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Kirk Douglas: un hombre contra el progreso
/por Michel Suárez/
En 1982, el inefable Sylvester Stallone protagonizaba Rambo (Ted Kotcheff), una de las películas políticamente más emblemáticas de los ochenta, que le reportó un éxito duradero y tan excesivo como el que había obtenido anteriormente con las primeras entregas de la saga de Rocky. La década había arrancado con una mudanza de inquilino en la Casa Blanca que anunciaba un giro ideológico cuyos objetivos declarados eran el desmantelamiento del Estado asistencial, una fábula en los Estados Unidos, y la reedición del espíritu imperial que había caracterizado al país en el último siglo. El asalto al poder por parte de los halcones más recalcitrantes, con Ronald Reagan como cabeza visible, allanó el terreno para la puesta en marcha de una política exterior despojada de complejos, una noticia especialmente funesta para América Central, escenario de un atroz terrorismo de Estado teledirigido desde Washington.
Después de la humillante derrota en Vietnam, de los escándalos de espionaje en el seno del Partido Republicano y de un discurso demócrata escandalosamente hipócrita, el clima ideológico parecía propicio para la emergencia de una figura carismática que prometía reverdecer el glorioso pasado imperial de una nación infestada de rojos, liberales y pacifistas.
En algún lugar Borges escribió que en una sociedad ideal «los políticos tuvieron que buscar oficios honestos; algunos fueron buenos cómicos o curanderos», y Ronald Reagan se empeñó en confirmarlo, aunque recorriendo el camino inverso.

Orgulloso de su pasado de esquirol y rompehuelgas en Hollywood, donde ejerció de celoso vigilante de los valores americanos frente a la paranoia anticomunista, Reagan accedió a la presidencia como encarnación de un militarismo puritano que no disimulaba el propósito fundamental de los republicanos: la implementación de un programa de agresión contra las clases populares y el desmantelamiento de conquistas sociales. La elección de Reagan demostró que ser un actor de quinta categoría tal vez no fuese digno de mucha estima en Hollywood, pero en Washington constituía una virtud muy apreciable. Entre retratos de próceres y padres de la patria, los selectos visitantes de la Casa Blanca podían contemplar un cartel de Rambo, una de las películas favoritas del fotogénico presidente.
La historia del exboina verde John Rambo representó una catarsis simbólica de la humillación vietnamita. Rambo fue un oportuno recordatorio de la necesidad de dar un escarmiento al mundo. Para Reagan, esa revancha pasaba por un incremento del gasto militar destinado a restituir a los Estados Unidos el papel de gendarme que siempre le había correspondido en el orden geopolítico mundial.
La película estaba basada en la novela de David Morrell First blood, publicada una década antes, e inspirada en Lonely are the brave, un filme de David Miller que pasó por los cines sin pena ni gloria. En efecto, la segunda novela de Edward Abbey, The brave cowboy (1956), había caído en manos de un entusiasta Kirk Douglas, quien llamó inmediatamente a Dalton Trumbo para que se hiciese cargo del guión. En síntesis, narra las aventuras de Jack Burns, un vaquero solitario acostumbrado a la vida en los grandes espacios naturales de las montañas de Nuevo México sin más compañía que su yegua Whisky. Cuando se entera de que su viejo amigo Paul ha sido encerrado por haber ayudado a unos emigrantes clandestinos a atravesar la frontera, pone rumbo a la ciudad para tratar de liberarlo. Antiguo compañero de aventuras en las montañas, Paul había abandonado esa vida nómada para formar una familia junto a un antiguo amor de Jack, una jovencísima y maternal Gina Rowlands, y probar suerte como escritor.

Tras una breve visita a su mujer, Jack se hace detener para encontrarse con Paul y planear la fuga. Aunque agradecido por su generosidad, éste se niega, ya que no está dispuesto a sacrificar su matrimonio y una prometedora carrera literaria para regresar su vida anterior. Jack comprende entonces que las cosas han cambiado; que Paul se ha integrado a un modo de vida radicalmente incompatible con sus principios, y prepara su fuga en solitario.
A partir de ahí, comienza una caza al hombre comandada por el sheriff Morrey Johnson —un excelente, como siempre, Walter Matthau—, que hostiliza al fugitivo por todos los medios tecnológicos a su alcance, mientras Jack y su yegua intentan alcanzar las montañas.
El enorme prestigio acumulado por Kirk Douglas a lo largo de su extensa carrera le había proporcionado la posibilidad de controlar las películas en las que intervenía de forma casi absoluta. De este modo, escogió a Jerry Goldsmith para componer la banda sonora, pero también a la mayor parte del reparto y al director, decantándose finalmente por David Miller, un realizador de segunda fila que, a pesar de las objeciones posteriores del propio Douglas, firmó un trabajo notable. Protagonista y supervisor exclusivo del filme, Douglas no necesitó una motivación especial para dar vida a un personaje hecho a su medida: un tipo aguerrido y austero, profundamente leal y con un elevado sentido de la amistad, valores muy apegados al perfil de Douglas, especializado en encarnar temperamentos enérgicos y carismáticos, rudos, pero de buen corazón.
La negativa de Jack a sacrificar una existencia en plena naturaleza para ajustarse a los rigores de un mundo crecientemente burocratizado y mecanizado lo convertía en un inadaptado; en un individuo anacrónico cuyo modo de vida no estaban en sintonía con un mundo en permanente innovación. «El mundo en el que vives no existe, tal vez no haya existido nunca, ahí fuera está el mundo de verdad, con fronteras que separan y rejas que respetar, con leyes que es necesario cumplir; si no te adaptas a las reglas del juego, perderás, lo perderás todo», le reprende con cariño el personaje de Gina Rowlands; pero Jack sabe que ya es demasiado tarde para abandonar a esa «muchacha salvaje» llamada libertad.
