Los cuadernos pálidos

Los cuadernos pálidos (43)

Del murmullo del mundo registra en esta ocasión Tomás Sánchez Santiago unos cielos tan bajos a los que hay que perdonar, como dijera Jacques Brel, o la caligrafía leprosa del tiempo y la humedad en los troncos de los árboles.

texto de Tomás Sánchez Santiago · fotografías de Encarna Mozas

Es una zona noble, más allá de Madrid, con comercios de dedicación incomprensible: «Consulting», «Special Nails», «Luxury», «Culture Coffee», «Financial Home»… Y dentro de ellos, tras las enormes vidrieras y en torno a un mobiliario glacial, flotan seres humanos con aspecto de perfección distante que están aguardando a las probables presas mientras sonríen en dirección a la nada. Así es esta avenida llena de ajenidad y de lujo hostil. Pero de pronto, como una aparición insólita, un letrero aletea en un bar: «Hay torreznos». Eso bastó para suponer que uno seguía pisando aún en el planeta Tierra.

El que nunca acude a las convocatorias del sosiego. El que no se mueve pero va más allá que cualquiera. El que mira y siente cómo a todo lo atraviesa sin reservas la profundidad de lo invisible. El que busca lo que crece, no lo que aumenta. El que menos sabe. El poeta.


Como esos colegiales traviesos que han conseguido humillar a los más listos de la clase, los marroquíes se alborozan por toda la ciudad tocando bocinas y haciéndose notar con todos los modos de la estridencia. No es solo la alegría de haber derrotado en el fútbol (esa versión no del todo inocua de la guerra, con su léxico bélico: fusilar al portero, soltar un cañonazo, exhibir la capacidad letal, resistir en la retaguardia… así se dice en las crónicas deportivas) a los países que se entrometieron en su historia; es también la demostración ruidosa de su amplia presencia entre nosotros. Mirad cuántos somos. Estamos todos juntos… Así que han bajado de la banlieue a hacerse visibles. Con cierta condescendencia, se les permite hoy alterar el orden de la clase (serán algunos de ellos quienes mañana deberán volver a colocarlo todo). Los nativos no nos unimos a su explosión alegre. Por una vez, los humillados somos nosotros.

Cielos muy bajos, tan bajos que hay que perdonarlos, como decía la vieja canción de Jacques Brel. Es la lluvia por fin, que se va desatando lentamente sobre los tejados de las casas como una plegaria silenciosa. En la calma de la mañana los seres vivos se entregan a la noticia de la humedad, tan esperada, sin arriesgar palabras. Por las calles, bocas adormiladas aún. Solo los ojos firman un pacto amistoso con el agua, ven rodar gotas por las barandillas, contemplan sin más la danza de alfileres repentinos en la piel de los charcos.


Escucho en la radio un anuncio increíble de la consejería de Hacienda de Madrid estimulando la práctica de las propinas en la hostelería: «Son las propinas las que hacen posibles esos pequeños sueños de quienes nos atienden cada día», eso dice una voz acaramelada mientras aparecen en el vídeo imágenes de personas felices. Al parecer, la costumbre de pagar con tarjeta ha hecho que las propinas vayan a menos, pero creo que hay otra intención perversa en el anuncio: mantener trabajos precarios fiando a las propinas de los clientes el complemento que haría falta para conseguir sueldos dignos; además, las propinas no tributan. Al fin y al cabo, dinero negro. ¡Y eso lo propone la propia consejería de Hacienda! Es como dejar ingresar a un pirómano en el cuerpo de bomberos.


Por toda la casa, ropa tendida bajo techo para que se seque a tiempo. Encima de un espejo, sobre las camas, en los respaldos de las sillas, velando los radiadores… Un paisaje afantasmado de mangas desmayadas. Criaturas de irresuelta intimidad que nos miran desde su húmeda indefensión. Pronto te ocuparé, parecen decirnos nuestras ropas mientras nos contemplan parapetadas desde sus graciosas atalayas imprevistas.


Los primeros mercaderes del domingo van armando sus puestos. Golpes de martillo y canciones afiladas para darse entereza en las primeras horas. Se sacuden el frío haciendo palmadas ruidosas con sus manos enguantadas o con fuertes pisotones palmípedos contra el suelo mientras van colocando las mercancías con pericia de estibadores. Algunos ensayan sus primeros reclamos para calentar la voz, aunque aún no hay nadie («¡Vamos, vamos, que hoy me apetece regalarlo todo!»). Mientras atravieso el mercado vacío voy mirando en calma todos esos rituales hasta que por fin me acerco a un puesto —un caballete repleto de calcetines—, más que nada para charlar con el gitano que los vende: «Coton puro, jefe», me dice deslizando entre dos dedos un par de calcetines como si fuesen peces vivos a punto de escurrirse. Le compro seis pares antes de abandonar la calle y dejarlos a todos así, preparando el teatro de operaciones entre bromas altisonantes y conjuros de ánimo.

Vendrán volando un día por el aire las preguntas con sombra. Caerá su brusquedad sobre ti, niño querido sin interrupciones, como caen las alas grasientas del malestar sobre la piel de los sueños. Pero para entonces tú habrás ahorrado mucha luz en los ojos y atajarás los ademanes negros con el amor a la vida que te vamos metiendo cada día en el fondo de tu corazón. Eso te servirá para seguir creciendo hacia el sol.

Caligrafía leprosa. El tiempo y la humedad dejan signos en el tronco de los árboles como recuerdos destazados de una memoria de la Naturaleza, para nosotros incomprensible. Hay quien los mira en la confianza de que alguna vez sabrá traducirlos.


Miran con fervor reverencial el Santo Grial cuando pasan ante él. Alguno se atreve a acariciarlo con temor, incluso hay quien hace el gesto de besarlo mientras la multitud entona himnos atorrantes que exaltan el triunfo de sus dioses. Poco después se celebra el ceremonial y el oficiante (es el Mesías, pero hay confianza y lo llaman Messi) levanta entre las dos manos la pieza sagrada como para enseñarla al mundo entero («Hoc est corpus meum») y la feligresía, enardecida, sentirá la exagerada pasión del patriotismo y así podrá alardear de una identidad ejemplar y firme, cimentada, ay, sobre un balón.

Hay una flor en el norte que vive sola y crece nada más hacia sí misma. Parece fría y no huele porque está hecha de la insolencia muerta de los cristales que desafían el temblor asustado de los pétalos. No tiene tratos con las demás pero seguramente cada mañana ella se basta para iluminar la pesadumbre de una oficina donde los adjetivos hipotecarios lo raspan todo con sus uñas negras. Y ahí está esa flor cuidando sin ruido del curso de una vida, resistiendo con desazón los sobresaltos cuando oye decir un nombre a su lado. Eso es lo único que la perturba, lo único que la hace crujir con estremecimientos secretos que nadie nota. Una flor que vigila la suavidad. Alguien la dejó ahí, entre las madejas heladas de los sueños no cumplidos y la grima de las cifras que golpean a los habitantes instalados a la fuerza en la insignificancia.

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2 comments on “Los cuadernos pálidos (43)

  1. ignacio

    Los torreznos dando su toque de humanidad al mundo. Gracias, Tomás, por recordarlo.

  2. Pingback: Los cuadernos pálidos | Aula de Literatura J.A. Gabriel y Galán

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