/ El norte / Eugenio Fuentes /
Una generación de «tarados», la suya, le ha deparado al novelista Juan Vilá (18 años en 1990) un escarpado promontorio desde el que zambullirse en su memoria y apresar los cuerpos y fantasmas que arman Tan difícil como raro, su quinta novela. En aquellos días tardofelipistas, Vilá formaba parte de un grupo de «privilegiados» e intensos estudiantes de filosofía, con propensión al nihilismo, que treinta años después han dado en figuras trágicas o se han desvanecido de su vida. Resucitarlos de la muerte, la enfermedad o el olvido, aventurar cómo eran sus relaciones con el mundo, consigo mismos y, sobre todo, con el propio autor le ha permitido a Vilá bracear algunas veces en aguas de placenteras emociones. Serán las menos. Las más, la inmersión le habrá obligado a batirse con un magma de agujas y puñales cuyo elevado punto de fusión debería haberlo abrasado o reducido a cenizas. Aunque no todas las cenizas son iguales. Se dice que de las suyas resucita el ave fénix, símbolo de renovación y amor cuyas lágrimas se presumen sanadoras.
Comoquiera que el autor haya salido del trance, en llamas, en cenizas o muy revuelto, el destilado literario de su indagación psíquica es espléndido. En Tan difícil como raro, Vilá erige un estremecedor paisaje en ruinas surcado por ráfagas gozosas. Y lo hace mediante la voz firme de un narrador en primera persona a quien, sin asomo de decaimiento, le tienta afirmar, suponer, confesar sus dudas sobre lo recién escrito, desmentirse, jugar con la intensidad y los remansos. Sin espejismos estéticos. Cabalgando cada párrafo a lomos de un ritmo impecable. Siempre con las palabras precisas, con frases sólidas y transparentes cuya sutil densidad nace de la obsesión por reescribir y exfoliar fragmentos que casi nunca rebasan las tres páginas. Arropándose aquí y allá en la perplejidad para abrirse a un excurso humorístico. Salpicando el texto de fulgurantes exabruptos cuyo corte, limpio y medido, cercena cualquier deriva inercial hacia el sentimentalismo y la solemnidad. Solo desdramatizar, al cabo, permite que el drama sea creíble.
El resultado, que se entreteje en tres planos temporales, dibuja un territorio complejo de engañosa línea clara. Hoy apenas quedan sombras de su densa población de antaño, «llena de locos y todo tipo de tarados». Muchos se perdieron en la normalidad, tras pasar la varicela universitaria, y a Vilá nunca le ha movido el interés por buscarlos. Otros cayeron, alguno muy querido. Sin embargo, más o menos maltrechos, unos pocos personajes siguen recorriendo el territorio: el narrador, con sus sucesivos perros; el fantasma del amigo del alma, cuya memoria homenajea la novela; una mujer inteligentísima cuyo destino es volar muy alto sin que ningún bache se atreva a hundirla. Y, sobre todo, otra mujer, su compañera durante años. La persona que, atrapada en la espiral de una grave y dolorosa enfermedad mental, podría haberlo arrastrado al vacío. Solo que él, nada aficionado al malditismo, se resistió a dejarse engullir. Y ella, a trancas y barrancas, sigue en pie. E impone su figura en este lacerante psicothriller. Todos esos supervivientes, cada uno a su manera, han logrado plantar cara a la vida. Resistir a golpes y mazazos. O, si preferimos honrar en modo laico la oración de la Ética de Spinoza («sapientísimo marrano») que da título al volumen, se las han arreglado para desbrozar un sendero de salvación que como «todo lo excelso es tan difícil como raro».
Arqueología personal
Juan Vilá (Madrid, 1972) prosigue en Tan difícil como raro el feraz ejercicio de arqueología personal iniciado con su anterior novela, 1980, editada hace tres años y opacada en parte por el fragor inicial de la pandemia. En aquel retrato de familia con niño herido, Vilá dirigía su mirada interior a los años de infancia para fijar en palabras esos cimientos emocionales que nunca quedan olvidados. Esas «cosas», escribía, que constituyen y vertebran al individuo y a veces brotan a través de una grieta como lava o efluvio de fosa séptica: «El magma de la mierda y el odio, del dolor y los agravios, del miedo y de la pena».
