Adam Zagajewski (Lvov, actual Ucrania, 1945) ha sido galardonado este jueves con el Premio Princesa de Asturias de las Letras 2017. El jurado, reunido en el Hotel Reconquista de Oviedo, ha reconocido así la dilatada trayectoria del autor polaco, que contribuye «de manera extraordinaria y a nivel internacional, al progreso y bienestar social a través del cultivo y perfeccionamiento de la creación literaria en todos sus géneros».
Recuperamos una interesante conversación mantenida por Adam Zagajewski con el escritor escocés John Burnside en Madrid, publicada en la revista Minerva (Círculo de Bellas Artes de Madrid, 2007) y recuperada posteriormente en el volumen Don de lenguas (Confluencias, 2015) de Jordi Doce, conductor de la conversación entre ambos escritores.
[⇑] Foto de portada: © Michal Lepecki
Bajar la voz, levantar la vista
John Burnside y Adam Zagajewski en conversación
/ por Jordi Doce /
El encuentro se celebra en la Residencia de Estudiantes, una mañana bulliciosa de finales de marzo que hace más intensos, por contraste, el silencio y la penumbra del salón de actos que nos acoge un poco furtivamente. Dos escritores, uno polaco y otro escocés, reunidos para hablar de poesía: de su naturaleza, de sus poderes y limitaciones, de su inseguro lugar o no lugar en el mundo…
De Adam Zagajewski conocemos sus últimos ensayos y poemas, que lo han convertido en un nombre leído y admirado por las últimas promociones de poetas españoles: una escritura que asimila el legado irónico de Miłosz y Zbigniew Herbert y trata, sin renunciar a su pulsión trascendente, de ser fiel a la multiplicidad de estímulos de la realidad cotidiana. De John Burnside (Dunfermline, Fife, 1955), por el contrario, solo nos ha llegado un puñado de textos, a la espera de una antología que le haga justicia. Heredero de los mejores poetas británicos del medio siglo, de Charles Tomlinson a Seamus Heaney, sus poemas exploran obsesivamente el mundo de los suburbios, esa tierra de nadie entre la ciudad y el campo signada por la abulia y la indeterminación.
Dejo la grabadora en el centro de la mesa y el piloto parpadea como el eje de una noria que nos empuja a hablar. Los ojos astutos y vigilantes de Zagajewski contrastan con la corpulencia risueña de Burnside, todavía renqueante después de un largo viaje, pero es obvio que los dos hacen buenas migas. Rápidamente se establece una atmósfera de cordialidad que reduce las dimensiones de la sala y hace olvidar la reticencia inicial, la timidez de las presentaciones.
Jordi Doce.— Si tuviera que establecer alguna correspondencia entre sus obras, diría que ambos tratan de encontrar un lugar en ella para cierta clase de trascendencia imaginativa. En su trabajo hay un intento de reflejar un momento de apertura imaginativa que tiene lugar en la realidad y después queda registrado en el texto. Es decir, el texto intenta atrapar o explorar ese momento. ¿Están de acuerdo? ¿O entienden más bien que esa apertura trascendente se da en el poema mismo, como resultado, pongamos por caso, de una operación verbal o un mecanismo narrativo?
John Burnside.— Me llevará un tiempo contestar a su pregunta porque creo que cuanto escribo tiene mucho que ver con el tiempo, con el tiempo de reloj, para ser más exactos. Cuando habla de antes, durante y después, habla del tiempo de reloj, y ese es obviamente el tiempo en el que vivimos nuestras vidas.
Pero, si hablamos de los cambios por los que pasamos y que tratamos de explorar, diré que el poema lírico tiene mucho que ver con salir del tiempo medido en el que normalmente vivimos, el tiempo lineal del reloj. Dejas de vivir en ese tiempo y pasas a experimentar otra clase de tiempo; es como entrar en la durée bergsoniana. Como si en esta sala se estuviera manteniendo una charla, y salgo de la sala para cambiarle los pañales al bebé o ir a trabajar o lo que sea, y, cuando regreso a la sala, la conversación continúa y me uno y sigo el hilo, como si no me hubiera perdido nada.
