Entrevistas

Entrevista a José Luis Gómez Toré

Hay autores dotados únicamente con el instinto del creador. Debemos compadecerlos, como dijo Charles Baudelaire. Otros, sin embargo, están dotados también del instinto del lector, el mismo que es capaz de captar el misterio de las ideas más allá de su materialización sintáctica y semántica. A esa estirpe pertenece José Luis Gómez Toré (Madrid, 1973).

José Luis Gómez Toré: «Un nuevo humanismo solo puede nacer desde la conciencia de la precariedad de lo humano, que es siempre proyecto»

/una entrevista de César Iglesias/

Hay autores dotados únicamente con el instinto del creador. Debemos compadecerlos, como dijo Charles Baudelaire. Otros, sin embargo, están dotados también del instinto del lector, el mismo que es capaz de captar el misterio de las ideas más allá de su materialización sintáctica y semántica. A esa estirpe pertenece José Luis Gómez Toré (Madrid, 1973). Y en este 2018 que concluye lo ha acreditado con dos libros, Hotel Europa (La Isla de Siltolá, 2018) y Extramuros (Libros de la Resistencia, 2018), donde revela su capacidad de avanzar por la misma vereda hacia una escritura estrófica y ensayística sin renuncias a la exploración de la realidad y sus manifestaciones. Sea con las herramientas de la poesía, sea con las de la reflexión, Gómez Toré se ha impuesto la tarea de desentrañar los temores que nos acechan y a profundizar en la creación senti-mental (concepto expresado por Miguel de Unamuno —«piensa el sentimiento, siente el pensamiento»— y que en nuestros días ha desarrollado con acierto la poeta y filósofa Chantal Maillard), una forma de pensar, ver y leer la realidad que nos acerca al semejante, a los otros y a los sufrimientos compartidos.

Ese instinto de lector que posee Gomez Toré es hoy más necesario que nunca si se quiere que la poesía rehúya la trivialización y el mercadeo. Si no hay lector es inútil toda escritura creativa y comprensiva. Pertenece el autor madrileño a esa escuela que aúna el pensar que siente y el sentir que piensa; es uno de esos poetas de la reflexión que miran a quienes les precedieron y a sus contemporáneos para comprenderse y explicarse. Y los nombres de esa tradición se agolpan: T. S. Eliot, María Zambrano, Luis Cernuda, Dámaso Alonso, Wallace Stevens, Antonio Gamoneda, Jaime Gil de Biedma, Carlos Bousoño, José Ángel Valente, Seamus Heaney, José Luis García Martín, Álvaro Valverde, José Cereijo, Carlos Alcorta, Jordi Doce…El propio Cereijo nos lo recuerda en El escalón vacío y otras consideraciones (Renacimiento, 2018) con una cita de Baudelaire. «Compadezco a los poetas a los que guía únicamente el instinto; los considero incompletos» para añadir líneas más abajo que, ante las amenazas de la crisis creativa de cualquier autor, urge «un deseo de razonar el propio arte, de descubrir las leyes oscuras en virtud de las cuales han creado».

El expediente de Gómez Toré nos dice que es filólogo, profesor, germanista, poeta, ensayista y dramaturgo. Y se acredita con los siguientes títulos: Contra los pájaros (1999), He heredado la noche (2002), La mirada elegíaca: el espacio y la memoria en la poesía de Francisco Brines (2002), Se oyen pájaros (2003), Fragmentos de un cantar de gesta (2007), Pedro Salinas (2009), Claroscuro del bosque (2011, en colaboración con la artista plástica Marta Azparren), Un corte que no sangra (2015) y El roble de Goethe en Buchenwald (2015), a los se suman Hotel Europa y Extramuros, de este mismo año. Estas dos novedades editoriales han dado pie a esta conversación con EL CUADERNO.