Ocho años antes, Vilá se había estrenado con m (2012), un brutal e hipnótico thriller rompecabezas que anunciaba su alma dinamitera y lo consagró como «el escritor de culto más oculto»: doscientos ejemplares vendidos, casi tantos aplausos rotundos, gritos de «joya, joya» y hasta un bautizo como «oración atea de la desesperanza». Vinieron después El sí de los perros (2013), sátira vitriólica de un pijerío de medio pelo que apenas se olía la guillotina de 2010, y Señorita Google (2016), una historia de amor y humor que, de nuevo, clava a los pijos en la diana mientras afina la artillería contra las neoélites tecnológicas a las que Vilá ya detectaba como «enemigos peligrosísimos».
Jóvenes y tarados
Tan difícil como rarose estructura en dos partes, azotadas por la onda expansiva de tres bombas. El título de la primera, «Los filósofos gilipollas», no deja resquicio a la duda. Corre octubre de 1991 y el lector es conducido al aula 211 de la Facultad de Filosofía de la Complutense para que se vaya familiarizando con la mayoría de los espectros que le acompañarán en el viaje. Los nombres están en la contracubierta y algunos en el glosario que cierra este artículo. Baste aquí saber que ese será el escenario donde se mueva una generación de chicos «buenos, cómodos e inofensivos» que «pasará a la historia por crear el Club Deportivo» para jugar al fútbol y cobrar una subvención. Una caterva, por situarnos, para quienes «la movida» fue la infancia, el remate de la adolescencia llegó con la caída del Muro, y el presente se conjugaba como el mendaz fin de la historia proclamado por los neoliberales. Estudiaban en unas aulas de «escasísima actividad política» («la izquierda más delirante» y «la derecha más desfasada») en las que anidaban «un núcleo marxista diminuto pero muy potente» y «una secta de jóvenes adoradores de un señor llamado Gustavo Bueno». El «revival posposmoderno», del que Vilá solo salva en parte a Foucault, no llegaría hasta el noventa y tres.
Así lo cuenta el narrador, quien sin duda tiene como correlato a Vilá, pero no por ello deja de ser un personaje de novela, tan sometido a elecciones y silencios como cualquier otro. Ese narrador se presenta como un puritano desclasado que odia el mundo, la realidad y el dinero. Se recuerda en 1991 como un tipo «muy serio y muy frío, distante y a ratos casi patibulario. Con un punto siniestro. O tal vez atormentado». Aunque acto seguido, en uno de sus frecuentes ajustes de tiro, matizará: «Una cosa sutil. Había que acercarse mucho y mirarme bien a los ojos para detectarlo. Puede que también resultara borde». En todo caso, aspiraba a la soledad. Desconfiaba de cualquier afecto, y en particular de la amistad, «una debilidad y una mentira». Quienes hayan leído 1980 intuirán algunas raíces de esos sentimientos.
El nihilista que se negó a ser pijo
Vilá, a quien la vida le ofreció la posibilidad de ser el pijo que no quiso ser, explica que estudió Filosofía porque esa carrera le cerraba un montón de puertas. Las que conducían a un trabajo con «un horario, una oficina y una serie de labores que no te interesan nada». ¿Rebelde? Él y su amigo del alma, el pintor y aprendiz de filósofo Roberto Gil, eran «lo suficientemente arrogantes» para detestar «la odiosa y puta normalidad», la pobreza de espíritu de la mayoría de sus compañeros de curso. «O lo suficientemente cínicos. Creíamos merecer otra cosa y desconfiábamos de todo, menos de esa valía que ni siquiera nos habíamos molestado en demostrar. De forma muy especial, desconfiábamos de la autoridad y las jerarquías. Un profesor era, por definición, un enemigo». ¿Nihilista? Como parte de su generación a esa edad. «Y lo sigo siendo, es mi querencia».
