Algunas consideraciones sobre el estado actual de la cultura de la imagen

¿El Dios que está por venir está a punto de aparecer en nuestras pantallas? ¿Caminamos hacia un rebasamiento, o una radicalización de la modernidad? ¿Somos posmodernos, o remodernos? Un artículo de Germán Huici.

/ por Germán Huici /


«Es el hecho de que lo ente llegue a ser en la representabilidad lo que hace que la época en la que esto ocurre sea nueva respecto a la anterior. [… E]s el propio hecho de que el mundo pueda convertirse en imagen lo que caracteriza la esencia de la Edad Moderna».

Martin Heidegger: La época de la imagen del mundo


«Y como hemos llevado la imagen del hombre terreno, llevaremos también la imagen del celestial».

Pablo de Tarso. Primera corintios, 15 49


La crisis de la metafísica medieval alejó la trascendencia y la magia de la realidad cotidiana, introduciendo una quiebra en la solución que el cristianismo paulino primitivo había ofrecido al dualismo idealista. Desde entonces, el papel de la  imagen en la cultura occidental ha cambiado. Los iconos y reliquias medievales habían sido manifestaciones de la magia del mundo, elementos mágicos que compartían ámbito con un espectador que vivía en intimidad con lo mágico. El cuadro, primera forma hegemónica de la imagen moderna, es, en cambio, una ventana: frontera transparente pero difícilmente transitable entre lo cotidiano y lo referencial. Una genealogía del mundo moderno podría trazarse narrativamente como la historia del progresivo alejamiento entre lo cotidiano  y lo trascendente: la historia de un espectador que observa cómo la religión, la historia y el espectáculo se le muestran en una sucesión de imágenes cada vez más distantes.

El protagonismo cultural del mundo de las imágenes crece según la cesura entre la realidad cotidiana y el ámbito inteligible-trascendente aumenta. La ruptura (casi) total que supone el desencantamiento del mundo weberiano no elimina la relevancia de un «ámbito de las formas» referencial; fundamento del esquema idealista. El cientificismo o la cultura de la virtualidad informática son muestras de esto. El  dualismo desencantado contemporáneo, versión hiperbólica del gnosticismo pesimista, es el primer gran sistema cultural idealista que no ofrece ningún tipo de resolución a la angustia derivada del dualismo. Esa angustia hace surgir y crecer el deseo de cruzar el marco de la representación para habitar el ámbito de las imágenes. Deseo de raíces barrocas que se vuelve masivo en nuestra era de la virtualidad. El trabajo en línea, la red social o el videojuego han popularizado la ilusión de materialización del deseo de cruzar el marco.

La imagen moderna es un ídolo distante. Si nos atrae a su ámbito, es porque su distancia nos ha decepcionado. Esta barroquización o crisis de la representación es un rasgo intrínseco e ineludible de la dialéctica de la era de la imagen. La imagen moderna está fatalmente encaminada a su caída desde su génesis porque es un fetiche que no esconde su artificiosidad. No se puede tener fe en las imágenes, al menos no por mucho tiempo. Las imágenes han venido a sustituir al mito y la magia, fallando en su empeño, generando una estructura frustrada. Para que las imágenes dejen de mostrar el «otro mundo» deseado, para que dejen de mentirnos, tendrían que ser otra cosa, tal vez con otro nombre. La imagen-ventana pretende ser una muestra de un mundo arquetípico: un espejo cuyo reflejo es una copia de nuestro ámbito liberada de su(s) falta(s). Por todo esto, la ilusoriedad, la desilusión, el espejismo, están presentes de forma explícita en los relatos de los ámbitos culturales donde surge la cultura de la imagen: como el erotismo cortesano bajomedieval, el dolce stil novo o el renacimiento italiano. El renacimiento se manifiesta a menudo como una forma de barroco avant la lettre. En la era de la imagen, incluso lo clásico es crítico. Esto no es una característica universal de la cultura; es una falta de estabilidad espiritual estructural particular la que genera esta avocación a la angustia. Y es esta misma avocación a la angustia la que aporta a la cultura de la imagen su enorme capacidad para la represión y el trabajo que deriva en una gran potencia de desarrollo económico, técnico y bélico. La cultura de la imagen es una cultura de la angustia y es en la angustia de un dualismo sin resolución donde se asientan el capitalismo y la modernidad. Los modernos obramos porque no encontramos un lugar para el descanso, porque las imágenes alimentan en nosotros un deseo radicalmente insaciable. Capitalismo, modernidad y cultura de la imagen son términos que presentan amplias analogías. Esta convulsión conlleva así mismo una tendencia cultural a la autodestrucción: un deseo de morir y un masoquismo. Muchos de los rasgos que Freud entendió como cardinales del ser humano son rasgos específicos del sujeto de la cultura de la imagen: imaginación incontrolada, angustia, represión, sublimación y pulsión de muerte.