Tracemos su biografía creativa: poesía, ensayo y teatro. Esos son los terrenos de juego. Decía Unamuno que «piensa el sentimiento, siente el pensamiento» y ahí está la «razón poética» de María Zambrano. ¿Hace suyas estas visiones, este pensar que abraza la metáfora?

Sí, tanto la cita de Unamuno como la visión de Zambrano me son muy próximas. Y, en concreto, me parece importante resaltar que, cuando la filósofa española habla de razón poética, pretende conjugar los dos términos de la expresión: poética, pero también razón. No andamos sobrados de racionalidad en nuestro mundo, así que no creo que la poesía, ni el arte en general, puedan postularse hoy como una apuesta sin más por el sentimiento, ni menos aún por el sentimentalismo. Es más, la referencia unamuniana me resulta cada vez más pertinente, porque vivimos en una época obsesionada por el yo, y en la que por tanto las emociones se presentan a menudo como una suerte de expresión inmaculada de nuestro ser más íntimo… cuando, en realidad, los sentimientos no son ajenos a los esquemas sociales y culturales en los que estamos inmersos. Me interesa la poesía, que no rechaza el pensamiento y que, por tanto, se muestra alerta ante toda esa épica del yo, ahora más activa que nunca. Pero no se trata de cualquier forma de pensamiento. Pensar supone a menudo establecer una distancia, una suerte de mirador desde el que contemplar lo pensado. No así el pensar poético, donde el pensamiento es siempre experiencia. Creo que en ese sentido hay que entender la afirmación de María Zambrano, en una carta dirigida a José Ángel Valente, en la que señala que poesía y filosofía son dos formas de santificación del pensamiento, lo que no es lo mismo que su divinización, sino más bien su contrario.

Tanto su poesía (He heredado la noche, Claroscuro del bosque, Un corte que sangra, Hotel Europa) como sus ensayos (El roble de Goethe en Buchenwald o Extramuros) se enmarcan en una tradición de poetas (Paul Celan, Nelly Sachs, Ingeborg Bachmann, José Ángel Valente, Antonio Gamoneda, Olvido García Valdés y otros que nos puede citar) y pensadores (Franz Rosenzweig, Emmanuel Lévinas, Giorgio Agamben, Reyes Mate…). Usted se declara, antes que nada, lector. ¿De ahí la hermandad de la creación y la reflexión?

Sí, desde luego: creo que un escritor tiene que ser, antes que nada, lector. No existe la página en blanco. Por eso, toda escritura tiene algo de borrado y de reescritura. El lenguaje, esa herencia siempre inmerecida, arrastra no pocas deudas, algunas ciertamente gravosas. Toda lengua conlleva una visión del mundo (o varias), toda una carga de frases hechas y prejuicios, pero también de experiencias y saberes. Escribir es siempre continuar un diálogo, aunque no seamos conscientes de ello. Tal vez poesía y filosofía se hermanen en esa exigencia constante de escucha de todas las voces que atraviesan el lenguaje. Quizá por ello, filosofía y poesía puedan abrirnos a un concepto de racionalidad amplio, que se atreva a asomarse a los márgenes, con todo eso que un racionalismo demasiado estrecho ha arrojado a los arrabales de lo irracional. De ahí que, para mí, la poesía sea, en su voluntad de merodear por las afueras, palabra extramuros.

Su obra se caracteriza por mantener un diálogo con el pasado. Una cita de Quevedo («Vivo en conversación con los difuntos») abre la primera sección de He heredado la noche, uno de sus primeros libros de poesía. En Hotel Europa (La Isla de Siltolá, 2018) insiste, cuando dice «La historia/ es una sucesión de hechos consumados,/ de crímenes perfectos». ¿Su escritura pertenece a la estirpe de los autores que miran de frente a la muerte?

