Almacén de ambigüedades

Reír

Un artículo de Antonio Monterrubio sobre la risa.

/ Almacén de ambigüedades / Antonio Monterrubio /

La explosión de una carcajada se oye muchos metros a la redonda. Más allá de la mecánica biopsicológica, la risa es un instrumento de comunicación social de ida y vuelta, expresa el estado de ánimo a la vez que demanda una respuesta. Vinculada antes que nada a la alegría, puede ser asimismo tapadera de una angustia profunda o reflejar una violenta agresividad. Las hay esencialmente hipócritas, que mienten de oreja a oreja como en los artificiales ágapes de empresa, convivenciales o familiares. Cualquier ojo crítico adivina que esa espiral creciente de jolgorio debe más al empuje desbordante de Baco que a unas inteligencias y voluntades perdidas en la vaporosa niebla del sopor alcohólico. Otro modelo es el malvado espasmo de los maseteros a través del cual la burla de los desgraciados y los indefensos esboza la mueca del asesino y el rictus del mal. Y aquí entra toda esa colección de bazofia y podredumbre presuntamente graciosa tributaria del humor más rancio y machirulo o del más casposo o racista.

Pero hay también, y es esta la que merece su nombre, una risa de celebración del ser y su libertad que, comportando un contenido moral, ensalza a la humanidad y conecta con la verdad. Su motivo de fondo es la exaltación de la vida. Como sabía ya Aristóteles, la risa es lo propio del hombre. Más concretamente de la persona viva, detalle resaltado en tantas leyendas y ceremonias donde encarna el límite. «El vivo que penetra en el mundo de los muertos debe ocultar que está vivo, si no provocará la ira de los moradores de este reino como un ser impropio que ha atravesado el umbral de lo prohibido. Al reírse se delata como vivo» (Propp: La risa ritual en el folclore).

La risa está dotada de una inagotable capacidad genesiaca, es donante —altruista— de vida. Este punto de vista tiene notables representaciones a lo largo y ancho del mundo y del tiempo. Una de las más poéticas nos llega de la antigua Grecia, envuelta en los ropajes prestigiosos del mito. Deméter está desconsolada porque Hades ha raptado a su hija Core (Perséfone) y se la ha llevado a las entrañas de la tierra. Abatida, la diosa de la vegetación y la agricultura recorre el mundo en pos de algún rastro. Absorta en su tarea, desdeña comer y beber, por lo que la tierra no recibe su energía y se torna yerma. He aquí lo que ocurre cuando un departamento de la Administración no hace su trabajo y cae en la dejadez de funciones. Tras alcanzar Eleusis, alto lugar de su culto, se emplea de incógnito como niñera. En esa época las puertas giratorias no existían. Sigue triste y negándose a ingerir alimento. Se suceden las cosechas catastróficas y las consiguientes hambrunas. La vieja Baubo intenta en vano devolverle la sonrisa, la alegría y la razón. Al no lograr vencer su terquedad con sensatos discursos trufados de buenos consejos, ensaya otra táctica. Se levanta de un golpe la túnica frente a ella, mostrándose desnuda. La diosa estalla en carcajadas ante tan desvergonzadogesto, abandona su postración y come con apetito. La tierra vuelve a ser fértil, retornando la armonía que une al hombre y la naturaleza.

Es curioso que al otro extremo del mundo se conserve una leyenda con un gran parecido. Amaterasu Omikami, diosa del sol en el panteón sintoísta, irritada por la conducta violenta de su hermano el dios del trueno, decide encerrarse en una profunda caverna. El universo queda sumido en la oscuridad. Aunque no se ve un burro a tres pasos, Ama no Uzume, siempre dispuesta a enredar, emprende una danza al final de la cual se recoge la vestimenta, dejando al descubierto lo que en japonés se llama puerta del cielo. Las divinidades arremolinadas a su alrededor prorrumpen en estrepitosos aplausos y risas. Amaterasu sale de su escondite y los rayos del sol iluminan la Tierra. Damos por hecho que entre su aparición y su llegada a nuestro planeta transcurren ocho minutos y medio. La velocidad de la luz es la que es.

Este carácter casi sagrado de la risa generadora y potenciadora de vida ha persistido durante siglos en los regocijos comunitarios, espléndidamente estudiados por Bajtin en La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. Entre los elementos clave de la visión carnavalesca cobra especial relieve el rebajamiento de todo lo que se presenta como superior, sean autoridades, instituciones o ideas. A su lado tenemos el elogio y glorificación de las raíces materiales y corporales del mundo. El tiempo de fiesta era el de la alabanza inmoderada de la vida y de lo que la hace merecedora de ser vivida, y en él encontraba su lugar de honor la liberación de las constricciones sociales, económicas y religiosas. También la dignificación de los bajos fondos orgánicos, la panza y sus necesidades, las funciones excretoras de todo tipo y, ni que decir tiene, el sexo y la procreación. Las imágenes grotescas del cuerpo, las hipérboles eróticas y los banquetes pantagruélicos tienen ahí sus fuentes.

