Noticias de ningún lugar

Consideraciones sentimentales de un fetichista sobre los libros y el papel

Michel Suárez retoma su columna 'Noticias de ningún lugar' con una apasionada digresión sobre el valor del libro impreso.

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Consideraciones sentimentales de un fetichista sobre los libros y el papel

/por Michel Suárez/

En cierta ocasión me deparé en una librería de viejo con los doce volúmenes de La Comédie Humaine de Balzac publicados por Gallimard en su colección de La Pléiade. En cuanto los vi, el corazón se me desbocó y tuve dos certezas: que no estaban a mi alcance y que acabarían en mi biblioteca. Así pues, me aboné a la bancarrota, metí al genio francés en el zurrón y me fui con una sonrisa de oreja a oreja. Ya en la calle, exultante por mi adquisición, me topé con una amiga con quien compartí de inmediato el motivo de mi dicha. Sin embargo, en lugar de una felicitación o unas palabras amables por mi hallazgo, de su boca no salieron más que los latiguillos habituales: «¿Los vas a leer todos?»; «¿Dónde los vas a meter?»; «¡Pero si pesan muchísimo!»; «Ya verás cuando tengas que limpiarlos…»; «¿¿Cuánto dices que te costaron??».

Sin tiempo para digerir la reprimenda, apenas puede balbucear algunas respuestas preparadas para estos casos, le endosé mi favorita: «Verás, Voltaire pensaba que los libros son como los amigos, a unos los frecuentamos en determinadas fases de la vida y de otros nos distanciamos durante un tiempo para reencontrarlos más adelante; pero están siempre ahí, disponibles». En cuanto a las observaciones del peso y del polvo, creo que ni siquiera a Voltaire se le ocurriría algo ingenioso que objetar.

Poco tiempo después, le comenté a una profesora universitaria, de letras para más inri, que tener a Balzac en casa me había hecho un hombre más feliz. Pero hete aquí que, para mi sorpresa, mi interlocutora comenzó a despotricar contra el fetichismo de acumular libros y me echó un rapapolvo por no haber abandonado aún el papel. Por si fuera poco, cuando supo que había pagado mucho más de lo que tenía no se anduvo por las ramas para hacerme saber que no estaba en mis cabales.

Era el segundo disgusto en pocos días, pero, a pesar de todo, no me di por vencido y volví a jactarme de mi descubrimiento con una muchacha a quien por aquél entonces daba clases particulares. Esta vez, infeliz de mi, además del habitual batiburrillo de lugares comunes contra el atesoramiento de libros, se me reprochó mi lamentable condición de pasadista: «¿Pero todavía compras libros cuando puedes bajártelos de Internet y leerlos en un e-book?». Acto seguido, mi alumna pasó a enumerarme todas las ventajas del libro electrónico, que en lo esencial, se reducían a la posibilidad de poder almacenar decenas de miles de libros en un soporte ligero y manejable. De este modo, prosiguió, podría transportar en la bolsa sin mayores problemas a Balzac o, ya puestos, a Proust, Faulkner o Joyce y leerlos en la playa, en el campo, en el metro… Y no sólo un libro en concreto, sino las obras completas de todos y cada uno de los autores que deseara. Resignado, repliqué que ya no existe nada remotamente parecido al campo y que, después del metro, la playa es el lugar menos indicado para la lectura. Y concluí, no sin cierta altivez, que mi gusto por el masoquismo no llegaba hasta el punto de leer, pongamos por caso, la Fenomenología del espíritu de Hegel en una pantalla. Como era de prever, mis argumentos no surtieron el menor efecto en mi alumna, una nativa digital.

Durante un tiempo seguí dándole vueltas a las respuestas de mis amigas hasta que me percaté de que las tres tenían una cosa en común: no eran lectoras en absoluto. Todas me aconsejaron vivamente deshacerme de los libros y pasarme a la electricidad, pero en ningún momento hicieron mención a la maravillosa obra de Balzac. Además, no sólo compartían la carencia de pasión lectora: dejaron igualmente claro que tampoco sentían el menor cariño por el libro como objeto.

