/ un relato de Jaime Tovar Iglesias /
A Jesús Vivas Holgado, quien despertó en mí un gran respeto por las letras
En el distrito de Kennedy estaba la negrita guajira. Daba esquina en la 65 con 48 en un edificio negro de paredes tatuadas con caras de animales salvajes y de indios con miradas disecadas. Bajo el letrero de ese exótico nombre se abría un local de paso donde comerciantes, taxistas y oficinistas apurados paraban su ajetreada mañana para tomar un tinto o comerse una arepa. Era una mezcla entre una tienda y un bar de conocidos. Ofrecía su título con unas horteras luces de neón que rompían el gris de la lluvia. Julián me había presentado ante aquel surtido de parroquianos donde ya me conocían como el periodista.
—Maricas, acá les traigo a un chino español —me presentó la segunda semana de mi llegada a Bogotá.
Aquella gris mañana de sábado había quedado con Daniela Lomas. Llevaba más de una hora hablando con el mesero cuando apareció por la puerta, entendiendo que cuando te dicen «llego ahorita», allí significaba un retraso de una hora.
—¡Ay qué pena contigo! —se disculpó—. Me mata ese gusano del Transmilenio.
—¿Qué tal la fiesta? —pregunté—. ¿Mucha resaca?
—Pues pereza, mas no guayabo —me respondió mientras un repentino bostezo desplazaba su sonrisa.
—¿Dos polas más? —preguntó Melchor el camello.
Respondí asintiendo, en silencio.
—¿Vas a querer ahora una birra? —bromeé.
—Una botella de guaro, me tomaba. ¿Por qué no viniste a parchar?
—Tenía mucho trabajo. Terminé agotado.
—Pues había un montón de viejas que se hubieran lanzado a ti con solo decir «hoztia, tío» —respondió.
De pronto, advertí una expresión de molestia en su rostro.
—Paila, otra vez ¡hijueputa! —se quejó apretándose el vientre con los ojos cerrados.
—¿Qué te pasa? ¿Estás bien? —pregunté.
—Ay, ya sabes —respondió sin ganas—. Esa visita que tenemos las mujeres una vez al mes.
La negrita guajira era un rectángulo gigante en el cual se distribuían unas pequeñas mesas de madera decoradas por coloridos búcaros de los que salían flores de plástico sobre manteles de imitación italiana. Melchor el camello despachaba desde la barra y se entregaba a su trabajo comadreando con los clientes que con miradas apagadas bebían Águila frente los retratos de Eliécer Gaitán y el Che Guevara. Mucha gente acudía a esa hora a tomar un tinto humeante, a leer los sucesos de Última Hora, o entretenerse con las encuestas que daban a Gustavo Petro la victoria en cuanto a intención de voto en regiones como el Caquetá, Nariño o el Guaviare.
Las visitas eran rápidas, el almuerzo un trámite. El silencio era la asidua compañía de los visitantes que entraban a despachar su estómago con las intermitencias que el bar ofrecía con la música de Rubén Blades.
El círculo de caras familiares que se apoyaban en la barra, en la puerta, o en la calle los días de calor en sillas coloridas de plástico, eran los que Julián llamaba Los últimos de Filipinas. Incondicionales consumidores que ya habían perdido la condición de clientes y pasaron a ser casi de la familia de Melchor el camello y su esposa Dorita. Eran albañiles, electricistas, carpinteros que acudían varias veces a la semana a quejarse del desempleo, la inseguridad, bailar o vanagloriarse ante el camello cuando Santa Fe perdía contra La Equidad. Algunos venían de Bosa, Fontibón o de Puente Aranda. Otros de lugares más alejados como Soacha y más allá, tras las montañas de la civilización, de distritos como Usme o Ciudad Bolívar, donde jirones de humanidad convivían entre las cuestas de lodazales, los basurales y las casas de ladrillo áspero con coloridos tejados enlatados. Lugares donde el saneamiento era nulo, los servicios públicos brillaban por su ausencia y la vida salía más cara vivirla que venderla. Calles sin asfalto, donde la llegada de alguna motocicleta albergaba un motín con bolsos o teléfonos móviles de turistas conseguido a punta de pistola en alguna calle de la Candelaria o de La Soledad.
