/ un relato de Fernando Prado Eirin /
Llegué alrededor de las diez de la mañana. Para ese día estaba convocada una huelga estudiantil, así que la universidad estaba prácticamente desierta. El edificio, rodeado de árboles altos, frondosos y de hojas verdísimas, zonas ajardinadas pobladas de flores de colores imposibles visitadas por laboriosos insectos que emitían un zumbido meloso y adormecedor, parecía incrustado en una naturaleza que aún conservaba cierto aire salvaje. Comenzaba a hacer calor, pero era agradable caminar por las aceras bajo la sombra de los mangos sin escuchar el rugido de los motores de los vehículos ni el griterío de los estudiantes saliendo de un edificio y entrando en otro. El hospital, con sus balcones semicirculares de los que asomaban plantas carnosas, parecía más bien un conjunto de bloques de viviendas o incluso un complejo hotelero en una zona remota en estado de semiabandono y a punto de ser devorado por la vegetación; había dos ambulancias aparcadas justo delante de la entrada de urgencias y unas enormes letras de bronce estaban clavadas en una pared lisa de la fachada principal por la que una hiedra había empezado a trepar. Hospital Universitario, se leía con dificultad por los espacios que dejaban los dedos entrelazados de la enredadera. La entrada principal estaba presidida por tres mástiles desnudos clavados en el suelo que comenzaban a oxidarse, trozos de hierro inútiles desprovistos de banderas.
La mujer sentada detrás del mostrador de información (tez cerosa, facciones estiradas como de plástico derretido, una voluminosa nube de cabello castaño fijado con laca en aerosol y labios pintados de rojo carmesí) me indicó que debía dirigirme a la primera planta. Le di las gracias y cuando me estaba yendo me dijo, alzando su voz de corno inglés, que el ascensor estaba estropeado. Subí a pie los dieciocho escalones de granito reluciente. Me recibió el doctor Boscán (pantalones de tela gris pizarra, camisa azul celeste perfectamente planchada, una inmaculada bata blanca de cuyo bolsillo prendían un bolígrafo de tinta azul y otro de tinta roja, y la funda de las gafas que se apoyaban en su nariz de tobogán). Buenos días, me saludó extendiéndome una mano vellosa y extremadamente tersa; tu debes ser el músico. Le contesté que sí a pesar de las evidencias pues una guitarra colgaba de mi hombro derecho. Tenía una cara angulosa esculpida al cincel sin muchos miramientos y lo único que suavizaba un poco su expresión era una barbilla redondeada. Me llevó a una sala en la que habían dispuesto varias hileras de sillas; una gran mesa rectangular estaba apartada en una esquina y en el lugar que ocupaba anteriormente habían colocado una banqueta de madera. Me instó a ponerme cómodo. Aún disponía de casi veinte minutos antes de que llegaran los pacientes, así que afiné y comencé a calentar. El concierto, por llamarle de alguna manera, tendría una duración de media hora y había escogido un repertorio principalmente barroco pero accesible.
Enseguida llegaron los pacientes y se armó un barullo insoportable que prácticamente me impedía escuchar la allemande que estaba tocando en ese momento para desentumecer los dedos. Poco a poco fueron tomando asiento y al cabo de unos minutos dejaron de arrastrar las sillas. A continuación, entró el doctor Boscán y se hizo el silencio de inmediato. Me presentó brevemente, él es Aurelio y viene a ofrecernos un pequeño recital de guitarra, explicó, gesticulando con sus manos peludas. Alguien aplaudió al fondo, pero fue silenciado por un coro de shhhh. Observé al público durante unos instantes. Eran menos de veinte personas, calculé. Cabelleras mal peinadas y canosas, ojos hundidos bajo frentes prominentes, ojeras milenarias incrustadas debajo de la piel reseca, miradas desconcertantes, rostros pálidos sin afeitar y un muestrario de expresiones espectralmente amplio que no sabía cómo interpretar. Aquellas caras hablaban por sí mismas, aquellos cuerpos depositados en las sillas plásticas como sacos de arena expresaban lo que ocurría en su interior. El doctor Boscán, sentado en la primera fila de asientos, era el único que parecía —al menos a simple vista— no padecer un trastorno mental. Agitó suavemente su mano derecha y arqueó las cejas en una señal para que comenzara el recital, así que me moví lenta y ceremoniosamente en la banqueta de madera y adopté una postura solemne. Mis años en el conservatorio