Más que a la muerte, a los muertos. La muerte es, casi por definición, lo impensable, lo indecible. Lo que está ahí, sin embargo, son las palabras y los silencios de los que nos precedieron. Para mí, si la tradición no es un diálogo con los muertos, no es nada. Y, por ello me suenan a menudo tan vacíos los discursos que pretenden reivindicar las humanidades, sobre todo cuando se empeñan en insuflar vida en el cadáver de una erudición sin sentido. Nos falta la radicalidad ética de una Antígona. Hoy, aunque digamos lo contrario, tenemos mucho más que ver con Creonte: nos resulta cada vez más incomprensible esa defensa que hace la heroína griega de los derechos de los muertos. Si Friedrich Nietzsche señaló que su siglo, el XIX, estaba enfermo de historia, nuestra época parece sufrir el mal contrario. Más que amnesia, padecemos una suerte de enfermedad autoinmune. El pasado se ha convertido en un parque temático. Pero sus fantasmas están ahí y vuelven al modo freudiano del retorno de lo reprimido, como enfermedad o como síntoma. Necesitamos leer el pasado porque éste forma parte del presente, porque a menudo es un peso muerto del que debemos librarnos, pero para eso primero hay que reconocerlo. Y también porque en ese pasado hay muchas historias no contadas, muchas posibilidades latentes o incumplidas, y por tanto el pasado es también una suerte de futuro, algo que nos liga de forma imperiosa a los que ya no están aquí.

Se percibe en su obra una apuesta por una escritura ética, tanto la estrófica como la ensayística, en la que el otro, el prójimo, el semejante, es el centro de su reflexión.

No sé si lo es siempre, pero sí me gustaría pensar que esa apertura al otro está ahí, más como un deseo que como una realidad ya cumplida. También a lo otro no humano: aun a riesgo de parecer anticuado, creo que hay que reivindicar la tradición de la poesía de la naturaleza, siempre que no caiga en un bucolismo ingenuo, al que no creo que sea posible regresar. Una poesía de la naturaleza que se haga cargo, claro está, también de lo precario de ese mundo natural y las amenazas que se ciernen sobre él. Pero volviendo a la cuestión del otro, lo que siempre he intentado es que esa reflexión ética o política (no creo que haya que tener miedo a la palabra política) no se convierta en un sermón o en un ejercicio de didactismo desde una supuesta posición de superioridad moral. Por ello, en un libro como Hotel Europa, ya desde el título, hay una pregunta sobre el lugar desde el que se escribe. Para mí la escritura es, ante todo, un espacio para explorar las propias perplejidades y contradicciones, para comprender también el mundo en que a uno le ha tocado vivir. Y ello implica asumir lo que de incomprensión, de malentendido, de violencia latente hay en el lenguaje, todo lo que nos separa del otro y de nosotros mismos.

Una búsqueda, en definitiva, de las otras historias, de las silenciada por la historia canónica, de las víctimas sin nombre…

Efectivamente, ese pasado del que hablábamos antes es múltiple, porque al lado de la Historia con mayúscula, como relato triunfal, están otras historias, a menudo arrolladas por el peso de esa Historia que se quiere única. Por eso me interesa mucho aquellos pensadores que, como Walter Benjamin o Zambrano, desde posiciones a menudo muy distintas, cuestionan esa visión monolítica de la temporalidad. Quiero pensar que la poesía no es ajena a esa necesidad de pensar el tiempo de otra forma.

¿Rastrea, podríamos decir, una ética de la memoria?

Escribir puede ser una forma de piedad, de asumir lo roto, lo fragmentario, lo residual, lo incumplido. Tal vez en ese sentido sí haya una suerte de ética de la memoria, pero precisamente porque hay esa voluntad ética, no se puede caer en la mitificación del recuerdo. Quizá haya que hablar más bien de memorias en plural, de historias que tienen que escucharse unas a otras, no para alcanzar una suerte de objetividad imposible, sino para mantener viva esa conversación con el pasado.