—Me pone la cabeza como un puto bombo la música latina, te lo juro. ¡Qué empalagoseo! —me irrité.
—¿Sabes que Melchor el camello militó en el M-19? —susurró Daniela Lomas—. De hecho conoce al candidato: le llamaban Aureliano, por Cien años de soledad. Dizque era imposible pertenecer al grupo sin haber leído el libro, o eso dicen.
—¿En el M-19? —pregunté.
—Sí. El Movimiento 19 de abril. Un grupo insurgente que nació en los años setenta, tras la derrota de Rojas Pinilla. El grupo surgió con motivo de ese fraude electoral.
—Sí, conozco algo. Leí hace tiempo Noticia de un secuestro, de Gabo. el libro que hablaba del secuestro de Beatriz Villamizar y Maruja Pachón, y entre otros, de Pacho Santos, de El Tiempo.
—Se coordinaron con otros grupos guerrilleros del país —prosiguió, ignorando mi dato pomposo—. Pero perseguían un movimiento democrático.
—¿Democrático? ¿Secuestrando y matando gente?
—Contra la gente no, contra la oligarquía, y el imperialismo —me corrigió, con un ademán de indignación—. De hecho ganaron mucho apoyo popular. ¿Te suena el robo de la espada de Bolívar?
—Ni idea —respondí con intriga.
—Fue un acto simbólico —continuó explicándome con entusiasmo—. En el Museo Quinta de Bolívar entró una célula del M-19, tomaron la espada de Bolívar y se la robaron lanzando consignas publicitarias. Fue un hecho histórico, justo cuando comenzaron. Actuaron muchas veces luchando de manera distinta a otros grupos guerrilleros.
—Todos los grupos guerrilleros tienen sangre en sus manos, Dani, ¿me quieres convencer de que eran unos héroes?
—No eran unos héroes, pues claro que lucharon, pero, ¿acaso no ha matado a gente el narcotráfico? ¿Acaso no el uribismo? ¿Será mentira que no explotan las grandes empresas industriales y los gobiernos firmando acuerdos con potencias explotadoras y consumidoras?
—¿Sabes? Esta conversación me resulta familiar. En mi país hubo una banda terrorista, que nació en los sesenta, en tiempos de la dictadura de Franco.
—Sí, yo sé. ETA —decretó con seguridad—. Pero eso es otra vaina, ellos querían independizarse de ustedes, como Cataluña, ¿no?
—Es un tema muy complejo. No es exactamente lo mismo.
—Pues ni tan mal me parece que atacaran a militares en la dictadura de Franco. Al fin y al cabo, ustedes allá tuvieron una tiranía fascista hace muchos años.
—Atacaron a militares, pero años después, ya en la democracia, asesinaron también a civiles, a muchos. Sinceramente, para mí, todos los terroristas son pura mierda.
—El M-19 no asesinaba a ciudadanos —me dijo con un tono de crispación—. Deberías informarte mejor. ¿No eres periodista? Robaban armas a cuarteles de guarniciones militares, asaltaban camionetas con víveres y los repartían entre la gente necesitada; tomaron también la embajada de la República Dominicana.
—¿Y la toma del Palacio de Justicia? —inquirí—. ¿O es que no recuerdas que hubo más de cien muertos, entre ellos, desde jueces hasta empleados de la cafetería?
—Pero eso era otra vaina. Ningún logro político se consigue con lindezas, querido colega, ¿o acaso crees que la democracia es fruto del diálogo? Además la toma del Palacio fue la respuesta al presidente Betancur; él mismo incumplió el alto el fuego.
—¿Y qué me dices del cártel de Medellín?
—Los Extraditables tenían miedo de que el Gobierno los mandara a los Estados Unidos. Los secuestros, las amenazas, las bombas. Todo fue una revuelta de los narcotraficantes contra todo ministro, senador, alcalde o periodista que apoyara la medida de la extradición.
—¿Escobar no tuvo que ver nada con el M-19? —pregunté confuso.