Así sucede en los cuentos infantiles. En los de la tradición celta, por ejemplo, existe un mundo donde el tiempo opera de forma totalmente distinta a como lo experimentamos normalmente. Vas a ese mundo, vives allí. Como en Las crónicas de Narnia, de C. S. Lewis, vas donde vive la Reina de las Nieves, pasas cincuenta años en ese lugar, y cuando regresas a tu mundo han transcurrido solo unos minutos de tu partida. A veces ocurre lo contrario: vas a ese otro mundo, pasas allí unos días, y cuando vuelves han pasado cincuenta años. Así que el poema lírico es un viaje, o el final de un viaje por el que entramos en otra noción del tiempo, otra manera de vivirlo. Puede que también sea una llegada a otro mundo. Me interesa ese otro mundo y trato de transmitir la idea de que está aquí todo el rato pero no lo vemos, no somos conscientes de él. Aunque no creo que podamos decir «Me voy a ese otro mundo», sino que a lo mejor pasa algo, en tu mente o en el mundo que te rodea, que permite ingresar en ese estado.
Adam Zagajewski.— Me gusta lo que dices, pero tengo algo que objetar. En la pregunta inicial hay una definición implícita del tiempo. Para mí es como emerger de la banalidad de lo cotidiano, ir más allá de la rutina diaria. Y el origen de este impulso reside en la inspiración, una palabra desfasada que aún empleo. Con todo, lo realmente interesante es la energía que brinda la aparición de lo novedoso, algo que sucede raras veces. Ojalá apareciera más a menudo; cada día, o cada hora, a ser posible. En ese acto de emerger de o de parar el tiempo, no le das la espalda al tiempo histórico, sino que lo llevas contigo y lo miras constantemente. Es como estar en una montaña, por encima de las nubes, viendo las nubes. En realidad, no es una buena imagen porque ves las nubes, unas nubes que eclipsan la tierra. Lo que ves gracias a la inspiración es la vida como se vive. Se trata de la vida histórica, importante para mí porque nací en un territorio profundamente marcado por la historia del siglo xx. Para mí, la noción de poema lírico engloba también una historia. Cracovia se halla a cuarenta minutos de Auschwitz y, aunque no pienso en ello cada día, sí pertenece a mi Umwelt. Incluso en esos momentos de inspiración en los que hasta cierto punto el tiempo se detiene, sigues teniendo en cuenta el tiempo histórico. A veces escribir un poema implica inspiración y la existencia de obstáculos. Tienes un momento de inspiración, que en sí mismo es como el aire, y en él hay metáforas, espíritus… Y todo aquello que tiene un elemento de aire es transparente, sin substancia, de modo que debe encontrarse con un obstáculo para poder materializarse. Todo lo que odiamos de la vida, la rutina, el aburrimiento, el sufrimiento o la crueldad de la historia, forma parte de estos obstáculos. La energía pura con que sentimos esos espíritus proviene de no se sabe dónde; es un inicio misterioso. Luego esa energía se topa con una red enorme y banal de obstáculos y circunstancias.

J. D.— Así pues, esa consciencia consiste en salir del tiempo a la vez que sentimos que el tiempo sigue fluyendo. Por un lado, escapamos de lo real cotidiano, pero a la vez ese escaparse ofrece una posición estratégica para examinar lo real más atentamente.
J. Burnside.— Al hablar de consciencia distingo tres conceptos: el primero es la consciencia, que es un estado de apertura y el lugar de donde procede la inspiración. El segundo es la atención, y el tercero es la distracción. Para mí, la experiencia diaria de lo banal, de lo aburrido, del sufrimiento pertenece a la distracción. La atención consiste, por ejemplo, en tomar mi taza de café, en fijarme en el sabor y pensar que es el mejor café que he tomado nunca. Esos momentos te hacen centrar tu atención, lo que puede ser divertido o desagradable… La consciencia es un tipo de apertura que permite a las cosas emerger. La poesía y otras formas de escritura proceden de esa consciencia, de ese sentimiento de apertura. Pueden suceder muchas cosas, e incluso lo banal puede ser la ocasión que nos haga entrar en ese estado. Me refiero a un tipo de consciencia similar a la que se alcanza en la meditación sentada, que antes practicaba de manera casi monástica.
