
Alberto Santamaría (Torrelavega, 1976) reúne en El huesped esperado (La Bella Varsovia, 2016) su obra poética escrita a lo largo de la última década. Un volumen que recoge sus cinco libros de poemas, además de diversos textos inéditos. Una escritura híbrida, la de Santamaría, que fusiona poesía, filosofía y política para distorsionar una realidad que se disecciona hasta volverse extraña y provocarnos la sensación de que se ve más claro entre lo oscuro. ¶ Alberto Santamaría es profesor de Teoría e Historia del Arte en la facultad de Bellas Artes de la Universidad de Salamanca y es autor de los libros de poesía El hombre que salió de la tarta, Notas de verano sobre ficciones del invierno, Pequeños círculos, Interior metafísico con galletas y Yo, chatarra, etcétera, todos ellos ahora reunidos en este volumen titulado El huésped esperado. Asimismo, su obra poética aparece recogida en diversas antologías de poesía española contemporánea. ¶ En paralelo a la escritura poética ha publicado una serie de ensayos en los que ahonda en diferentes cuestiones relacionadas con el arte, la literatura y la filosofía, como El idilio americano. Ensayos sobre la estética de lo sublime, El poema envenenado. Tentativas sobre estética y poética, La vida me sienta mal. Argumentos a favor del arte romántico previos a su triunfo o Si fuese posible montar en una bruja.
Un bufón trascendental en stand by
/ por Cristina Gutiérrez Valencia /
Puede que la espera sea uno de los grandes leitmotiv de la literatura universal, desde la antigua de Penélope a la absurda de Beckett por Godot, de Kafka a Buzzatti, de Borges a Kavafis…y tiro porque me toca: Alberto Santamaría, con El huésped esperado. Poesía reunida 2004-2016, se suma a la lista de espera literaria de este tema universal. No sólo por su título, donde se incluye este huésped esperado —que no sabemos si es el autor, el yo poético o el propio libro— y que es en sí mismo un epígrafe al que le ha tocado esperar unos años, según señala Santamaría, pues es una pulsión, un título pensado para cada uno de los poemarios que ha ido publicando y que fue descartado, hasta abandonar su estado de espera de eterno potencial título, sino también porque en esta obra reunida la espera se yergue como una columna vertebral que mantiene la unidad de su poesía. En su “Nota previa” declaraba ya Santamaría que “tal vez esa inquietud por la espera de algo que ha quedado a medias es lo que hay, o eso pienso, detrás de muchos de mis poemas” (p. 13). En su primer poemario aquí incluido, Jesse Zeller, el hombre cuya muerte dentro de una tarta gigante para sorprender a su mujer en su cumpleaños es la noticia que propicia el título del poemario y varios de sus poemas: “Qué hacía / sino esperar el grito, la sorpresa” (p. 17), o “Qué / diablos / hacías / jesse / dentro / de / esa / tarta. / ¿Qué / señal / esperabas?” (p. 54). Es esta dulce espera (perdón por la broma de tan dudoso gusto) una de las tantas bufonadas trascendentales que señalaba Schlegel y con las que Santamaría define su poesía, como veremos después. Pero aparece también la espera en otros ámbitos, en otras salas de espera igual de imprevisibles: por un lado la espera amorosa (“Lo mío / es esperarte / como eterna nave nodriza / sobre el mar” (p. 33), y por otro el reverso de ésta, que es el esperar no como aguardar, sino como anhelo, como sinónimo de deseo: en “La ley que tus vaqueros imponen”, que comienza con una cita de Andy Warhol sobre la espera, leemos: “Qué hacer. / Ante el hecho irrefrenable del deseo absoluto, / qué espera no se merece un poema” (p. 48). Encontramos además otra espera que parece tratar de explicarnos el núcleo de la poesía contemplativa de Santamaría; se trata del poema “El hombre de los dardos”, introducido por otra cita de Warhol, donde se describe cómo el momento previo, la espera, es lo que todo el mundo contempla y ve con grandeza, lo sublime (“Todo el mundo espera grandes cosas de su gesto”, p. 38), no el resultado, ni el dardo surcando el aire o introduciéndose en la diana, sino la expectativa, el sujeto y el objeto en quietud simbólica ante el momento decisivo (“La puntería es una forma del orden y del tiempo / —dice alguien en el diario deportivo— pero yo me quedo / con la forma a secas”, p. 38). Ante esto surge una comparación que puede servirnos para toda su poesía de rara avis: “Es una forma / arcaica y francesa de contemplar un mirlo / antes de su vuelo” (p. 39) y un deseo: “Que no lance, que sea así para siempre” (p. 39). Como en este poemario, en los demás hallamos igualmente muchos otros ejemplos: en Notas de verano sobre ficciones del invierno (2005): “Eso era el mundo, / cuatro manos entrelazadas, / una interminable espera” (p. 68); en Pequeños círculos (2009) de nuevo la espera como deseo: “(No se trata de placer, Febo. […] Se trata de eso-que-está-por-pasar. «La tonalidad básica de la cultura del rendimiento no se orienta a la obtención de placer, sino al mantenimiento de la excitación». Esperar, eso es)” (p. 124); o “Tan solo esperar que algo suceda. Sentarse. Esperar.” (p. 130); en Yo, chatarra, etc. (2015): “El pastoso ladrido / del perro / bajo la uralita / da forma / a la espera” (p. 228).