Pensando en las reacciones que había provocado mi menospreciado botín tuve el sentimiento de pertenecer a una estirpe de lectores que los siglos venideros contemplarán con cierta perplejidad. En una civilización tan trepidante como la nuestra, el baile de soportes ha llegado a contar más que el contenido, lo que a menudo nos hace pasar por alto que el soporte no sólo configura la forma de leer: también crea una atmósfera. Los que nos resistimos a doblar la cerviz ante las pantallas continuamos anclados a una manera de penetrar en la lectura que gravita en torno al libro impreso, una práctica que, según dicen, corre el riesgo de pasar de moda. Esta opinión está teñida, a mi juicio, por una luz engañosa. Después volveré sobre ello.

Sucedió que algunos años después, durante el transcurso de una mudanza interoceánica, mi adorada Comedia Humana se extravió para siempre, me temo, sumiéndome en una profunda melancolía. De paso, también me quedé sin otros ejemplares por los que sentía un enorme cariño, como la Nouvelle galerie de femmes célèbres, tirée des Causeries du lundi, des Portraits littéraires de Sainte-Beuve, publicado por los hermanos Garnier en 1882. Difícilmente se recupera uno de estas pérdidas. Pasé muchas horas en vela pensando en el destino de mis libros. Aún a día de hoy no logró recordarlos sin una cierta congoja y sufro esta privación como una herida abierta. Los echo de menos de una manera que no puede comprender quien ve en los libros almacenes de polvo y devoradores de espacio.

Como todos los placeres, el de los libros resulta inexplicable. Completamente ajenas a su espíritu, mis amigas insinuaron que defenderlos era aferrarse a una causa perdida. La tecnología ha puesto a nuestro alcance soportes superiores y es una simple cuestión de tiempo que los lectores bailen al son que marca la innovación. No obstante, este es el tipo de entusiasmo que precede a la credulidad más absoluta. Credulidad en relación a qué, se preguntarán: pues en relación al Progreso, naturalmente. En nombre de este mito que destruye sin cesar cuanto se interpone en su camino, ¿podía yo encerrar sin cargos de conciencia al dandi de provincias Lucien de Rubempré tras una pantalla? ¿Me entiende usted, comprensivo lector?

Mujer leyendo, de Claude Monet.

Desde la consolidación de una modernidad basada en la innovación tecnológica, la organización empresarial y la ingeniería social, el cambio sistemático ha hecho de la inestabilidad una especie de normalidad. No se lamenta lo que se echa a perder; por el contrario, se celebra como una oportunidad para alcanzar estadios superiores de desarrollo. La historia del libro no ha sido ajena a esta dinámica. La primera gran transformación se dio entre los siglos II y III, cuando los volumina o pergaminos dieron paso a los códices, cruciales para la propagación del cristianismo. Mientras los volumina eran rollos de papel desplegables, los códices remitían al formato del libro de páginas sucesivas tal como lo entendemos hoy en día.

A pesar de los inmensos cambios acontecidos en la civilización desde entonces, el libro apenas sufrió alteraciones hasta la revolución digital. Sin entrar en mayores detalles sobre la naturaleza y profundidad de las transformaciones registradas en las últimas décadas, es fácil comprobar la voluntad contemporánea por evaporar y condensar en una nube todo lo que un día fue material. Según nos dicen los promotores de la realidad sin papel, el mundo padece de sobrepeso y la solución está en el éter digital.

