Crónica

Aquel día, a esta hora

En el 46.º aniversario del golpe de Estado cívico-militar chileno contra el gobierno democrático y progresista de Salvador Allende, publicamos el relato de sus recuerdos de aquel día de una mujer chilena de familia militante, descendiente de españoles exiliados tras la guerra civil.

Aquel día, a esta hora

/por Crisol de Oro/

Aquel día, a esta hora, mi padre recibía un recado (no teníamos teléfono en casa, todavía). Luego salimos al jardín y mi papi hizo un hoyo y enterró su carné de militante y un revólver que tenía para defender su negocio. Mi mamá repetía como un mantra: «No va a pasar nada». Se equivocaba. Mi papá sacó la mercadería que tenía: como les dije, era dueño de un almacén. Y salió. Varios días después, nos contaría que la había llevado a un lugar que serviría como refugio. Claramente, él manejaba mucha información. Ésa fue la causa de lo que nos ocurrió después. A pesar de que no hacía frío, hizo que mi mamá encendiera la chimenea mientras él no estaba. Cuando volvió, me obligó a sacar un póster del Che y otro de Allende y los tiró al fuego. Mi pataleta fue monumental: pendeja de catorce años, no sabía lo brutal que puede ser la represión. Él sí lo sabía. Mi abuelo, su padre, había huido de España con sus hijos pequeños: estaba contra Franco.

Me acosté. Tenía prueba de matemáticas al otro día.

El ambiente en mi liceo, como en casi todos, era de mucha efervescencia. Mi liceo era un «antro de derecha», como decía mi papá, así que éramos pocas las oficialistas. Pero, aunque el debate era incendiario, en el día a día no tenía ningún problema con mis pares. Estábamos acostumbradas al ambiente politizado en que vivíamos. Mi padre, sin embargo, era fatalista, y temía. Tenía razón. Mi mamá, en cambio, era optimista. Sostenía que no se iban a atrever. Se equivocaba. Por mi parte, y con la inconsciencia de la juventud, creía lo que decía mi profe de historia: que Chile era un país profundamente democrático, y que todo se arreglaría. Que el presidente pactaría con el Congreso alguna salida. Profe que nunca más volvió al liceo después del golpe: años después supe que se fue al exilio.

Aquel día, a esta hora, ya se sabía de movimiento de tropas, pero aún no dimensionábamos lo que se venía. Mi papá no se había acostado y, desde luego, no me dejó ir al liceo. Se encerró conmigo y me advirtió: «Esto es muy serio. Hay que ser prudentes». Yo no podía creer lo que pasaba.

Mi papi tomó algunas cosas de comida y partió donde su hermana, que tenía hijos pequeños y estaba casada con un uniformado, acuartelado desde hacía varios días. Mi mamá y yo, pegadas a la radio, escuchamos al presidente. Pide mantener la calma. Aún no conoce el alcance de la traición. Por primera vez, tengo miedo: mi papá aún no vuelve. Finalmente aparece, y entonces escuchamos juntos el último discurso del presidente, aquel de las grandes alamedas. No percibí entonces que él ya sabía cuál sería su destino. Recuerdo que me puse a llorar. Esperaba un milagro.

Escuchábamos Radio Magallanes; después sabríamos que las otras emisoras afines al Gobierno habían sido ya acalladas. Igual suerte correría Magallanes en unos pocos minutos más. Después, sólo bandos militares. Estábamos desolados. Luego escuchamos un bando: dicen que hay estado de sitio y toque de queda. ¿Qué es eso? Nunca lo había escuchado; mi papá me explica. A esa hora la Moneda ya está sitiada; ya ha comenzado el ataque; y también la defensa de quienes están dentro.

Comenzó a escucharse el ruido de los helicópteros, ominoso sonido que aún hoy me pone los pelos de punta. Relativamente cerca de nuestra casa hay una población [suburbio pobre] emblemática. Sabremos después que, desde el principio, los pobladores intentaron la resistencia, tan desesperada como inútil. A un par de cuadras, la construcción de un inmenso edificio albergaba a varios cientos de obreros que esperaron instrucciones y ayuda que jamás llegaron. Un par de días después, seríamos testigos de la masacre ocurrida allí. Nunca podré olvidar eso.

