Crónica

Duradero festín de buitres

El periodista Antonio Maestre traza en 'Franquismo S. A.' la necesaria cartografía de los turbios orígenes de la mayor parte del nunca desfascistizado capital español a partir de —como decía Francisco Franco de la guerra del 36— «la única lucha en que los ricos que fueron a la guerra salieron más ricos».

Duradero festín de buitres

/una reseña de Pablo Batalla Cueto/

El 10 de mayo de 1997 se celebraron en la iglesia de San Juan de los Reyes de Toledo unas copetudas nupcias de las que el diario conservador Abc no dejó de dar, al día siguiente, cumplida cuenta gráfica y escrita en su sección de noticias de sociedad, que aquel día también se ocupaba de la comunión de Alonso Aznar Botella. Eran ilustres los apellidos que aquel día se entrelazaban e ilustre la concurrencia, y entre ésta, el Príncipe de Asturias, buen amigo de los contrayentes. El novio era Pelayo Primo de Rivera y Oriol; la novia, Inés Isabel Entrecanales Franco; los árboles genealógicos de ambos, enjundiosa historia de España. No requiere presentaciones el primer apellido de Pelayo, que fue el de un dictador, su bisabuelo, y el fundador del partido fascista español, su tío abuelo. De una de las grandes dinastías de plutócratas españoles, los Oriol, proviene el segundo; y de otra, los Entrecanales, el suyo a Isabel, hija de Juan Entrecanales de Azcárate, uno de los hermanos al mando de la empresa Acciona, de la que la novia dispone de una importante participación accionarial que la convierte en la 80.ª persona más rica de España, según Forbes. Hay más ejemplos de cómo los dueños dinerarios del país matrimonian entre ellos como los aristócratas del Antiguo Régimen y han ido tejiendo una densa maraña de complicidades consanguíneas, y éste es uno tan bueno como cualquier otro. A esta casta que lo es en sentido estrictamente literal, uno de sus miembros, Fèlix Millet i Maristany, llegará a referirse así: «Somos unas 400 personas que nos encontramos en todas partes. Vamos coincidiendo seamos o no parientes».

Cuatrocientas personas; mucho, pero que mucho, muchísimo dinero; y dineros distintos y parcelados, pero tal y como expresa Millet, una inflexión verbal que los agrupa a todos, que los hermana, que hace que todo sea, en realidad, el mismo dinero: somos. El nosotros que conjuga las conciencias de clase bien engrasadas. ¿Dinero adquirido en buena lid? Un libro de reciente y necesaria publicación por la combativa editorial Akal, Franquismo S. A., nos explica torrencialmente que no. Lo firma el conocido periodista fuenlabreño Antonio Maestre y se presenta como «un libro sobre lo que nos robaron». De desnudar el origen miserable de estas haciendas copiosas se trata: no las amasó la —tan cacareada por sus propietarios— cultura del esfuerzo, sino lisa y llanamente el robo; la amistad de lo ajeno con que una cofradía de cacos de cuello blanco anegó en sangre la luz de la Segunda República, declarándole una guerra de la que su vencedor dirá años más tarde (a veces Franco el Cuquito era de una sinceridad cristalina y apabullante) que «nuestra Cruzada es la única lucha en que los ricos que fueron a la guerra salieron más ricos». Uno de los capítulos del libro se titula «Festín de buitres», y podría haberlo sido del libro entero.

Buitres, pero buitres coronados, envueltos en armiño, como bien expresa otro detalle de la boda toledana de Pelayo Primo de Rivera e Inés Entrecanales: el novio es también conde del Castillo de la Mota, y de ese título de aspecto antañón que parece pedir la compañía de un número romano abultado que lo remonte a alguna razzia del Medievo, el caso es que sólo tiene poco más de medio siglo de antigüedad. Fue creado en 1960 por Francisco Franco para agasajar a Pilar Primo de Rivera, fundadora y dirigente de la Sección Femenina, quien, por fallecer sin descendencia, lo legó a su sobrino. Franco fue un sultán tremendamente generoso con quienes lo encumbraron al trono; y con sus feligreses políticos, pero también con sus financistas; y todo lo entremezcló el crisol de su tiranía: lo público y lo privado, lo burgués y lo aristocrático, la claridad del derecho y la opacidad del antojo. En el franquismo pasarán cosas como que un empresario del sector privado, José María de Oriol y Urquijo, sea el encargado de establecer las normas de producción eléctrica de España por orden del Ministerio de Industria y Comercio de 2 de diciembre de 1944 y eso propicie el crecimiento sin medida de la compañía Hidrola, de la que Oriol es presidente y que acabará fusionándose con Iberduero para conformar la actual Iberdrola. Quid pro quo: Oriol había luchado en el Requeté; había dirigido El Pensamiento Alavés, desde donde había defendido la unificación de falangistas y carlistas en una sola fuerza, FET y de las JONS; había sido después cabeza de Falange en Vizcaya hasta 1941, tiempo durante el cual había efectuado informes sobre un total de ochenta mil personas; había sido, en suma, un voluntarioso peón del terror franquista. Y Franco, sí, era tan generoso con sus amigos como implacable contra sus enemigos.