Hay autores canónicos de la escritura del sufrimiento (Celan, Sachs, Jean Améry, Primo Levi, Imre Kértesz y tantos otros supervivientes de la Shoah), que también los tenemos en el ámbito cultural español (el Dámaso Alonso de Hijos de la ira, Blas de Otero, Claudio Rodríguez, Valente, Gamoneda…). Todos han sido testigos, en algunos casos víctimas directas, de la pérdida y de la barbarie. ¿No han enmendado la plana a la sentencia de Theodor Adorno —no por retórica desacertada— y lograron que la poesía sea más necesaria que nunca en estos tiempos permanentemente criminales?

En mi libro El roble de Goethe en Buchenwald hay algunas páginas dedicadas precisamente al célebre dictum de Adorno, en las que intento contextualizar su afirmación dentro de una crítica radical a la cultura (que, si se lee bien, no afecta solo a la poesía) y en un momento histórico en el que, en absoluto, se había comprendido la dimensión de la barbarie nazi. Fue, creo, una llamada de atención necesaria, más allá de ese pathos que impregna tantas declaraciones de Adorno. Y creo que lo es hoy todavía: a fuerza de repetirse, corremos el riesgo de convertirla en un tópico, cuando no en una ocurrencia o una simple boutade. Ingeborg Bachmann, al referirse a la pregunta de Brecht sobre el tiempo en que hablar sobre los árboles es casi un crimen porque implica callar sobre tantos horrores, asegura que son palabras que no necesitan ser superadas. Pienso que tampoco las palabras de Adorno deben ser dejadas de lado o arrojadas al cajón de los trastos inútiles. Entre otras cosas, porque para mí no son tanto una afirmación, como una pregunta o un imperativo, una suerte de mandato a la vez ético y estético. Son palabras que necesitan ser no superadas, sino pensadas una y otra vez, incluso atreviéndonos a alterar los términos del binomio, poesía y Auschwitz. Porque quizá, como afirma Juan Gelman, no estamos en un después de Auschwitz sino en un durante. Y sería una traición a las víctimas convertir Auschwitz en un mito, en una suerte de encarnación del mal absoluto que borre presentes o futuros crímenes en otras latitudes. Tanto Jacques Rancière como Valente han afirmado que, después de Auschwitz, el arte es más necesario que nunca. Creo que, en el fondo, ninguno de los dos niega a Adorno, sino que más bien acepta el desafío latente en sus palabras. Puestos a ello, también cabría preguntarse qué significa la técnica, el deporte, la medicina después de Auschwitz… Quizá la poesía (el arte, en general) tiene una capacidad de autointerrogarse, de cuestionarse a sí misma, que no tienen otras dimensiones de la vida humana. Y por ello resulta tan imprescindible.

La creación artística, más allá de conceptos trillados como el de la deshumanización de las artes, ¿ha exiliado al ser humano?

No lo creo. Y no descartaría el concepto de deshumanización, si dejamos su acepción más común y también la lectura, demasiado formalista, de un Ortega y Gasset. Buena parte del arte más interesante del siglo XX ha nacido de un lugar extraño, como si la propia creación artística fuera consciente de que el sueño del humanismo está una y otra vez en peligro, tal vez por demasiado ingenuo, tal vez por su complicidad con su aparente contrario, la barbarie. Voces como la de Celan o la de cierto César Vallejo parecen dichas desde una voz no humana, desde un idioma extranjero o más allá de lo extranjero. La misma sensación producen mundos asfixiantes como el de Franz Kafka o buena parte de la música contemporánea. Esa aparente inhumanidad del arte me parece, en el fondo, mucho más iluminadora que el espejismo de ese otro arte complaciente, y que resulta, parafraseando a Nietzsche, humano, demasiado humano. Aunque se escude en la defensa de valores pretendidamente eternos. Un nuevo humanismo solo puede nacer desde la conciencia de la precariedad de lo humano, que es siempre proyecto. En ese sentido Martin Heidegger, con su Carta sobre el humanismo plantea lo que podría haber sido un marco para el debate, si no fuera porque lo que subyace a este texto es, en buena medida, un intento de borrar las huellas de su complicidad con el nazismo. Todas las precauciones resultan demasiado pocas cuando lo humanitario es, a menudo, una coartada para todo tipo de violencias.

