Demasiado tarde
/por Pedro Luis Menéndez/
Cuenta el escritor mexicano Armando Alanís Canales cómo tuvo la oportunidad de conocer a Juan José Arreola en sus últimos años y cómo Arreola le dijo al recibirle junto a su esposa: «Llegan ustedes demasiado tarde a mi vida». Tengo la impresión de que algo similar ocurre con el retorno (entrecomillo porque en algunas comunidades nunca se fue del todo) de la filosofía al bachillerato, pues me temo que llega demasiado tarde a la vida de los alumnos.
La generación que hoy ocupa las aulas de enseñanza media es sin duda la generación que más textos ha leído en la historia de la humanidad, a través de sus mensajes de envío compulsivo y de las lecturas basura a las que a veces se asoman, pero es posible que la enseñanza real (y no en el papel) de las humanidades se haya ido sin posibilidades de regreso, por lo menos en un futuro cercano.
Nada parece prever la posibilidad de la implantación de programas serios de formación humanística que ni siquiera una parte del profesorado estaría dispuesta a admitir, porque casi todo el mundo aplaudió cuando hubo ocasión la no obligatoriedad de las enseñanzas de latín y griego. Y así hasta hoy, la cuesta abajo del carromato de la cultura libresca ha ido perdiendo por el camino páginas, tomos, densidad, y con todo ello cualquier atisbo de ser admirada, querida, respetada. Sólo en el fondo del baúl permanece el respeto a una cultura entendida como devoción y no como mercancía.
Compañeros a quienes conozco desde hace décadas defienden la inutilidad absoluta de la enseñanza de los clásicos en la enseñanza secundaria, sustituibles —y sustituidos de hecho— por lecturas contemporáneas elegidas según sus gustos por el propio alumnado. Su argumento se apoya en que, si esos jóvenes se enganchan a la lectura, ya llegarán en algún momento a los clásicos que merecen ser leídos. A casi todo el mundo le suena bien, pero a mí, que debo tener el oído puntilloso, me desafina. Porque, en el futuro de esos alumnos, ¿qué camino les conducirá a los clásicos si ni siquiera se los reedita? ¿Por qué senderos encontrarán literaturas que desconocen en su totalidad, incluidas las propias? Y, sobre todo, ¿quién ha educado los gustos según los cuales eligen sus lecturas hoy en día? Desde luego, no ha sido el profesorado de literatura, que apenas se conforma con la supervivencia de alguna lecturita mínima en cada curso.
¿Para qué aprender a consultar la Enciclopedia Británica si a golpe de clic encuentran la Wikipedia, repleta de inexactitudes y de falsedades, cuando no de la mala intención de algunos de sus editores? Si no me cree, haga usted una prueba que también ha realizado otro compañero, filósofo en estos tiempos. Introduzca alguna modificación en el perfil de un escritor del pasado y de un futbolista actual. Los mecanismos de autocontrol de la Wikipedia rectificarán en menos de una hora los datos erróneos del futbolista, pero dejarán asentarse durante tiempo y tiempo los del escritor, tal vez ya sin remedio. Y no seré yo quien desprecie la idea genial de la construcción de un proyecto de escritura colaborativa y altruista, pero los resultados son los que son, cada vez más deteriorados.
Hace sólo unos días, a este mismo compañero filósofo (además de dramaturgo y actor, que ya son ganas) le pasé el enlace de un artículo publicado en estas páginas de El Cuaderno y firmado por la Sociedad Asturiana de Filosofía con el título ¿Qué es y para qué sirve la filosofía?, pensando en que se trataba de un excelente resumen para sus alumnos. Mentiría si dijera que su respuesta me dejó helado (que podría haberlo hecho): la recibí como una evidencia ya admitida. Sus palabras fueron más o menos: «¡Qué va, demasiado largo! No son capaces de leer y entender tantas páginas. Fíjate que se quejan de la densidad, para ellos insalvable, de un comentario de texto de una página —literalmente una página— extraída de los Diálogos de Platón». Y estoy hablando de alumnos que culminan bachillerato con la ambición de proseguir sus estudios en la universidad.
Quizás no sea el momento (o sí) de plantear la engañifa y el timo de las pruebas externas, comenzando por la misma Selectividad, rebajada hasta niveles ínfimos, pero sobre todo por otras pruebas estandarizadas como las evaluaciones de diagnóstico o no digamos las afamadas pruebas PISA, que suponen —por supuesto, desde mi criterio— la mayor trampa que deben superar, y no lo hacen, nuestros sistemas educativos. La educación está en manos de la OCDE, que pretende —y no lo oculta— la formación de trabajadores eficaces y eficientes, según las demandas del tejido empresarial, que aparta sin compasión cualquier aspecto que mengüe esa eficacia, como obviamente la de hacerse preguntas sobre el sentido de la organización actual del trabajo o, si me pongo estupendo, sobre la esencia y el sentido de la propia vida. El sentido de la vida y la OCDE no juegan en la misma división.
Es posible que sólo nos quede vivir con la paradoja de que, cuanto más aumenta el número del público lector, más disminuye el de los lectores auténticos, que no son público sino individuos que reflexionan e intentan crecer con respecto a las cuestiones más críticas de nuestras sociedades. Y ahí tocamos fondo, o techo, y éste no es de cristal: es de hormigón. Nada sobresale, todo se iguala. Entre usted en una tienda de libros (las pocas librerías de verdad que sobreviven son otra cosa) y pasee entre sus mostradores. Tal vez el único modo de vender a Quevedo o al pobre Josep Pla sea situarlos entre las publicaciones de autoayuda, si es que aún existen sus libros y no están descatalogados, como lo están la inmensa mayoría de los autores del siglo XX. Los de siglos anteriores no están descatalogados: simplemente se regalan en las plataformas de venta online, en la mayoría de las ocasiones en ediciones horribles o en traducciones pésimas cuando se trata de autores extranjeros.
Lo que matará al libro en papel no será el libro electrónico, sino el peso de la masa infame de las ediciones de los grandes grupos corporativos. Mientras tanto, en la isla de los supervivientes, pequeñas librerías, pequeñas editoriales y un mínimo cada vez más reducido de lectores (o más bien lectoras) se nos muestran con el agua al cuello, porque la propia isla comienza a hundirse por todas partes.
Créame usted si le digo que la única esperanza que conservo aparece ejemplificada en una anécdota que se cuenta sobre Borges, quien le pidió a una alumna su opinión sobre Shakespeare, a lo que ella contestó «Me aburre», para puntualizar después: «Al menos lo que ha escrito hasta ahora». Borges, como podrá sentir cualquier docente de nuestros días, se permitió añadir: «Tal vez Shakespeare todavía no escribió para vos. A lo mejor dentro de cinco años lo hace».
Pedro Luis Menéndez (Gijón, Asturias, 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016) y la novela Más allá hay dragones (2016). Recientemente acaba de publicar en una edición no venal Postales desde el balcón (2018).
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