Estudios literarios

Unamuno, poesía y sexo

Un artículo de Alberto Wagner Moll.

Unamuno, poesía y sexo

/por Alberto Wagner Moll/

Aparéceseme la filosofía en el alma de mi pueblo como la expresión de una tragedia íntima análoga a la tragedia del alma de Don Quijote, como la expresión de una lucha entre lo que el mundo es, según la razón de la ciencia nos lo muestra, y lo que queremos que sea, según la fe de nuestra religión nos lo dice.

Como Unamuno nos dijera, en la conclusión Del sentimiento trágico de la vida, que la filosofía española no se hallaba en tratados, sino en su literatura y, sobre todo, en su modo de vivir, y como la filosofía es, finalmente, reflexión sobre el sentimiento trágico de la vida, sobre la certeza racional de la muerte y el anhelo antirracional de la vida más allá de sí misma, voy a intentar dilucidar una visión común al pueblo español sobre un tema concreto como lo es el amor carnal. Con este fin, voy a reflejar mediante textos de referentes de nuestra literatura, tanto clásicos como contemporáneos, una serie de características que encuentro indisociables de nuestra comprensión del hecho sexual.

En primer lugar, el amor es entendido como la búsqueda apasionada del encuentro carnal, que es preludio violento y vivaz del amor de espíritu, como afirmara Unamuno al decir que «el amor no es en el fondo ni idea ni volición: es más bien deseo, sentimiento; es algo carnal en el espíritu». Junto a esta opinión, hallamos ya en el Siglo de Oro que san Juan de la Cruz, en su Cántico espiritual, nos habla de un encuentro bucólico del que, posteriormente, nacerá el amor. Y es que, dentro de la filosofía, del modo general de vivir español, es imposible que surja el deseo de poseer y ser poseído por una persona sin conocer la carne misma, porque, entonces, no estaremos amando a aquel ser, sino la idea que se generó en nuestro cerebro solitario. El primer paso es el encuentro, el tacto, la vista. «Cuando tú me mirabas,/ tu gracia en mí tus ojos imprimían;/ por eso me adamabas,/ y en eso merecían/ los míos adorar lo que en ti vían», declara la amada en este Cántico. Ya en esa época, en que los matrimonios eran concertados y la sexualidad la entendían muchos como mera reproducción, se sabía por España que el amor va unido antes a un orgasmo que a un anillo, y digo esto siguiendo a don Unamuno, quien más tarde asevera que «de este amor carnal y primitivo de que vengo hablando, de este amor de todo el cuerpo con sus sentidos, que es el origen animal de la sociedad humana, de este enamoramiento surge el amor espiritual y doloroso». Y, volviendo al último capítulo del libro, podríamos contraponer matrimonio y amor como el maestro contrapone Europa a España: y es que en Alemania inventaron la imprenta y el amor legislativo, pero nadie se ama hasta la muerte, y en la muerte, si no es a la española, mezcla de Don Quijote y Don Juan. Que para amar en espíritu hace falta conocer la sangre que alimenta aquellas almas.

En segundo lugar, el sexo y el espíritu, como un amor que mata al otro. Sin embargo, ¿qué significa esta muerte del amor carnal? ¿Es acaso un fin absoluto, o, mejor dicho, una revivificación bajo la estela del amor espiritual? Y es que los esposos de san Juan, si únicamente se quedaran en aquella noche entre los ríos y los árboles, no podrían amarse ciertamente, sino solo de modo insignificante, no eterno. Amar significa, según Unamuno, absorber al otro, pero también ser absorbido, es decir: que su alegría y su dolor sean los tuyos, que la enfermedad te enferme a ti también. Bajo estas direcciones, el amor que revela Jorge Riechmann, poeta actual español, en las palabras de Tanto abril en octubre son una muestra clara de que el amor espiritual es condición de supervivencia  y perfección del amor carnal:

Estas enfermedades se llevan muchas cosas.
Lo que queda
me atrevo a llamarlo esencial.
Por ejemplo: estás viva. Te amo.

