Calendario (28)
Pequeño esplendor
/por Avelino Fierro/
Para Marta Martínez
Desde la herida en un vitral un rayo de sol se acerca y dispersa el polvo en su trasluz. Refulgen con más calma otros cristales que rodean a ese pequeño esplendor; es un coro que acompaña a la intensidad de esa voz. Así es la vida. Quizá vibre algún destello, mas serán menesterosas casi todas las horas: paseos por la costumbre bajo una luz corroída, tardes sin asombro. Podría cerrar los ojos y nombrar sin esfuerzo, con caligrafía desmañada, esas calles que se repliegan, rostros de ceniza, grietas, las mismas rutinas. Resumirlo todo con las palabras de la costumbre, repetidas como un estribillo. Es el rumor que envuelve nuestros días de a diario. Corpúsculos en el aire y una pegajosa tela de araña. Como una letanía, un pudor en el vivir. Pero a veces algún brillo raya el aire. El levante de una aurora, unos versos, el rubor en la mejilla de una mujer… nos ayudan a evadirnos de nuestros cuidados. Estoy casi adormecido, respiro calmo. Ya no viene la luz de lo alto. No podría explicar por qué pienso en el pasado, en una cicatriz que llevo desde la infancia dibujada en mi pie. Voy y vengo por mi vida. Las notas del órgano me han llevado a ese vaivén: la Fantasía y fuga en sol menor BWV 542 de J. S. Bach. El Preludio funciona como una obertura a la francesa por el ritmo con puntillo del tema inicial; le sucede otro motivo más lírico y meditativo; el tercero, de elaborado contrapuntismo, viene marcado por su movilidad. Sí, he estado flotando en la bruma y un poco aturdido: soy un invitado en esta recepción celestial. Todos hablan alto, habrá un murmullo creciente hasta que llegue el arcángel edecán. Friedrich se está dirigiendo a un grupo: «Nos dejamos entristecer suspirando como sauces sin motivo». En este pago del cielo hay criaturas hechas de niebla; y uno de los Elegidos parpadea sin cesar. Alguna otra vez estuve así, descansando de la vida, con no rompido sueño. Las luces del interior de la catedral decaen, bucean ahora hacia el reino del azul ultramar. Paseo con mis hijos por el bosque sin que nada extraordinario suceda: muere una hoja, clama un pájaro de aceite, una escama se desprende desde la piel. Derraman sombra las constelaciones. Me froto las sienes cuando la música acaba, muevo los dedos de los pies. Persiste algo de esa corriente de calidez. Y de ese miedo a la plenitud, de haber estado cerca de una forma de Verdad. Ese escapar del mundo por medio del arte. Es difícil precisar: «Cuando habla de música —dice Steiner—, el lenguaje cojea. Lo habitual es que se refugie en el pathos del símil». En la calle hay pespuntes de bullicio, jirones de papel y bolsas entre un remolino de polvo, luz exangüe de día laboral.
Calendario (29)
La brisa gris del recuerdo
/por Avelino Fierro/
Para Juan Cruz
Ahora que está cambiando la luz y que ya no deja esas esquirlas sobre el mar que te ciegan, con el reloj de la tarde parado —como esa nube—, te has puesto a recordar. Alguna ráfaga de esa brisa gris agita las páginas del libro, velas blancas sobre la superficie azul del mantel. Colgadas del aire llegan las almas, todo un mundo en aluvión, en tropel. Como en aquella torrentera en el barranco cercano, llena de lodos, calderos, raíces, sábanas desgarradas y pájaros disecados. Y vienen ahora hasta ti las paredes de la casa, y el patio lleno de helechos que tanto te gustaba. Una silla desvencijada. Y una grúa y un edificio a medio hacer asomando lejanos por encima del tapial. Y aquella tarde, corriendo, sofocado, por los caminos de tierra. Y un poco más allá la sombra saludable de los plantones sobre las atarjeas. Y ahora también, aquí, también ahora como en el pasado, en esta playa de El Médano, te está costando respirar. Y te dices que vas a pensar, por ello, más despacio. Cerrar los ojos y respirar lentamente para que llegue el aroma del Tiempo, o de la Memoria; o del Olvido. Olor de isla y de fruta seca, de ropa limpia o de café por las tardes, de plataneras y algodón. Y el de la pinocha seca, en Las Cañadas. Y también imágenes como fogonazos al final de un túnel: ver el fútbol desde las huertas, tus manos pequeñas y tiernas en el volante de aquel automóvil verde, y delante aquella niebla de lagartijas, la excursión a un lugar del norte en el que dijeron que había caído un meteorito… Y el hombre grande y bonachón que traía la suscripción del seguro para el entierro y tocaba en la puerta de la casa gritando: «¡La muerte!». Y te has puesto a escribir —al lado de las olas que fracasan— sobre aquella mirada de niño, sobre el pasado y las arrugas que dices que deja en el rostro el tiempo, sobre tu padre y su imposible persecución de la felicidad. Leo tu libro, Octubre, y voy también a la isla, a sus laderas verdes hacia la montaña, a los tejados de La Ranilla frente a nuestra casa, a las risas de mis hijos, a las alas grandes de aquella gaviota de madera que habíamos colgado en el salón. A la calle y su algarabía, al señor Antonio que nos saluda, siempre asomado en su portón. Y un poco más allá, al latido del mar muriendo sobre la playa de arenas negras. Todo ello llega ahora hasta esta habitación, hasta esta ciudad de la península. Treinta años o más, Juan. Colgado también del aire en estos días mudables e imprevistos. Sería fácil: cerrar los ojos; recordar y recordar. Pero pido a la memoria que no me cuente sus penas, que no me traiga ahora aquí mi vida; que no se ponga a destrenzar nada, por favor, que en este otoño rosa no venga a quebrar mi corazón, no quiera obligarme a llorar.
Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en tres volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012), Ciudad de sombra (2013-2014) y La vida a medias (2015-2016), todos ellos publicados por la editorial Eolas.
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