Martin Heidegger (1889-1976)

Tiene escrito que en cierto modo la poesía lírica es una herejía respecto a la poesía épica. ¿Responde esa afirmación a la preservación de un decir ético?

Sí, pero de una ética que no se formula necesariamente en forma de normas de conducta e imperativos categóricos. Más bien se trata de una ética de resistencia, de resistencia frente a toda falsa pretensión de totalidad, de esa mística del todo que parece desprenderse de la épica. En la medida en que la lírica asume lo fragmentario, lo residual, lo no asimilable, y, en definitiva, lo mortal, cuestiona ese empeño por crear un nosotros ilusorio, una identidad colectiva llamada raza, país, religión… sin que ello implique necesariamente caer en una idealización del sujeto. La poesía que más me interesa no es, desde luego, la que pretende brotar de las entrañas puras de un Yo inmaculado, sino la que comprende lo precario que hay en toda construcción de identidad, su carácter fluido, en buena  medida construido por el propio lenguaje que pretende descifrarla.

Es traductor del alemán, una de las lenguas de la inteligencia ilustrada, pero también el idioma del crimen institucionalizado. ¿Ese acercamiento a la cultura germánica le planteó la misma duda que torturó a Celan y a otros que tuvieron que escribir en la lengua de sus verdugos? Un poema suyo dice: «si escribimos en una lengua que arde,/ es porque no queremos dejar rastro».

Ese poema hace alusión precisamente a un encuentro entre Celan y Nelly Sachs, que arrastraban esa carga. Aunque, desde luego, me ha interesado mucho ese cuestionamiento de la lengua alemana por parte de pensadores y creadores (Celan, Victor Klemperer, Bachmann, Améry…), pienso que esa pregunta debe servir no para quedarse en un pasado petrificado, y por lo tanto mítico, sino para interrogarse sobre el presente. Sobre nuestra propia forma de situarnos ante la tradición y el habla. No creo que haya lenguas inocentes o ajenas a la violencia. En todas las lenguas hay espacio tanto para la ternura como para la crueldad. En todas uno puede declarar su amor o declarar la muerte de un enemigo. Ingeborg Bachmann decía, por otra parte, que en la lengua se esconde una suerte de utopía y sospecho que es así, en tanto que el propio hecho del habla esconde la promesa de una comunicación plena. La poesía nace, en buena medida, de ese impulso utópico, pero también de la lucidez de comprender lo lejos que estamos de esa promesa. El lenguaje es muchas veces el lugar de la manipulación, de la negación del otro.

El espíritu del haiku late en su poesía. ¿Su apuesta por la esencialidad de la dicción responde a un rechazo de tanta verborrea poética?

Puede ser, aunque tal vez sea fruto de una incapacidad personal para el poema largo. De hecho, como lector, me interesan tanto las formas breves como los textos de una poesía torrencial. Cuando se produce ese milagro, encuentro fascinante que un poeta sea capaz de mantener a lo largo de cientos de versos una tensión lingüística. Y es precisamente esa tensión, como lector y como escritor, la que busco siempre. Pero, en efecto, creo que en mi escritura, quizá en toda poesía, late el rechazo no solo de la verborrea poética, sino de toda verborrea: de la inanidad de tantos discursos (sociales, políticos, sentimentales…) que nos atraviesan.

Releía estos días los ensayos de Juan Benet y su insistencia en el Grand Style. Subrayé una frase en la que afirma que el estilo es el esfuerzo del creador por superar «el interés extrínseco de la información, con el fin de extraer de ella su naturaleza caediza y confeccionarle otra perdurable». ¿Lo comparte?