¿Podemos estar seguros? «Pura patraña de nuevo. (Era) la mezcla perfecta de odio, pereza y cobardía. Odiaba yo mucho el mundo y a la humanidad. Y, por supuesto, me odiaba a mí mismo. Aún insisto en ello. Odio de forma natural, me sale solo». Resumen de estos apuntes de autorretrato postadolescente: «¿He dicho ya que era un inmenso gilipollas? Mucho más que ahora, incluso». En esa época leía a Nietzsche, Mishima, Céline. Para quienes no sientan predilección por el castigo, Vilá asegura que empezó a curarse la misantropía extrema a partir del año siguiente, lo cual le permitió acercarse al que habría de ser su mejor amigo, «un ángel estúpido de su propia destrucción».
Ha sido una tentación crítica retratar al autor en sus palabras. Pero cerrar demasiado el campo mutila el paisaje. Es cierto que en las cien páginas de «Los filósofos gilipollas» resuenan latigazos y se escurre el ácido, pero también hay muchas líneas de amistad, bares, pisos, música, lecturas, amores que nacen, mueren o se bifurcan, duelos, payasadas, risas y lágrimas, tarados odiosos, tarados entrañables. La tara es un concepto importante para Vilá, quien la concibe como principio de individuación. De hecho, prefiere ese concepto al de trauma, que ve más noño, grave, victimista. Es más, Vilá se identifica con los tarados: «Es la palabra que empleo siempre para describirme a mí y a las personas que más me interesan».
Mucho bullicio, pues. Pero apenas leídas diez páginas estallará una de las dos grandes bombas de la historia: un suicidio que, sin embargo, no se consumará hasta el año 2000 y marcará el final de la fiesta, «el adiós a una juventud que quizás no fue alegre pero sí fue libre y fue plena, fue orgullosa, fue auténtica, fue intensa, impertinente y cruel». Lo cierto es que Vilá nunca ha sido un fan de las líneas rectas, así que desde el albor de la novela ya estamos subidos a la montaña rusa de los tres planos temporales: el de la fiesta (1991-2000), el de la ferocidad (2004-2013) y el de la escritura (2020-2022). Estos vaivenes, que fundan el ritmo de la estructura, derivan de un modus scribendi basado en destellos epifánicos. Disparadores de emociones, convenientemente fechados, que a su vez enlazan con recuerdos sin data situados en cualquier plano temporal. Con esos saltos, fruto de la dinámica que rige las pesquisas, se vuelven innecesarios los puentes entre islas y, por esa vía, se conjuran las distorsiones y fabulaciones que a menudo impone la linealidad, incluso la más disfrazada.
Descuiden, sin embargo, los propensos al mareo. A este volumen le casa bien esa expresión tan querida por muchos lectores: «Se lee bien». Quiera eso decir lo que tan beneméritas almas pretendan decir con ello. De modo que los saltos adelante y atrás, lejos de confundir, esclarecen el texto al preservar la intensidad de la epifanía y facilitar que los mimbres de la trama se entretejan con destreza y con arte.
El tiempo de la ferocidad
El núcleo narrativo de la segunda parte, «Los años feroces», arranca en abril de 2004 y proyecta su mirada hasta 2013. Esas páginas llevan la marca indeleble de la segunda bomba: una historia de amor calcinada, puro corazón de la novela, que desprende como efecto colateral la tercera explosión, un suicidio tardío. Será el de un amigo tóxico, «el más enfermo de todos nosotros», y llegará en 2021, cuando el autor ya llevaba más de un año escribiendo. Es en esta segunda parte donde, embocada la treintena, se agita la tierra desolada de la enfermedad mental, la caída, el daño, el castigo, el miedo, la rabia, el odio, la culpa.
