/ una reseña de Pedro Luis Menéndez /
Este artículo bien podría ser una alabanza a esas editoriales pequeñas y medianas de provincias que mantienen en esta España que nos ha tocado vivir un tejido lector de calidad, el único que sobrevive a la marabunta de ediciones vacuas, superfluas y prescindibles con que los departamentos de márquetin de los grandes grupos editoriales nos entierran cada día, bien acompañados en su quehacer por esa ¿crítica literaria? en revistas, suplementos y páginas culturales de los grandes medios, también controlados por los mismos grupos.
El fomento de una literatura débil que mueve la máquina de las ventas en la dirección —acertada para sus intenciones— de lectores también débiles o debilitados tras años y años de lecturas inanes, puede producir —y es triste constatarlo— que pasen desapercibidas ediciones magnas y valientes, como lo es la que, desde Eolas en León, ha dado a la luz La novela de Lot de Juan Pedro Aparicio.
Juan Pedro Aparicio, leonés del cuarenta y uno, reúne en este libro La forma de la noche (1994), El año del francés (1986, finalista del Premio Nacional de Literatura), Retratos de ambigú (Premio Nadal en 1988) y El viajero de Leicester (1997). Esta reordenación y revisión genera una obra nueva, una lectura diferente y, sobre todo, permite que accedamos en su totalidad a un mundo narrativo que se agrupa —o se muestra o se esconde, según los momentos— con el topónimo de Lot. Como afirma José María Merino en el prólogo de esta edición:
«El hecho de que sea una capital al otro lado de la cordillera y al sur de Oviedo podría hacernos pensar que se trata de León, y sin duda, tanto en las referencias a lugares, bares, plazas, calles… hay coincidencias, como en determinadas formas de expresarse algunos personajes. Pero reducir la ciudad de Lot a una especie de símbolo de León sería desconocer la voluntad de la ejecución de la obra, que es evidente en su resultado, pues el Lot de Aparicio, mucho más allá de León, se convierte en un símbolo de lo que fue España desde los tiempos de la guerra fratricida a las postrimerías de la llamada transición democrática».
Juan Pedro Aparicio es un contador de historias en el sentido más natural de la expresión. Por eso, y porque la amistad se convierte en ocasiones en un motor poderoso para la creación, ha participado con ganas y con creces en la recuperación moderna de los filandones. El filandón, filodio o calecho es una muy antigua tradición leonesa en la que se contaban cuentos al calor del hogar, mientras también se cantaba y se realizaban labores como hilar o tejer. Entre esos autores que, con Aparicio, han viajado por el mundo al amparo de esa antigua costumbre, se encuentran, como no podía ser menos, Luis Mateo Díez y José María Merino, sin dejar de lado el magisterio moral de Antonio Pereira o la incorporación de generaciones posteriores, como es el caso de Julio Llamazares.
Si por algo se distinguen estos autores del noroeste, ese noroeste que se acerca —y mucho— a sus vecinos gallegos y asturianos, es por la honradez con que han afrontado de continuo su tarea literaria, por la conservación del idioma sin recurrir a la simplificación del neoespañol que hoy abunda en el mundo narrativo, y por su intención de seguir entendiendo —si resulta posible— qué es esto que llamamos España o qué es esto que llamamos vivir.
Porque de todo hay en La novela de Lot, aunque si algo me ha atraído a lo largo de sus más de setecientas páginas es la limpieza del idioma, ese retrogusto que deja en el paladar su español rico y preciso. Aún quedamos lectores que agradecemos que una novela sea algo más que una narración plana en la que la historia avanza a través de un uso del idioma neutro, intercambiable, sin personalidad. Como también afirma en el prólogo José María Merino, «nosotros no considerábamos la literatura a partir de ese tópico del espejo a lo largo del camino que popularizó equívocamente el gran Stendhal, sino como un instrumento complejo, alejado de la simplificación, imprescindible para desentrañar la extraña y oscura realidad».