Confieso que cada vez más me resulta sospechosa la pretensión de lograr una voz propia, un estilo único. Por ello no sé hasta qué punto me siento identificado con la frase de Benet. Para mí, el estilo es algo más humilde, más provisional incluso. No se trata tanto de construir algo sólido, definitivo, como de una actitud de resistencia frente a todas las inercias que conlleva el lenguaje. Y uno nunca está a salvo de esa inercia. Cada vez que escribimos hay que hacer frente a toda esa carga de frases hechas, de palabras opacas y de tópicos. El estilo, en mi opinión, se parece poco a levantar un fuerte dique contra el oleaje y mucho al intento desesperado de un náufrago por no dejarse arrastrar por la marea.

¿Sufrimos una literatura volátil, una literatura de salón de masajes?

Esa literatura siempre ha existido. Y a menudo ha hecho sombra a quienes han tenido un concepto más exigente del arte. Es, hasta cierto punto, normal que así ocurra: a nadie le gusta que le hagan temblar el suelo bajo los pies. Lo que me preocupa es que, mientras que ha aumentado el número de potenciales lectores, parece haberse generalizado una suerte de comodidad frente al hecho artístico. Y no hablo solo del lector común, sino también de no pocos medios académicos y críticos, de los que se esperaría una mayor amplitud de miras. Al fin y al cabo, leer es asomarse a una alteridad. Y a eso a lo que parece que estamos cada vez menos dispuestos. No queremos que nadie cuestione nuestro mundo propio. Es la cultura del selfie, que diría Antonio Méndez Rubio.

Ahí rampa triunfante la poesía tuitera, la de las redes sociales, que desborda los Cuarenta Principales literarios. No sé si molesta la expresión, pero percibo que nos quieren dar gato por liebre. Estos autores hacen una explícita renuncia a la razón de ser de la escritura, a la razón poética zambraniana de la que hablábamos. ¿Discrepa?

Bueno, no creo que hayan leído a María Zambrano. Ni siquiera sé si han oído hablar de ella. De nuevo esa cultura del selfie, una literatura de ombligos: escribir y leer para ver confirmada la imagen de uno mismo. Lo malo es que las redes sociales y el mundo virtual crean esa ilusión de que esa pequeña provincia es un territorio inmenso. Ahí está otra vez el rechazo a la alteridad, a atreverse a mirar desde otros ojos. Y ese rechazo empieza por el hecho de que quien escribe no siente la obligación, más bien, la necesidad de leer, cuando el verdadero privilegio es ser lector, no escritor… De ahí ese adanismo ridículo de quienes creen haber descubierto el Mediterráneo porque en sus versos, por llamarlos de alguna manera, introducen palabras malsonantes o ambientes nocturnos, de barra de bar… Por no hablar de un retorno al sentimentalismo más sonrojante, de eterno adolescente. No es que no hayan leído a Stéphane Mallarmé. Es que no  han leído ni a Gustavo Adolfo Bécquer, que escribió aquello de «Cuando siento no escribo».

¿No le llama la atención la bendición que les otorgan algunos de nuestros santones de las letras a estos poetas top ten?. ¿Encuentra alguna explicación?

Es lamentable, pero confieso que no me sorprende en absoluto. Me parece casi lógico, la verdad. Valente hablaba, con sorna, de la pretensión de quienes se preocupaban más por la antología que por la ontología. Hay algunos que siempre se han arrimado al sol que más calienta y, conforme van cumpliendo años, tienen la suficiente lucidez como para darse cuenta de que no han dejado verdaderos discípulos. Y apenas epígonos. La suya no deja de ser una desesperada estrategia de supervivencia, más allá del evidente oportunismo.

Pese a todo, aún hay motivos para cierta esperanza. Por ejemplo, en la lista de ventas de los últimos meses de El Cultural figura entre los diez libros más vendidos la poesía completa de Ingeborg Bachmann. Y Bachmann son palabras mayores.

Sí, desde luego. Bachmann me parece un nombre fundamental en la lírica europea del pasado siglo, a pesar de una recepción en España que yo calificaría, como poco, de insuficiente. Hay en ella una radicalidad estética que es, a la vez, ética y política. Ojalá que la publicación de su poesía completa sirva para que ocupe el lugar que merece.