Si en la primera parte se albergaban las páginas más corales y mundanas, junto a otras de abierta tragedia, aquí la pesquisa interior se repliega sobre sí misma. Se ha estrechado el campo de su exploración. El grupo muda en pareja; el dolor por la muerte del amigo, en voladura de una vida en común. Un suicidio es instantáneo aunque pueda herir toda la vida y nunca sea perdonado. La espiral de destrucción psíquica de una compañera es un tormento dilatado, un viacrucis que amenaza los delicados equilibrios propios y hasta puede arrimarlos al abismo. De ahí que si el salto al vacío del amigo propicia páginas de reflexión y rabia, no exentas de humor, incluso de humor negro, la caída de la compañera en el vacío obliga a indagar fases y causas del proceso. Un crisol donde borbota incandescente el papel desempeñado por el narrador, incapaz de percibir o comprender muchos detalles en el momento de su revelación. Es entonces cuando la narración se vuelve estremecedora, cuando el lector es golpeado por un reflejo de la conmoción que sus hallazgos causan al autor.
«A tomar por culo la dignidad»
Puede resultar curioso que el ejercicio crítico se extienda menos sobre la segunda parte de la obra que sobre la primera. La decisión, sin embargo, resulta obligada, porque en esos capítulos es donde Tandifícil como raro alcanza su pleno carácter de psicothriller. Dar pistas sería, pues, pecado imperdonable y vedaría al crítico esa esperanza de salvación que, junto al amor o la culpa, se desliza por toda la novela como una serpiente.
La salvación es para Vilá un bien esquivo. De hecho, solo se la atribuye con rotundidad a un personaje, la mujer balanza destinada a volar alto y no caer. En cuanto a él, a veces intuye que tal vez se haya salvado. Otras lo afirma más rotundo. Si lo ha logrado, habrá sido en cualquier caso por haber concebido la resistencia como «un imperativo absoluto e incuestionable», «la única grandeza posible. Resistir sin convertirme en monstruo del todo. Resistir de forma más bien modesta. Agarrándome a un par de principios. A años luz de la dignidad. A tomar por culo la dignidad». Y entre sus resistencias hay dos a las que otorga un papel capital: no se desentenderá de su expareja, Ana, a la que considerará siempre «una persona, es decir: responsable de sus actos y de su vida», y se negará a «aceptar sin más el suicidio de Roberto, dejarlo estar o reducirlo a mera anécdota».
En estas negativas resuena la nebulosa de la culpa. La culpa es la hermana melliza del dolor. Me parece que eso no lo dice Vilá pero tal vez estaría de acuerdo. Una hermanita estéril que, como las terroríficas gemelas de El resplandor, aparece siempre al final del pasillo del miedo abierto por los mazazos. Y la única defensa frente a ese espectro, que no se desvanece con sólo frotarse los ojos, es defender la autonomía del individuo. Así, Roberto es «el único culpable y el estúpido asesino de sí mismo. No hacía falta correr tanto». Y preguntarse quién hizo más daño a Ana, «mi dulce Anita», equivale a «tratarla de la peor manera posible, anularla por completo», además de negarle la posibilidad de «buscar desde abajo del todo alguna vía o camino, un cohete o un milagro que la rescate y la acerque a la salvación».
Espantar la culpa mediante la defensa de la autonomía del individuo exige creer en ella. De lo contrario se demostrará una barrera tramposa y endeble. En Vilá, esa creencia en la autonomía individual, materia de ardua controversia entre filósofos, nace del respeto, de un respeto amoroso. Está muy presente el amor, en varias de sus manifestaciones, en Tan difícil como raro. Ya se ha visto que hay amor de pareja y amor de amigo. Pero también hay alusiones al amor familiar. Y junto a ellos, sin nombrarlo, impregna todo el texto el amor ágape, el impulso, compatible con la ironía y el sarcasmo, que exige no dañar. Un amor ágape cuya guía orienta sobre qué contar y qué callarse. Porque no se debe dañar lo que se quiere sólo para escribir un libro. Y porque si uno no se envuelve en ese amor, la experiencia extrema de zambullirse en la memoria, siempre de resultado incierto, puede volverse directamente crematorio. Aunque, incluso así arropado, nada garantiza que la asombrosa cosecha arrancada al mar de fuego esté libre de venenos. Al fin y al cabo, nadie ha descubierto todavía cuál es la dosis de lágrimas de fénix que las convierte en bálsamo.