—Bueno, hubo relación entre el M-19 y los narcotraficantes. En cierto modo, se apoyaron —conversaba entretenida en un espiral de datos y con una precisión sagrada. Hablaba con pasión y, a la vez, con esa mezcla de melancolía e incertidumbre; esa necesidad de saber y ese deseo de la paz fraguada en esperadas negociaciones. Ese trampolín de noticias que a tantas familias durante décadas tuvo en vilo en Colombia. Ese flamígero fuego que abrasaba el caldero de la esperanza, del cese armado, de la tranquilidad. El resultado de unas caras y acentos grises y destemplados, que finalizaba en generaciones que habían oído día sí, y día también el secuestro de tal y el asesinato de cual; palabras y preocupaciones de adultos que llegaban a oídos de entonces niñas como Daniela.
—Eran proveedores de transporte, de armas, de plata. Pero no tenían una colaboración —continuó—. Escobar quería limpiar sus antecedentes penales en la Corte de Justicia, y los guerrilleros fueron una llave perfecta. Pero pues, con el grupo del MAS, tras el secuestro de Martha Nieves Ochoa, Escobar los tuvo en el punto de mira.
—Pero los Extraditables acabaron entrando en la Asamblea Constituyente.
—Sí, y de hecho la Corte Suprema, por no se qué vainas legales, insistió en que el tratado de Extradición a los Estados Unidos no era aplicable. Así que entre muchas cosas, Escobar tenía otra carta en su manita.
—¿Y dices que Melchor el camello era de ese grupo guerrillero?
—Shhh, ¡baja la voz, ome! —dijo agarrándome del brazo mirando discretamente a la barra.
—Julián nunca me ha dicho nada de eso —dije.
—Pues poca gente lo sabe —contestó—. Cuando se disolvieron en los años noventa, regresó a Bogotá y pues montó con Dorita este bar. Pudo entrar en política, pero no quiso.
—Normal, a mí tampoco me interesa ya la política.
—Todo es política, Andrés. ¿Cómo vainas no va a importarte?
—Porque, sinceramente, me aburre. Me cansa ya la gestión política, tanto en España como en Colombia.
—¿No te preocupa el desempleo, la educación universal, los servicios públicos? ¿No te gustaría poder pensionarte cuando seas viejito?
—¿Crees que unos u otros van a cambiar algo?
—Pues honestamente, yo sí voy a votar por Francia y Petro —me dijo—. Es hora de que acá los fachos se vayan al carajo.
—Admiro tu fe. Pero yo no voto ni en España. Te repito que no me interesa la política.
—¿Qué es lo que te interesa a ti, Andresito? Mejor dicho, ¿qué es lo que te interesa a ti que no sea esa mujer? ¿No te das cuenta que debes olvidarte de esa vieja?
Le lancé una mirada seria que dinamitó un silencio sombrío. Agarré mi botella y bebí sin ganas, de forma mecánica.
—No puedo —dije con tono derrotado—. No puedo dejar de pensar en dónde pueda estar, en qué rincón de esta ciudad tan inmensa pueda encontrarse. Entre qué rostro perdido de los millones de habitantes de Bogotá esté el suyo. Tengo que encontrarla por alguna parte.
—Pero entonces, esto no puede quedarse así. Vuelve a ese pueblo, busca a su familia, pregunta por ella. ¿Qué pierdes? ¿No sabes de alguien que pudiera conocerla acá? Algún amigo, el amigo de un amigo…
—No conozco absolutamente a nadie.
—¡Haz lo que te venga en gana! —repuso—. Pero no estés en este sinvivir, Andresito. No estás bien, siempre tienes la cabecita rumiando alguna vaina.
—Estudió derecho, ¡en la Católica! —dije levantando la cabeza con un repentino pellizco de esperanza—. Claro, en la Universidad Católica, igual pueden tener su expediente.
—Miles de personas deben haber pasado por la Universidad Católica, y más por la Facultad de Derecho, Andresito. ¿No sabes en qué zona vive?
—En Suba. Pero no estoy seguro de que siga viviendo allí. Además, Suba es inmenso.
Entre las mesas, Dorita camina con mirada atenta. Sus ojos buscan un vaso vacío que rellenar, un mantel sucio que recoger, la mirada de un cliente perdido al que emboscarle con otra ronda. Su enorme trasero choca con una silla al inclinarse, recoge las botellas con una mano, limpia el mantel de plástico con la otra. Su ojeada se clava en la mía fisgoneando el local. «¿Quería comer algo, Andresito?». «No, gracias».
