Laberinto con vistas

Autoestima

«El chamanismo psicológico que nos invade tiene la pretensión de fortalecer la autoestima. Psicólogos, terapeutas o coaches con diversos títulos y supuestas habilidades rivalizan en tan excelsa tarea». Un artículo de Antonio Monterrubio.

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El chamanismo psicológico que nos invade tiene la pretensión de fortalecer la autoestima. Psicólogos, terapeutas o coaches con diversos títulos y supuestas habilidades rivalizan en tan excelsa tarea. Ese vocablo debería hacer referencia, si atendemos a sus componentes, a la confianza y valoración positiva de su propio ser por el sujeto. Pero en la sociedad que nos rodea y acuna, es una construcción. Más que de lo que vemos al mirarnos en el espejo, sea físico o moral, depende de lo que los otros ven. «El contento de sí mismo es una alegría que brota de que el hombre se considera a sí mismo, y considera su potencia de obrar» (Spinoza: Ética). Desde entonces ha corrido mucha agua por los canales de Ámsterdam. Hoy casi nadie tiene suficiente fe en su juicio particular para fiarle la evaluación de sus ideas, figura, dichos o hechos. De ahí la necesidad constante del refrendo del distinguido público, y en consecuencia la dedicación exclusiva a la apariencia y al hacer y ser como si. En lugar de ser se está, en lugar de vivir se interpreta, uno se queda de guardia 24 horas al día a la escucha de lo que opinan de él. En lugar de reconocerse individuo autónomo y justo, busca la aprobación social. Esto conlleva un serio problema. El amor propio conferido por la mundanal aquiescencia es precario, se encuentra permanentemente en equilibrio, a punto de desmoronarse. Los esfuerzos para exhibir seguridad terminan generando ansiedad. Practicar la hipocresía delante de todos todo el tiempo pasa factura. En principio, parece más arduo cargar con el peso de decidir cómo quieres ser que con el de cómo deseas que te vean. Sin embargo, el aprendizaje de cómo se puede llegar a ser lo que no se es resulta extraordinariamente duro.

La satisfacción solo estaría al alcance de los afortunados, en sentido material o espiritual, pues ellos son los elegidos para despertar admiración. Otra cosa es que sea un proceso tan sencillo y gratificante como lo pintan los prontuarios de autoayuda, manuales de instrucciones ad usum de sí mismo y demás consultorios de Elena Francis emocionales. No es fácil que disfrute de ella una mujer martirizada psicológica o físicamente por su pareja, o un trabajador al que sus superiores no cesan de motejar de incompetente o inútil. Y qué decir del desempleado de cincuenta y cinco años con cinco o seis en paro a sus espaldas, lúcidamente consciente de que jamás volverá a tener un empleo digno. O de la estudiante brillante cuya familia no está en condiciones de costearle carísimos másteres y postgrados o largos periodos de becariado gratuito, y que ve a otros con menor mérito y capacidad ocupar puestos a los que ella no puede aspirar.

Charlatanes de la psique y vendedores de crecepelo del alma asimilan autoestima y autenticidad. Es una trampa para pazguatos, ya que lo que se pregona no tiene nada que ver con la exploración de nuestro interior. «El imperativo de autenticidad fuerza al yo a producirse a sí mismo. […] la autenticidad es la forma neoliberal de producción del yo. Convierte a cada uno en productor de sí mismo. El yo como empresario de sí mismo se produce, se representa y se ofrece como mercancía. La autenticidad es un argumento de venta» (Byung-Chul Han: La expulsión de lo distinto). La idea de que proyecto, diseño, elaboración y confección de un yo prêt-à-porter están rigurosamente controlados y supervisados por nuestra conciencia íntima es un bluf. El individuo se valora y puntúa según su conformidad a patrones compulsados por la ideología dominante. Esto lleva al singular fenómeno de la homogeneidad narcisista. Millones de átomos bullen en la sopa social, proclamándose únicos y originales mientras se asemejan a otros hasta confundirse, repetidos e intercambiables. Se sueñan purasangres galopando en el derbi de Epsom, entre superlativos sombreros de copa y estrambóticas pamelas, rivalizando por coronarse de gloria. En realidad son percherones estabulados, obligados a tirar del carro triunfal de los dueños del cotarro. La sola competición en la que se les autoriza a participar es la que tiene como meta ser lo más iguales posible, no originales y aún menos únicos.