habían servido, entre otras cosas —no muchas, la verdad—, para convertirme en un actor. Al principio me costaba entenderlo, pero finalmente pasé por el aro y acabé siendo un impostor. Cada intérprete debía construirse su propio personaje y representarlo de la manera más fiel posible, conseguir que no pareciera una impostura sino algo real, auténtico. Ojos cerrados, barbilla en el pecho, sacudidas, balanceo del torso, suspiros sonoros, algún que otro tarareo. Todo era falso, por supuesto, una actuación destinada a un público adiestrado para creerse el milagro de la transustanciación. Ataqué el primer arpegio de un famoso preludio y a partir de ese momento todo fluyó con la normalidad de una rutina ensayada hasta el aburrimiento. El público aplaudió entre pieza y pieza con entusiasmo generalizado siguiendo las indicaciones del médico. Había reservado una famosa giga para finalizar, era una pieza de digitación incómoda, motivo por el cual no la incluía a menudo en los recitales, pero me fascinaba. Al terminar, pude escuchar algún que otro bravo entre la lluvia de aplausos desacompasados proferidos por los presentes. Me puse de pie en señal de agradecimiento y el doctor Boscán se me acercó. Qué agradable recital, me dijo sonriente; parecía sincero. Dos enfermeras que se habían mantenido en el umbral de la puerta entraron en la sala para agilizar la salida de los pacientes. El doctor me instó a que pasara por su despacho antes de irme, estaría allí trabajando hasta el mediodía.
Guardé la guitarra y me colgué el estuche del hombro. Me detuve en medio del largo pasillo y miré a ambos lados buscando los lavabos. En eso me abordó un paciente, me extendió una mano fría y me dio una sonora palmada en el hombro. El courante estuvo magistral, exclamó mirándome desde abajo, el cuello colgando hacia un lado. Agradecí el cumplido. No era la única pieza que conocía, de hecho, las conocía todas y eso me sorprendió. Con una sonrisa amplia que dejaba ver sus dientes desordenados y manchados por la nicotina me observó durante unos segundos con la mirada vidriosa desde el otro lado de unas gafas empañadas, como si estuviera escrutándome. No me soltó la mano hasta que percibió un inequívoco gesto de incomodidad por mi parte. Domenico, como se presentó finalmente, se ofreció a acompañarme a los lavabos; acepté debido a mis acuciantes ganas de orinar. Avanzamos por el pasillo esquivando enfermeras, personal de limpieza y pacientes. Una luz irreal con reflejos verdosos entraba por las ventanas abiertas y dibujaba sobre el lustroso suelo la sombra de las rejas enganchadas a la fachada. Al salir del baño Domenico no estaba, lo cual fue un alivio, su presencia había comenzado a inquietarme.
Encontré el despacho del médico unos metros más adelante y golpeé la puerta entreabierta con los nudillos. Una voz grave y diáfana dijo pase. Aquello parecía más una habitación común destinada a la hospitalización que un espacio pensado para albergar la oficina de un médico. Era un lugar sobrio de paredes pintadas de color beis. Había una estantería con las baldas combadas repleta de libros pesados, una percha de pie de la que colgaban una bata y un blazer azul marino y a su lado, en el suelo, yacía una bolsa de deporte negra en la que se leía el nombre de una marca de raquetas de tenis. El doctor me señaló la silla sin levantar la vista del ordenador; enseguida acabo, me dijo. Apoyé la guitarra contra el escritorio metálico de otra época y tomé asiento. Transcurridos unos segundos el doctor dejó de golpear las teclas del ordenador y me dedicó una mirada seria. El barroco, expresó, no era de sus períodos favoritos, sin embargo, la elección del repertorio le había parecido adecuada. Quise saber si la idea del recital había sido suya. Negó con la cabeza y se cruzó de brazos. Permaneció así mirando a una esquina del techo mientras se mordía el labio inferior hasta que reaccionó poniéndose de pie súbitamente. Domenico, dijo acentuando cada sílaba, las manos a la altura del pecho, los dedos índices y pulgares unidos dibujando un círculo. Se levanto y caminó hacia la ventana. Domenico es un auténtico melómano, susurró. Consultó la hora en el reloj que se ceñía a su muñeca izquierda. Me agradeció con palabras amables y señaló la puerta del despacho. Entendí que debía irme, así que me levanté, cogí la guitarra y me despedí con un fuerte apretón de manos que el médico recibió con una mueca de dolor.