A. Zagajewski.— ¿Qué tipo de meditación?
J. Burnside.— Meditación budista, meditación sentada. Al meditar sentado te abres a ese tipo de consciencia en la que no prestas atención a nada, no te distraes. Permites al mundo estar a tu alrededor sin hacer nada para bloquearlo o para asimilarlo. Lo dejas ser y te dejas ser en él. Pero no es un momento para la poesía porque ahí no hay obstáculos. Creo que el obstáculo del que has hablado es, a menudo, la ocasión del poema. Es interesante, ya que a veces lo más doloroso o lo más banal se convierte en la ocasión para un poema, en el punto de emergencia a partir del cual el poema sucede. Pero quizás no eres consciente de ello, y eso también es importante. ¿Cómo empieza un poema? Empieza mucho antes de que sepa el tema. Cuando empiezo a escribir algo, y normalmente escribo a mano, siento como si tratara de reflejar algo ya escrito antes; algo que, en cierto modo, preexiste a mi consciencia de ello.
A. Zagajewski.— Lo que dices me recuerda a mis propios poemas. Escribí uno titulado Misticismo para principiantes. Creo que la meditación perfecta conduce al silencio, y esa es mi definición personal de poesía. La poesía es misticismo para principiantes. Si avanzamos dentro del misticismo, entonces dejamos de ser poetas porque ya no hay necesidad de serlo. El poeta es un místico imperfecto porque lo que le caracteriza es la locuacidad. Un buen místico está encantado con el silencio, no tiene motivos para escribir. Los poetas son absolutamente imperfectos, necesitan publicar su obra. Otro aspecto que me fascina de la poesía es el hecho de leer en público, siempre y cuando no suceda muy a menudo; detestaría hacerlo cada semana, pero de vez en cuando me resulta vigorizante. Me refiero más bien al espectáculo que rodea a esas lecturas públicas. Te ríes para complacer al público, seducirlo, y a veces sientes una ola de aceptación por su parte. Todo esto es muy palpable cuando lees, y además te permite ver la diferencia entre una buena y una mala lectura. No hay nada más antimístico que esto. ¿Te imaginas a un místico intentando seducir a su público? Recuerdo una famosa acusación de Jdánov, uno de los matones de Stalin, contra Anna Ajmátova, de quien dijo que era «mitad monja y mitad puta». Su frase tenía intenciones políticas y las consecuencias fueron negativas, pero en realidad funciona como definición del poeta, ya que en él coexisten el silencio y esa necesidad de hablar. No piensas en el lector cuando escribes; si acaso, piensas en un lector ideal, pero hablamos de un pensamiento puro que no tiene nada que ver con la seducción. Cuando estás delante del público, te pasas al otro extremo; intentas seducirlo, decir algo divertido entre poemas. Me encanta esa ambivalencia. Es impura, como la vida misma.
J. D.— ¿No tiene que ver con la doble dimensión de la poesía? Por un lado, es una vía de conocimiento, una forma de iluminación; por otro, es un objeto verbal, el fruto de una habilidad retórica. Necesitamos la retórica para seducir al público y al lector.
J. Burnside.— Muchas veces el camino del conocimiento es dejar atrás lo que ya sabes, ir a otra cosa. Es interesante lo que dices… Siempre me ha atraído la obra de Thomas Merton, pero ahora estoy escribiendo un ensayo sobre él, un ejercicio. No lo voy a publicar, lo hago por placer. Me centro en la relación entre su vida monástica y sus poemas. Lo pensaba en el aeropuerto: ¡este monje escribe poesía y la publica! Él era muy consciente de la contradicción, escribe sobre ello de forma muy precisa. Incluso tiene un pasaje donde habla de su deseo de retirarse y llevar una vida de pura contemplación. Dice que ha hecho los votos de obediencia y que su abad le ha comentado que, como tiene este don para la escritura, tiene que seguir usándolo por el bien de los demás. En cierta forma, se alegra de que escribir tenga sentido. Pero también siente como si no estuviera haciendo lo correcto, que lo que debería estar haciendo es retirarse de la escritura, entrar en la experiencia en sí. Dice algo extraño… de hecho está escrito como si Dios se dirigiera a él, en respuesta a sus plegarias. Dice: si consiguieras entrar en el silencio o el estado de gracia, por llamarlo de algún modo, el silencio que observarías haría mucho bien a gente que no conoces. Es una idea interesante porque, en realidad, esperamos que haya alguna justificación para escribir poesía y que alguien pueda encontrar algo en ella que le pueda servir de ayuda. ¿Pero que la agonía de tu silencio haga bien? Para mí, al menos, es una idea interesante: si entrara en un estado de contemplación, mi silencio sería beneficioso para gente que no conozco… Pero él comenta que la gente pide sus libros, le pide que siga publicando.