En realidad, no es cierto, ya que nunca se ha impreso tanto como ahora, pero si nos centramos en el libro electrónico y en su pretensión de evaporar la dimensión física del libro, hay algunas cosas que decir. Uno de los argumentos favoritos de los valedores del e-book es el de la extraordinaria precisión a la hora de efectuar una búsqueda en el cuerpo del libro, algo que, sin duda, es innegable. En los círculos académicos y de investigación esta capacidad resulta muy atractiva, puesto que la localización casi instantánea de una palabra o de un asunto permite economizar un tiempo considerable. Otra cuestión es la de determinar si para un lector corriente, no dedicado a la pesquisa, esta supuesta ventaja agrega algún valor a la lectura. Economizar, ahorrar tiempo, agilizar, pertenecen al vocabulario de los negocios, no al del buen lector, que difícilmente se deja seducir por cursos de lectura rápida. Resulta muy ilustrativo comprobar cómo los panegíricos a favor de la digitalización del libro proceden del ámbito universitario y del mundo de la empresa, dos caras de la misma moneda.

Admitido un supuesto ahorro en tiempo y dinero, y dando por sentado que el libro electrónico carece de los inconvenientes del papel (espacio, plagas, suciedad, transporte, etcétera), comienzan a surgir los problemas sobre su pretendida superioridad. El más evidente es que los soportes digitales envejecen a una velocidad infinitamente superior que los vegetales. Quienes aún guarden en un polvoriento desván una caja con cintas de video VHS o BETA sabrán perfectamente a qué me refiero. Su contenido se perderá irremediablemente a no ser que se haya tenido la prudencia de conservar los reproductores de la época, lo que convertiría las casas en cacharrerías, o se paguen sumas considerables para recuperarlo.

Inmersos en un carrusel vertiginoso de comercialización y obsolescencia, los soportes lanzados en los últimos cuarenta años poseían una vida útil tan efímera que nos hemos visto obligados a adaptarnos en varias ocasiones a las exigencias de la innovación. Este tiovivo de cambios ha tenido consecuencias profundas sobre nuestros modos de vida; las exigencias tecnológicas prescriben nuevas formas de percepción y de uso que nos obligan a modificar la forma en la que consumimos, nos relacionamos y aprendemos. En el momento en que nos acostumbramos a un soporte surgen los rumores sobre nuevos avances. Cuando a principios de los años ochenta los jerarcas del grupo Sony le informaron a Herbert von Karajan de que el futuro tendría formato de CD, el megalómano director austríaco se apresuró a grabar de nuevo su inmenso repertorio. Por aquel entonces, el disco óptico parecía definitivo. Es la ley del progreso: toda tecnología debe, por necesidad, imponerse y relegar a la existente; y el último soporte es, como pensaba Vinicius de Moraes del amor, eterno mientras dura.

Otra peculiaridad del e-book es que sin electricidad no hay libro. El enchufe es tan crucial como el aparato. Esta falta de autonomía no es lo único que lo diferencia del papel. En los últimos años, la emigración de los originales lectores como Kindle hacia las tabletas con conexión a Internet ha afectado gravemente la venta de los e-books sin acceso. La conectividad es un asunto tan trascendente que, de hecho, amenaza la propia condición del lector. A nadie se le escapa que la lectura se ancla en la atención y la aplicación. Ahora bien, ¿es posible mantener la atención cuando un sinfín de alertas sonoras y visuales se abalanzan sobre nuestros apabullados sentidos?

Claro que esas alertas también nos perturban cuando sujetamos un ejemplar impreso en la mano; pero, a diferencia del libro electrónico, no se generan en el mismo dispositivo. Esa simultaneidad resulta letal para la atención, puesto que impide sumergirse en el imprescindible tiempo sedoso del buen lector. Cuando se apelotonan las llamadas, se disparan los avisos, se acumulan los mensajes; cuando nos invaden los anuncios, el entorno cambia y, con él, la lectura. La Mujer leyendo de Fragonard y un ingeniero informático con el rostro iluminado por su e-book en el Google bus son dos animales muy distintos.

