Los cuadernos pálidos

Los cuadernos pálidos (50)

Del murmullo del mundo registra en esta ocasión Tomás Sánchez Santiago la subrepticia aparición de los limoneros o la terca insistencia de la dulce insurrección del agua en una playa de Asturias.

texto de Tomás Sánchez Santiago · fotografías de Luis Marigómez

Muda de gobierno a la vista. Sucederá una vez más la escena del viejo ujier que ve, flamantes con sus carteras, a los ministros recién llegados: «Voy a atender a los interinos», volverá a decir.


Como un cuerpo que necesitase respirar, en casa todas las ventanas ahora quedan abiertas. Entra suavemente en la habitación el aliento de la noche. Es una compañía fantástica, un olor a yerba fresca que empaña el espesor del aire, con esa cualidad pastosa de los cuerpos tomados por el sudor. Tal vez también penetre en los sueños esa corriente viva. A modelarlos, a ponerlos del todo a favor de la vida.


Ver un rostro no visto desde hace años. Cambios en la piel, oscurecida y llena de accidentes que la orografía minuciosa de la edad logra trazar sin pedir permiso. Ha caído sobre él la sombra del tiempo, «gran escultor», como decía Marguerite Yourcenar.



Por las aceras aparecen estrellados de cuando en cuando cascarones de huevos de paloma; han caído desde los nidos de los árboles y se muestran así, como una cristalería desdichada, entre los pasos que los sortean con prevención transeúnte. En el vértigo productivo de la ciudad, frente a recados y afanes que hay que cumplir sin comedimiento, estos huevos rotos ponen su advertencia en el orden del día: lo que no llegó a ser también está entre nosotros.


REIVINDICACIÓN DE LA MUJER DE LOT

Vertiginosos, pasan deslizándose sobre sus monopatines sorteando todo lo que se encuentran al paso por la acera. Tienen fuerza, elegancia y hermosura en sus movimientos elásticos. «Mira —digo a Ana—, son la garantía de que la vida sigue». Por un momento me figuro que son dos animales al acecho, ella con su mirada afilada, casi felina, y su cuello desnudo estirado mucho hacia adelante; él exhibiendo una musculatura entintada de tatuajes. ¿Cómo no pararse a mirarlos? ¿Cómo no volver sin disimulo la vista atrás cuando nos sobrepasan y agradecer el resplandor de sus cuerpos haciendo caso omiso de catecismos políticos, de la ultracorrección actual de ademanes públicos, del papanatismo de reivindicaciones timoratas? La joven se va como si huyera de los escombros del mundo y tú miras el equipaje resplandeciente de su cuerpo juvenil. No hacerlo sería dejar incompleta y sin respuesta la ceremonia de la seducción. Y un pecado civil este de sentirse rozado por la belleza y no querer retenerla un poco más, siquiera en lo que dura una larga mirada de despedida.


Enviciadas de confusión, las palabras que salen de boca propia no son las palabras que llegan a oídos ajenos. La comunicación: un viaje entre dos escalofríos. He ahí todo.



Última hora de la tarde. Vencidos por la jornada, dos trabajadores esperan frente al semáforo en rojo. Tienen aspecto de hispanoamericanos y ambos permanecen callados hasta poder cruzar. Empuñan sendas bolsas de trabajo echadas al hombro y es fácil fijarse en sus nudillos al aire, llenos de desollones y escoceduras como de haberlos restregado contra quién sabe qué. Cuando el semáforo cambia, cruzan la calle silenciosos y con el gesto impávido. Sobre sus bolsas, los nudillos siguen crispados como pequeños animales tensos, con rasgones en el pellejo y esa bisutería morada del color sangriento de las ciruelas del verano.


El rótulo de un comercio: «ALICE BEAUTY. ESTILISTA DE LA MIRADA». Quizás me conviniese entrar…


Qué argumentario ontológico, qué invocaciones, qué munición verbal bastante podría desentrañar todo lo que ocurre en la profundidad de tu mirada fija y noble cuando te paras ante mí, pequeña Kimba.