Todo era surrealista. Mi papá dijo que saldría. Mi mamá estaba aterrada. Yo también. A estas alturas, no sabemos nada de lo que está sucediendo en el país; sólo hay miedo, sorpresa, y yo creía que nunca volvería a sentir tanto miedo. Me equivocaba. Lo único que podía hacer era escribir en mi diario. Sí: tenía un diario de vida. Eran muy populares entonces, y yo tenía catorce. Supongo que hoy, con la existencia de las redes sociales, ya no existen. Ese diario ha permitido que los recuerdos permanezcan intactos, detallados. «Están bombardeando la Moneda!!! ¿Qué será del presidente, y de los que están con él? Ha sucedido lo impensado. Los golpistas se han atrevido a mancillar el Palacio de Gobierno».

Mi padre ha regresado. Se le ve cansado, y por primera vez muy confundido. «¿Qué haremos?», pregunto. «Esperar», me dice. «El presidente pidió que no hiciéramos nada».

Hacemos una parodia de almuerzo. La verdad es que la comida se nos queda en la garganta. Imposible comer. Hay, además, preocupación por amigos y compañeros. ¿Qué pasará? Paralelamente, chimenea mediante, limpiamos la casa. Quemamos muchos libros y cualquier vestigio de marxismo. En su última salida, alguien había advertido a mi papá que «la mano venía pesada». Mi papá decía: «Se acabó. Todo se acabó». Sin embargo, yo tenía la infantil esperanza de que el presidente se salvaría; de que los militares respetarían su investidura y lo tratarían dignamente. Después de todo, no había cometido ningún acto fuera de la ley. Pronto, demasiado pronto, entendería que eso no iba a ser obstáculo para que los militares arrasaran con cualquiera que pensara distinto.

Seguimos sin saber mucho. Mi madre está muy preocupada por mi viejo; yo también. Recién escuchamos un bando que nos informa de que las Fuerzas Armadas están en control absoluto del país, y que nos amenaza. ¿Quién sabe qué pasó con el presidente? Alguien toca el timbre. Mi papá asoma la cabeza por la ventana (ya el miedo se nos había metido en el estómago). «Compañero, mataron al Chicho», dice una voz. No alcanzo a ver al mensajero. Mi padre era muy alto y macizo. Ocupaba todo el espacio de la ventana. Y eso fue todo. Fue la primera vez que vi a mi viejo llorar. Tratamos de calmarlo: no es cierto, le decíamos. Es un rumor. No hay nada oficial. «Es verdad», nos contesta. Él no se iba a rendir. Él siempre dijo que sólo muerto lo iban a sacar.

Todo lo que pasó después fue una historia de horror que daría para un libro, pero no fue ni más, ni menos (en realidad fue menos: nosotros sobrevivimos) que lo sucedido a muchas otras familias y que todos ya conocemos. Los detalles son demasiado escabrosos para ponerlo por escrito. Sólo los tengo en la memoria. Mi diario de vida no pudo acompañarme en lo que vino. Tal vez fue mejor así.

Con los años logramos superar muchas cosas. Lo que mi padre jamás superó fue la actitud de la familia. A mí no me importó. Ahora me importa menos. Pero lo entiendo. Eran sus hermanas y hermanos. Por eso cuando me llaman resentida les puedo contestar: sí, y con muchas razones. Ese día, sin preámbulos ni aviso, terminó mi adolescencia alegre y despreocupada. Crecí en un día veinte años, y seguiría creciendo en los meses siguientes. Aprendí a disimular, a bajar el moño, yo siempre tan contestataria. Aprendí a mentir. Pero sobre todo aprendí que nada ni nadie pueden hacer flaquear tus convicciones si son reales. A estas alturas de la vida, mi único deseo es que jamás vuelva a repetirse esta historia, pero para ello es necesario aprender de lo vivido. Por eso, ni perdón, ni olvido.

Nunca antes conté esta historia publicamente. Lo hago ahora porque me asusta el negacionismo en que está cyaendo Chile. Tal vez el relato de algo cotidiano y doméstico, como esto, sirva para que se entienda que más allá de los discursos grandilocuentes y los análisis intelectuales, hubo una gran cantidad de personas que sufrimos y que lo pasamos mal en el día a día. Nosotros no pudimos exiliarnos, ni asilarnos en una embajada. No tuvimos abogados que intentaran defendernos, porque éramos ciudadanos comunes y corrientes. No éramos terroristas, no teníamos amras, ni participamos de conspiración alguna. Sólo pensábamos diferente a los que por fuerza de las armas se volvieron mayoría.

Por eso, nunca más. Nunca más.

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