Y hablando del gigante tecnológico, hace unos años sus dos fundadores, Larry Page y Sergey Brin, decididos a meter las narices en todo lo divino y lo humano, emprendieron la tarea de escanear la práctica totalidad de los libros existentes (¡!) con la intención de crear una Res Publica de las Letras digital. Acostumbrados a campar a sus anchas por los dominios del monopolio comercial que denominan de forma irrisoria mercado, no repararon en que muchos de los libros estaban protegidos por los derechos de autor y  la tentativa se saldó con una querella por parte de editores y autores. Este revés ha aplazado el proyecto de los dos ególatras americanos de disponibilizar, previo pago, una biblioteca universal al alcance de un clic y que acabará con los desagradables inconvenientes de los libros reales: no ocupará espacio ni contaminará visualmente, no será preciso limpiarla y podremos transportarla en nuestra tableta.

Sin embargo, este ambicioso propósito ha ocultado el destino de muchos de los libros antiguos sometidos al proceso de digitalización. Con el entusiasta apoyo de muchos bibliotecarios obcecados por la falta de espacio, se procedió a la destrucción sistemática de los originales una vez escaneados. Patricia Battin, exbibliotecaria de la Universidad de Columbia y una de las cabecillas del asalto al papel, resumía así su punto de vista: «El libro es una tecnología maravillosa, pero es también un formato molesto para su difusión y un formato cada vez más frágil para su almacenamiento en esta era de telecomunicaciones rápidas».

Las estadísticas han avalado a los organizadores de este aquelarre de antiguallas condenadas a arder en el fuego tecnológico. Hace veinte años, apunta Robert Darnton, «la Biblioteca Pública de Nueva York declaró diez millones de visitas mensuales a su sistema informatizado, mientras el préstamo no superaba los cincuenta mil ejemplares». En consecuencia, si los usuarios se han vuelto digitales, ¿para qué dilapidar auténticas fortunas en preservar estos refugios de polillas que ya no son objetos de veneración y entusiasmo para casi nadie?

Lo que subyace en el fondo del asunto es una estúpida repulsa por todo lo que el mundo digital ha dejado atrás, pero, sobre todo, el negocio. Page y Brin no tienen el menor interés por la cultura en un sentido amplio, pero han estado atentos a los enormes beneficios que les podría reportar el control exclusivo de una biblioteca universal digital cuya aspiración es acabar con las bibliotecas. Darnton ha resumido el fondo del asunto: «Cuando contemplan las bibliotecas no ven tempos del saber. Ven activos económicos en potencial, lo que llamamos contenido, listos para ser explotados. Construidos a lo largo de los siglos a un coste inmenso de dinero y trabajo, los acerbos de las bibliotecas pueden ser digitalizados en masa a un coste relativamente bajo, millones de dólares, sin duda, pero es poco comparado con la inversión que reciben. Las bibliotecas existen para promover el bien público: el estímulo del saber, la educación abierta a todos. Las empresas existen para generar beneficios a sus accionistas».

Clase en una biblioteca, de Karl Simon.

Por haberlos sufrido en carne propia, conozco bien todos y cada uno de los inconvenientes de los libros impresos. Sé perfectamente que una biblioteca razonablemente surtida exige un mimo extraordinario y una vigilancia permanente para mantenerla a salvo del polvo, la luz, la humedad, el agua, las plagas de insectos, los roedores y las temperaturas superiores a veinticinco grados. En caso de mudanza, las cosas se ponen serias, cunde el pánico, es difícil pegar ojo. Si todo sale bien y la biblioteca llega íntegra, es necesario disponer de una gran destreza para rehacer el orden secreto que le confería un sentido únicamente accesible a su propietario.