A. Zagajewski.— Recuerdo que leí el diario de su último viaje, unas semanas antes de morir electrocutado. En Asia escribió sobre lo mucho que le sorprendía comprobar lo conocido que era allí. Se trata de un místico que viaja, y no te lo esperas, lo cual implica que hasta en las más altas cotas de la experiencia humana sigue habiendo vanidad y competición. Es casi imposible que sea de otro modo. Imaginad un monasterio habitado por mentes muy avanzadas que aun así compiten para ver quién es superior. Recuerdo haber leído algo sobre una ceremonia del té en Japón con maestros zen. Iba a asistir alguien famoso, así que debía ser una ceremonia ejemplar. Incluso entre ellos había competencia para ver quién lo hacía. Creo que la mezcla de lo puro y lo impuro es inevitable.
J. Burnside.— Pero el propósito de la meditación no es librarse del ego sino verlo tal y como es, porque esa idea de liberación es la vanidad misma. Hay un libro muy interesante del budista Chögyam Trungpa Rinpoche, Más allá del materialismo espiritual. Cuando vino a Occidente, vio que había un montón de gente que practicaba la meditación sentada o que tenía escarceos con una especie de misticismo occidental antes de unirse a los budistas tibetanos; y lo hacían como una experiencia antimaterialista. En vez de comprarse un coche y enseñárselo a sus amigos, mostraban así lo espirituales que eran. Cuando le preguntaban sobre qué era la vida espiritual, decía que no se trataba de ningún logro, que el fin no era convertirse en una persona más sabia. Recuerdo que, la primera vez que escuché a un budista tibetano, lo que más me sorprendió es que era una persona insignificante, sin ningún carisma. Y lo que sucede es que quienes tienen o muestran ese carisma suelen ser unos charlatanes. Sin embargo, se notaba que él disfrutaba de cada palabra, pero que estaba aquí, en el mundo. Como los animales, que están ahí y disfrutan de la naturaleza, sin que eso se considere un logro. Creo que esto se relaciona también con la poesía. Si alguien me dice: «Oh, me encantó ese poema tuyo», se lo dice a alguien que no soy yo. Yo ya no estoy ahí, lo que escribí no me pertenece.
A. Zagajewski.— A menos que lo vuelvas a leer en una lectura pública y te lo reapropies, lo cual es agradable.
J. D.— Si me permiten otro comentario general, diría que ambos adoptan una postura firme contra el tipo de ironía complaciente y autocompasiva que forma parte de la moderna cultura occidental. No hablo de la ironía trágica, implícita en nuestro clima intelectual desde los románticos, la conciencia de una escisión entre realidad y deseo, por decirlo con Cernuda. Me refiero a esa ironía mediática que permea todos los ámbitos de la vida cotidiana, que busca el mínimo común denominador y ridiculiza cualquier ambición de excelencia. Al mismo tiempo, hay en sus poemas, como ya dije, un anhelo trascendente, la evidencia de un vuelo imaginativo. Pero están escritos con la voz de una persona que habla a otra en voz baja. No es una voz ampulosa o retórica, sino la voz propia de la conversación, de los intercambios cotidianos. Me parece ver una tensión ahí, muy productiva y también muy propia de nuestra época. Es una voz que intenta reclamar la sublimidad, reclamar la trascendencia imaginativa y crear así un espacio para el autoconocimiento. Pero a la vez intenta ser persuasiva de otro modo, con una retórica de bajos vuelos. No sé si ven esa tensión, ni siquiera si la buscan conscientemente.
A. Zagajewski.— Bueno, yo no veo contradicción entre ambas posturas. Creo que vivimos en un Weltanschauung irónico, una especie de hijo bastardo del posmodernismo. Si lees la prensa francesa, como el Libération, ves que hay un estilo periodístico que se apoya en la ironía. Se opone por completo al modelo anglosajón de periodismo, en el que todo son hechos, sobriedad. Esto es solo un paréntesis, pero dice mucho de la cultura del momento. A mi juicio, la poesía tiene mucho que ver con el sentido del humor, porque cuando tienes sentido del humor puedes reírte de ti mismo. Sin embargo, la ironía de nuestro tiempo consiste en reírse de los demás, no de uno mismo. La ironía posmoderna se emplea como arma contra otras personas. Dicho esto, en poesía el humor es uno de tantos ingredientes, no el principal. Si tratas de hallar lo sublime, tienes que tener cuidado de no alejarte mucho de la concreción de tu vida. Estamos obsesionados con lo concreto, sobre todo en literatura. El estilo de la poesía de principios del XIX, o del XVIII, es muy retórico, lo concreto no aparece en absoluto, y en su lugar hay un discurso general sobre la naturaleza de las cosas. Pero hoy en día, si hablamos del sentido en poesía, queremos ver esta mesa en concreto, esta taza de café en concreto.