Una mayúscula joroba, cruel para su espalda y generosa para las bromas, arqueaba la silueta de Melchor. Su apodo, el Camello, no era sorpresivo.
Fuerte, alta y ronca se oía su voz desde la barra. Su risa era un acordeón de interjecciones. Su mirada azul cristalina contrastaba con el tono pardo de su piel, sus cejas pobladas, su cabello caracoleado que escapaba bajo una gorra. No tenía cara de exguerrillero. La sonrisa era apacible, sincera. Enseñaba una dentadura incompleta, de anciano dócil, sus brazos delgados surcados por verdosas venas salientes. Las manos que partían cebolla y cilantro sobre una tabla eran finas;: las mismas que empuñaron máuseres, apretaron gatillos, o maniataron personas. ¿Cómo iba la vaina en el diario? —me preguntaba—. Usted es joven, aprenda, tome nota, pero no se quede acá. Mucho mejor España, ¿no, sumercé?
El cielo estaba ahora azul. El techo de nubes se había disipado y una diáfana luz del mediodía caía alegre sobre las calles mojadas por la reciente lluvia. El olor del abono de los árboles era fuerte y los pájaros irrumpían en un gorjeo romántico, roto por el sonido del tráfico de la calle 65.
—A la avenida de las Américas con carrera 71, por favor —dijo Daniela Lomas al conductor, cerrando la puerta del pequeño taxi amarillo.
Largas filas de coches, motocicletas y rojos autobuses precedían nuestra ruta. Desde edificios de viviendas se apreciaban carteles de propaganda, grafitis, sombras que caían de abarrotadas ventanas. Altas farolas junto a puestos de comida rápida con sombrillas de colores, emboladores lustrando botas, escurridizas almas apresuradas. Postes de luz junto a flamantes centros comerciales iban quedando atrás mientras el taxi entraba ahora por la avenida de las Américas bajo las inofensivas nubes.
—Qué chévere —dijo entusiasmada Daniela Lomas—. Ahorita por fin podrás hablar con la editorial. Sé que es lo que te gusta.
—¿Y crees que me harán caso? —pregunté.
—Obvio. Además escribes muy bien; tienes un talento innato para eso, españolete. Me haces imaginar todo lo que escribes.
—¿A quién le interesará un relato así?
—Mi amigo Carlitos estará encantado, ya verás. Él puede presentarte a gente que trabaja en el Malpensante.
Aquel cuento que escribiste sobre el abuelo, la historia de la señora en Semana Santa, el homenaje a Juan Marsé? ¿Cuál de tus artículos que estaban cogiendo polvo mandarías a la revista, Andrés? ¿Cuánto tiempo hacía que no escribías?, ¿No llevaba días Hemingway esperándote en la mesilla de noche? ¿Qué había pasado con la señorita Barkley? ¿Dónde estarías niñera? ¿Qué pensarías si me vieras aquí, en Bogotá, recorriendo el mundo por ti?
Una azucarada canción amorosa salía de la radio, como un humo dulzón mezclado con el olor de los viejos asientos del taxi. Un par de palabras de enamorado hortera componían las dos frases de su estribillo. La empalagosa música me hacía daño, torturándome con su recuerdo. Sentí ganas de escapar, de volver a mi país, de abandonar aquella aventura tortuosa.
La Kennedy era el segundo distrito más poblado de la capital. Llamada antiguamente Ciudad Techo, reunía grandes manzanas de edificios de diferentes formas y alturas desiguales. Repartía por su ecosistema varios complejos comerciales. Antes de inaugurarse el aeropuerto El Dorado, esta localidad llegó a albergar el antiguo aeródromo de Techo. Ir de un extremo a otro del distrito era como recorrer varias ciudades. Era un puzle urbano de zonas y subzonas surcado de grandes avenidas. Fue con la visita del presidente Kennedy a Bogotá cuando la expansión y crecimiento de las zonas locales, debido a los asentamientos de inmigrantes en los cordones que rodeaban núcleos urbanos, estaba pasando del millón de habitantes. Muchos de los prófugos de otros lugares eran campesinos llegados del Cauca, Tolima o Cundinamarca que se asentaron en los años cincuenta huyendo de las matanzas de las zonas rurales. Tras el asesinato del presidente norteamericano en 1963, esa porción de Bogotá, en la que yo ahora me solía mover, fue bautizada como ciudad Kennedy.