Domenico apareció de la nada sujetando dos vasos de café. Me daba cierto reparo aceptar la bebida, pero necesitaba espabilar; después de dar un concierto aparecía un sueño incontrolable acompañado de un cansancio físico ridículo. Por alguna razón que no comprendía la compañía de Domenico me inquietaba, me ponía nervioso, me intimidaba. No tenía idea de cómo tratarlo, de cómo relacionarme e interactuar con él. Me bebí el café todo lo rápido que pude y le dije que tenía que irme de inmediato para cumplir algunos compromisos, pero me sugirió que esperara al menos un par de horas, pues los disturbios ya habrían comenzado y los accesos a la universidad estarían bloqueados con neumáticos ardiendo; encontrarse atrapado en medio del fuego cruzado entre policías y estudiantes era peligroso. Ciertamente, se escuchaban a lo lejos las detonaciones de los disparos de los antidisturbios y comenzaba a llegar un leve olor a plástico quemado. Qué otra cosa podía hacer si no esperar, me convencí. Nos situamos al final del pasillo, al lado de una ventana. Cuatro pelos lacios crecían en su barbilla y brillaban con el reflejo de la luz que proyectaban los vidrios de las ventanas. No sé qué te han dicho, pero yo no estoy loco, soltó sin venir a cuento mientras removía el café sin parar con la cucharita de plástico. Me quedé callado sin saber qué decir y entonces extendió sus brazos y me enseñó sus muñecas. Me explicó que la gente daba por hecho que había intentado suicidarse cortándose las venas, pero las cicatrices, tanto las de las muñecas como las de los codos, el mentón y otras no visibles en el hombro y la cadera derecha, el abdomen y las rodillas eran las marcas de las operaciones que le habían tenido que practicar.
Para Domenico, cortarse las venas era un método de suicidio poco fiable porque el tiempo que transcurría desde que brotaba la primera gota de sangre hasta la muerte era más que suficiente para cambiar de opinión; además, no le parecía nada elegante desangrarse en una cama o sumergido en una bañera. Lanzarse al vacío era lo mejor, pensaba, infalible en la mayoría de los casos; no sirve de nada arrepentirse, ni la más férrea de las voluntades, nada detiene la caída. Se bebió el café, que ya debía estar frío, como si fuera agua, y estrujó el vaso vacío en su mano. Me miró con sus ojos acuosos, abriendo y cerrando los párpados lentamente. La culpa fue de Liszt, dijo asintiendo despacio. Una sonrisa macabra se dibujó en su rostro seco como una uva pasa. Quise saber qué le había pasado y por qué estaba ingresado, así que se lo pregunté sin más. ¿Lo ves? Piensas que estoy loco, me reprochó, y luego soltó una carcajada que resonó en el pasillo; un enfermero que salía de una habitación se detuvo, vigilante, para comprobar que todo estaba bien. Consulté la hora en el reloj digital que abrazaba mi muñeca; estaba incómodo y quería salir de aquel lugar. Algunos pacientes deambulaban como zombis por el largo y luminoso pasillo, moviendo y arrastrando sus cuerpos torpemente. De repente se puso serio, tomó aire y enderezó su espalda. Quieres saber, susurró. Todos quieren saber, pero nadie entiende.
Me contó que había grabado un disco dedicado íntegramente a Liszt. La crítica fue unánime y aseveró que aquella era una de las mejores interpretaciones que se habían registrado del compositor hasta la fecha. Entonces me di cuenta de que aquel hombre consumido, de voluntad suprimida y drogado hasta las trancas era Domenico Rinaldi. En una pausa de la gira promocional que estaba haciendo por el continente regresó para descansar unos días. Salió de la terminal del aeropuerto internacional arrastrando una maleta de cabina en la que había guardado lo indispensable. Llegó al aparcamiento y estuvo dando vueltas durante unos minutos hasta encontrar su coche. Abrió el maletero y cuando se disponía a guardar la maleta sintió un fuerte golpe en la nuca que lo envió de inmediato al suelo. Antes de abrir los ojos, me dijo, recordaba haber visto la imagen de un pelícano volando sobre el mar, rozando las olas plateadas con la punta de sus alas, planeando sin ningún esfuerzo hacia poniente. Recuperó la conciencia en la parte de atrás de un viejo coche que circulaba a toda velocidad por una carretera sinuosa en medio de la noche oscura; olía a colonia barata y marihuana, y los altavoces del vehículo reproducían una canción de salsa erótica a todo volumen, el bajo sincopado vibrando distorsionado en las membranas de los bafles. En un momento dado, mientras el conductor y el acompañante se pasaban una botella de ron, tiró de la maneta de la puerta y sintió que el mecanismo de la cerradura cedía; no se lo podía creer. Abrió la puerta y, sin dudar, se lanzó del coche. Su cuerpo impactó contra el asfalto y rodó sobre el pavimento; aún aturdido, sintió cómo su piel se quemaba al contacto con el asfalto, cómo sus huesos se rompían emitiendo un crujido sordo y atravesaban la carne contusionada. Dos días después, despertó en el hospital con unos dolores horribles; apenas podía moverse y lo único que hacía era tararear melodías aparentemente sin sentido, inconexas, con un hilo de voz ronca que sacaba a duras penas de su cuerpo destrozado.