La espera se constituye, por tanto, como añagaza formal para capturar el instante, la imagen en tensión previa a lo sublime (“Retén esa imagen”, dirá en Interior metafísico con galletas; p. 183). Porque frente al instante decisivo de las fotografías de Cartier-Bresson, que captan con precisión lo dinámico irrepetible, Santamaría dibuja el instante previo, mientras que el decisivo no acaba de llegar. Lo sublime está en esos segundos previos de concentración sobre la superficie de la imagen, la mirada sobre un instante más, sin sentido aparente, en la aprehensión del contorno conciso de las cosas. Así, el gesto inane, “la peluca de las cosas, lo olvidado”, es una forma de sacar músculo a lo cotidiano (“esto es la musculatura del instante: una nuez rugosa e impenetrable”, p. 248), de pegar justo en “el estómago de las cosas” (p. 134). Lo aparentemente insustancial, vacío y débil, se carga con esta mirada poética formal y de extrañamiento, de la tensión, la violencia invisible en la quietud, la vibración ontológica en unos poemas de corte sublime. Porque estas escenas de bodegón no persiguen la contemplación y descripción de lo bello, la pulcritud de las formas redondeadas y naturales de las frutas, sino más bien el simbolismo intricado de las vanitas, hechas de lo cotidiano, lo periférico, lo oxidado, aquello entre cuyos intersticios transpira la vida contemporánea. Las naranjas (o el limón que “vibra en busca de sentido. Somos nosotros / los equivocados / no la débil sintaxis / de la fruta”, p. 218), la nuez “rugosa e impenetrable” o “la avellana que sin estilo / sostiene el pensamiento” (p. 183), se mezclan con las fábricas, las botellas de plástico, los escombros, los paisajes rurales olvidados o los tejados de uralita en un desguace, en una semiótica descabalada propia de una poesía que no disipa dudas, ni arroja un sentido sublimador a las cosas que nombra, sino que las deja estar, igual que permite al lenguaje derramarse entre las cosas con profundidad pero sin destino, de forma no teleológica. Así, “un humo blanco / no significa nada / más allá de sí mismo” (p. 266), los objetos contemplados son los que contemplan nuestro devenir, y en su observación nos permitimos observarnos desde el otro lado (“decir paisaje / ¾trazar su existencia¾ / y olvidar / que nada sucede sin nosotros”, p. 227), así como posarnos, leve y amorosamente, como el polvo, sobre los otros, como en “tus labios / al masticar el Frigo, tu cuerpo / enrojecido y exacto sobre la toalla” (Santamaría, el emperador de los helados).