El mudo taxista nos llevó a una de la inmediaciones más cercanas de la avenida. Siempre puntual, Daniela, mirando con cautela la pantalla de su teléfono, sentenció:
—¡Chimba! hemos llegado diez minutos antes.
Pagó al conductor y salimos catapultados del minúsculo taxi que repetía en su interior una incesante retahíla de indigestas melodías.
Cruzamos casi corriendo. Atravesábamos a zancadas los grandes charcos en el suelo, volvía a hacer frío. Caminamos rápido por una calle estrecha que nos conducía hasta unos edificios bajos de pocas plantas, y Daniela Lomas giró con seguridad, mirando a ambos lados, como si alguien nos persiguiese:
—Es por acá, vamos —dijo.
Seguimos por un apretado callejón atestado de cubos de basura, aparatos electrodomésticos abandonados y cajas de cartón mojadas apiladas junto a los basureros de entre los que se colaban pequeños ratones. Era un lugar lúgubre. Daniela se paró frente a una puerta de cochera pintada con grafitis.
—Este es el sitio, me indicó alzando la mirada.
Tocó tres veces con los nudillos contra la chapa.
—¡Quincha! —exclamó.
Un ruido interior nació como producto de un eco repentino y notamos la presencia de alguien tras la puerta de la cochera abriendo un candado.
—¡Son ustedes! —rugió una voz familiar.
Julio Briceño nos abrió el portón y agitando la mano nos invitó a entrar. Con un gesto fugitivo, su cuello se estiró hacia la calle como el de una tortuga, ladeando la cabeza en ambas direcciones, comprobando que nadie nos acompañaba.
—¡Quihubo parcero! —me saludó chocándome la mano con gesto deportivo—. Hace ratico que no nos vemos.
Daniela entró con confianza como desprendiéndose de nosotros. Atravesamos un pasillo que se abría tras una cortina de abalorios. Era una habitación iluminada por una bombilla que alumbraba una mesa donde media docena de personas estaban conversando entre humo y botellas de cerveza. Sobre la mesa había periódicos, un ordenador portátil con una pegatina en la que se advertía La Pluma directa y un antiguo mapa de la ciudad, sobre el que se apreciaban círculos rojos dibujados a mano.
—Él es Andrés —me presentó—, el español.
Con semblante educado, uno de ellos se incorporó de la silla y me tendió la mano:
—Tanto gusto. Yo soy Carlos.
—Igualmente, Andrés —decreté.
Me ofreció una nomenclatura a la que también correspondí con saludos y accedí a sentarme con el grupo. Daniela se acercó a un viejo frigorífico que emitía un cavernoso sonido al abrirse y trajo dos botellas más.
—¿Una pola, Julito?
—No, gracias, yo azúcar nomás —respondió Julio Briceño moviendo una botella de Postobon en su mano.
—Son decenas de homicidios ya. Los datos de la Comisión no son ciertos. Estos perros van a seguir así —dijo el Ártico.
—Nadie cree en esos datos —lo contuvo Carlitos—. La vaina es que las protestas siguen y las fuerzas continúan apagando: fíjense lo que pasó en Barrancabermeja o en Cúcuta, esos manes no regresaron a sus casas. ¿Quién les dice a sus mamás que no volverán a verlos?
—¡Ese perro de Duque! —gritó Sinfo—. Hay que aplastarlo. Hay que acabar con el uribismo.
—¡Ya déjense de chorros de babas! —prorrumpió Daniela Lomas—. ¿Qué han traído hoy de las protestas?
—Nada que no haya dicho El Espectador —continuó el Ártico.
Sobre la mesa, varios periódicos del día estaban subrayados y con apuntes a bolígrafo en sus márgenes. Cotejaban informaciones, comunicados de notas de prensa. Las pantallas del ordenador contenían miles de pestañas abiertas con plataformas de temas sociales y de noticias de actualidad.