J. Burnside.— Yo creo que también es interesante que la poesía sea orgánica, como una flor, un árbol o un trozo de bacalao, lo que sea. Yo veo siempre una dicotomía en la poesía. Valoro lo que es orgánico, emergente, en el sentido científico de la palabra. Pero al escribir poesía también eres consciente de que estás construyendo un artefacto que —y esto forma parte de su artificio— debe parecer orgánico. Sí, es un acto espontáneo al que luego das forma, pero no importa cuánto intentes disimularlo, siempre será un artefacto. Recuerdo que en un acto de promoción de poetas, hace mucho tiempo, un poeta más o menos de mi edad dijo que tenía miedo de parecer raro. Cosa extraña, para mí era más bien al contrario: yo aspiraba a parecer «raro», porque así mis poemas adquirían un sentido orgánico. Es como hacer una fresa artificial que quieres que alguien se coma. Porque la fresa es algo orgánico, pero tú la has construido como artefacto, no deja de ser un artefacto, y hay esa tensión entre ambas nociones. Pero luego, por lo común, estás obligado a pensar en el después, especialmente en las lecturas públicas, donde piensas: ¿por qué lo he construido así?, ¿para esta ocasión?, ¿para que alguien aprecie que comunica lo que solo puede comunicar un artefacto que parece totalmente orgánico?
A. Zagajewski.— Sucede que hoy día, cuando el poema es un artefacto, siente vergüenza de serlo. Hay una tendencia casi inconsciente a acercar la poesía a la conversación… No estoy seguro de haber entendido lo que quieres decir con orgánico, pero yo lo veo como una tensión entre la artificialidad, lo retórico en el poema (porque el poema clásico sí que es un artefacto basado en muchas reglas), y la conversación trivial. Hay un gran contraste entre una charla trivial y un poema orgánico, aunque la charla trivial también es orgánica en el sentido de que se sirve de mínimas herramientas retóricas y sigue un hilo de conciencia. Y en un poema usamos metáforas y tropos retóricos descaradamente: es muy distinto de una conversación porque el poema es artificial. Aun así, la tendencia de nuestro tiempo es salvar una vez más las diferencias, hacer que el poema se parezca lo más posible a una conversación fluida, una especie de charla trivial. A veces lo intenta en exceso, no tiene metáforas, simplemente fluye como un chat de Internet. Así que yo pediría a cambio algo de artificialidad: digamos que «érase un hombre a una nariz pegado» es una estructura algo más compleja de lo común. La poesía tiene la connotación de ser difícil, en el sentido de que cuando vuelves a ella piensas: ¿pero por qué no lo habré hecho antes? Es estupendo entrar en ese mundo.
J. Burnside.— Es que la parte de artefacto está ahí porque estás haciendo algo distinto a simplemente decir algo. Claro que también hay artificio en la conversación, hablo de ciertas clases de charla donde uno trata de decir algo que no diría en una charla trivial.
A. Zagajewski.— Hasta un chiste es un artificio.
J. Burnside.-— Como la memoria. Si te digo: «Recuerdo una parte de mi vida», tengo que enmarcarlo de modo que puedas ver la experiencia que viví en ese momento. También está la poesía entendida como una suerte de narración. Una narración lírica, no en el sentido de «Te estoy contando una historia»; más bien: «Estas cosas pasaron a esta luz, en estas circunstancias». Esta dimensión se me antoja casi teatral, dramática, como sucede en Auden. Supone contar cómo suceden las cosas en el mundo, captar la música de lo que sucede (the music of what happens), como escribió Heaney.