AGUJAS Y PUÑALES (glosario en citas)
Amistad. «(Yo) desconfiaba de cualquier afecto y cualquier relación, y de forma muy especial de la amistad. La consideraba una debilidad y una mentira. Leía a Nietzsche, Mishima y Céline. Podía recitar de memoria Los apuntes del subsuelo y Una temporada en el infierno» (página 43). «(Además de ser “el gluglú del desagüe”) Roberto era también alegría, y generosidad, y un inmenso talento —como ya he explicado—, y energía, y la imposibilidad de quedarse quieto un segundo, y era la eterna búsqueda del otro y de la amistad. Roberto era sociable y expansivo, lo que implicaba que a veces se volvía un coñazo (página 56)».
Amor. «El amor me redimió. El amor y la compañía, el contacto con el resto de humanos. Menudo descubrimiento. Tuve que estudiar varios años para darme cuenta. O mejor: tuve que olvidar muchas lecciones para comprenderlo. Pero no echemos la culpa a la filosofía. El problema venía de atrás. La facultad me permitió además conocerlos a ellos, esa pequeña panda de tarados, y lo más probable es que no me hubiera valido otra gente» (página 44).
Amor ágape. «Un funeral de pueblo, en una iglesia de pueblo, con el ataúd a los pies del altar y un sacerdote que conocía a la muerta y encima la quería. El buen hombre habló de amor y yo por primera vez comprendí el significado de esa palabra cuando la mencionan en misa. El amor era la pena de todas aquellas personas allí reunidas y el amor era, de forma muy especial, los cuidados que sus hijos y su marido le habían dispensado a la pobre Mercedes a lo largo de años y años de enfermedad» (página 22).
Amor fusión. «Otoño de 1997. Ana y yo enamorados. Bienvenidos seáis todos a nuestra felicidad. Una felicidad tan limpia y tan pura como el agua. […] Aunque por una vez, y nada más que por una vez, trataré de mostrarme pudoroso. Y guardaré un montón de silencios. Sobre Ana y su cuerpo. Ana y yo, en aquel dormitorio casi vacío, con parqué de madera antigua, y mil latas de cerveza tiradas por el suelo, y mil ceniceros llenos de mil colillas, y una nube perpetua de humo que de ninguna manera podía afectarnos, empañar u ocultar el esplendor de todas aquellas horas que pasamos juntos, de sus veintitrés añitos y de mis veinticinco, de su risa maravillosa y explosiva, del millón de planes que hicimos y el millón de futuros que imaginamos, la voluntad de seguir y seguir y seguir por siempre, mientras de fondo sonaba Camarón, sí, pero también Morente, y Patti Smith, Leonard Cohen o el saxofón profundísimo e hipnótico de Morphine» (páginas 68-69).
Ana. «Qué feliz que fui siendo ignorante. Esa era la clave y el verso que le gustaba a Ana de la canción, lo que mejor resumía el momento que estaba viviendo. Ana se había caído del caballo. Pero no había ninguna nueva fe que abrazar. No dejaba sus crímenes atrás para entregarse al amor. Justo al contrario: abría los ojos a una nueva verdad. La desoladora y auténtica verdad verdadera, la del mundo o quizá solo la del interior de sí misma. Lo que ahora le esperaba era el vacío y su lucha eterna contra él. La búsqueda constante de nuevos trucos y nuevos venenos, de formas cada vez más brutales o cada vez más sofisticadas, según el momento, de esquivarlo, de no tenerlo tan presente e incluso de olvidarlo un rato. De volver, en definitiva, a esa ignorancia que ella perdió, de manera oficial y por decir una fecha, el 4 de noviembre de 2005» (página 171).