—¿Qué dicen tus jefecitos de El Tiempo? —preguntó a Daniela Lomas, socarrón—. ¿También ocultan datos?
El Ártico era un tipo moreno de relieves afilados y ojos profundos. Su rostro era sacerdotal. Sus gestos rígidos, vacunados contra cualquier estremecimiento o emoción. Rara vez una risa lograba colarse en sus movimientos naturales y nunca decía sí o no, ya su inalterable fisonomía asentía o negaba con movimientos de cabeza. Pareciera que pagase por palabras.
Las discusiones eran la flor y nata de aquellas tertulias. Nunca aquel grupo de amigos volvió a ser el mismo desde ese fatídico episodio: la pérdida de Andy Fajardo. Entre gases lacrimógenos del ESMAD, reconocieron su cadáver en las inmediaciones de la Plaza Bolívar. Aún lo recordaban: con su mochila a todas partes, sus jeans, su cazadora caqui, su rostro tapado hasta los ojos, sus muñecas abrazadas de pulseras, sus pequeñas manos que ondeaban la bandera tricolor. «¡Lo mataron! ¡Hijueputa, lo mataron!». Era un niño, tan solo un pelado, decía Sinfo.
—Ustedes hagan lo que quieran: yo no voy a perder más el tiempo con estas mamaderas —intervino El Ártico levantándose de la silla—. En el paradero de autobús de la Universidad de la Salle, en la Carrera 7, allá cerquita están cinco camionetas de la Policía Nacional, mi amigo Cecilio camina a diario por allá, vacías. Siempre. No hay ni uno solo.
—¿Y qué quieres decir? —preguntó Carlitos.
El Ártico, sin mencionar palabra, colocó sobre la mesa una mochila de gimnasio y la abrió ofreciendo botellas de cóctel molotov. El Negro Santamaría se acercó junto a él completando la exposición con una pequeña garrafa de gasolina.
—¡Pero qué putas! —se irritó Carlitos—. ¿Qué partecita no entendieron de protestas pacíficas, imbéciles?
—Daniela, ¿dónde cojones me has traído? —pregunté furioso en bajo, atemorizado.
La Pluma Directa era una plataforma que denunciaba abusos por parte de los escuadrones antidisturbios. La de Andy Fajardo cerró el número en sesenta muertes, las que contaban en su registro. Tenían vídeos de abusos policiales donde se apreciaban el uso de armas letales y el empleo desmedido de la fuerza, desapariciones de estudiantes, torturas en comisarías.
Elaboraban entrevistas, repartían propaganda, buscaban datos para conseguir contar lo que pasaba al margen de lo oficial. Denunciaban las composiciones clandestinas que, desde hacía unos años, el Ministerio de Justicia había formado en los cuerpos antidisturbios que habían sido entrenados en las selvas, en la contraguerrilla. Comunicados de prensa y comparecencias del gobierno salieron desmintiendo, entre otras, estas acusaciones. Entre los amigos que se aventuraban a aquella peligrosa labor estaban periodistas, profesores, abogados y estudiantes.
—¿Cómo tú trabajando en El Tiempo? ¿Estás metida en estos líos? —volví a preguntarle, confuso.
—Hay que llenar la pancita de trigo querido —emitió burlona.
—¿Acaso fueron pacíficos ellos con Andy? —respondió el Negro Santamaría—. ¿No se acuerdan de su amigo ya? ¿Se olvidaron también de Dylan Cruz?
—No. Pero vea pues —continuaba con sarcasmo El Ártico—. Es más cómodo estar acá, jugando a las cartitas y conversando sobre Lenin y Bolívar.
—¡Ustedes perdieron la cabeza, carajo! —se encaró Carlitos, colocándose a la altura de su compañero, amenazándolo con el dedo índice—. Ni de vainas piensen que esto vamos a echarlo a perder ahorita por sus arrebatos vandálicos.
—¿Y qué vas a hacer tú? —respondió el Ártico dándole un empujón.
—¡Maricas, ya paren! —los separó Julio Briceño.
Unos golpes sonaron de fondo. Me acorraló una extraña sensación entre miedo y curiosidad. Sin imaginarlo, me había colado en una fracción clandestina que dormitaba en un rincón escondido de Bogotá.