Y aún en los dominios del cáncer, sentir ese alma sagrada latir entre las piernas del amado es entender el amor verdaderamente. Para Unamuno, que entiende la vida como una lucha por perpetuarse, para el que «hay sin duda, algo de trágicamente destructivo en el fondo del amor, tal como en su forma primitiva animal se nos presenta, en el invencible instinto que empuja a un macho y una hembra a confundir sus entrañas en un apretón de furia», esta unión de entrañas debe resolverse en algo más espiritual, o mejor dicho, más humano. Y este tránsito es el que recorro yo en este trabajo y recorre constantemente la poesía española, la literatura, que es una pieza netamente humana. Sin embargo, la poesía no suele centrarse en el amor puramente espiritual, aquel amor sobre el que la carne dijo ya todo lo que tenía que afirmar, sino que habita el intermedio. La poesía versifica el deseo de unión, de una unión primeramente carnal que lleve a un goce espiritual, pero no reside en este placer último. Parece, por un momento, que la poesía se opone a la opinión de Unamuno, que no está de acuerdo con uno de sus poetas, en que el amor espiritual nazca con la desaparición del amor carnal. A lo mejor es que, simplemente, la poesía describe parcialmente la vida humana. Creo yo, sin embargo, que la poesía, como la filosofía, no debe hablar de todas las cosas, sino de los principios y causas de los elementos de la realidad. Pero, ¿de qué realidad habla la poesía, frente a la filosofía? Defiendo yo que habla sobre y desde el deseo, y que se limita a él, frente a la filosofía, que, aunque Unamuno defendiera en el capítulo 2 Del sentimiento trágico de la vida que la filosofía surge como una justificación de nuestros deseos, sí que esta justificación los desborda e intenta explicar el mundo o el hombre en él. La poesía no intenta explicar nada, y la poesía que trata de hacerlo se fosiliza, se convierte en un panfleto. Así pues, si la poesía solo habla del amor desde el deseo carnal, no debemos tomarlo como una negación de otros tipos de amor, sino como aquel carpintero que únicamente trabaja las maderas, sabiendo que hay otros materiales de construcción.

Si nos concentramos en la parte carnal de Unamuno, en la primera de las dos caras que fundamentan su pensamiento, podemos explicar cómo realmente el pensador vasco entronca de manera cardinal con la tradición poética española, al menos en este punto. Partiendo del reverso materialista de su filosofía, podemos explicar este deseo amatorio tal y como lo hiciera Spinoza en su tan citada por el don Miguel Ética, donde el pensador judío sentencia que el amor es «una alegría acompañada por la idea de una causa externa», es decir, un aumento de nuestra potencia de obrar dada por la afección de algo externo a nosotros. Así pues, si partimos de ese deseo infinito de aumentar nuestra esencia de la filosofía spinozista, entenderemos claramente que, siempre que amemos algo, desearemos ser afectados por él en gran medida. Y así, el deseo de amor comienza por la afección primera, que es la corporal, y la primera idea que tenemos de la cosa amada es la de su esencia extensa, y la primera que deseamos, por tanto, tener con nosotros. Y esta parte del amor es la que refleja principalmente la poesía, y más la poesía española, que se diferencia aquí de los amores idealistas del renacimiento italiano (y del no tan renacentista Pavese) y de los goces metafísicos de la lírica alemana, desde Hölderlin hasta Rilke. La poesía española, como el Quijote, parte de la concreción material, del sentimiento hacia algo particular. El idealismo, especulativamente hablando, como dice Marx, nace del concepto de reflexión interior, de pensamiento hacia sí mismo, de pensamiento abstracto que acaba pensando nada y se cree todo. En estas lindes especulativas, es normal que el amor, y sus manifestaciones intelectuales, se vean bañadas de abstracción, y sus poetas hablen bellamente de nada. Sin embargo, en España, donde el capitalismo no llegó realmente hasta el siglo XIX, la literatura ha seguido unos derroteros completamente distintos, lo que nos lleva a nuestro último punto.

Manrique nos dijo lo que, según él, era el amor

Es amor fuerça tan fuerte
que fuerça toda razón;
una fuerça de tal suerte,
que todo seso convierte
en su fuerça y afición;
una porfía forçosa
que no se puede vencer,
cuya fuerça porfiosa
hacemos más poderosa
queriéndonos defender.

El amor es aquella fuerza incontrolable que lleva a los hombres a los senderos de la muerte, «porque lo que perpetúan los amantes sobre la tierra es la carne de dolor, es el dolor, es la muerte». Y esta muerte lo es en el sexo y lo es en sus frutos, que son los hijos; hijos que vienen al mundo a sufrir las penas de sus padres, como dijo Heráclito. Y esta muerte, como creación del hombre, posee también su mismo deseo de persistir. Pero también los humanos deseamos que prevalezcan estas nuestras obras en sí mismas y, en el caso de nuestros hijos, que vivan más que nosotros. Rompemos así el solipsismo y llegamos al egotismo unamuniano, donde el yo trata de absorber el universo para ser por él absorbido. Este deseo también duele, también es muerte, como reflejara Miguel Hernández al escribir, al ocaso de su breve vida:

El cementerio está cerca
de donde tú y yo dormimos,
entre nopales azules,
pitas azules y niños
que gritan vívidamente
si un muerto nubla el camino.

De aquí al cementerio, todo
es azul, dorado, límpido.
Cuatro pasos, y los muertos.
Cuatro pasos, y los vivos.

Límpido, azul y dorado,
se hace allí remoto el hijo.

Por lo tanto, podríamos declarar que la poesía española habla del amor carnal, concreto, como un deseo infinito de unirse a la otra persona y de engendrar más vida, también removida por los surcos de la muerte. La poesía de nuestro pueblo es como el hombre: concreta, pasional y asfixiada de muerte.


Alberto Wagner Moll es estudiante de filosofía en la Universidad Pontificia de Comillas. Publicó el poemario titulado Jaima en la editorial Ars Poética en el año 2018 y fue segundo premiado en el certamen Florencio Segura del mismo año.

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