Antipsiquiatría. «Yo creí toda esa mierda y me llené la cabeza solito con sus mentiras. Hasta que un buen día conocí a un loco. Un loco de verdad. Loco, loquísimo, quiero decir. Un esquizofrénico. Y le conocí hasta el fondo. No fue una charleta en un banco del parque. Conocí sus problemas y los de su familia, los sufrí de rebote. Traté de ayudarle. Hasta comía con él en el psiquiátrico en las ocasiones que le ingresaban, rodeado por mil locos más. Y ahora os digo: la enfermedad existe. Y no es ninguna bendición o una fiesta. No es un invento para reprimir o putear a no se sabe muy bien quién» (página 206).
Arte. «El arte es una gran forma de vengarse del mundo. El arte y la risa. El arte, la risa y el vino» (página 99).
Culpa. «Tocaría quizá ahora ponerse ñoño y lastimero, lanzar una pregunta retórica: ¿quién hizo más daño a Ana?, ¿Roberto o yo? Pero eso sería tratarla de la peor manera posible, anularla por completo, negarle cualquier tipo de responsabilidad, darla por acabada, incapaz siquiera de seguir jodiéndose ella solita, de seguir destruyéndose por sí misma, de necesitar para ello un agente externo o un culpable, un cómplice, un instigador, un aliado. Y peor todavía, Ana, en ese caso, sería incapaz también de reaccionar y frenar el proceso, de recuperarse un poco, luchar y luchar y luchar como una bestia contra lo peor de sí misma, ganar unas cuantas partidas» (página 119).
Daño y castigo. «Ana, a diferencia de Roberto, no es una suicida. Ana no quiere morir o acabar con todo. Ana busca más bien el daño y el castigo. Otra cosa es el coste que ella y su cuerpo acaban pagando por tanta violencia. El dolor y el hambre le sirven a Ana para olvidar el vacío, para desconectar de la angustia. Al menos, durante unos segundos. Quizá unos minutos. Luego el efecto es justo el contrario y multiplican por mil aquello de lo que pretende escapar» (página 186).
Ginsberg. «Leo lo que acabo de escribir y una parte me suena a Ginsberg. No me gusta. Allen Ginsberg: “He visto los mejores cerebros de mi generación destruidos por la locura, famélicos, histéricos, desnudos”, etcétera. No. No es eso. Me aburre mucho Allen Ginsberg» (página 20). «Debemos resistir. No hay mérito alguno en lo contrario. Los mejores cerebros, en contra de Ginsberg, no son los que se consumen, sino los que aguantan» (página 23).
Dignidad. «La dignidad es una cosa odiosa, que merece ser ultrajada, y emputecida, y aniquilada, borrada de todos los diccionarios y todas las mentes. La dignidad es la mierda que acabó comiéndose Nietzsche, en sentido literal, en un psiquiátrico de Jena. La dignidad es la más peligrosa de las mentiras. No hay forma posible de vivir y ser digno. La dignidad, cuando es auténtica, conduce al suicidio o la locura […] Yo no quiero ser digno. Yo prefiero arrastrarme, y ensuciarme, y humillarme cuanto haga falta, y tragarme mi orgullo y llevarme la contraria la mayor parte del tiempo, y desconfiar de mí y cubrirme de culpas y agravios cuando sea necesario. Y tratar de ser consciente. Sobre todo eso. No renunciar ni en broma a ello. No engañarme a mí mismo, aunque pretenda engañaros a todos. Saber y llevar la cuenta de cada una de mis indignidades y mis renuncias, mis miedos, mis miserias, mis dudas. Yo prefiero resistir» (páginas 120-121).