En las últimas décadas, la cultura de la imagen ha comenzado a presentar nuevas paradojas. La masificación e institucionalización de la ilusión del cruce del marco parece estar generando en algunos sujetos un aminoramiento real de la angustia moderna. Nos encontramos en un proceso, sin duda traumático, de adopción de una nueva fe: la fe en nuestra presencia al otro lado. La inmersión en la pantalla presenta importantes paralelismos con el cristianismo paulino primitivo. Hoy entramos en la imagen como los antiguos cristianos entraron en los templos romanos, que eran hogares de los dioses. Profanación simbólica tolerada del ámbito divino del que nos sentíamos expulsados. Hoy, al fin, la imagen nos permite transitar por ella, vivir en ella, ser en ella. La pantalla informática con sus juegos, sus redes sociales y sus aplicaciones laborales en línea no nos exige desplazar nuestro ego, como sí lo hacen el cine o la televisión. Tampoco acota el tiempo que podemos habitarla. La pantalla portátil nos permite vivir en el otro lado el grueso de nuestra existencia y nos permite ser nosotros en ella. Esto no implica que la comunión sea total; la comunión total ni siquiera es deseada, por esto las tecnologías de realidad virtual resultan agresivas e insatisfactorias. Nuestro deseo aún desea mantener el dualismo, pero aminorando la distancia entre lo cotidiano y lo referencial. En la pantalla informática no estamos del todo fuera ni del todo dentro: estamos a la puertas y las puertas están abiertas. El espectador informático vive en un estado transicional de constante ida y vuelta; como en la duermevela de un vigilante nocturno que cabecea y que va entreverando una vigilia y un sueño fragmentados. Este esfuerzo por mantener ambas realidades es importante. Es la yuxtaposición con la cotidianidad que bordea el marco de la pantalla lo que da valor al mundo de las imágenes. Es el desprecio por la materia lo que otorga su estatus a la forma.

La pantalla informática pretende ser un bálsamo para la angustia, consuelo del afligido corazón (pos)moderno. En ocasiones lo consigue. Esta pantalla, como toda imagen, precisa del desarraigo para mantener su estructura, pero su efecto balsámico es menos crítico que el de las escatologías discriminatorias y aplazadas o el de las promesas de utopías que resuelvan la historia. La analogía con el cristianismo primitivo y altomedieval es, insisto, elocuente. La «era de la imagen del mundo» que describió Heidegger cambia de fase para apuntar a una era en la imagen del mundo. Me pregunto si todo esto preludia su conversión definitiva en lo que entendemos convencionalmente por religión. Me pregunto si el Dios que está por venir está a punto de aparecer en nuestras pantallas. Me pregunto si esto nos dirige hacia un rebasamiento o hacia una radicalización de la modernidad. Me pregunto si estamos empezando a ser posmodernos o remodernos. En paralelo, un sistema que combina implicaciones metafísicas tan potentes con un control técnico tan minucioso del imaginario referencial ofrece a las estructuras de poder unas posibilidades de dominio burocrático y espiritual inéditas. Conviene recordar que lo burocrático está siempre subordinado a lo espiritual, en contra de lo que hoy se sostiene y se pretende.

Cuando una ortodoxia queda tan claramente delimitada por el marco de la imagen, se enfatiza, así mismo, su heterodoxia. Aquellos que no aceptan la satisfacción de la virtualidad integradora, sea por falta de aptitudes o de deseos, quedan fuera de la nueva gracia; son desgraciados. Los que no pueden pagar la tecnología, los que no la entienden y los que aún están apegados al cuerpo; a su presencia y su placer: en ellos reside hoy la subversión.


Germán Huici Escribano (Madrid, 1981) es filósofo y ensayista. Sus intereses se centran en temas diversos que van de la fenomenología de las religiones a la estética, y de la metafísica al pensamiento político. Es autor del ensayo sobre pintura Entre miradas (2013), el diálogo La espera (2014), el análisis de la dimensión religiosa del capitalismo El Dios ausente (2016) y el de la ideología de la era presente Desde el Infierno (2020).

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