Apoyé el vaso de cartón en el alféizar desconchado de la ventana. Se escuchaba el murmullo lejano de los disturbios y una algarabía de pájaros eufóricos proveniente de los árboles del jardín posterior del hospital. Le pregunté qué tenía que ver Liszt en todo esto. Deja la prisa, muchacho, me reprendió. La fuga, continuó. No hacía otra cosa que tararear la fuga de la Sonata en Si menor, pero solo conseguía recordar los ocho primeros compases. Volvía a comenzar una y otra vez y llegado a ese punto solo encontraba el silencio más angustiante que había experimentado jamás. Así pasaban las horas y los días y el olvido se hacía cada vez más insoportable. Los dolores eran terribles, agujas clavadas en diferentes partes de un cuerpo remendado, puntos de sutura uniendo dos orillas de piel, grapas haciendo de puente entre dos continentes de carne abierta en canal. A pesar de los sedantes, opiáceos, antiinflamatorios, relajantes musculares, antibióticos y benzodiazepinas el alivio siempre era temporal. Tuvieron que pasar cinco o seis semanas hasta notar cierta mejoría. Sin embargo, todos los esfuerzos por recordar la fuga eran inútiles. Ocho compases y el más absoluto vacío. Incluso había olvidado la digitación, había perdido la memoria corporal. El cuerpo como conductor sensorial había dejado de funcionar. La angustia provocada por el olvido acabó convirtiéndose en un gusano que mordió su cordura diligente y obstinadamente hasta hacerla papilla. Enseñándome sus dedos artríticos retorcidos como delgadas ramas de árboles secos me aseguró que podría sentarse al piano y tocar de memoria todas y cada una de las piezas que habían formado parte de su repertorio. No solo me pareció una exageración sino también algo imposible, pues aquellos dedos apenas podían sujetar con dudosa seguridad un vaso. Pero la dichosa fuga se había hundido para siempre en un profundo y oscuro pozo.
Se arrancó a tararear el principio de la fuga al tiempo que movía los dedos de la mano derecha y se detuvo en seco en el octavo compás. ¡Hasta aquí!, exclamó furioso y arrojó el vaso arrugado al suelo. El sonido producido por el impacto del plástico contra el granito me hizo dar un respingo. ¿Y si se ponía violento?, temí. Di un paso atrás, la respiración agitada, el corazón a 170 pulsaciones por minuto. Un enfermero altísimo y fornido apareció de la nada y con una voz de flauta pícolo tranquilizó a Domenico. Ambos se fueron enganchados por el brazo; Domenico le repetía sin parar mirando hacia arriba y buscando sus ojos, implorando, que le consiguiera un piano. El enfermero negaba con la cabeza como si estuviera viendo un partido de tenis a cámara lenta. Entraron juntos en una habitación y se escuchó un portazo. El graznido impertinente de los guacamayos en el tórrido mediodía se alzaba por encima de la atronadora violencia sin sentido de los disturbios. Más allá de los barrotes oxidados todo parecía transcurrir según lo establecido. El gran Rinaldi era un despojo. Yo quería huir de ahí cuanto antes, evitar aquella trampa a toda costa, pero no pude moverme. El doctor Boscán me saludó desde el otro extremo del pasillo agitando su mano en el aire tropical que entraba a raudales por las ventanas enrejadas.
Fernando Prado Eirin, nacido en Caracas (Venezuela), siempre ha sentido la necesidad de expresarse a través de la escritura, la música o el dibujo. Ha participado en varios experimentos musicales. Observador nato. Actualmente es colaborador de la web boreal.com.es.
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