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La belleza del caminar

Nueva entrega de un diario no diario de Avelino Fierro, sobre los escritores del pasear, el caminar y el viajar.

/ Días de 2023 / Avelino Fierro /

Pasear, caminar, viajar… ¿Hasta dónde tenemos que alejarnos del sofá de casa para poder decir que hemos estado de viaje? ¿Podemos decirlo una de esas tardes en que hemos empezado a andar y hemos traspasado las últimas casas de uno de los barrios de las afueras? «Las afueras» es el título de un pequeño grupo de poemas primerizos de Gil de Biedma, poemas un tanto herméticos, pero que logran transmitir esa impresión de extrañeza, azoramiento, revelaciones, rastros de frescura borrándose… que dejan los viajes. Sensaciones que nacen cuando ya estamos de vuelta en casa. Sensaciones como esa de la que habla al final de uno de los poemas: una luz usada que deja polvo de mariposa entre los dedos.

Yo no soy muy viajero. Doy algunos paseos mirando las luces de la ciudad a la manera de un flâneur fuera de época. Y hemos cogido el avión un par de veces para ir a ver a los estudiantes de la familia que han ido de Erasmus. Eso lo he puesto por escrito en mis diarios.

Ese fue el motivo por el que en una ocasión me invitaron a participar en unas charlas sobre literatura de viajes. Me tomé el encargo con seriedad y me apliqué en esa tarea: salí una noche a pasear por las calles conocidas, con los ojos pendientes de los grises y el corazón atento a las fuentes del silencio. Un sábado subimos a un tren de cercanías para ver los jardines rotos del otoño. Escribí la crónica de un itinerario de tres días por tierras de Portugal. Modestos recorridos para tener algo que contar. No todo iban a ser viajes como los de Chatwin, o Theroux, o Patrick Leigh Fermor; quería  defender al viajero de vuelo corto, de corral, no al viajero que, como las aves migratorias, rebasa los continentes.

Para ello tenía de mi parte a queridos escritores que emprendieron pequeñas rutas a pie: Pla, que viaja paseando por las carreteras sin ninguna preocupación heroica o deportiva y que no devora kilómetros, ni colecciona paisajes, ni se le ocurre escalar picachos ni descender a las profundidades de la tierra. Y William Hazlitt, paseante y amante de los viajes solitarios para respirar, meditar y hacer que la Contemplación «pueda ponerse sus plumas y dejar/ crecer sus alas,/ que en el variado bullicio de la multitud/ estaban demasiado erizadas y a veces deterioradas».

Podía también escribir sobre un viaje alrededor de mi habitación, o fabricar un texto con la fingida indolencia del viaje sentimental de Sterne. Podía incluso llamar en mi ayuda a los tumbados, los inmovilistas, los letárgicos, como Oblómov, para los que la vida fluye a su lado, lamiendo la cretona del diván en el que reposan con sus batas deshilachadas y que incluso se niegan a novelar sus vidas para no sufrir inquietudes, cambiar de opinión, derrochar el alma o comerciar con la inteligencia.

Pero pensé que la gandulería de Oblómov o de Bartebly no me serviría, que no sería bien recibida una actitud así en la mesa redonda, una aspiración —como la que siempre buscó Macedonio Fernández— a pasar inadvertido.

Aquellos días me apliqué en idas y venidas para tener algunas experiencias que contar. Pero fue, sobre todo, un paseo o viaje entre libros. Uní el ajetreo a la inmovilidad de mi biblioteca y a la reflexión. Escribió Alain de Botton que los viajes son las comadronas del pensamiento. 

Días antes de mi conferencia tenía preparado ya cierto material: algunos apuntes y dibujos sobre los modestísimos viajes y movimientos de aquellos días, fotografías, folletos, entradas de museos y posavasos de cervecería… Y, sobre todo, libros. Libros subrayados a lápiz, frases que creía podrían interesar a quienes acudieran a escucharnos.

En casi todas aquellas notas, en aquellas frases que yo iba a destacar, había una crítica a esas formas del viaje organizado, a las bandadas alegres y presurosas pastoreadas por el guía de una empresa, de las que hablaba Corpus Barga. O los rebaños de la agencia Cook, que van a dar de comer a las palomas de Venecia, a oír el eco del baptisterio de Pisa y a reflexionar sobre la inclinación de la torre, de los que escribió ya Rubén Darío.

De aquellos libros leídos —recuerdo que no tuve tiempo de consultar el de William Dalrymple, Desde el Monte Santo. Viaje a la sombra de Bizancio, que me acababa de regalar mi amigo Andy— fui seleccionando lo que más me interesaba.

La mayoría tenían que ver con el viaje intelectual, el viajero más inmóvil, que va de un lugar a otro por el tiempo y la historia a través de los libros sin moverse de su sillón. Así que el día de la conferencia me presenté ante mis oyentes con mis notas para leer y con un solo libro, el de Xavier de Maistre, Viaje alrededor de mi habitación.

Y entre los sedentarios y perezosos y los aventureros nos quedaba el paseante, el que se mueve sin ninguna utillería —quizá sólo se cambie de calzado y se eche al hombro una chaqueta de lana por si va un poco más allá—, el que sale a dar una vuelta, el que se aparta por un buen rato de sus rutinas y quehaceres y pone el pie en la calle.