Con el paso del tiempo, poderes más fuertes y eficaces que los de finales de la Edad Media y principios de la Moderna terminaron encauzando la energía festiva del pueblo. Hoy las celebraciones han caído bajo la férula de las concejalías de festejos y las consejerías de turismo. Aun así algo perdura del espíritu del antruejo de antaño. «La caricatura y la parodia, así como su antítesis práctica, el desenmascaramiento, se dirigen contra personas y objetos respetables e investidos de autoridad. Son procedimientos destinados a degradar objetos eminentes» (Freud: El chiste y su relación con el inconsciente). Junto a las chanzas que refutan todo poder y avalan la transgresión de las normas están las que constituyen un alegato en favor del cuerpo y su fisiología.

En La risa ritual en el folklore, Propp cita una frase de Fehrle: «Para los griegos y los romanos, la risa —Gelos, Risus— era un deus sanctissimus et gratissimus» (La risa en las creencias de los pueblos). Aún en el siglo III d. C., en un papiro hermético conservado en Leyden quedó escrito: «Dios rio, y nacieron los siete dioses que gobiernan el mundo […] A la primera carcajada apareció la luz […] A la tercera Hermes […] La séptima vez se rio con la risa de la alegría y nació Psique». Pero en esas llegó el cristianismo y apagó las lámparas. Monolítico y totalitario, se propuso taponar toda vía de escape a la hilaridad gozosa. La jovialidad gratuita se proscribió. Si el Poder tiende a la gravedad y a ofrecer una imagen agelasta, es porque conoce sus propiedades subversivas y transgresoras. El clero se puso manos a la obra. «El cristianismo desde sus inicios condenaba la risa. Tertuliano, Cipriano y san Juan Crisóstomo se indignaban contra los espectáculos antiguos, en especial el mimo, la risa mímica y las farsas. San Juan Crisóstomo declara sin matices que son una emanación del diablo, el cristiano debe observar una seriedad constante, arrepentimiento y dolor en expiación de sus pecados» (Bajtin: o. cit.).

Pero ese silencio no puede durar mucho. A pesar del ímprobo esfuerzo de los pastores, las ovejas se descarrían una y otra vez. En 1518, un religioso rigorista escribe en Basilea una ofuscadísima misiva criticando acerbamente una costumbre muy extendida en Europa, en particular en regiones de lengua alemana. Hay sacerdotes que en Pascua y otras efemérides, recurren en sus sermones «a chascarrillos de pésimo gusto, historietas de teatro, a continuos desvaríos sin sentido. Y eso no es suficiente si no se imitan con todo el cuerpo los gestos de los histriones y no se mezclan palabras sucias, impertinencias y ofensas al pudor; […] si previamente el predicador no ha actuado como un histrión ambulante […] representando todas las turpitudes y olvidando su estado» (cit. en Jacobelli: Risus Paschalis). De la expansión de estos festejos en el tiempo y el espacio dan fe las restricciones enarboladas siglo tras siglo por autoridades, sínodos y concilios. En algunos puntos de España, en «la vigilia de Pascua el predicador se hacía acompañar por un hermano lego que enjuiciaba la cuaresma, hacía apología del buen yantar y sacaba de debajo del hábito un frasco de vino y un jamón» (Desdévises du Dézert, cit. en Reinach: Le rire rituel). He aquí una gráfica parábola del triunfo de Don Carnal sobre Doña Cuaresma.

Surgió la Reforma protestante y la simétrica Contrarreforma católica, y se acabó el cachondeo. Se corre un velo que se espesa de día en día de modo que es cada vez más tupido. El silencio del Valle de lágrimas crece y se desborda, haciendo naufragar la risa alegre y festiva. A partir de cierto momento solo se salvarán las alusiones oblicuas a según qué temas, y eso en obras de poca repercusión pública, tal y como sucede con la floreciente poesía erótica de nuestro Siglo de oro. Si no es posible hablar directamente se hará en parábolas. Adivinanzas picaronas y alegorías semitransparentes regocijan a grandes y pequeños. La risa no puede amordazarse porque la vida es más fuerte y revienta cualquier muro.


Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza. Recientemente se ha publicado en un volumen la trilogía de La verdad del cuentista (La verdad del cuentista, Almacén de ambigüedades y Laberinto con vistas) en la editorial Semuret.

0 comments on “Reír

Deja un comentario

A %d blogueros les gusta esto: