Viejuno
/por Francisco Abad Alegría/
Nos acercamos a la segunda década de la irrupción de tan innecesaria y confusa expresión en la cocina y gastronomía de nuestro país. Parece que su paternidad llegó desde tierras vizcaínas, curiosamente herederas en historia y cultura de la fundación del caballero logroñés López de Haro, que consolidó el señorío de Vizcaya y su lengua natural nacida en las tierras de Gonzalo de Berceo, el castellano, luego evolucionado al español; cosas más raras se han visto.
La confusión de los sufijos puede ser un escudo distintivo
La expresión viejuno no está en el Diccionario de la Real Academia —por el momento— y parece que en los últimos tiempos, la semilla que podría atribuirse a Mikel López Iturriaga empieza a brotar en diversas publicaciones sitiológicas. En el Diccionario de María Moliner se cita el sufijo -uno como «propio de», pero generalmente con sentido despectivo, como bajuno, hombruno, frailuno o viejuno. El sentido despectivo general no se opone al hecho de que palabras con el sufijo -uno carezcan de tal matiz, por ejemplo frailuno, aludiendo a un tipo de sillón de madera con asiento de cuero que también se denomina frailero, o perruno, refiriéndose a cualidades propias de los perros, pero el contexto despectivo parece el más presente, con matices de intensidad que tamiza el contexto. Sirvan como ejemplo, espigadas entre muchas otras palabras, ovejuno (aroma pecuario de quien se relaciona con rebaños de ovejas), sobacuno (peculiar aroma que acompaña a quien se inhibe de la adecuada higiene axilar), hombruno (deje viril excesivo o poco adecuado a personas de edad infantil o sexo femenino) o lacayuno (actitud excesivamente servil en empleados o subordinados).
Mas la palabrita de marras podría tener un sentido intencionalmente muy distinto del despectivo: buscar originalidad descriptiva por la vía de expresión inhabitual, en lo que no se puede excluir, además del reto lingüístico, una cierta heterodoxia terminológica fruto de escasez idiomática. Es mera hipótesis, no pirueta denigratoria. Recuerdo además la tendencia al neologismo de apariencia cuasiortodoxa que contemplamos, inermes ante un micrófono que no podemos controlar, en noticiarios y crónicas deportivas y taurinas. No parece muy sensato transformar una adjetivación incorrecta o absurda en su concepción en un auténtico sustantivo. Así ocurre, por ejemplo, cuando se habla del colectivo de gays y lesbianas (¿acaso una forma de vivir la sexualidad produce por sí mismo un grupo social delimitado?) o de la comunidad internacional (cuando es evidente que tal comunidad no existe; otra cosa sería la ONU, que por cierto tampoco es una comunidad, sino otra cosa, suficientemente vaporosa y desprestigiada).
En fin, como las intenciones no son accesibles a la lectura, salvo que se expliquen en el mismo texto, no se puede excluir que el término que nos ocupa, viejuno, busque simultáneamente originalidad, llamando así la atención del lector, y lo haga a través de una palabra de cierto tono bromista o informal; claro que por ese camino podremos llegar a fabricar un argot, que a la larga tiende a dificultar la comunicación con el común de los mortales, no iniciados en tan jocundos informalismos.
Pero también podría buscarse el enérgico subrayado a través de pequeñas cabriolas verbales en el campo psicológico. En ese terreno, la reflexión de una psiquiatra infantil me quedó grabada desde tiempos de estudiante. Comentaba la especialista el dibujo libre de la propia familia, hecho por una niña que vivía en pésima dinámica afectiva. Bajo las figuras que pretendían representar a los distintos miembros del núcleo familiar, se rotulaba la identidad de cada uno: papá, hermano Jaime, Lucía, abuela. Bajo la figura que retrataba a la madre estaba escrito: mi madre que es una asquerosienta. La niña había inventado una palabra que aunaba el término calificativo asquerosa, mostrando así su desprecio y rechazo a la madre, ampliándolo con un sufijo inadecuado pero que magnificaba la calificación de asquerosa: -ienta. Había puesto la guinda al pastel despectivo, quizá pensando en expresiones como mugrienta, grasienta o somnolienta.
A lo dicho hay que añadir que se ha colado de rondón en el lenguaje y pensamiento cotidiano la intolerable antinomia viejo-caduco frente a nuevo-positivo, de modo que el matiz añadido de viejuno podría incorporar un sentido larvado, asquerosientamente despectivo, aunque no abiertamente proclamado; el contexto suele dar pistas al respecto.
Adjetivaciones como añejo, pasado, antañón, antiguo o tradicional, con su correspondiente matiz valorativo o temporizador, podrían reflejar con nitidez lo que desdibujadamente, con intención o por mera ocurrencia (la vida no suele propiciar las casualidades, en general…) sería suficiente para definir lo que, en mi opinión, supone el empleo de un término que puede ser tanto imprecisión como marchamo de origen. Y eso ya es otra cosa.