J. D.— Quizá es que en la poesía barroca (Donne, Herbert, Marvell), por ejemplo, las formas son significativas y significantes. Un soneto, una sextina, el metro mismo no eran solo desafíos técnicos, sino que estaban llenos de sentido, un sentido que colindaba con lo hermético. Un soneto no era solo un soneto, sino una cifra de otra dimensión de la realidad. Estas formas tradicionales han perdido su sentido mistérico. La forma del poema es nueva cada vez. No hay un molde preexistente, sino que las necesidades mismas del texto lo dictan a medida que surge.
A. Zagajewski.— No estoy de acuerdo. Aunque haya una íntima relación entre las formas preexistentes y las palabras usadas con tanta brillantez por los poetas barrocos, no creo que los poemas actuales no tengan forma. Es verdad que muchos poetas jóvenes, sobre todo en Estados Unidos, afirman que la poesía no debería tener sentido en absoluto. El año pasado tuvimos una serie de seminarios en Cracovia donde poetas americanos vinieron a debatir con poetas polacos, y en el que había estudiantes de literatura muy jóvenes de Estados Unidos. Fue un encuentro muy acalorado. ¿Ha de tener sentido la poesía? Muchos poetas americanos decían que no: Lo esencial es la forma de las palabras, la tensión intrínseca entre las palabras. No sabemos qué decir —decían—, somos demasiado jóvenes para tener ningún sentido en la cabeza. Y es mucho más interesante mantener debates por debajo del plano del sentido. Para ellos lo esencial no eran las cosas, sino la lengua, el funcionamiento de la lengua.
En mi caso, yo no veo gran diferencia entre la poesía barroca y la moderna. Lo esencial no son las cosas, sino el sentido, porque siempre intentas decir todo lo posible sobre la forma en que ves el mundo, solo precisas técnicas distintas. Incluso con nuestras formas laxas ambicionas tanto y quieres decir tantas cosas como el poeta barroco. Otra cosa es que lo consigas.
J. D.— Lo que sugería es que antes las formas eran sociales, parte del medio, y ahora cada poeta ha de crear en cierto modo su propia forma. Es evidente que hay una búsqueda formal, que cada poema busca su forma en una relación dialéctica con otras que hay detrás. Pero la búsqueda de formas abiertas ¿no puede entenderse en parte como una pérdida, como el equivalente de hacer tu casa con lo que vas encontrando en la playa? Antes las formas se recibían y encerraban un significado universal. Existía un trasfondo de creencia para mucha gente, un trasfondo que ahora no tenemos.
J. Burnside.— Esas formas que mencionas significaban algo y cumplían ciertas funciones solo para algunas personas en ciertas culturas y para diferentes estratos dentro de una misma cultura. Lo que me gusta de W. C. Williams es que dice: No, soy americano, soy de Nueva Jersey, por Dios, no voy a imitar a Shakespeare, no va con mi voz. Entonces elige algo que encaja con su voz, con su cultura. Yo me veo como un escocés de clase trabajadora a quien le parece muy interesante leer sonetos (y alguno he escrito, no muy bueno), pero a quien la práctica del soneto no le interesa demasiado. Ya se han escrito muchos. Hay gente que dice que si el poema no se adhiere a ciertas normas preestablecidas no es un poema. Hay una especie de escuela de Larkin en Inglaterra. Y Larkin me lleva al jazz. A Larkin le gusta el dixieland, el jazz tradicional, y no soporta a tipos como John Coltrane, por ejemplo. Lo descarta, prefiere el jazz más melódico, que es estupendo, a mí también me gusta. Pero algunas cosas emergen con una urgencia que no encaja en ese molde. ¿Y cómo construyes algo nuevo dentro de un molde antiguo?
A. Zagajewski.— Estoy seguro de que habéis leído alguna vez los poemas de una prima o una joven que conoce a tu madre, y te preguntan qué opinas de ellos… Hay muchísima poesía escrita por aficionados, y lo que sorprende es que muchas veces se trata de personas inteligentes. Casi siempre existe una ausencia de profesionalidad, pero en muchos de esos poemas, a menudo sobre un prado en mayo o árboles en octubre, se puede encontrar una referencia casi invisible a otros poetas. La gente habla de poesía pero no se molesta en leer a otros poetas. Piensan: «Ya he visto el árbol, ya sé todo lo que necesito, ¿por qué tengo que leer a otros poetas?». Creo que existe una consciencia formal muy elevada en la poesía contemporánea que se hace aparente cuando se compara con esta literatura amateur.