“Quería que no olvidaras la presencia de lo sublime en estas cosas, simplemente” (p. 224), se titula un poema de Yo, chatarra, etc. La indecibilidad es parte de nuestro lenguaje, es tema de por sí de la poesía y la filosofía contemporáneas, de modo que la sublimidad está en el mismo acto de ejercerlas conscientemente. Lo sublime ya no es producido, como en la tradición de Longino– Kant y los románticos, por la inabarcabilidad de aquello cuya enormidad nos supera y nos desborda, ni es un sublime postmoderno, es decir, tecnológico, si seguimos a F. Jameson, o mediático o autorreferencial, como explica José Luis Brea, sino que es un sublime cotidiano, o un contra-sublime post-romántico, un hijo del sublime inferior o pálido del que hablaba Schopenhauer, puesto que aspira a lo trascendental a través de lo banal y a través de otra de las claves románticas, la ironía. En esto, Santamaría sigue de cerca al nuevo romanticismo americano de John Ashbery, William Carlos Williams o Wallace Stevens, a quien ha estudiado extensamente en sus ensayos, y a quien introduce también en su poesía: como cita inicial, nombrándolo de manera expresa (“Recuerdo a Wallace: La vida es una cuestión de personas, no de lugares”, p. 22) o acordándose de él incluso cuando no lo cita (“El vino y la música no son buenos hasta la tarde, y aquí no sigo a Wallace”, p. 23). Sus numerosos títulos iniciados con “Anécdota de…” pero conscientes de la filosofía que contienen, la mezcla de Warhol con Tiresias, de Ramones con Platón, de Marx y Àngels… Barceló, los títulos de ironía humorística, los paisajes industriales comidos por el sol y la nostalgia de Pequeños círculos o los paisajes rurales castellanos herederos de Seamus Heaney (a quien homenajea de forma explícita en “Vieja carretera de Burgos”, p. 230), alejados de la idealización y bucolización a golpe de puticlub, orquestas sobre remolques, trilladoras o una bolsa de plástico atrapada en una zarza en Yo, chatarra, etc., son una topografía de su poética irónica, del witz, el ingenio o la bufonería trascendente que Schlegel quería para la gran poesía. Ahora, con este nuevo sublime periférico de Alberto Santamaría, la violencia inmanente a la poética apunta, sin resolver, a la paradoja de lo real, con la mirada del eiron trascendental que cambia nuestra mirada sobre el mundo.
Variaciones sobre Derek
La bella enfermedad de las naranjas
sobre el mantel a media mañana;
la soledad de la fruta en domingo,
el ejemplo de mi bata tendida ahora
sobre la tierra y el mimbre. Soy más sabio,
dice Derek, porque comparto un secreto
que es tan sólo un silencio: quizá
ver desnudo otro cuerpo, bajo esa bata
que fue de tantos otros cuerpos
y de tantos otros días, quizá
sea éste el secreto que comparto con los tiranos,
“con el hombre que apila harapos
en un chirriante carro, y da la vuelta a la esquina
en una plaza al atardecer”.
Y ahora lo escribo, sin miedo, no como cuando tenía treinta
y era rubio, y pensaba en las manos ajenas
como luz enorme del deseo, y creía en el presente,
y en el sagrado desorden de la fruta. Y creía, dice Derek,
e interpretaba los prodigios como signos, o al revés.
Ahora Derek, celebro la mañana donde hay vino, queso,
“las almendras son verdes, y las uvas de playa amargas”.
Paseo así en la mañana: desnudo. Celebro el lenguaje
como un don de los esclavos, y del paso de la lluvia,
lo celebro, ahora que vivo de la arena, y del sonido
lejano de los barcos, y de las olas que crecen
y del cubo perdido que en la noche se convierte
en forma única del tiempo. Celebro mi origen, Derek;
las naranjas de mayo sobre la tierra,
el vino derramado en la mesa, otras manos,
los pies que salen del mar y vuelven a la arena.
Eso pido. Por eso soy más sabio
al acariciar el lomo de mi perro, leer el periódico de hoy
y observar la fruta que envejece en mis labios. Por eso lo escribo
Derek, sin miedo,
y lo celebro,
mientras pido que otro nombre sacie mi belleza.
(De EL hombre que salió de la tarta)
El día en que murió Joey Ramone
(Ellas-Barbacoa: 21 hombres miran)
Believe in miracles / ´cause I´m one
Ramones
Cada tarde
el rumor de una radio envenena el río.
Veinte hombres descienden
en busca de rubios tesoros
entre malezas, astillan su carne afeitada,
esperan su momento, aman su voz
entre las ramas; ellas, solas, conocen
el delito de saberse amadas. ¿Qué justicia no habrá
en un sueño de blancas mujeres calladas?
En la radio la quiniela
es sudor de azar,
carne,
aritmética. Voces
que se enredan en lo alto
y llegan lejos y dicen nombres,
palabras, hojas.
Alguien, una de ellas,
regresa pisando suavemente
huellas y troncos. Es domingo.
Trae pan y pescado, lo eleva
y el olor prende en círculo
su misterio. Hacen del coche
un altar improvisado.