Enfermedad mental. «La enfermedad mental es una putada. De las peores cosas que pueden pasarte. Y los tratamientos son muy chungos. O inútiles en el peor de los casos. Algunos, auténticamente terribles» (página 206). «Adicta, he dicho. ¿Adicta a qué? Ana es adicta al daño y al hambre, adicta a sus pastillas. Adicta al vacío y a cualquier cosa que la permita huir de él. Adicta, como cualquier otro adicto, a sí misma y a su adicción. Prisionera de las dos cosas. Adicta a renunciar a la vida y a no tener que preocuparse por nada. Nada que no sea el daño, el vacío y el hambre. Nada que no sea ella misma y su adicción» (página 178).
Miedo. «Recurramos como siempre al miedo para retratar a las personas. No falla jamás» (página 149).
Nihilismo. «Un nihilista rara vez es un bellaco. El nihilismo, por lo general, prende en las almas cándidas que han sido decepcionadas, en los moralistas hartos de tanta maldad o en los espíritus que en su día albergaron las más altas ilusiones para terminar molidos a palos u olvidados en alguna escombrera» (página 57).
Pareja. «Nuestra felicidad se estaba esfumando y esa casa no ayudó en absoluto. Nosotros ni siquiera fuimos capaces de verlo. O nos resistimos a ello. Luchamos, sí, como auténticas bestias por mantener en pie nuestro amor. O eso creímos. Pero luchamos también por cosas que no existían o por cosas que ya teníamos, por tonterías y delirios» (página 141).
Proceso. «Hablemos ahora del proceso. Tratemos de retratarlo. Y creo que lo primero y principal es decir que no me acuerdo. Porque en efecto no me acuerdo y por lo que eso implica. Qué feliz, sí, fui yo también siendo ignorante. Ana no reventó después de ese supuesto ataque de ansiedad. Ana, poco a poco, se fue descomponiendo ante mis propios ojos, casi entre mis dedos, sin grandes hitos o explosiones, sin apenas señales de alarma. Tan delante de mí lo tenía, y ocurrió tan despacio, que no me enteré de nada» (página 176).
Psiquiatría. «La psiquiatría es una chapuza. No tienen ni putísima idea ni soluciones para la mayor parte de dramas a los que se enfrentan. Nunca consiguen arreglar nada, como un traumatólogo, por ejemplo, te recompone una pierna. Los psiquiatras dan mucho miedo. Sus pastillitas pueden destruirte. De sus ingresos y experimentos, mejor ni hablamos. Y aun así, y aun a pesar de todo, bendita psiquiatría y benditos psiquiatras» (páginas 206-207).
Rabia. «(Roberto) se estampó después de saltar por la ventana. Un noveno piso. Llevaba las gafas puestas. No quiso perderse detalle» (página 76). «Y Roberto, encerradito en su ataúd y perdiéndose la juerga (en el tanatorio), maquillado como una puta o maquillado como una puerta, maquillado para que nadie le viese, solo los gusanos, que le esperaban ya para comérselo en Valdemaqueda» (página 76). A Roberto: «Jódete y mira desde el infierno todo lo que te estás perdiendo» (página 36).
Resistencia. «(Como) algunas personas, expuestas a un sufrimiento atroz, que surge de pronto y lo llena todo, y no hay forma humana de escapar a él. Qué inmensa grandeza y qué dignidad el no rendirse y soportarlo, y hasta darle un sentido. Imagina ahora, querido lector. Imagina a alguien, aunque solo sea una persona de las muchas sometidas a semejante tortura, que lograra encima conservar su bondad y mostrarse generosa, cuidar y proteger a los otros. Entonces, ¿qué? Entonces ella sí merecería más que nadie la salvación, a pesar de no haberla alcanzado. O no haberla alcanzado aún» (página 23).