Volvió a sonar un golpe insistente en la puerta del garaje y Julio Briceño se retiró a abrir.
Tras el sonido del candado afloró una recua de saludos. Aparecieron tres hombres calados por la lluvia. La visita diluyó el ambiente hostil y el Ártico retiró la mochila de la mesa haciendo venias de saludo.
Tenían un aspecto sencillo y descuidado. Tomaron asiento y comenzaron a repartirse una ristra de cartas y fichas de póker sobre un mantel verde color césped. Entre ellos, Sinfo, el Negro Santamaría y el Ártico.
—¿Cuántas lucas vas a perder hoy, negrito? —preguntó uno riendo, mientras repartía cartas con un cimbreante cigarro en los labios.
—¡Las mismas que tu vieja! —espetó el Negro Santamaría.
—¿Vinieron por la 41? —preguntaba Sinfo.
—Por la 93 con 11, de Chapinero —respondía otro.
—¡Paila! Nunca tengo suerte con estas huevonadas —se quejaba el Ártico.
Conversaban sobre juegos, fútbol y mujeres en un lento discurrir de improperios. Un humo denso desfilaba entre las cabezas y abrazaba la pequeña lámpara que emitía una luz trémula.
—¿Son otros amigos de vuestra panda? —pregunté, ya en la sala contigua.
—Suelen venir los sábados —me aclaró Julio Briceño—, mas no colaboran en la plataforma. Nos han ayudado mucho con sus experiencias, nos aconsejan en algunas vainas y nos corrigen artículos sobre datos de las guerrillas y los paramilitares.
Los tres invitados eran veteranos. La canas y los pliegues de sus facciones mantenían un desentono con el resto de caras jóvenes del grupo.
La partida de póker había alborotado la seriedad del garaje. Las carcajadas y la tos que sobrevenían cortando las palabras se sobreponían a las discusiones. Estuvimos en aquel lugar hasta pasadas las siete de la noche.
Confundido, salí a la puerta del garaje disimulando una prisa repentina. Estaba nervioso, inquieto. De nuevo el fantasma apareció acorralándome con la idea de su remota presencia. ¿Con quién estaría? ¿Dónde? ¿Habría hecho su vida? ¿Por qué se fue así, de repente? Mi seguridad se ahogaba en un mar de celos imaginarios y un temblor incontrolable tomó gobierno de mi cuerpo y volvió a secuestrar mi sosiego.
En momentos así, acudía a un comodín mortal. Encendí un cigarro y deambulé por la estrecha callejuela de paredes de ladrillo. Un gato de color gris y blanco me miraba desde el alféizar de una ventana y un trueno ensordecedor precedió el compás de una llovizna mansa.
Quise marchar a mi habitación arrendada en un departamento que compartía con el argentino Facu. «Andate al boliche a cogerte a una mina, flaco», me sugería cuando advertía la palidez que caía de mi rostro.
—¿Qué haces acá? —me preguntó Daniela Lomas asomando la cabeza.
—No sé qué pinto yo aquí —contesté—. Dije que te acompañaba a conocer a tu amigo Carlos, que podría darme algún consejo sobre cómo y donde publicar mis cuentos; no me dijiste que formabas parte de un grupo de delincuentes.
—No somos delincuentes. Sabes perfectamente que solo nos manifestamos; ya te había hablado de esto.
—Mira, ¡me da igual, Daniela! Me marcho. No sé qué hago aquí, no sé qué coño pinto en este diario, sin escribir nada interesante, sin nada que me motive. No sé por qué cojones vine a este país. ¿En qué mierda de sátira se ha convertido mi vida de marioneta?
Daniela Lomas me retuvo del brazo y me agarró de la mano.
—Cálmate, Andresito —me dijo con un tono resuelto—. No estás bien. Vamos, entra, ya mismo nos marchamos.
Una mirada fija pasaba de una carta a otra. No arqueaba las cejas que capitaneaban un rostro diluido e inexpresivo. Sus ojos, que solo desfilaban en dos direcciones hacia los naipes de la mesa, parecían guardar un almacén de recuerdos sombríos. Entre las palabras que peleaban en la mesa, desde quejas hasta burlas, tan solo escuché dos que escupió con parsimonia: «gracias, sumercé».