J. D.— Como decía Auden, la gente comienza imitando la poesía en general. Un poeta se convierte en poeta solo cuando imita a ciertos poetas muy concretos, y luego evoluciona.
Cambiemos de tema. Adam, usted ha tenido el privilegio, si se puede decir así, de vivir en dos sistemas sociopolíticos muy distintos, el mundo comunista y el capitalista, Europa del Este, por un lado, y Europa Occidental y Estados Unidos, por otro. ¿Cree que existe una inflación del yo en la cultura occidental, una variante hipertrofiada de la idea de expresión personal que puede llegar a cancelar toda mirada al pasado, a la historia?
A. Zagajewski.— Sí, la diferencia es enorme, especialmente en Estados Unidos. Cuando lees la obra de poetas jóvenes, terminas entendiendo una cosa: para Dante, la base filosófica de sus escritos era santo Tomás, y para los actuales poetas norteamericanos es el psicoanálisis. No su complejo sistema de nociones, sino el psicoanálisis como asunción básica que te da derecho a expresarte, a decirlo todo de ti mismo. Y existe una cultura en los países del centro y el este de Europa en la que la base ya no es santo Tomás ni tampoco Freud, o todavía no lo es o nunca lo será. Pero es una tradición opuesta a contar cosas de uno mismo. Es algo que a veces me irrita y siempre incito a los poetas a que hablen más de sí mismos. Pero también pienso que esta exageración del yo va demasiado lejos y no resulta interesante. No me interesa conocer los problemas de los demás, a menos que estén conectados de alguna manera al espíritu del universo.
J. D.— ¿Cómo cabe entender, entonces, que ambos hayan escrito textos memorialísticos? ¿Han tenido miedo de que se confunda ese impulso con el espíritu de los tiempos, de que se les malinterpretara al escribir esas obras?
J. Burnside.— Cuando escribí ese libro de memorias (A Lie about My Father), cambié la percepción que se tenía de mí, porque hasta ese momento era un poeta que escribía ficción. Cuando lo escribí, era mucho más consciente del artificio que suponía, por eso redacté una suerte de prefacio en el que explicaba que el libro debía ser leído como un libro de ficción. Intenté contar la historia de mi padre, pero yo sabía poco de él, ni siquiera él sabía mucho porque mentía siempre sobre sí mismo. Quise averiguar todo lo posible sobre su vida. Cuando me enteré de que todo lo que decía era mentira, resultó difícil encontrar a alguien que me pudiera decir algo cierto sobre mi infancia. Por otro lado, tampoco deseaba expresar mis verdaderos sentimientos sobre él. Así que se trataba en realidad de una ficción, una construcción. Nunca me paré a pensar en posibles lectores hasta que envié el manuscrito a los editores y lo pasaron al departamento legal. Me preguntaron si las personas de las que hablaba residían en aquellas direcciones, y cuando les dije que sí, me pidieron que cambiara esos datos porque esas personas no debían ser identificadas. Así que tuve que revisar el manuscrito para cambiar esos detalles y hacerlo aún más ficticio. Modificar los datos no cambiaba las cosas porque el libro ya era un artificio de por sí; la verdad no tenía nada que ver con los hechos.
A. Zagajewski.— Hay algo interesante en tu pregunta, cuando dices que, a pesar de no suscribir lo psicoanalítico, he escrito unas memorias. Para mí, escribir unas memorias tiene más que ver con la historia, no con la psicología. Mis memorias surgieron de una especie de competición amistosa… Tuve una charla con Joseph Brodsky, a quien llegué a conocer muy bien. Me habló del ensayo que había escrito sobre su infancia en Leningrado, «En una habitación y media», y entonces me preguntó: «¿Qué pasa con tu Gliwice? Nada interesante, supongo». ¿Cómo que nada interesante? Descubrí entonces el fenómeno de toda esta gente expulsada procedente del Este y forzada a asentarse en ese lugar. Era algo fascinante. No era Venecia, ni Leningrado, ni Roma. Sin embargo, desde un punto de vista histórico y poético, había algo muy interesante en esas personas expulsadas con una vida tan extraña. Describí aquellas increíbles circunstancias más con el impulso de un historiador. El ensayo es ligeramente distinto. Como poeta, propones algo en tus poemas. En el ensayo tratas de defender la manera como escribes tu poesía —aunque no literalmente—, porque crees que haces algo distinto. Crear un entorno intelectual para lo que escribes es un impulso natural. No es mero egoísmo: se trata de defender la cultura poética, la cultura de tu tiempo, de defender tus poemas con un paraguas de ensayos.
