya Kancheli o Et lux de Wolfgang Rihm. Es tan nítida y decidida la apuesta estilística de Lavista en esta y otras obras del momento que el desvío que siete años después supone Música para un árbol resulta impactante: una extensa e hipnótica pieza para voz femenina, flauta dulce, violonchelo, gong tailandés, copas de cristal afinadas y piano preparado opcional, inspirada en la obra de la pintora Sandra Pani, esposa del compositor, en la que los intérpretes improvisan a partir de una serie de materiales fragmentarios y procedimientos combinatorios elaborados por Lavista para cada uno de ellos, en un inesperado y radical retorno a las formas abiertas practicadas por el autor en la década de 1970, que sin embargo no resulta en la sonoridad abrasiva de las performances de Quanta, sino en una forma evanescente y sublimada de chamber ambient que entronca con la vanguardia académica de John Cage o Morton Feldman pero también con la más popular de Brian Eno o Harold Budd y con la de quienes hoy, como Galya Bisengalieva o Robert Aiki Aubrey Lowe, practican su síntesis. Son muchos los creadores musicales de nuestro tiempo los que a lo largo del último medio siglo han transitado de la innovación formal y el distanciamiento emotivo hacia la escritura tradicional y la expresividad, bastantes menos los que luego han vuelto sobre sus pasos para anudar ambos cabos de su trayectoria, y menos aún, muy pocos, los capaces de hacerlo con semejante fortuna estética.

Mario Lavista: Stabat Mater (2005)

Mario Lavista: Música para un árbol (2012)

Muchas cosas, seguramente demasiadas, quedaron fuera de esta breve semblanza introductoria de Mario Lavista: su largamente cultivada y fructífera colaboración con intérpretes de distintas generaciones, como los flautistas Marielena Arizpe, Alejandro Escuer y Horacio Franco, el Cuarteto Latinoamericano de cuerdas, el grupo de percusiones Tambuco, la directora coral Carmen-Helena Téllez o la pianista Ana Gabriela Fernández; su prolongada tarea de docente y organizador musical en el Conservatorio Nacional de México, El Colegio Nacional y la dirección de la revista Pauta: cuadernos de teoría y crítica musical, que él mismo fundó en 1982; su influencia en las nuevas generaciones de creadores de un panorama musical mexicano que hoy lidera un excelente plantel de compositoras como Hilda Paredes (1957), Ana Lara (1959), Gabriela Ortiz (1964) o Diana Syrse (1984). Felizmente, y esto dice mucho y bueno del panorama musical mexicano, casi toda la producción fundamental de Lavista está hoy disponible en grabaciones de estudio o concierto fácilmente accesibles en plataformas digitales, y de bastantes de sus piezas más representativas es posible escuchar diferentes versiones. Tras su muerte el 4 de noviembre de 2021, muchas de sus obras han vuelto a los escenarios en conciertos y eventos conmemorativos, incluyendo algunas de su producción más temprana, muy rara vez interpretadas desde su estreno. El toque de silencio para el compositor no lo ha sido para su música, incorporada al acervo del más alto patrimonio de la música mexicana, latinoamericana y mundial, mano a mano con las de Julián Carrillo, Silvestre Revueltas y su maestro Carlos Chávez. 

Se preguntaba Mario Lavista, al respecto de sus numerosas piezas dedicadas a maestros y amigos perdidos, si habría músicas que los muertos pueden oír. Eso no lo sabemos; sí que la suya seguirá sonando, al menos para los vivos, durante mucho tiempo.


Jónatham F. Moriche (Plasencia, 1976), activista y escritor extremeño, ha publicado textos de análisis político y crítica cultural en medios como El Salto, La Marea, Eldiario, Rebelión o Diario Hoy.

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