Narrativa

Del marido y sus metamorfosis

Manuel F. Labrada reseña la novelita 'Mi marido es de otra especie', de la japonesa Yukiko Motoya, una sátira sobre la pérdida de la identidad.

/ una reseña de Manuel F. Labrada /

Según afirman algunos biólogos, las células del cuerpo humano se van renovando a lo largo de la vida, de tal manera que al cabo de diez o quince años podríamos decir que ya no somos la misma persona. Sin embargo, aunque mostremos un rostro más envejecido, tengamos algunos kilos de más o nuestro carácter se haya modificado en parte, nadie negará que conservemos íntegra nuestra identidad. Solo en contadas ocasiones este proceso se intensifica hasta el punto de volvernos irreconocibles o poco menos. Es entonces cuando hablamos de metamorfosis: un accidente ―orugas y mariposas aparte― de larga y feliz tradición en el terreno literario. De este tipo de cambios acelerados es de lo que trata la divertida novelita de Yukiko Motoya (1979) Mi marido es de otra especie (Irui kon’in tan, 2016), que en estos días reedita Alianza en su colección de bolsillo «13/20». Una excelente oportunidad, pues, para conocer la obra de esta joven escritora japonesa, ganadora de prestigiosos galardones literarios, como el Premio Akutagawa. Mi marido es de otra especie es una novela satírica protagonizada por un matrimonio que sufre una especie de convergencia indeseada de personalidad: una metamorfosis inducida por un marido poco ejemplar. Aunque la víctima principal es la mujer, que ve peligrar su identidad, la amenaza puede entenderse también como signo de una patología social más extendida y general. No es necesario leer muchas páginas del libro para descubrir que Yukiko Motoya sabe conferirle un brillo especial a todo cuanto narra: un toque de extrañamiento, fantástico y humorístico en ocasiones, que vuelve significativos los sucesos y situaciones cotidianas, haciendo gala a su vez de una admirable sencillez de estilo que se dirige directamente, sin maniqueísmos ni manierismos innecesarios, al corazón de sus lectores. La pérdida de la identidad es el tema principal de la novela. Con la excepción del cambio climático, la pobreza y la guerra, quizás no haya otra amenaza mayor que penda sobre nuestro futuro. Vigile, pues, el lector su rostro en el espejo, y no abuse de la televisión (ni de cualquier otra pantalla) como hace el marido de Sanchan. Tal vez sus facciones comiencen a desdibujarse el día menos pensado.

Como la célebre novela de Kafka, el relato de Yukiko Motoya se abre con la percepción de una metamorfosis: la protagonista descubre ante el espejo que su cara se ha vuelto casi idéntica a la de su marido. Una situación que tiene su punto inquietante, sobre todo cuando el marido al que toca parecerse confiesa como gran proyecto de su vida matrimonial el que le dejen ver la caja tonta con tranquilidad: «Mira, Sanchan, has de saber que quiero ver la tele tres horas al día como mínimo». Este trascendental secreto, que ocultó a su anterior pareja, lo desvela ahora a fin de propiciar una convivencia más duradera con su nueva mujer. ¡No todos podemos guardar misterios tan formidables como los de un Rochester o un De Winter! No es envidiable, desde luego, la situación de Sanchan, casada con un sujeto que no quiere hacer nada fuera de sus horas de trabajo ―ni tan siquiera pensar―, y que delega todos los esfuerzos en quienes lo rodean. Su talante, puesto a prueba por las pequeñas vicisitudes de la vida cotidiana, suspende en todas las ocasiones. Es, desde luego, un marido manipulador ―no tanto por maldad como por puro y simple egoísmo―, que se escuda en su mujer para todo, como se manifiesta en esa escena, un tanto surrealista, del escupitajo sobre la acera. ¿Es necesario insistir en que el caso contrario no es imposible? A este respecto, quizás sea oportuno señalar que el marido de Sanchan (personaje sine nomine) es un campeón de las horas extras en su empresa, al menos en la primera parte de la novela; y eso, en ocasiones, pasa factura. También es cierto que Sanchan abandonó su trabajo en el momento de casarse, por libre elección como ella misma reconoce ―con un acusado sentimiento de culpa―, pues deseaba liberarse de un trabajo agotador y disfrutar de un piso en propiedad como el que tenía su marido. Este tipo de revelaciones define el tono del libro, donde el drama de una pareja sin hijos, que no tiene nada que decirse y poco que compartir, se expone sin aspavientos ni tópicos, sin víctimas ni verdugos.