J. Burnside.-— Se alaba y se eleva lo vulgar, lo sensacional, lo hype. ¿Son valiosas estas cosas? Mientras estaba en el aeropuerto hojeando un libro pensaba: ¿por qué no maduramos? Se nos trata como a niños y nos comportamos como niños. Debemos tener lo que queremos, debemos poder elegir, pero en realidad son elecciones sin sentido. Hay una escena de Borat muy buena. El protagonista entra en un supermercado y empieza a preguntar: ¿Qué es esto?, y le responden que es queso, y luego vuelve a preguntar por otros productos, y le vuelven a responder que es queso. ¿Y este? ¿Y aquel de ahí? Queso. Ah, ¿pero no es arroz?… Al final se tiene la impresión de que todo es lo mismo. Lo que ahora se reseña en los suplementos es porque tiene éxito, y si es así habrá que prestarle atención, no al revés. Se ha invertido el sentido del circuito cultural…
Poema
Autorretrato
Entre ordenador, lápiz y máquina de escribir
se me pasa la mitad del día. Algún día se convertirá en medio siglo.
Vivo en ciudades ajenas y a veces converso
con gente ajena sobre cosas que me son ajenas.
Escucho mucha música: Bach, Mahler, Chopin, Shostakovich.
En la música encuentro la fuerza, la debilidad y el dolor, los tres elementos.
El cuarto no tiene nombre.
Leo a poetas vivos y muertos, aprendo de ellos
tenacidad, fe y orgullo. Intento comprender
a los grandes filósofos, la mayoría de las veces consigo
captar solo jirones de sus valiosos pensamientos.
Me gusta dar largos paseos por las calles de París
y mirar a mis prójimos, animados por la envidia,
la ira o el deseo; observar la moneda de plata
que pasa de mano en mano y lentamente pierde
su forma redonda (se borra el perfil del emperador).
A mi lado crecen árboles que no expresan nada,
salvo su verde perfección indiferente.
Aves negras caminan por los campos
siempre esperando algo, pacientes como viudas españolas.
Ya no soy joven, mas sigue habiendo gente mayor que yo.
Me gusta el sueño profundo, cuando no estoy,
y correr en bici por caminos rurales, cuando álamos y casas
se difuminan como nubes con el buen tiempo.
A veces me dicen algo los cuadros en los museos
y la ironía se esfuma de repente.
Me encanta contemplar el rostro de mi mujer.
Cada semana, el domingo, llamo a mi padre.
Cada dos semanas me reúno con mis amigos,
de esta forma seguimos siendo fieles.
Mi país se liberó de un mal. Quisiera
que le siguiera aún otra liberación.
¿Puedo aportar algo para ello? No lo sé.
No soy hijo de la mar,
como escribió sobre sí mismo Antonio Machado,
sino del aire, la menta y el violonchelo,
y no todos los caminos del alto mundo
se cruzan con los senderos de la vida que, de momento,
a mí me pertenece.
Adam Zagajewski
[Versión de Elzbieta Bortkiewicz]

Adam Zagajewski (Lvov, actualmente Ucrania, 1945). Se exilió a París en 1982 y posteriormente a Estados Unidos, donde ejerció como profesor en la Universidad de Chicago. Desde 2002 vive en Cracovia. De su producción poética destacan Ir a Lvov (1985), Lienzo (1990), Tierra del fuego (1994; Acantilado, 2004), Deseo (1997; Acantilado, 2005), Anhelo (1999), Regreso (2003), Antenas (2005), estos dos últimos recopilados también en Acantilado bajo el título Antenas (2007), y la antología Poemas escogidos (Pre-Textos, 2005). Entre sus libros de ensayo se encuentran En la belleza ajena (Pre-Textos, 2003), Dos ciudades (1995; Acantilado, 2006), En defensa del fervor (2002; Acantilado, 2005) y Solidaridad y soledad (1982; Acantilado, 2010). Acantilado ha publicado también en 2012 su libro de poemas Mano invisible (2009) y el ensayo Releer a Rilke (2017).
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