Ingeborg Bachmann (1926-1973)

Alejémonos de la casquería literaria y volvamos a la «conversación con los difuntos» quevediana. Vivimos, en efecto, tiempos de un presente perpetuo, decía Eric Hobsbawm, negados a dialogar con nuestros muertos. Y lo primero que hacemos para sepultarlo más es expulsar a las humanidades de nuestras aulas. Usted, como profesor lo padece. ¿El arrinconamiento de asignaturas como filosofía, lengua, literatura, artes o historia busca cerrar las puertas a una educación inclusiva ética y socialmente, esa que forma ciudadanos de bien?

Habría que preguntar a los legisladores, pero, desde luego, la casi desaparición de la filosofía en la última reforma educativa da que pensar, máxime si se tiene en cuenta que la LOMCE supone, al mismo tiempo, dar mayor peso, incluso en la nota de Bachillerato, a la religión católica. Se cierran puertas a un pensamiento cívico mientras que se abren otras para la religión como dogma, no para una historia de las religiones, cuyo estudio sería, desde luego, muy enriquecedor y necesario. De todas formas, si se atiende a las horas de clase, asignaturas como Lengua o Historia parecen tener un peso considerable… El problema no está, por tanto, solo en las horas lectivas, sino en los programas educativos y en la orientación general de estas materias. Así, el programa de lengua castellana y literatura, ya desde Primaria, resulta repetitivo y excesivamente teórico, con un peso exagerado de conceptos gramaticales. Me consta que son muchos los docentes que imparten (impartimos) la materia que consideran (consideramos) que el planteamiento de la misma debe cambiar de raíz. Pero la opinión de los profesores parece importar muy poco. Leer y escribir deberían ser los objetivos principales de la asignatura, y, en cambio, muchas veces, ocupan un lugar por completo secundario. Por otra parte, la enseñanza de la literatura sigue pecando de un enfoque en exceso historicista y nacionalista. ¿Qué sentido tiene, por ejemplo, estudiar a José María de Pereda y no a Fiodor Dostoievski o a Gustave Flaubert? Si se trata de crear lectores competentes y cultos, ¿es más importante conocer la obra del marqués de Santillana que la de Homero o William Shakespeare? Lamentablemente vamos en la dirección contraria: la práctica desaparición de la literatura hispanoamericana en el programa de la LOMCE muestra el avance de un provincianismo cada vez más obtuso y regresivo.

En El roble de Goethe en Buchenwald plantea una reflexión sobre cultura y barbarie. Recuerda que los genocidas, al construir este campo de exterminio, salvaron de la tala un único árbol por ser supuestamente bajo el que Goethe —que simboliza la antítesis de la deshumanización— había compuesto algunas de sus obras. La cultura, la alta cultura, no es ningún antídoto para la bestia que convive en nuestra sociedad. Lo afirmo, no se lo pregunto. ¿Lo comparte?

Sí, por supuesto, pero precisamente en ese libro, planteo la necesidad de replantearnos a qué llamamos cultura, rememorando aquel debate entre cultura y civilización que se dio a principios del pasado siglo. Resulta ingenuo plantear la cultura como salvación, sobre todo, cuando se convierte en un mito identitario más. Pero ello no implica a renunciar a interrogarnos desde el arte sobre aquello que nos interpela.

Auschwitz, cómo metáfora, nos ha venido bien para explicar al bárbaro que habita en nuestra casa. Pero de poco ha servido. Ahí están los genocidios de los Balcanes, África u Oriente Medio; eso que llamamos populismo, que en más de una ocasión es puro y duro fascismo, triunfando en todo el planeta o, aquí en España, el segundo país del mundo con más desaparecidos, donde una parte significativa de ciudadanos se tira al monte cuando se plantea desde la legalidad democrática despojar de honores a un criminal como Franco. ¿Qué nos pasa? Erraría Adorno al diagnosticar la imposibilidad de crear arte después de Auschwitz, pero tal vez acertó en que el arte, la cultura, el cultivo de la inteligencia y de las emociones no inmunizan ante la fiera que hay en nosotros.

