Es un asunto que salta, con cierta periodicidad, al primer plano del debate público. En España ocurre a menudo con los escritores que desarrollaron la mayor parte de su obra —o, si no la mayor, sí la más significativa— durante el largo y penoso viaje del franquismo, pero los detonantes pueden ser múltiples y variados. Se trata de la discusión en torno a si las obras deben o no juzgarse a partir de la moralidad o la actitud de sus autores, y es un asunto lo suficientemente espinoso y poliédrico como para que al tratarlo cada cual saque a relucir sus fobias y sus contradicciones. La cuestión reverdece ahora desde Hollywood. Las recientes acusaciones de abusos que señalan muy directamente a nombres hasta ahora valorados e indiscutibles dentro de la industria cinematográfica han terminado vertiendo una sombra de sospecha sobre cuanto éstas hicieron a lo largo de su carrera. Es evidente que, si son ciertas, quienes incurrieron en los desmanes que han salido a la luz merecen el oportuno castigo, pero no estoy tan seguro de que sus obras merezcan un cuestionamiento a posteriori en virtud de las malas maneras con que sus artífices pasan o pasaron por el mundo.
Todo artista miente («El poeta es un fingidor», escribió Pessoa), en el sentido de que la persona que se enfrenta en soledad a la creación de una obra asume, en ese preciso instante, un rol que no siempre tiene por qué corresponderse con el que habitualmente adopta a pie de calle. Se trata de la vieja distinción que los estudios literarios establecen entre el autor explícito —es decir, la persona de carne y hueso cuyo nombre aparece en la portada— y el autor implícito —la imagen que esa persona proyecta en el propio texto y que puede estar tan tergiversada o ser tan manipulable como ella quiera—, y a las que hay que sumar otra variable fundamental, como es el talento. Hay verdaderos canallas que han escrito obras maestras, y también gente estupenda que ha firmado libros absolutamente prescindibles. También existen no pocos casos de obras con cuya tesis difícilmente puede uno comulgar, pero de las que en cambio no puede dejar de admirar sus bondades, vamos a decir, estilísticas o estéticas. Del mismo modo que se asume la dicotomía entre fondo y forma, la idea y su ejecución, cabe separar a quien crea de aquél que quien crea dice o juega a ser a través de su propia creación. Francisco de Quevedo, que fue un gran misógino y un excelso poeta, vino a explicarlo con palabras que él aplicó a un caso concreto, pero que son extrapolables a todos los demás: «Más fácil es escribir contra la soberbia que vencerla». Que la actitud del artista sea una imposta no implica que esa imposta, si se lleva a cabo con acierto, carezca de la fuerza suficiente para alumbrar algún tipo de verdad. Que se descubra ahora que Woody Allen era un acosador o un machista, o ambas cosas, no desvirtúa el que buena parte de sus películas reivindicaran la independencia vital e intelectual de las mujeres, del mismo modo que las maneras tabernarias, violentas y abiertamente censurables de las que Neruda hizo gala en muchos momentos de su biografía no empañan las virtudes de su poesía. Podríamos seguir hasta encontrar casos por cientos o por miles, ejemplos de obras que alzan el vuelo y se defienden por sí mismas sin que cuente nada el carácter o las ideas o las debilidades o las canalladas de quienes las trajeron al mundo. Lo supo ver bien Leon Tolstoi: «Es más sencillo escribir diez volúmenes de principios filosóficos que aplicar tan sólo uno de esos principios».
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