Los cuadernos pálidos

Los cuadernos pálidos (53)

Del murmullo del mundo rescata en esta ocasión Tomás Sánchez Santiago la belleza mortal del otoño o la bienvenida dada también a los olores fallidos.

textos de Tomás Sánchez Santiago · fotografías de Luis Marigómez (serie Edad)

Sentarse a esperar el esfuerzo de la noche por soltar cuanto antes el azul de sus tímidos velos. Quehacer de octubre.



La escena es recurrente: frente a los portones de los talleres de coches, hombres cavilosos se pasean silenciosamente sin perder de vista el suyo. Colgados y con las tripas al aire como si fuesen a eviscerarlos, los vehículos semejan animales suspensos en un matadero. Sus dueños los miran con ojos bovinos de suma impotencia (es la misma mirada de los padres primerizos mientras sucede el parto y de aquellos novios antiguos obligados a dejar bailar una pieza a su muchacha en brazos de otro del pueblo). Operarios de manos grasientas silban despreocupadamente mientras ejecutan entre un estruendo metálico su ballet laboral; desde fuera, con el gesto avinagrado de los propietarios, los hombres mantienen su vigilancia clínica y atienden el proceso quirúrgico sobre el coche, al que consideran sin duda una prolongación de su propio cuerpo. «¿Qué me han hecho?», preguntarán luego al mecánico. «Le hemos rectificado a usted la dirección y le hemos repuesto su líquido de frenos». Y así lo considerarán ellos.


El significado de un poema ya está inscrito en su propia aparición en el mundo. No hace falta más. Como ocurre con la lluvia, el fuego, el amor o la temperatura de las cosas, el poema se manifiesta y basta. Todo lo que suceda luego sobre él es, en todo caso, un aparato de adiciones que a menudo al pretender explicarlo lo acaban disolviendo. Anne Carson lo decía con ánimo zumbón en aquel poema sobre el viejo Alcman: «Pero, como bien sabéis, el primer objetivo de la filología/ es reducir todo placer textual/ a un accidente de la historia». La filología no debería ocuparse tanto de la poesía; en todo caso, deberían hacerlo los manuales de juegos de azar, las canciones infantiles de rifa y algún tratado sobre las proporciones culinarias.



Contra la sequedad absoluta del campo en tantos meses, dos diminutas flores insumisas han prosperado como por milagro en medio de lo árido. Igual que pequeños juegos de lágrimas cargadas de agradecimiento, esas dos flores me aseguran que va a llegar otro tiempo más dulce y amoroso tras esta época de agotamiento. La escritora rumana Angelica Ciobanu sabe que va a ser así.


Ves a los últimos descendientes de tu estirpe familiar. Son todos aún muy pequeños (Gala, Miranda, Hugo, Martín, Daniel, Mariñe). Escudriñas sus rostros y sus gestos para ver si descubres en ellos algo de aquellos ancestros que les precedieron y tú conociste. A veces, en el destello de un instante, te parece reconocer, como una moneda caída de muy lejos, la huella restituida de algún rastro familiar que se ha depositado en ellos.


Hay que volver a decirlo: en las instituciones escolares, desde la escuela parvulita a la propia universidad (aquí aún con más ahínco), no se enseña a amar la poesía; se obliga a aprender datos epidérmicos (nombres, títulos, fechas) y se muestran relaciones y contextos para poder aprobar exámenes y obtener títulos. Pero nada más. De ahí que los alumnos crean que la poesía es parte de una asignatura como las demás, que hay que superar —incluso sin haber leído poemas— antes de olvidarla aprovechando en todo caso aquellos residuos aprendidos para completar algún día crucigramas y exhibir lo que llaman cultura en los concursos de televisión. Pero ningún poeta ha pretendido eso para sus poemas, que vienen a acompañarnos, a dejar conciencia y belleza en el vacío del espíritu que promueve precisamente una educación basada en la rentabilidad y la competencia. Me atrevería a decir lo mismo de la presencia de la historia del arte y de la música en los currículos escolares. Pero correría el riesgo de sufrir lapidación pedagógica.



La existencia: un drama discontinuo; la vida: los intervalos.


La enfermera me presenta, como una ofrenda blanda y oscura, el tapón del oído que ella misma me acaba de extraer con la gran jeringa. Ahí está, flotando silencioso en el agua de la bandeja metálica. Miro su aspecto de cera vieja y se me ocurre que quizás estén contraídas ahí las palabras atascadas que no llegaron nunca al oído. Hay algo del retorno a la abeja que algún día pudimos ser (Empédocles ya lo advirtió) en esta segregación secreta.


Desorden climático en el planeta: nos avisan de que se está empezando a caer la casa entera y hay quienes aún ponen su interés en pintar de otro modo las habitaciones.



En todas las bodas ocurre: ellas aparecen siempre resplandecientes, vestidas de hadas, pero nosotros no pasamos de asemejarnos a empleados de banca.


El de las tostadas chamuscadas en el fuego, con su tufo brusco de panadería de invierno; el dulzarrón del estiércol humedecido por la lluvia; el arisco del sudor que se pega por las esquinas del cuerpo; el agrio del queso, ya no tan fresco, al abrir la nevera; el del agua envejecida y quieta, oculta sobre el falso techo del cuarto de baño; el que transmiten pescaderías y tintorerías al pasar ante ellas y pone en los sentidos un sobresalto orgánico; el bramido negro de la basura atrasada bajo el fregadero. Bienvenidos también los olores fallidos.


Hay un momento en que el poeta ha de escribir contra su propia habilidad. Alguien dice exactamente eso en el bar Camarote y el poeta Antonio Gamoneda asiente con lentitud pacífica y cierra los ojos, como si viese pasar ante él esas palabras y pudieran atropellarlo. Por un momento, tras oírlas, parece que se ha ido a otro mundo. Y puede que sea así. Abandonar el mundo sin salir de él es cualidad de los grandes poetas, de los locos, de los niños y de los santos. De nadie más.


Si a algo se parece el puzle descompuesto y rehecho continuamente de la memoria humana es a ese libro de Elías Moro: Mirar atrás. Con su estructura —la única posible— de trallazos de distinta naturaleza que trazan la configuración de la conciencia de su autor (que somos cualquiera: él lo ha escrito por todos), hay de todo en esos manotazos: el hilo delgado de un poso ético, recuerdos embalsamados por su cuenta, voces exteriores que se quedaron clavadas dentro para siempre, alusiones literarias, escenas empedernidas… Pero sobre todo testimonios de una memoria de signo popular, con nombres vestidos de diario (badila, pisacorbatas, chófer, hilván) y costumbres solares: «Me acuerdo de las pipas secas de melón con sal que comía en las tardes de estío», dice una de las entradas. Y todos volvemos sin esfuerzo a esa escena, que nos levanta los sentidos de golpe. Admirable álbum de sensaciones adormecidas en el humus primero del alma. Al poeta Máximo Hernández le encandilaría leerlo.



Cuando lo ocupe todo la gárgara del olvido, sé que quedará indemne la silueta de aquella sombra imprecisa y pura que durante años fue claridad que contuvo el mundo.


Esta belleza mortal del otoño.


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Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

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