A raíz de la reedición hace ya unos años de La forma de la noche, afirmaba Aparicio que se trataba de una obra importante para él porque en ella había surgido el territorio de Lot, y añadía que «en el Lot donde me crié, tampoco se podía mirar atrás. El pasado ya se nos daba interpretado. Había que aceptarlo como se nos decía o atenerse a muy desagradables consecuencias». La anécdota con que arranca la novela en el Gijón del inicio de la guerra civil, la explosión de un obús que hace saltar los cerrojos de las jaulas en que se encontraban los tigres del circo Franconi, permite a Aparicio mirar y volver a interpretar ese pasado desde una visión que busca rehumanizar los horrores de la propia destrucción en su primera parte, mientras que en la segunda, ya en la ciudad de Lot, se centra en los derrotados, en la represión feroz a la que fueron sometidos: «Suena hoy algo heterodoxo, pero a mi juicio la mayor responsabilidad del franquismo, lo más grave, no fue la guerra sino la paz».
En El año del francés el personaje del capitán (que no lo es) Viollet-le-Duc es utilizado por Aparicio para remover más que los cimientos la basura de una ciudad aún gris en «los años del desarrollo», represiva en las costumbres, pacata hasta la médula, los oportunismos, las mediocridades que perpetúan lo peor de esa paz impuesta, frente al discurso oficial de aquellos tiempos: «Bajo aquella luz quieta y estancada, Álvaro sentía que toda la tristeza de la ciudad bullía en torno suyo, y la sentía no dentro de sí, en su propia insatisfacción o en su nostalgia, sino como un elemento natural, como un cuerpo extraño que le cercaba, que crecía y que engordaba».
Retratos de ambigú, ambientada en los primeros años de nuestra democracia, era, en opinión de Aparicio en 1989, «muchas novelas distintas». Afirmaba el escritor que intentaba con este libro «ir un tanto más allá de lo que puede parecer una simple contraposición de diversos puntos de vista, intento un divertimento». Tal vez por eso sea la parte en la que el autor lleva más al límite los juegos metaliterarios que tanto aprovecha ya en el libro segundo, entre corruptelas y componendas políticas que no todo el mundo quería ver —y menos cuestionar— en aquella década.
El último libro, El viajero de Leicester, nace de un encuentro en un tren entre Londres y Leicester en el que surge, tal como señalaba Aparicio en 1998, «una historia fantástica derivada de la realidad donde los muertos no mueren del todo mientras haya alguien que los recuerde». Y en esa fantasía volvemos a encontrarnos a uno de los personajes fundamentales del tercer libro junto a un grupo de niños asesinos, que conforman una atmósfera oscura y cerrada, que «trata del acercamiento al otro lado del espejo, donde transcurre una vida idéntica a ésta; donde el lector va descubriendo los hechos, así como qué es realidad y qué es muerte». Todo ello a partir de los dos soles de Swedenborg: el sol vivo y el sol muerto.
En definitiva, la recuperación afortunada de este corpus narrativo nos permite como lectores acceder a este mundo de Lot, que forma parte esencial del imaginario de Juan Pedro Aparicio, un imaginario del que no debemos olvidar —porque sería muy injusto— sus otras facetas: la del autor de cuentos cuánticos, la de viajero que con su libro El Transcantábrico inspiró la creación de ese tren turístico, o la de ganador del Premio Internacional de Ensayo Jovellanos en 2016 por Nuestro desamor a España: cuchillos cachicuernos contra puñales dorados, título que ya presenta por sí solo la visión de Aparicio de un país en el que Lot es mucho más que una ciudad o un territorio.

Juan Pedro Aparicio
Eolas, 2022
756 páginas
25 €

Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Cofundador de la histórica colección de poesía Aeda en 1978, ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986). En 2018 retoma una actividad literaria más continuada que se inicia con el libro de prosas cortas Postales desde el balcón. Recientemente ha dado a la luz en Trea el libro de poemas La vida menguante (2019), el poema-libro Ciudad varada (2020) en los cuadernos Heracles y nosotros, y Cantos (1979-2022), este último una recopilación de sus poemas extensos. Ha obtenido hace unos meses el premio José Luis Hidalgo de poesía con su libro La madriguera (2023). Desde 2017 colabora de modo asiduo en El Cuaderno y mantiene una sección semanal sobre poesía y cuentos en el programa La buena tarde de la Radio del Principado de Asturias.
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