Roberto. «Fingía ser un payaso, pero sin caer en el ridículo ni en la caricatura. Era mezcla de payaso trágico —sin un drama muy definido detrás— y payaso absurdo, a veces también payaso grotesco. Nunca el payaso que llora. Era Vladímir y Estragón, era Molloy y Moran, era Mercier y Camier, o era cualquier otro personaje beckettiano. Compartía cierto desvalimiento con ellos. Un desvalimiento más metafísico que real. Pero un desvalimiento profundo. Y era una partida constante contra el sentido, […] una eterna perplejidad frente al mundo o un perpetuo qué coño pinto yo aquí. Era juego, era risa, era burla contra lo más serio, solemne y sagrado. Era unas ganas infinitas de tocar las pelotas e incordiar, de llevar la contraria y hacerlo todo al revés». Pero «tenía unos principios muy sólidos y perfectamente compatibles con su negación de cualquier tipo de moral» (páginas 56-57). Era un «osito amoroso y tierno» (p. 97).
Salvación. «Nos creímos fuertes y poderosos. Nosotros, que jamás nos sentimos seguros frente al mundo ni frente a nada por separado, que sospechamos siempre de la confianza referida a uno mismo como un rasgo, quizá, de psicopatía, desarrollamos de pronto una fe excesiva en nuestro amor. Nos volvimos tal vez soberbios, y seguramente odiosos a vista de los demás. Nuestra relación en muchos sentidos era perfecta y la vida parecía estar haciéndonos un montón de promesas. ¿Cómo no iban a cumplirse? Y sobre todo, ¿cómo nosotros no íbamos a salvarnos?» (página 72-73).
Suicidio. «Roberto no pudo saberlo ni tendría sentido culparle, pero al tirarse por la ventana de aquel espantoso edificio del bulevar Bonrepos de Toulouse abrió la puerta a todo lo que iba a venir luego, o sirvió de anuncio, o tal vez lo propició. Lo peor acababa ya de ocurrir pero lo peor estaba aún por llegar. Y todavía no ha acabado, y cada noche ruego que no pare al cielo. Quiero un poquito más. Me duermo siempre dando las gracias y pidiendo perdón por ello» (página 113).
Tarados. «Puestos a teorizar, podríamos concluir que es la tara misma el principio de individuación. Quiero decir: el hombre es hombre y en tanto que hombre, participa de lo común: la especie humana. Solo a partir de la tara surge la diferencia y el individuo. La tara es lo que nos distingue, o las múltiples combinaciones posibles de taras. Coge cualquier vida. Dedica cinco o diez minutos a informarte. Mírala de cerca. Haz las preguntas precisas. Busca los agujeros y rincones oscuros. No tardarás en encontrar la grieta. Su longitud y profundidad ya es otra cosa. […] Todos estamos tarados» (página 45).
Vacío. «La muerte es la ausencia o el vacío de un no recuerdo, mucho más que la paz del olvido» (página 117). ♫(Ana, mi dulce Anita, y yo) luchamos contra fantasmas y monstruos imaginarios. Luchamos de forma absurda y en el vacío. Luchamos, luchamos y luchamos. Hasta olvidarnos de lo real» (página 141). «Y aclaremos ya y de una vez por todas que esta es una historia que habla de eso: del vacío. Vacío enfrentado a lo real. O vacío como tentación frente a lo real, como punto de fuga. Y a veces también como condena» (páginas 21-22).

Juan Vilá
Anagrama, 2023
272 páginas
19,90 €

Eugenio Fuentes nació en Londres, en el hospital de St. Mary Abbot’s, donde doce años después fallecería el legendario guitarrista Jimi Hendrix. Licenciado en historia y especializado en relaciones internacionales contemporáneas, ejerció la docencia y la investigación en la Universidad de Rennes 2 Alta Bretaña durante cuatro años. En 1988 se integró en la redacción del diario La Nueva España, del que durante casi tres décadas fue responsable de información internacional, analista político, columnista y crítico literario. Fruto de una insana pasión por los libros mantuvo durante 31 años en el suplemento Cultura la sección de novedades «La brújula», alimentada sobre todo por volúmenes huidizos publicados por pequeñas editoriales. Entre 2000 y 2004 quedó embrujado por el pintor Luis Fernández, a quien dedicó numerosos artículos y el documental Los mundos de Luis Fernández.
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