Si en este universo bajo vigilancia uno no puede generar su propio aprecio, tampoco cabe esperar que los otros ayuden a construirlo. Solo la adecuación al molde prefabricado brinda sensación de integración, aunque se trate de una camisa de fuerza para el alma. «La moral humana del liberalismo […] elimina al hombre en su verdadera y humilde humanidad, dejando de él una pura forma esquemática» (María Zambrano: Horizontes del liberalismo). Vivimos en un hipermundo. En el hipermercado global que nunca cierra, pero también en la hiperproducción, que mancha, el hiperconsumo, que agota, y la hiperinformación, que embrutece. Y así vamos pasando los días, transitando sin pestañear por una autopista que conduce a la sobreneurosis y la autodestrucción.

No conviene engañarse: lo que moviliza y guía la acción del mundo vivo es la búsqueda del placer, el disfrute del premio y la huida del dolor y del daño. Ahora bien, el neurocientífico Francisco Mora constata que «lo interesante es la enorme plasticidad y capacidad de cambio que tienen estos sistemas neuronales de la recompensa, aun en un sistema nervioso tan primitivo como el de las hormigas. Porque incluso con un camino trazado y poderoso hacia el alimento, algunas hormigas no lo siguen y continúan explorando por otros derroteros» (Los laberintos del placer en el cerebro humano). Curioso es comprobar que las que van a su bola no son anatemizadas por la mayoría silenciosa del hormiguero como antisistema y pulgoflautas. ¿Acaso somos menos aptos los hombres que los insectos para decidir?

 Concedamos que las tendencias marcadas por los imperativos biológicos son matizables y revisables, dada nuestra ración de racionalidad. Si les permitimos que gocen de una soberanía incontestable, van a abrir la puerta a emociones y sentimientos poco recomendables. La OMS declaró en 2002 la violencia como un problema de salud pública a escala mundial. Esto tiene relación directa con el hecho de que la agresividad cotiza al alza en la Bolsa de valores del tardocapitalismo. Abundan las reacciones hiperbólicas hasta en ámbitos limitados, desde los conflictos de tráfico a las colas de supermercado o las reuniones de comunidad de vecinos. Se vocifera por nimiedades, vuelan los insultos e improperios, los acosos laborales o sexuales están a la orden del día y en lugar de condenarlos, se les aplica un sello de virilidad. Se difunden impúdicamente en las redes sociales vejaciones, sevicias o agresiones, a veces perpetradas por auténticos niños, niñatos más bien. Si la autoestima se mide en esas actitudes, mejor carecer de ella. Muchos solo saben subir su nota a base de rebajar la de los demás, como si se tratara de un juego de suma cero.

Nada logra sacar del adormilamiento a la parte supuestamente sana de una sociedad que, al favorecer la competición y el enfrentamiento continuo, no puede pretenderse inocente. A lo peor es que no quedan residuos sanos. Las metástasis aparecen por doquier. Apenas se reprueban la hostilidad y el odio, ni se confrontan las ideologías que los enarbolan. Al legitimarlas como opciones respetables, se está apilando la leña para los autos de fe e instalando las alambradas para los campos. Pues estos elementos, por más que presuntos centristas y constitucionalistas procuren blanquearlos, son los de siempre. «Cada época tiene su fascismo», dejó escrito Primo Levi, que sabía bien de qué hablaba.


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Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza. Recientemente se ha publicado en un volumen la trilogía de La verdad del cuentista (La verdad del cuentista, Almacén de ambigüedades y Laberinto con vistas) en la editorial Semuret.

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