Veinte hombres observan:
sus ojos abiertos,
su respiración entrecortada.
Pan y pescado frito;
sus labios brillan, húmedos
y grasientos, y al hablar
mueven sus hombros,
danzan sus manos
anilladas en aroma de vainilla.
Las escamas arden, y alguien,
en un gracioso gesto, lanza
el pescado crudo contra el fuego.
Ellas conocen el secreto.
“¡Qué asco!”, dice una
ante la brillante cola de un pez.
Su aliento traza un delicioso enigma,
y su piel se enreda alrededor del ombligo.
Otra, delicadamente,
reparte un terrible zumo de limón.
Y a veces (detenida su mirada en la copa
de algún árbol)
sus cuerpos golpean la tierra,
y sus pies —ya sin sandalias—
dibujan mapas entre las hojas.
El viento trae aquí
armonía de ruido de cubiertos;
más allá, sus vestidos arderán
colgados en hilera.
Veinte hombres miran, escondidos.
El olor a pescado les abre el apetito
mientras la radio nombra el eco lejano
de otro país, donde tal vez —piensan—,
alguien, sin más, coma pan y pescado
junto al río.
Tienen hambre. Es normal
después de cuatro horas.
Su vientre lame con fuerza
su deseo. ¿Quién puede más?
El pico de un pájaro,
el chapoteo de una trucha son señales
para su corazón incierto.
Ellas, entre finas risas,
hablan de hombres que miran,
mojan sus pies,
hunden sus tobillos tatuados,
salpican su alma en camiseta.
Así danza el tiempo alrededor
de sus palabras. Alguien
sube el volumen de la radio. Bailan.
I believe in miracles
Ellos, en sus ramas, fascinados
saborean su destino, susurran
levemente su deseo, se apartan
el sudor con la palma de la mano,
inquietos
esperan a que llegue la noche.
Ellos creen en milagros.
Ellos creen en milagros.
¿Qué justicia no habrá
en el temblor de sus cuerpos callados?
La tarde dibuja así eterna
en su frente
olor a vainilla y pescado.
Es domingo, de nuevo,
y entre las hojas
un sonámbulo brillo en sus dedos
nos deslumbra.
Son ellas,
muchachas / bailando o fumando,
muchachas / fumando o bailando.
Es domingo y la mesa tiembla ahora
como mis labios
ya morados
al tercer vaso de vino.
Yo también, Joey, creo en los milagros.
(De Notas de verano sobre ficciones del invierno)
El sonido del champán
Nos hemos sentado en la única mesa libre del restaurante, y sin embargo sigo imaginando que todo esto no es más que otra pegajosa forma de eso que llamamos realidad, con sus letras grandes y naranjas, con su disciplinado sentido del amor y la costumbre, con sus batas y sus quitanieves, con su música de erizo, con sus etiquetas patrióticas sobre las latas de albóndigas. Pronto vendrá el camarero. Es difícil volver a lo que ya conocíamos pero demasiado fácil acostumbrarse a ello. Era la época en la que vivías en un séptimo piso cuando tu vecina, una vieja gorda con aliento a algas podridas, se lanzó por la ventana dejando una estela gris de paloma en el aire. Durante días tuve en la cabeza el sonido gaseoso de su cuerpo al chocar contra el suelo. Me despertaba en mitad de la noche con ese sonido seco y doloroso como una botella de champán barato al ser abierta. Era una serpiente que volvía, regresaba, se enroscaba sin principio ni fin. Y se repetía una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez en medio del océano donde me encontraste.
—¿Quién probará el vino esta noche, señores?
(De Pequeños círculos)
—
La peluca de las cosas. Lo ignorado
Pero lo ignorado también existe en sus pequeños actos. Se trata
de no volver con las manos vacías, por eso traemos vino
y algo de queso para la cena; miramos el rastrillo
que junto a la puerta tienta nuestros dedos, la barba del cartero
que se espesa casi blanca a la altura de la barbilla; medimos nuestra distancia
hasta el cubo lleno de leche
sobre el que un hongo de humo asciende —niebla
que atrae al alto hocico del invierno—. Nos llevamos el vaso a la boca
que luego volveremos a colocar sobre la mesa
con la marca lechosa del sorbo en su filo. Es algo más
que la aparente variación de un músculo. En los márgenes
siempre hay vida, como ves. ¿Quién guardará entonces nuestro secreto
ahora que hemos perdido los billetes de vuelta?