El fuego es otra constante amenaza para los libros, que sucumben con frecuencia a su poder destructor. A finales de 1996, un incendio en su casa de México consumió gran parte de la biblioteca de Octavio Paz. Con pesar, el escritor declaró: «Algunos de los libros los heredé de mi abuelo. También había pinturas y objetos que recibí como regalos durante muchos años, por toda una vida». La causa: un cortocircuito en un aparato de televisión, un ídolo intocable del progreso. Medio siglo antes, en 1947, Huxley había publicado Si mi biblioteca ardiera esta noche, un breve ensayo donde perfilaba un orden prelativo de compra en caso de que su biblioteca fuese pasto de las llamas. No fue aquella noche, sino una de mayo de 1961 cuando el destino le dio la oportunidad de seguir sus propios consejos: ese fatídico día el fuego devoró sus libros en su residencia de California.

Pero si hablamos de los enemigos del papel, ninguno es tan temible como el hombre. En Historia universal de la destrucción de libros, Fernando Báez ha elaborado una crónica escalofriante del impulso a entregar los libros en holocausto. La embriaguez de arrojar a la hoguera la memoria de los enemigos, de los diferentes, de los chivos expiatorios, es un clásico que testifica a favor de la imbecilidad humana.

En todo caso, a pesar de las tentaciones pirómanas, los peligros acechantes y las sombrías profecías sobre su futuro, el libro impreso ha superado con solvencia la prueba del tiempo. Junto a la piedra, las tablillas y las bases de madera utilizadas por chinos y coreanos desde el siglo XI, se ha revelado como el soporte más fiable y duradero. Sin duda es más plástico, dúctil y manejable que cualquier otro, y su flexibilidad y autonomía permiten la lectura en entornos sin electricidad. Desmintiendo los dramáticos vaticinios sobre el hecho químico del papel, los libros continúan ahí, sin descomponerse.

A esta altura, amigo lector, exclamará usted con cierta malicia: «¡Ah, un fetichista!». Pues bien, no puedo negarlo. Pero me gustaría exponer algunas de las razones de un fetichismo que bebe de la fuente de la pasión y la sensualidad. No se trata simplemente de postrarse ante un ídolo de papel. Es algo mucho más complejo, sentimental, incluso. Mis libros me recuerdan donde estuve tal día, en qué ciudad, por qué motivo, en qué librería lo compré; con esa ayuda no me resulta difícil movilizar la memoria para ligar la adquisición de un libro con algún aspecto concreto de mi vida, con alguna persona, con algún viaje. Todo está en esa fecha y en esa ciudad. Los bibliófilos pondrán el grito en el cielo al enterarse de mi costumbre: los libros, lo sé, no se anotan. Pero esta herejía forma parte de mi celoso fetichismo, de la voluntad de hacerlos míos, imprimirles una identidad reconocible e integrarlos en un espacio personal.

Debo confesar que este fetichismo enraíza también en la desesperanza por lo que extingue, por aquello que perdemos irremediablemente. Nuestro siglo ha confiado a las máquinas labores que hasta no hace mucho requerían un saber hacer transmitido de generación en generación. Celebramos cada proeza de la tecnología sin percatarnos de que ese triunfo de la razón aplicada exige desprendernos de un precioso patrimonio artesanal. Conforme a la lógica de la máquina, cada avance debe suponer una pérdida en el otro extremo de la cadena del optimismo tecnológico. Son las leyes del pragmatismo. «¡Oh, dulce fantasía! Dejadla en libertad. ¡La utilidad todo lo destruye!», dicen los versos de Keats. ¿Y qué destruye la utilidad en el caso de los libros?

Mucho me temo que tendremos que despedirnos, en primer lugar, de algunos oficios artesanos que realzaban y daban lustre al libro. Pienso, por ejemplo, en los encuadernadores. ¡Ah, esos remaches metálicos de los encuadernadores medievales! ¡Esos austeros exteriores de la época de la Revolución francesa! Me pregunto qué beneficio se puede obtener de reemplazar un ejemplar bellamente encuadernado por manos expertas por un cacharro insípido y estandarizado. ¿A cambio de qué hemos renunciado a la exuberancia de estos artesanos que conferían una extraordinaria originalidad al libro? ¿Habrá alguien que acuda a un encuadernador para revestir su tableta?

