Juan Manuel Rodríguez Tobal: Esto era
/una reseña de Carlos Alcorta/

No es Juan Manuel Rodríguez Tobal (Zamora, 1962) un autor que se prodigue demasiado. Su libro anterior, Icaria, data de 2010. Han tenido que transcurrir, pues, ocho años para que vea la luz Esto era, un título contundentemente ambiguo que, antes de adentrarnos en las páginas del libro puede asociarse con cierta sensación de desengañado o, en el caso opuesto, con el afortunado resultado de una incesante búsqueda. Sin embargo, poco después de comenzar a leer los poemas del libro nos damos cuenta de que, sin pretenderlo, habíamos caído en una bipolaridad errónea. Esto era, como expone el autor en el último poema del libro, es mucho más, es una indagación de carácter existencial y metafísico muy poco frecuentes en la poesía actual: «Esto era./ Tú estas/ adonde ya no puedo acompañarte,/ ni tú puedes ahora caer sobre mi miedo […]/ En ti no había secretos,/ había ritos y estremecimientos,/ había lágrimas/ que nos desposeían a los dos del tiempo./ Y una tristeza que te daba nombre./ y una pérdida suma de las pérdidas./ El vacío de ti frente al vacío del mundo:/ dos espejos reflejando cara a cara/ una ausencia. Mi vida. // Esto es./ Esto era». Demoledor, como resulta fácil apreciar. Si no fuera por la distancia temporal que los separa —y dicho con todos los reparos, porque en la poesía de Rodríguez Tobal Dios no está presente tal cual y el destino del hombre no posee un matiz tan trágico)—, podríamos encuadrar estos poemas bajo la influencia unamuniana o de la llamada poesía agonista de la inmediata posguerra, principalmente de poetas como Vicente Gaos y, sobre todo, de José Luis Hidalgo (Rodríguez Tobal ha titulado un libro suyo Los animales, como ya hiciera en 1945 el poeta torrelaveguense).
Estamos ante una poesía de marcado carácter intimista que desoye las llamadas del mundo y se refugia en las contradicciones inherentes al ser humano, más intensas, si cabe, en este comienzo del siglo XXI que en otras épocas aparentemente más convulsas. Si atendemos a las propuestas taxonómicas al uso en lo que se refiere a la poesía española de los últimos decenios, no resulta fácil encasillar una poesía tan personal y tan alejada de servidumbres estéticas como la de nuestro poeta. Por edad, pertenece a la llamada Generación de los Ochenta, pero incluso la proclamada diversidad de esta época se nos antoja insuficiente para definirlo. Rodríguez Tobal posee —como Aurora Luque, estricta contemporánea, o Juan Antonio González Iglesias— una formación clásica. Son reconocidas sus traducciones de autores como Safo, Anacreonte, Catulo, Ovidio o Virgilio entre otros, autores que han influido sin duda en su forma de concebir el poema. Sin embargo, en este libro, en Esto era, las posibles influencias presumo que van por otros derroteros. No hay reinterpretación mítica ni visualización filosófica, por lo que resulta mucho más complejo reconocer dichas influencias que en los poetas mencionados.
El libro está dividido en dos partes, «Las piedras» y «Esto era». En la primera, la piedra, asociada con el origen del ser, con lo intemporal, muestra el conflicto interior del poeta, un conflicto que desemboca en inevitables contradicciones (sin ellas, me temo, no hay poesía), manifiestas ya en el primer poema, como queda patente en estos versos: «Aprendimos las piedras./ Aquella infinitud/ cabía en unas manos. // Amábamos las cosas pasajeras/ con la alegría torpe de las bestias pequeñas». Lo infinito parece estar enfrentado a lo pasajero, pero la función del poema es desubicar los lugares comunes, relacionar opuestos.
La piedra parece ser, además, capaz de transmutarse en algo vivo y entonces adquiere la turgencia de un labio, la frescura de la evidencia y se hace una con quien es testigo de dicha transformación: «Olía a cuerpo nuestro aquella voz,/ aquella piedra mínima que abría/ un lugar para el frío entre nosotros». Escuchamos ecos de Juan Ramón Jiménez por aquí y por allí, en la transparencia, en las noches turbias que se suceden también en Piedra y cielo: «Por la noches buscábamos sus lágrimas/ para guardar nuestra alegría en ellas», escribe Rodríguez Tobal. La vinculación con los poemas más panteístas del ya mencionado Hidalgo —por ejemplo, el del poema «Dios en la piedra»— tampoco me parece un dislate, como no lo es la dialéctica que se establece entre el yo y el mundo natural.
La segunda parte del libro, mucho más extensa que la precedente, mantiene una relación estrecha con ella, pero la piedra originaria, la piedra hecha de silencio se corporiza, se hace —ya se insinuó anteriormente— una con el ser: «He llegado a mi sombra sin saberlo,/ he tocado la piedra que conforma mi cuerpo/ en el lugar más bajo del alma y del espacio. /Me esperaba este frío desde siempre. // Raíz de quién, de cuándo,/ de qué muerte» (las evidentes relaciones con la poesía de Hidalgo no pueden ser casuales: Raíz y Los muertos, dos de sus títulos, parecen tutelar solapadamente muchos de los versos de Rodríguez Tobal. La narratividad contenida, el despojamiento verbal resultan apropiadas fórmulas para una poesía que se adentra en una indagación identitaria que se remonta a la infancia («Viene con mi sonrisa a recordarme/ que la felicidad/ no fue temperatura de nuestra vida nunca,/ y que siempre ha sabido reír nuestra tristeza») y alcanza la madurez actual, una indagación que adquiere tonos oníricos, casi fantasmales, en ciertas ocasiones («Veo pasar mi cuerpo y a su paso/ crece la luz./ Sé que la luz es hoy un principio de muerte/ y que no siempre crece lo que salva»). Este flirteo con los límites de la realidad no precisa, como se ve, de un lenguaje abstracto. Por el contrario —y esta es una de las muchas virtudes de esta poesía—, es un lenguaje perfectamente inteligible que sabe sacar partido a las aliteraciones, a los encabalgamientos, a las paranomasias, etcétera. Estamos, en definitiva, frente a una poesía de carácter simbólico que yuxtapone experiencias, que desordena recuerdos y que no precisa de un contexto reconocible para, a la vez que analiza al autor mediante una especie de diálogo consigo mismo, emocionar al lector, atraparle en una red de significados que hacen del mirar y del ser mirado una lección de vida, porque, como escribe Rodríguez Tobal, «Hay estados que nacen en la mirada».
Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas(2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
¡Qué ganas de leerlo! La poesía de Juanma es algo que te toca muy dentro.