Nada en este lugar nos es familiar. Ni la luz que exagera
sus límites, ni el timbre metálico del carnicero
que afila sus cuchillos alejado ya de su presa. Nada. (No te preocupes,
estás a salvo,
la ola de secuestros no te afectará a ti que comercias
con pequeñas lagartijas de cobre. Pero ¿quién es toda esta gente
que respira dentro de un enorme signo de interrogación?)
—Oye, preguntas mientras descifras el número exacto de tu asiento,
¿sabríamos vivir en una ciudad tan común como esta?
(De Pequeños círculos)
—
Deberías haberme visto leyendo a Marx
(Allen Ginsberg)
pues eso sería lo más parecido al alma de un oso blanco
Luis Felipe Vivanco
Deberías haberme visto leyendo a Marx
cuando agosto
divide a los hombres en toallas
y huellas
y las mujeres agotan su calor
en el tierno
infierno
de una naranja.
Deberías haberme visto
en la miseria de las hojas
cuando la arena
late entre los dedos
y recibo su historia —toda—
de miles de años en cada ola
es agosto
y poesía y dinero y cuerpo
son el alma de este gran oso blanco.
En el puente
sobre el matorral
y el alambre de la historia
deberías haberme visto leyendo a Marx,
deberías
pues eso sería lo más parecido
al alma de un gran oso blanco.
(De Pequeños círculos)
Vieja carretera de Burgos
Cuando me enteré de la muerte de Seamus Heaney
mi mujer conducía el coche.
Se lo dije en voz baja y continuamos.
Mis hijos dormían en sus sillas:
perfecta gramática del sueño.
Atravesábamos así la vieja carretera
de Burgos
con la deliciosa sucesión
de puticlubs
y cuevas prehistóricas.
Sonaba Kevin Junior y afuera,
como si de una realidad
a punto de extinguirse se tratase,
viejos y hermosos robles
hacían alarde de su sed de permanencia
en este mundo. Su estupidez
contradecía la sensata necesidad de sus raíces
de ocultarse. Y volví a Seamus Heaney,
y a aquello de que la pérdida
siempre ocurre fuera del escenario, pero
no le dije nada a mi mujer, que conducía.
Recuerdo que esa misma tarde mi hijo mayor
estuvo cavando
y cavando
y cavando en busca de insectos. Algunos huían
avergonzados
y otros se ovillaban esperando la muerte. Y hallé
una hermosa relación entre esos insectos y Seamus Heaney,
pero enseguida la olvidé.
Era agosto. Las nubes se espesaban al atravesar la tarde.
Arrastraban sus pies como un anciano.
Pronto llegaría septiembre.
Ha sido un buen verano, pensé.
A media tarde volvimos a casa. Mi mujer conducía, mientras
a su lado, yo callaba.
Mi hijos cantaban una canción sobre sandías
y vagones de tren. Y algo sobre un hombre
que con dificultad
enfermiza
buscaba una zapatilla
oculta bajo la fruta.
Al día siguiente madrugué y comencé a pintar
nuestra habitación de un color llamado
“arenas de Egipto”. Es muy luminoso,
me había dicho el dependiente. Le hice caso,
a pesar de mi desinterés por Egipto y su arena.
Y fue sin embargo en ese instante cuando hallé
un hermosa relación entre Heaney, el dependiente
y el color que había comprado. Era una relación
bella y desesperada,
como la vieja carretera de Burgos.
Hallé una relación, es cierto,
pero como las declinaciones en latín
o la voz de mi padre,
pronto la olvidé.
(De Yo, chatarra, etcétera)
Lo superfluo
I
Están talando los árboles
junto a la piscina
un pájaro
se aplica en su deseo
de predecir
el pasado
II
El descenso no es nuestra meta.
Fuimos niños
mientras nuestras madres
limpiaban portales
tuvimos pijamas que nada
decían de nosotros
pero construían leyes invisibles
acero
boca
hacia el norte la lluvia
ferozmente
se disciplina
como el amor
y las cicatrices
como buitres que nada dicen
del paisaje
III
Aprender de un idioma
su sensación
de desastre
gramatical
la tensa sombra
de lo que
por decir
nunca será dicho
la miseria
de quien no tiene
en su lengua
la palabra
hambre
[…]
(Inédito incluido en El huésped esperado)
0 comments on “Alberto Santamaría”