En un ejercicio de insensibilidad que me resulta insoportable, los celebradores del fin del libro han despreciado su cuerpo, su olor, su plasticidad, su tacto. Esta indiferencia frente a la naturaleza sensorial de los objetos constituye la victoria de un pragmatismo militante que debería ponernos en guardia.

En segundo lugar, junto a los libros impresos entran en crisis espacios que le eran propios. Pocos imaginan ya el paraíso como una especie de biblioteca como Borges, pero menos aún son los que se imaginan el infierno como un lugar sin librerías de viejo. En los últimos tiempos las he visto languidecer con enorme tristeza. Los nuevos hábitos lectores, el comercio electrónico y un desinterés creciente por el libro como artefacto cultural han ido acorralando a estos lugares donde no sólo se compra, sino que también se conversa. Tiendo a creer que la suerte de las librerías está estrechamente relacionada con la decadencia de esa vieja costumbre de conversar. ¿Se han percatado ustedes de lo poco que se conversa en nuestros digitales días?

Por fortuna, las librerías, envueltas en la misma dinámica que amenaza el comercio de barrio, aún no han hincado la rodilla. Muchas se han visto obligadas a integrarse en el gigantesco mercado global que les ofrecía Internet para poder sobrevivir. En contrapartida, han desaparecido de los establecimientos los ejemplares más suculentos, destinados a la venta en línea, y se ha sacrificado el contacto directo entre librero y lector. Por si fuera poco, ahora sufren la competencia de librerías sin alma que ofertan mercancía al peso como si fuesen tornillos o sandías. Supongo que pertenece al orden natural de las cosas en esta era de outlets y low cost.

Pienso en la suerte que correrán los libreros si finalmente se ven abocados a cerrar sus puertas. ¿Y los bibliófilos? ¿Quién dominará el arte de regalar libros? ¿Y qué será de los editores en tiempos de auto edición? ¿Se verán reducidos meros ejecutores de un clic en su ordenador para hacerse con sus objetos de deseo? Tal vez alguno de ustedes sienta la tentación de recordarme la maravillosa historia de amor epistolar entre Anne Bancroft y Anthony Hopkins en La carta final (84 Charing Cross Road). Pero esa situación sería inverosímil en estos días en los que ya nadie escribe cartas. Y supongo que no serán tan ingenuos como para pensar que un correo electrónico y una carta son medios diferentes para un mismo fin.

Por último, de concretarse la distopía de los agoreros del libro impreso tendríamos la coartada perfecta para deshacernos de las bibliotecas. En el caso de las grandes bibliotecas públicas esta consternadora posibilidad es, de momento, un delirio. Sin embargo, en lo que se refiere a las bibliotecas particulares y al deseo de disponer de un espacio a salvo de todo menos de uno mismo, «un cuarto propio y con pestillo», como recomendaba Virginia Woolf a las mujeres a finales de los años veinte, tenemos más motivos para la preocupación. Apenas sé de jóvenes con el ánimo necesario para construir una biblioteca personal. Las distracciones electrónicas han absorbido buena parte de su tiempo fuera de las aulas, incorporándolos a un ritmo de vida febril poco indicado para grandes esfuerzos de concentración.