Con terca insistencia, la dulce insurrección del agua deja una y otra vez crestas de saliva a la orilla, como las estelas de un fracaso: no puedo llegar más allá, parece decirnos el mar en su retirada. Pero a todos nos basta con esa presencia. Las voces de los niños llevan alegría náutica y hay estallidos de sal en los oídos; y por todas partes esa invasión masiva y silenciosa del temblor de la carne cruda. Playa asturiana de Arnao.


Desde siempre, me interesan los imperfectos. Por eso me entra un malestar inevitable cuando con cierta frecuencia oigo cerrar rotundamente una conversación con uno de esos tres adjetivos de lo absoluto: «Brutal». «Perfecto». «Genial». Cuidado con ellos. Quien se expresa sin remilgos para decir el todo empieza a entrar ya en la espinosa geometría de la intransigencia. Es mucho mejor el ejercicio saludable de la moderación. Sé de alguien que, al preguntarle cómo anda, ocurra lo que le ocurra responde lo mismo: «Moderadamente bien». Y ante esa misma pregunta, una anciana que apenas puede cargar ya con sus huesos siempre contesta: «Corriente». Solo los necios se atreven a usar ese otro lenguaje de aspiraciones pretenciosas. Hay quienes van más allá y en un alarde de chuleta de barrio confunden el optimismo con la petulancia, y cuando se les pregunta qué tal se encuentran responden por costumbre: «Entre bien y muy bien». He conocido a algunos de estos mentecatos y he querido creer que una vez proclamada esa fórmula temeraria, un regimiento de escarabajos invisibles empieza a atarearse entre las glándulas de algún órgano interior suyo.



En las huertas accesibles, casi públicas, reventadas de fertilidad, aparecen a veces por aquí los limoneros. Como en el poema de Montale («por un portal mal cerrado/ entre los árboles de un patio/ surge el amarillo de los limones») llega la consolación de los frutos iluminando la última luz, tan malversada, de la tarde. Hace mucho calor; con los ojos gelatinosos, uno no sabe dónde poner a enfriar la mirada. También en ello influyen las heridas diarias del mundo: la lengua rapaz de los aullidos políticos, la indiferencia ante las peticiones justas, como himnos desesperados, del gran José Antonio Abella. Es horrible. ¿Dónde asentar, pues, el corazón? No lo sabemos. Entonces vuelven los versos de Montale («también aquí nos toca a los pobres nuestra parte de riqueza,/ y es el olor de los limones»). Y uno se siente acogido junto a la alegría dormida de estos limones. Limones del norte, que traen encerrado el gusto por estar viviendo a pesar de todo.


Oigo en el campo los perros lejanos. Son, como dice Fernando Villamía en uno de los relatos de Dioses de quince años, «como sacerdotes de una religión salvaje y animal, como apóstoles de aquel evangelio del temblor que celebraba la hermosura del mundo». Y así es. La noche flota entre esos ladridos sobrenaturales y enloquecidos que rompen las telas vibrantes del sueño.


Pasar junto a las cosas con sigilo y conciencia. Único ejercicio para el que estaré siempre disponible.


Cincuenta entregas, mes por mes, de estos textos pálidos. No los releo (me produciría urticaria de mí mismo) pero sé que hay en ellos muchos nombres propios convocados. No soy más que una caja de resonancia: recojo palabras ajenas y las dejo por aquí. Eso me basta para suponer que sigue teniendo sentido este quehacer sonámbulo: abrir el maletín de las palabras y encontrar entre ellas lo que me espera: rostros, voces, lugares nombrados por otros con amor. Gracias.



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Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

3 comments on “Los cuadernos pálidos (50)

  1. María José Catalina Gonzalo

    Qué suerte saber mirar la vida de este modo en que Tomás Sánchez lo hace y suerte la nuestra, la de los lectores, que sepa contárnoslo de esta manera deliciosa.
    Gracias

  2. guillermoquintsalonso

    Te reconozco que he releído varias veces tus párrafos y he mirado fijamente tus sombras y tus piedras. Guillermo

  3. Víctor M. Jiménez

    Gracias por el regalo de estos hermosos textos.

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