Sentí una extraña y sedienta curiosidad por aquel personaje mudo. Su tranquilidad mantenía despierta una intriga profunda. Tenía unas manos decoradas de anillos que le bailaban en los dedos, y bajo una sudadera arremangada se advertía la continuidad de una larga cicatriz en su brazo derecho. La luz de la bombilla caía sobre la mesa proyectando largas sombras en la pared.
—¿Nunca se cansa uno de ganar? —se quejaba el Negro Santamaría—. Naciste con una flor en el culo, Sinfo.
—Pues no se para qué le vale la plata que gana; más valdría que se cambie de casa y abandone esa gonorrea de ratonera en la que vive —lo secundó el Ártico.
Aquellos ojos seguían el camino de las fichas, apuntaban a los compañeros de la mesa, regresaban al manojo de cartas, pero nunca hablaban. Su frente se estrechaba cuando fruncía el ceño y un ademán de indignación precedió de nuevo su segundo comentario:
—De nuevo se jodieron —dijo levantándose de la silla—. Con permiso.
—Cuéntame, ¿quién era? —pregunté a Daniela Lomas de camino a casa.
—¿A quién te refieres?
—El tipo ese de la gorra. El que no hablaba.
—Ah. Tomás. Se llama Tomás Patrón.
—¿Pero qué tiene que ver con vosotros? ¿Por qué no hablaba nada?
—Ay, no sé, Andresito —contestó Daniela Lomas—. Ahorita me da mamera explicarte, pero sé que fue guerrillero.
—Me ha llamado la atención, me hubiera gustado hablar con él. ¿Y esa cicatriz que tenía en el brazo tan extraña?
—Dicen que le cayó un rayo cuando era joven, en Boyacá. Pero puro cuento: si así fuese, no estaría vivito y coleando. Eso sí, luchó en la batalla de Yarumales contra el Ejército Nacional; eso nos dijo el Ártico.
—¿Y crees que pudiera hablar con él? Podría ser interesante que me contara algo, para el diario, ya sabes.
—Uy, ni miércoles, Andresito. Ese man es una tumba. Ya viste, ni con su sombra conversa.
—Y así pasaron muchos días —me dijo—. Cuando llegamos de la guarnición de Paloquemao, la aldea estaba vacía. Muchos habían huído y abandonaron animales, cultivos, canoas llenas de Nukak Makú se alejaban del poblado por el río Guaviare. Fue una lástima, sumercé, ¡si usted oyera cómo lloraban los niños…! El comandante Luján nos avisó. «¡Fuego, señores, fuego! ¡A las camionetas!», rugía. Sumercé, ¡si viera cuánto miedo en aquellos ojos de los peladitos cuando llegamos al caserío…! No hablaban ni cristiano.
Tomás Patrón me hablaba con un tono afligido. Su voz era tibia y ronca.
—¡Si viera, sumercé…! —prosiguió—. Días antes asaltamos el cuartel. Dos oficiales disparaban desde el tejado. Otro desde el carro, de copiloto. Nos atacaron por la espalda. Hirieron a Ramiro. Eran pocos y huyeron abandonando el cuartel. Cargamos las camionetas de armas. Llevamos tinajas de leche, cajas llenas de bananos, guayabas, papas. Pero una desgracia. Lenguas de fuego rodeaban las cabañas de los Nukak Makú. La Luna iluminaba los cedros, los laureles, las ceibas que se mecían con el viento. Los alaridos de los indígenas llegaban hasta las montañas. Se escapaban hacia los bosques entre los cacaos silvestres y los yarumos. Le juro, por la Virgen Negrita de Moniquirá, el infierno en la Tierra, si viera, niño.

Jaime Tovar Iglesias (Cáceres, 1993) es graduado en derecho por la Universidad de Extremadura y realizó el máster de acceso a la abogacía. Es jurista, pero su vocación es la escritura y el ejercicio periodístico. Ha colaborado en otras revistas como La Trastienda Infinita y ha publicado relatos como «Las flores no mueren en Orihuela», «El aquelarre de los ciervos» o «Entre el verbo y la guerra», entre otros. Actualmente está inmerso en su primer proyecto de ficción.
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