No es fácil precisar el concepto de paseante. Creo que para ello no nos sirven los desplazamientos con una finalidad práctica: el que sale para volver con una barra de pan bajo el brazo —como Umbral—, ni el que lo hace para ir y volver con un cierto ritmo —esos paseos cardiosaludables— por esa senda que han adecentado a un lado y otro del río, o el que no quiere alejarse de la velocidad.

El escritor argentino Edgardo Scott apunta alguna cosa más.

«El camino sugiere soledad, es posible, pero más aún el paseo. ¿Cuál es la diferencia entre una caminata, caminar y dar un paseo? Hay un giro útil, tan exacto como expresivo: dar una vuelta. Ir a dar una vuelta, eso es pasear. De modo que en el sentido mismo de la marcha está incluido el retorno, volver al inicio, al punto de partida. Se da un paseo y se vuelve. Se da una vuelta y, justamente, se vuelve. ¿Pero se vuelve, se regresa igual o distinto? Esa es la incógnita. En ese paseo ocurre, puede ocurrir, si tenemos suerte, si tenemos valor, alguna experiencia».

Si yo tuviera que elegir una imagen para ilustrar ese momento anterior al paseo, esos instantes en que va madurando lo que no es sino indecisión, elegiría esta que ahora contemplo, de un libro del dibujante americano de cómics Robert Crumb. El libro se titula, en la edición española de Pastanaga, Las aventuras de R. Crumb y en la portada el autor se dibuja a sí mismo sentado en un sillón, con cara de aburrido, mirando a través de la ventana cómo cae el crepúsculo sobre la ciudad. Y en el globo de texto que sale de su cabeza aparecen las palabras de lo que en ese momento piensa: «Creo que voy a dar una vuelta…».

El mejor pensador sobre estos asuntos ha sido Karl Gottlob Schelle, que escribió El arte de pasear, publicado en Leipzig en 1802. Ya en su primer capítulo advierte que para sentirse conmovido por los encantos del paseo y llegar a tener la necesidad psíquica de pasear se precisa un cierto grado de formación («un simple jornalero no puede experimentar el grato placer del paseo»). Los paseos no tienen como finalidad seguir estudios clásicos o metafísicos, resolver problemas matemáticos o repetir la historia. No tienen como finalidad la meditación. Durante el paseo no se debe tensar la atención de la mente; ha de ser más bien un juego agradable antes que algo serio. Ha de vagar sobre los objetos con ligereza… Con tal actividad la mente se aguijonea gratamente.

Y para que el arte de pasear llegue a su culminación hace falta un número determinado de condiciones exteriores, según se pasee por lugares públicos o si nos decantamos por el campo, por montañas o valles o jardines, o lo hagamos a pie, a caballo o en coche, en este caso nunca en asientos opuestos al sentido de la marcha, porque ese movimiento asemejaría nuestro paso al de un cangrejo tanto físico como psíquico. En cambio los paseos en barco siempre resultan agradables debido a los suaves y ondulantes movimientos de las embarcaciones abiertas, en las que se ve toda la naturaleza circundante.

Con estos mimbres es lógico que Schelle criticase a J. J. Rousseau, quien se desfogaba en los paseos perdiendo el tiempo en consideraciones morales e intelectuales sobre el lujo, la decadencia de las costumbres o los avances de la cultura; aquel cuyo estado de ánimo dominante sea ese tampoco podrá ser capaz de pasear en la compañía de otro, en su presencia no encontrará materia para alegrar su ánimo enfermo. En cierto modo este fue el error de Rousseau, escribe Schelle. Rousseau caminó desde los 17 a los 19 años sin cesar, pero después, en Las confesiones, escribió: «Solo he viajado a pie en mis días de juventud, y siempre con delicia. Pronto los deberes, los asuntos y un equipaje que llevar me obligaron a dármelas de señor y a utilizar vehículos, a los que conmigo subían atormentadoras preocupaciones, apuros y molestias, mientras que antes en mis viajes no sentía otra cosa que el placer de caminar. Desde entonces no he sentido otra cosa que la necesidad de llegar».

Y qué decir como paseante del contemporáneo de Schelle, de Kant, el maniático. Los mismos recorridos, a las mismas horas. Ese paseo de una hora diaria a partir de las cinco de la tarde. Ese paseo solitario por el mismo camino, por «la alameda del filósofo». Era, así le decían, «el reloj de Königsberg».

Pasear, caminar, viajar… En todos esos momentos sí puede decirse que vamos en busca de una cierta forma de libertad. Desconectar, escapar de lo repetido e idéntico, buscar una pausa en las rutinas, un paréntesis en la normalidad. Y algunos, sólo algunos, también han querido desertar de todas las convenciones, huir de su pasado, de lo que siempre fueron, persiguiendo la desconexión total con la sociedad. Muchos de estos (robinsones, anarcos, neonómadas, emboscados, neorrurales…) están retratados en el Manual de escapología de Antonio Pau.



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Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012)Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016)Contra tiempo (2017-2018) todos ellos publicados por la editorial Eolas. También ha publicado Estatuas de sal: cartas (2020) y Calendario (2021).

1 comment on “La belleza del caminar

  1. guillermoquintsalonso

    No puedo evitar la reivindicación del viajar sometido a un programa y proyecto tal y como Descartes lo presentó en la Parte tercera de El Discurso del método. El vol.57 , Les mirades del viatger (2007) de Afers le resultará de gran utilidad. Guillermo

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