Con oficio, Miller, ofrece a lo largo de la película una visión clara del conflicto entre las concepciones del mundo del protagonista y la realidad. Así, en un magistral plano inicial, el vaquero acostado en la inmensidad de la pradera ve perturbado su descanso por la aparición de elementos aparentemente extemporáneos: dos aviones supersónicos que surgen en el campo visual de forma sutil. En otro plano, Jack se ve forzado, en medio de un vasto espacio, a descender de su yegua para cortar la alambrada y retirar los carteles de «propiedad privada». La persecución policial escenifica la confrontación entre el hombre técnico dotado de los más modernos inventos y el individuo mimetizado con el medio natural, un pionero contemporáneo que procura amparo en el paisaje sin más ayuda que un animal.
La película expone con sutileza la hostilidad que Jack suscita en los demás. Su resistencia a la marcha del mundo es entendida como un desafío a quienes se adaptaron al mundo, pero que en el fondo no dejan de experimentar un cierto embarazo por haberse tornado carne de cañón. Sin embargo, Miller y Douglas no muestran a Jack como una figura ridícula o digna de sarcasmo. La decisión de abandonar las montañas y enfrentar graves peligros para ayudar a su amigo despierta un sentimiento de empatía y proximidad.
Su irreductibilidad también provoca admiración y respeto en el sheriff Johnson, el encargado de organizar su caza. Reconoce en Jack el idealismo y el coraje de un hombre decidido a luchar por su independencia hasta las últimas consecuencias, un ejemplo de integridad que ejerce de contrapunto al conformismo y la mediocridad que le rodea. En el fondo, su hartazgo le hace comprender que aquel vaquero que lo arriesga todo en nombre de la amistad no es un simple salvaje ni un delincuente; y por eso se niega a tratarlo como un prófugo cuando, al final, abatido y sin escapatoria, entiende que un hombre así puede ser un perdedor, pero no un fracasado; eso sí, reconoce que su causa es tan noble como estéril.
No cabía otro final para Jack que el de ser arrollado por la máquina. La metáfora del progreso como fuerza avasalladora adquiere aquí su punto simbólico más álgido: Douglas y Whisky son atropellados por un camión que transporta, para mayor escarnio, tazas de váter. Un final terrible: Jack, inerme, con la mirada perdida, escucha el tiro de gracia descerrajado a su moribunda compañera mientras se ve rodeado de curiosos que contemplan el espectáculo del hombre caído y los enfermeros lo depositan en la ambulancia con una indiferencia brutal. A su lado, un policía ordena que se reanude el tráfico: magnífico epílogo que denuncia la frialdad de un mundo sin piedad.
Lonely are the brave tuvo cierta repercusión en los círculos contraculturales de finales de los sesenta, pero, en términos generales, permanece como un trabajo poco conocido. Integra una larga lista de películas que cantan el adiós de una época: westerns melancólicos que alcanzarán con Grupo salvaje de Peckinpah una altura insuperable y constituyen un sincero homenaje a una estirpe de hombres cuyo único capital eran sus códigos de honra y la fraternidad, depositarios de un sentido de la justicia que se oponía al reino del cinismo que anunciaban los nuevos tiempos.
Resulta inevitable no asociar el personaje de Jack con el de Jason Robards en The ballad of Cable Hook, un solitario engullido, literalmente, por la máquina cuando el amor había llamado a su puerta. En todo caso, Jack es un remanente extemporáneo de Cable Hook: si el progreso que amenaza al primero avanza a la velocidad de los automóviles en los albores del siglo XX, Jack habita el tiempo de la bomba y los reactores. En ambos casos, el hombre es derrotado por sus propias creaciones.
Una mirada superficial a la filmografía de Kirk Douglas impresiona: pocos pueden presumir de un historial tan amedrentador como el de esta gloria viva del cine que actuó a las órdenes de directores como Jacques Tourneur, Lewis Milestone, Mark Robson, Joseph Mankiewicz, Michael Curtiz, Billy Wilder, William Wyler, Raoul Walsh, Stanley Kubrick, Robert Aldrich, Anthony Mann, Elia Kazan, Howard Hawks, Vincente Minnelli, Edward Dmytryk, Richard Fleischer, King Vidor, John Sturges, Henry Hathaway o André De Toth, entre otros. Pero, a pesar de ese curriculum deslumbrante, él siempre consideró Lonely are the brave su película favorita, tal vez porque en ningún otro papel aglutinó de forma tan romántica esa rebeldía instintiva y feroz que le caracterizaba.
A principios de los ochenta, Hollywood mostraba ya una indisimulable querencia por robots, extraterrestres y guerras interplanetarias que abarrotarían las salas de cine en las décadas siguientes. Por su parte, Rambo acumulaba secuelas que provocaban trances colectivos de patriotismo. Entretanto, Jack Burns, el original de esa copia miserable, permanecía olvidado, excepto para algunos directores sensibles (Eastwood) que supieron retratar el mismo desencanto de Peckinpah y Miller. En una época carente de referentes genuinos, no sería una mala idea festejar la rebeldía de Douglas en este hermoso canto a la naturaleza, la libertad y la resistencia.
Michel Suárez (Pola de Siero, Asturias, 1971) es licenciado en historia por la Universidad de Oviedo, con estancia en la Faculdade de Letras de Coímbra, y máster y posteriormente doctor en historia contemporánea por la Universidad Federal Fluminense de Río de Janeiro, con estancia en París I, Panthéon-Sorbonne. Además, edita y es redactor de la revista Maldita Máquina: cuadernos de crítica social. Lo fundamental de su pensamiento fue abordado en esta entrevista para EL CUADERNO.
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