Y es que una biblioteca tiene sus propias reglas. La fundamental, el gusto por la soledad con libros, implica dos pasiones, por el silencio y por los objetos, ambas claramente en horas bajas. En Viaje alrededor de mi habitación, Xabier de Maistre se preguntaba si habría una «persona tan mísera, tan abandonada, que no disponga ni de un rincón donde poder retirarse y permanecer escondida de todo el mundo». Una habitación propia; no se necesita nada más para emprender el viaje: «Siento en mi alma una satisfacción inefable al pensar en el sinfín de desgraciados a quienes ofrezco un recurso seguro contra el tedio y un lenitivo para las penas que sufren. El placer que uno halla en viajar por su habitación está libre de la inquietante envidia de los hombres; es independiente de la fortuna». «Libre de la inquietante envidia de los hombres» e «independiente de la fortuna», el placer de viajar entre las paredes de una biblioteca corre el peligro de ser visto como un sacrificio sin gracia comparado con el frenesí digital. No es posible dudar de que, confrontados a la vida nerviosa que proporciona el mundo virtual, los libros, que demandan atención y retiro, llevan las de perder.

Naturaleza muerta con libros y violín, de Jan Davidsz de Heem.

Los portavoces del sentido común afirman que el futuro inmediato pasa por la convivencia de lo digital y el papel. No lo cuestiono, pero me temo que esta simbiosis encierra la destrucción de un mundo que giraba en torno al libro. Darnton ha resumido la esencia de este mundo: «Presenciamos una era de desaparición de objetos familiares: la máquina de escribir, relegada anticuarios; las postales, una mera curiosidad; la carta manuscrita, además de las capacidades de la mayoría de los jóvenes, incapaces de escribir en letra cursiva; el periódico diario, extinguido en muchas ciudades; la librería local, substituida por redes, amenazadas a su vez por distribuidores on-line como Amazon».

Y no sólo corre el riesgo de ser rebasada una cultura forjada en torno al libro físico, sino también una forma de leer, un asunto crucial, ya que la cuestión de la lectura nunca se ha reducido a qué leer, sino a cómo. «Pro captu lectoris habent sua fata libelli»: según la capacidad del lector, los libros tienen su destino, escribió Terenciano Mauro. Pero el destino de los libros depende también de su formato. Por más que lo pienso, no encuentro ninguna razón para creer que los dispositivos electrónicos inviten a lecturas reposadas o profundas: sucede más bien todo lo contrario.

En cuanto a la enorme capacidad de almacenamiento del libro electrónico, mi escepticismo es absoluto. Jean-Claude Carrière recordaba que los aristócratas del XVIII viajaban con parte de sus bibliotecas, treinta o cuarenta ejemplares, lo que les obligaba a ser selectivos. Ahora «podemos almacenar en un lápiz de memoria la Biblioteca de Alejandría, pero no estoy seguro de que esa indiscriminación suponga un avance». Tampoco yo; es más, lejos de considerarlo un avance, pienso que es un retroceso.

«¿Fetichista? ¡Un reaccionario de cuidado es lo que usted es!», exclamará, amable lector, con toda la razón. Concedido, qué le vamos a hacer. Mientras pueda, seguiré a remolque de una civilización crecientemente digital, comprando libros, tejuelándolos, estampándoles mi ex libris y emocionándome cada vez que hallo alguna marginalia de un antiguo propietario. Puedo vivir en un mundo sin Internet, pero no en uno sin libros.

A la chita callando el teclado nos hurtó el placer de escribir a mano y las pantallas el de leer sin que lo hayamos lamentado demasiado. En Le paysan de Paris, Louis Aragon predijo que los bebedores de imágenes serían encerrados en cámaras de espejos. Hoy, los bebedores de imágenes han encerrado el mundo en una máquina y les ha parecido, como siempre, el progreso definitivo.


Michel Suárez (Pola de Siero, Asturias, 1971) es licenciado en historia por la Universidad de Oviedo, con estancia en la Faculdade de Letras de Coímbra, y máster y posteriormente doctor en historia contemporánea por la Universidad Federal Fluminense de Río de Janeiro, con estancia en París I, Panthéon-Sorbonne. Además, edita y es redactor de la revista Maldita Máquina: cuadernos de crítica social. Lo fundamental de su pensamiento fue abordado en esta entrevista para EL CUADERNO y está condensado en su ensayo El fondo de la virtud.

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