No nos inmunizan, eso está claro, pero tampoco debemos caer en el error contrario y despreciar el hecho de que la ignorancia es el caldo de cultivo perfecto para la manipulación y la creación de chivos expiatorios. Me parece importante recalcarlo, a pesar de su obviedad, porque corremos el riesgo de olvidar que ha sido gracias a los libros y a la inteligencia como se ha abierto la posibilidad de un pensamiento crítico, posibilidad a menudo traicionada y fracasada, pero que ni siquiera existiría si no hubiera habido mentes lo suficientemente audaces para plantearse otra realidad que la que tenían ante sus ojos.

En su poesía, especialmente en Hotel Europa, hay una constancia en los interrogantes. Escribe en este libro: «¿Por qué preguntas por Europa? ¿Sabes tú algo de ella?… Prefieres quedarte ahí callado, insistiendo en una pregunta que ya nadie se hace». Sé que no es sobre el futuro político de la Unión Europea, pero sí un requerimiento al fracaso de la idea humanística de la Europa que surge de Atenas y Jerusalén. ¿Me equivoco?

Sí, en efecto, alude al sueño del humanismo encarnado en Europa, pero no sólo desde la constatación del fracaso de esa utopía, sino también desde la duda de qué podemos rescatar de esa herencia. Y, aunque efectivamente el libro no trate sobre el futuro político de la Unión Europea, es evidentemente una de esas preguntas que está en el aire. Como también planea sobre el título y sobre ciertos textos, la actitud de Europa ante cuestiones tales como la inmigración o la llamada crisis de los refugiados. El libro ha tenido un largo proceso de escritura, y por tanto recoge resonancias ya viejas y muy nuevas… y con referencias que desbordan, claro está, el ámbito europeo.

Una preocupación ética y estética que, tras nuestro fracaso ilustrado europeo, le lleva a preguntas, permítame la expresión, más globales. Mato Grosso, las víctimas de sus agresiones militares, Ciudad Juárez, Mozambique, Manila… están en su poesía. No sólo hemos fracasado, ¿también hemos exportado nuestra barbarie europea?

Me había propuesto citar a Benjamin lo menos posible, porque referirse a él se ha convertido en una especie de tic intelectual, pero creo que hay que volver siempre a su afirmación de que los documentos de la cultura son a la vez documentos de la barbarie (y desde ahí podríamos entender mejor la frase de Adorno a la que nos hemos referido antes). Europa ha exportado a la vez barbarie y civilización, y no siempre resulta fácil señalar que es lo que corresponde a una y a otra. Ahí está, por ejemplo, el fenómeno del colonialismo, con todas sus sombras y apoyado a menudo en un discurso pretendidamente humanista y civilizador. Para bien y para mal, la historia mundial ha sido, durante siglos, una historia con marcado acento europeo, aunque hoy día la influencia de Europa sea cada vez menor… No se trata de regodearse en el pasado, ni explorar sin más un estéril sentimiento de culpa, como esbozar un lugar posible. Me gusta mucho el final de Las ciudades invisibles de Italo Calvino, donde este propone «buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio». De eso se trata, de dejar espacio.


César Iglesias es licenciado en filología española por la Universidad de Oviedo. Ha trabajado desde 1982 como periodista en diferentes medios de comunicación (Cadena SER, La Nueva España y La Voz de Asturias) y en gabinetes de comunicación de instituciones públicas. Es autor de la plaquette Las casas pechadas (Trea, 2011) y de los libros Lengua del duelo (Trea, 2016) y Piazza del bacio (Trea, 2016), este último en colaboración con el artista plástico Federico Granell.

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