Crónicas gastronómicas
Retrocediendo, hemerográficamente, nos encontramos con las primicias de la comida viejuna en las crónicas de El Comidista del periódico El País (Mikel López Iturriaga, https://elcomidista.elpais.com) con intervenciones ocasionales de Ana Vega Biscayenne Pérez de Arlucea. Los textos fundamentales de ese blog se remontan, en lo que a la expresión comida o cocina viejuna se refiere, al 31 de marzo de 2011. Encontramos desde esa fecha a la última consultada (5 de enero de 2019) 23 posts sobre el tema, que incluyen comentarios tanto de cocina navideña como de concursos culinarios y fotográficos y monografías (gambas con gabardina, dátiles envueltos en bacon, cóctel de gambas, etcétera), así como una detallada referencia del libro de Ana Vega Pérez de Arlucea (Cocina viejuna, Barcelona: Larousse, 2018) que sería una especie de síntesis de lo que en el blog se desarrolla en los ocho años referenciados. También aparecen en otros medios escritos, sin programación detectable, artículos o posts que emplean la expresión viejuna para referirse a la cocina de los años sesenta-ochenta del pasado siglo.
Por el contenido de las crónicas y el libro a que me refiero, parece (a mí me lo parece, pero puede tratarse de un error de percepción) que el adjetivo ya sustantivado de viejuno implica una valoración simultáneamente despectiva (en el sentido de anticuada, limitada, escasa de imaginación y de medios) y levemente añorante (como el Tiempo tan feliz de Mary Hopkin) junto con una sensación de iluminación de la pesadilla rutinaria de la época de la autocracia (no es casualidad que el post de López Iturriaga del 6 de octubre de 2018 se intitule Ana Vega: La cocina viejuna fue una revolución en technicolor, como quien reniega del NO-DO, documental en blanco y negro que precedía a la exposición de todas las películas proyectadas en los cinematógrafos de la época). Confieso que no sé qué pensar, pero lo mejor será buscar en el propio sembrador del término la exégesis adecuada.
Y así, en el post que acabo de citar, dice, literalmente:
Ya lo hemos explicado 100 veces, pero igual habría que hacerlo otra vez: viejuno no significa «malo».
Viejuno hay que decirlo más. Es una palabra preciosa, sonora y muy por encima de esas cursiladas de retro o vintage. Para mí, lo viejuno es aquello que triunfó en nuestro pasado reciente y luego se pasó de moda, lo que aún no es tan antiguo como para haber conseguido un estatus respetable y nos resulta pelín vergonzoso a la par que entrañable. Viejuno es todo lo que nos hace sonrojarnos un poco y poner los ojos en blanco (las pintas que llevabas hace veinte años, por ejemplo) porque creemos haberlo mejorado y superado […] Lo que hoy para nosotros es viejuno mañana será molón y así hasta el infinito.
Como se ve, las consideraciones que aventuré unos párrafos antes parecen bastante acordes con la hermenéutica comidista. Incluyo también lo supradicho sobre presumibles déficits conceptuales; a veces se inician caminos que en lugar de rectificar es más cómodo proseguir, buscando una justificación que los avale y la terminología con derechos de autor no se escapa de esta humana limitación.
En conclusión
Digo claramente cuál es mi posición sobre el tema que nos ocupa (no más grave, cierto, que la consulta que se expone en el libro de Berchoux La gastronomía, cuando el emperador pregunta al Senado romano cómo cocinar un magnífico pescado: «Se trata de un hermoso rodaballo; deliberad el modo de guisallo»): Considero al menos insensato aplicar el término viejuno, de sufijo ordinariamente despectivo, a la cocina de una época de nuestra historia sitiológica, no la más brillante, cierto, pero coincidente con la recuperación de una nación martirizada por la violencia, la escasez y el aislamiento. Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí eran muy libres de emplear la j y la g de formas inhabituales, aunque correctas, y los comentaristas mediáticos son libérrimos a la hora de neologizar o incluso confundir, si se pueden permitir el lujo. A mí, un simple lector, lo de viejuno me parece confuso y no excluyo que parcialmente irresponsable, porque la lengua es patrimonio de todos y su posible manipulación, por mucho que se revista de teorizaciones, tiene efectos sobre la forma de pensar, que implica al lenguaje como urdimbre del pensamiento.
Creo pertinente aportar el criterio al respecto del poco discutible escritor Andrés Trapiello, que con ocasión de un acto de afirmación patriótica y política frente al intento secesionista catalán leyó un manifiesto en Cuenca, el 8 de noviembre de 2014, con escaso éxito de público y crítica y que publicó en el periódico El País como crónica con el título Viejunos , el 13 de noviembre de 2014 (https://elpais.com/2014/11/11/opinion/1415735871_561646.html ):
Se emplea esta palabra, viejunos, sacada del argot de los jóvenes, no porque la encuentre apropiada o bonita. Tampoco, claro, los adjetivos viejuno/a. En realidad resultan términos bastante irritantes por todo el desprecio que parece venir larvado en ellos[ …] Así que si se emplea hoy aquí la palabra viejuno, es por sentirse uno también como un casco de atrezzo con la cimera apolillada.
Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra(con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón(1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).
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