De rerum natura
Excepciones a la norma
/por Pedro Luis Menéndez/
Cada cierto tiempo aparece en algún medio de comunicación la referencia a conocidos fracasos escolares de personas que, en su edad adulta, terminan por destacar de manera extraordinaria por sus obras, sus descubrimientos o sus aportaciones a la historia: Albert Einstein, Charles Darwin, Winston Churchill, Thomas Edison… y una larga lista que incluye artistas no admitidos en escuelas de arte, escritores que suspendían literatura y cosas por el estilo. Del mismo modo, las redes repiten incansablemente afirmaciones o frases tópicas de esas mismas personas con respecto a lo que supuso en sus vidas el paso por la escuela (no tiene demasiada importancia para los receptores-consumidores que esas afirmaciones sean ciertas o no).
El mensaje que se difunde a partir de estos datos es doble. Por una parte, parece claro que usted puede triunfar en el mundo adulto después de haber fracasado en el mundo escolar, siempre y cuando sea capaz de descubrir la idea, el hecho o el producto que le sitúe en la cúspide de algo: la ciencia, el arte, la política, los negocios. Por otra parte, a las familias se les transmite que resulta posible que sus retoños fracasen en la escuela porque en realidad son genios ocultos a quienes sus profesores no saben valorar.
En apariencia, resulta fácil la demostración de lo falso de este enfoque si acudimos a los datos estadísticos. El porcentaje del alumnado que fracasa (y empiezo a cursivar) en la escuela guarda relación directa con el número de fracasados posteriores en su formación como adultos. Que luego alcance puestos de trabajo altamente remunerados o puestos de trabajo de muy baja cualificación y salarios muy escasos depende más de su origen social que de sus estudios, del mundo relacional de su familia y de su punto de partida en la sólo aparente equidad que proporciona, por ejemplo, una titulación universitaria.
Sin embargo, ésta es una verdad a medias, porque resulta también evidente el fracaso de los superdotados (ahora, a causa de estos eufemismos que nos gustan tanto, hablamos de alumnado con altas capacidades), que se estrellan en muchas ocasiones contra el sistema escolar. Y todos los Einstein, Darwin, Churchill y demás presentaban rasgos claros de superdotación. ¿Cómo es posible que aquellas personas con mayor capacidad intelectual no puedan demostrarla en la escuela? Así regresamos al profesorado que no supo verlo, que confunde en su día a día (y esto también es cierto) al alumnado talentoso con el de altas capacidades, y piensa que existe una relación directa entre calificaciones elevadas y talento, olvidando que lo que juzga normalmente la escuela es el talento académico y no otras cosas.
Todo esto es claramente comprobable en la mayoría de las ocasiones, pero vuelve a ser otra verdad a medias, porque se trata de una cuestión sistémica y no organizativa o circunstancial. La estructura escolar (tal como la conocemos hoy) nació para homogeneizar individuos cortados por el mismo patrón; así que, mientras sigamos en los mismos edificios cerrados al mundo (como las cárceles, los hospitales o los establos), aprendiendo las mismas cosas (rancho para todos) en los mismos tiempos (con horarios rígidos y uniformes, como en las cadenas de montaje), con los mismos materiales y las mismas exigencias, todo seguirá igual o peor, porque la escuela cada vez responde menos a las demandas sociales.
Y eso que llamamos atención a la diversidad y repetimos como un mantra seguirá en el papel de las leyes y programas educativos pero fuera de la realidad cotidiana de las aulas, que ni están ni estarán —si persistimos en la misma estructura— preparadas para ello. En la escuela triunfan quienes mejor se adaptan a los estándares del propio sistema. Y no se trata de leyes ni de recursos económicos o humanos, porque es un problema de calado mucho más profundo; un problema de delimitación de lo que entendemos por enseñanza y de cómo debe organizarse ésta.
¿Nos podemos permitir otra cosa desde el punto de vista económico? ¿O no es un problema económico sino que se trata de repensar la escuela, su esencia y no sólo sus circunstancias, que es a lo que normalmente atendemos en leyes y leyes y leyes que se suceden en el tiempo en dependencia exclusiva de los vientos políticos? Y si sabemos que esto es así, ¿por qué no nos detenemos a pensar en un cambio real e iniciar de una vez por todas ese cambio? Porque la educación, como es bien sabido, interesa muy poco realmente (el barómetro del CIS suele situarla en el noveno lugar entre los diez asuntos que más preocupan a los españoles).
Que una sociedad pueda prescindir de esta manera de una parte importante de su talento potencial vuelve a ser otra verdad a medias, porque el talento no nos hace mejores personas; por lo tanto, su pérdida no necesariamente daña a la sociedad; de hecho, en algunos casos la beneficia. También había médicos eminentes de altas capacidades (los sigue habiendo) en los campos de concentración.
De tal modo que todo lo anterior me lleva únicamente a la necesidad de repensar la escuela en términos éticos y no económicos (que es a lo que nos empuja la OCDE y demás). O repensamos una escuela en que la educación del talento vaya unida a una visión ética y humanista del mundo o seguiremos fabricando esclavos de alto nivel para que se incorporen al sistema productivo como una pieza más, eso sí, bien filtrados por el propio sistema de manera que cumplan con las expectativas de unas élites dirigentes a las que les importa muy poco o nada que la escuela sea transformadora o crítica o comprometida con la propia sociedad que la mantiene. De hecho, les estorba una escuela entendida en estos términos.
Déme usted trabajadores eficientes que no hagan preguntas, y a los indecisos, los inseguros, los críticos, los pensadores, déjelos usted en su casa, que es donde mejor están. Cuanto menos estorben, más beneficio sacaremos. Y si alguno al final nos sale un genio, bienvenido sea porque tal vez nos resulte útil, siempre y cuando acabe ajustándose al molde.
Como afirmaba John Locke, uno de los padres de la educación moderna, «nadie está obligado a saberlo todo. El estudio de las ciencias en general es asunto de aquellos que viven con acomodo y disponen de tiempo libre. Los que tienen empleos particulares deben entender las funciones, y no es insensato exigir que piensen y razonen solamente sobre lo que forma su ocupación cotidiana».
La Chalotais, un defensor eminente de la Ilustración, en una crítica durísima a los Hermanos de la Doctrina Cristiana les reprochaba —con el aplauso de Voltaire— que «enseñan a leer y a escribir a gente que no necesita más que aprender a dibujar y a manejar el buril y la sierra, pero que no quieren seguir haciéndolo […]. El bien de la sociedad exige que los conocimientos del pueblo no se extiendan más allá que sus ocupaciones».
Juan Bravo Murillo, insigne político del que puede rastrear usted calles y estatuas dedicadas a su persona, presidente del Consejo de Ministros de España entre 1851 y 1852, ministro de Gracia y Justicia en 1847, ministro de Comercio, Instrucción y Obras públicas en 1848, ministro de Hacienda en 1849, además de presidente del Congreso de los Diputados en 1858, lo expresó con claridad: «No necesitamos hombres que piensen, sino bueyes que trabajen».
Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016) y la novela Más allá hay dragones (2016). Recientemente acaba de publicar en una edición no venal Postales desde el balcón (2018).
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