Pero lo verdaderamente fantástico del caso es que el marido de Sanchan exhibe en ocasiones un rostro de rasgos fluctuantes, movibles, sobre todo cuando se pasa las horas muertas ante el televisor, con un whisky en la mano, viendo programas de «variedades», o se entrega a un juego de lo más insulso en el iPad. Y no se trata solo de que el marido, irreconocible, se haya convertido es un ser tan extraño que parece de otra especie, sino que además amenaza con contagiar a la pareja de su mal, hacerla su semejante. Resulta sorprendente que un talante tan romo y poco atractivo como el del marido de Sanchan pueda dejar su huella en persona alguna. Habrá que pensar que la proximidad y la convivencia prolongada pueden tener esos efectos indeseados. Para Sanchan el matrimonio podría representarse simbólicamente con esa figura emblemática de las dos serpientes entrelazadas que se devoran mutuamente comenzando por las colas (aunque en su caso, no con la misma velocidad). Y es que dejarse asimilar es también una tentación, sobre todo cuando el modelo que se impone es tan laxo como el que encarna su marido. Es la atracción del abismo; o dicho con mayor claridad: la de seguir el camino más cómodo. Pronto comenzarán a desdibujarse también los rasgos de Sanchan, y si nada lo remedia no tardará mucho en intercambiar papeles con su marido, que ya comienza a dar ciertas señales de sentido común; y ella, una peligrosa inclinación al whisky, a la tele y al dolce far niente. No creo que nadie me pueda tildar de spoiler si revelo que la historia finaliza incrementando el número de las fábulas de Ovidio.

Pero la novela no se centra únicamente en la pareja protagonista. Los otros personajes que la acompañan también son merecedores de la mirada crítica de la autora, que se expresa de una manera más indirecta y sutil en su caso. La anciana señora Kitae y su marido Arai, el hermano de Sanchan, Senta, y su cuñada Hakone traslucen de alguna manera un ecosistema social un tanto trastornado, aquejado de pequeños detalles mezquinos, como la glotonería, el autoengaño o la inclinación a delegar las decisiones desagradables en los demás. Veremos vidas que amenazan con derrumbarse por nimiedades que no se acierta a resolver, como los problemas provocados por los orines del gato de la señora Kitae, que culminan en uno de los episodios más significativos de la novela, desarrollado en las montañas de Gunma. El consumismo, las preocupaciones triviales (como la del frigorífico que desea subastar Sanchan), las actitudes gregarias, las actuaciones inconsecuentes y una incomunicación generalizada (como lo testifican algunos diálogos insustanciales, que se detienen siempre antes de llegar a un nudo significativo) terminan de dibujar un entorno en el que alteraciones como las que sufre el marido de Sanchan no parecen ya tan inverosímiles.

La edición de Mi marido es de otra especie se completa con tres relatos breves, igualmente encantadores y originales, que manifiestan una clara afinidad entre ellos y nos permiten apreciar la labor literaria de su autora en un ámbito más reducido. Son relatos enigmáticos, no todos igual de fantásticos, pero capaces de producir un parecido extrañamiento en el lector. Aunque se describen e insinúan realidades y posibilidades bastante terribles, no están faltos de ese fino sentido del humor que ya reconocemos en su autora. El tema de la metamorfosis reaparece en el relato titulado Los perros, un cuento fantástico que transcurre en una perdida cabaña de montaña, alejada de la gente, donde la protagonista ejecuta un trabajo rutinario a la vez que hace realidad una fantasía de misántropa que alentaba desde su infancia. En este contexto tan especial irrumpirá lo extraordinario. Un relato que podremos interpretar de múltiples maneras (una visión apocalíptica, una fábula moral, una alucinación, un relato de ciencia ficción…), aunque solo leer con una misma admiración y placer. En un entorno muy diferente, más realista y cotidiano, se desenvuelve la experiencia narrada en El baumkuchen de Tomoko. Lo decisivo en este relato es la pintura de ese trasfondo inquietante que en ocasiones vislumbramos, tal como si lo cotidiano fuera un velo que ocultara otra realidad más amenazante; como si anduviéramos siempre al borde de un abismo inadvertido, de una «grieta de tierra» que pudiera abrirse y tragarnos en un instante. Un trabajo tan rutinario como el que efectúa Tomoko en el hogar ―cocinar un baumkuchen o atender a unos niños― puede ser también un catalizador de lo visionario, si no tan efectivo como la perdida cabaña del relato anterior, quizás lo suficiente como para que nos hagamos la vieja pregunta de si no seremos unos actores que dan plena credibilidad a lo que representan, hasta el momento en que despiertan y descubren que habitaban en un escenario. Pero la vida es un enigma del que quizás nunca llegaremos a conocer la respuesta, pues al fin y al cabo, como dice Tomoko: «este mundo es un concurso que será eliminado a la mitad».

Finalmente, Un marido de paja es el relato más ácido de los que componen el libro. También el más fantástico. Cierra de alguna manera el círculo al volver a remitirnos a la figura de un marido ridículo y mezquino, aunque en este caso su cercanía no resulta tan peligrosa para la identidad de su esposa como decepcionante. Un marido que nos recuerda mucho a ese impagable espantapájaros viviente que confeccionara con un palo de escoba, telas viejas y una calabaza mamá Rigby, la entrañable bruja del relato (Feathertop) de Hawthorne. Podríamos considerar Un marido de paja (sin restarle originalidad alguna al trabajo de Yukiko Motoya) como una continuación del cuento del autor de Salem: el espantapájaros, finalmente, ha logrado conquistar a una bella y rica joven y hacerla su esposa. Sin embargo, en el cuento de Motoya no ha habido engaño ni magia alguna que lo excuse. Tomoko confiesa haberse sentido satisfecha de su elección, aun a sabiendas de que se casaba con un hombre de paja. Quizás por ello, en un principio, no se tomaba demasiado a mal su liviandad, e incluso era capaz de reírse distendidamente del engendro. Su desilusión final es solo el precio que siempre debemos pagar, tarde o temprano, por las elecciones cómodas o apresuradas. Más allá de cualquier marido o mujer de paja que podamos imaginar, Un marido de paja representa sobre todo ―como el cuento de Hawthorne― una sátira del materialismo y la frivolidad que infectan nuestra sociedad, del juego de las apariencias y las realidades, de las luces favorables que disimulan los defectos o de esa «música celestial» que disfraza el verdadero sentido de las intenciones… Puestos a prueba, los materiales deleznables que nos conforman enseguida se delatan, y la obsesión por un coche nuevo (o por cualquier otra pacotilla semejante) puede ser el detonador que los haga saltar por los aires. ¡Qué fácil sería entonces acercar una cerilla a los restos! Pero la autora, con un excelente buen sentido, no llega nunca a traspasar el umbral de la crueldad. El espantapájaros seguirá vivo. Sabe que la sátira que nos deja una sonrisa en los labios es la mejor.


Extractos del libro

«La esposa convino en que, desde luego, era increíble. Entonces, le explicó que aquello había empezado con una piedra que estaba en un recipiente plano de arreglo floral, colocado por casualidad junto a la cabecera de la cama en el dormitorio. La piedra se iba pareciendo mucho al marido y, cada vez que la sustituía por otra, ocurría lo mismo. Así se fueron acumulando. Al recibir esta explicación, la señora Kitae cayó en la cuenta de que había muchas piedras más o menos del mismo tamaño en el borde del arriate de salvia que la esposa había señalado.»

«Cuando escuché el cuento de la bola de serpientes que me contó Hakone, por fin tuve una revelación satisfactoria de lo que hasta aquel momento no me explicaba. Sin duda, había permitido que los hombres me devorasen y ahora era como el fantasma de una serpiente que ha sido engullida por muchas serpientes; antes de que me engullese mi marido, ya hacía largo tiempo que había perdido mi ser original. Tal vez por eso puedo vivir tranquilamente con alguien, mi marido o un hombre similar, sin hacerle caso.»

«Tomoko se había casado a propósito con un hombre así. Algunos amigos, preocupados, le aconsejaron que lo pensara mejor, aunque la mayoría de la gente no se daba cuenta de que estaba hecho de paja. Lo que le gustó de él fue que era más alegre y tierno que cualquier otro. Al principio, había días en los que ella apenas podía comer, al pensar que tal vez se había precipitado al casarse, pero ahora nunca dudaba de que su intención había sido acertada.»

(Traducción de Keiko Takahashi y Jordi Fibla)


Mi marido es de otra especie
Yukiko Motoya
Alianza, 2023
144 páginas
13,50 €

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Manuel Fernández Labrada es doctor en filología hispánica. Ha colaborado con la Universidad de Granada en el estudio y edición del Teatro completo de Mira de Amescua. Es autor de diversos trabajos de investigación sobre literatura española del Siglo de Oro. Entre sus últimos libros de narrativa publicados figuran: Elrefugio (2014), La mano de nieve (2015), Ciervos en África (Trea, 2018) y Al brillar un relámpago escribimos (Trea, 2022). También escribe en su blog de literatura, Saltus Altus (http://saltusaltus.com).

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