Era todo un gran trueque, un juego de grandes premios a ayudas grandes que se desplegaba también en un menudeo de pequeñas retribuciones cotidianas. El Ayuntamiento de Santander concede a Emilio Botín senior —el abuelo, no el padre, de la actual emperatriz del Banco Santander—permiso para unas obras en una de sus muchas fincas y, al día siguiente, éste dona 230 castaños de Indias para un paseo. Pedro Barrié de la Maza financia la Cruzada y promueve la infame cuestación popular obligatoria para regalar a Franco el Pazo de Meirás y éste lo gratifica con un título nobiliario por «su inteligente laboriosidad, su constante iniciativa creadora de riqueza […] y [… su] generosidad, impregnada de sentimiento cristiano»; título que toma disparatadamente el nombre de la empresa de Barrié: condado de Fenosa (y habría que comprobar si esto ha sucedido alguna vez en el mundo; si en algún lugar alguna vez se ha nobilizado el nombre de una compañía). La España de Franco era una sucia conchabanza de rateros y genocidas que pide a gritos la zafiedad de parafrasear una famosísima escena de Torrente (la de las pajillas): «Tú me la meneas a mí, yo te la meneo a ti». En aquel país sojuzgado, como en la Edad Media, los tres órdenes eran en realidad dos y el de los bellatores y los oratores uno y el mismo, comúnmente volcado a sojuzgar al de los laboratores: Maestre también nos cuenta, por ejemplo, que el siniestro Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, arraigó y comenzó a operar en España a través de la familia Oriol, otro de cuyos miembros, Antonio María de Oriol, fungió durante un tiempo como ministro de Justicia de Franco.

El capital español es —escribe Maestre—una «endogamia indescifrable de redes crípticas de intereses, de apellidos mezclados, matrimonios de conveniencia y comportamientos fácilmente reconocibles que se articulan a través del poder y el dinero amasado durante el franquismo». Los apellidos de estas familias se cruzan «hasta hacerse una sola gran familia de empresarios, nobles y terratenientes forjados bajo el paraguas franquista». Las dinastías de las élites franquistas «se emparentaban y procreaban para asegurar mantener el botín en manos de unas pocas familias, a buen recaudo y sin posibilidad de que algún agente externo intoxicara con complejos y prejuicios la ilegítima consecución de toda su fortuna».

Mucho, muchísimo dinero hicieron los entrepreneurs acogidos al paraguas de Franco; y dinero esclavista cultivado por los represaliados del 39, convertidos en siervos de la gleba. Como escribe Maestre, «cuando los trabajos los puedes hacer ahorrándote sueldos con obreros esclavos, el beneficio neto es considerable». Ese pasado ha intentado borrarse, y una anécdota a la que el periodista alude varias veces en el libro, relacionada con una de las empresas que más se beneficiaron de aquella ignominiosa negrería, lo expresa cristalinamente: los archivos de Abc conservan una fotografía tomada durante la construcción del Valle de los Caídos en cuyo reverso aparece una anotación manuscrita que advierte sobre la necesidad de borrar el cartel de la constructora Huarte que aparece en la imagen. Huarte —que también edificó el Estadio Santiago Bernabéu de Madrid— es hoy la hache de la todopoderosa constructora OHL, que, por supuesto, jamás ha gastado un céntimo en compensaciones. En la desmemoriada España, no sólo nadie le ha exigido que lo gastase sino que hasta se conceden medallas a los viejos esclavistas; y así, por ejemplo, a Félix Huarte Goñi, fundador y presidente de Huarte hasta su fallecimiento en 1971, a quien el Gobierno Foral de Navarra concedía (muy) póstumamente en 2014 la Medalla de Oro de la región, y de quien la presidenta conservadora Yolanda Barcino afirmaba entonces que había dado a España «el mejor ejemplo posible».

Los capítulos de Franquismo S. A. se titulan «Gas Natural Fenosa (Naturgy)», «Iberdrola», «Acciona», «De OHL a ACS», «La banca custodia el botín de la cruzada», «Las petroleras de Franco», etcétera. No parece haber una sola gran compañía española cuyos caudales no huelan a cadaverina: sucede incluso —escribe Maestre— que «enterarse de los orígenes e intereses de los principales cerveceros y sus relaciones directas con el franquismo puede dejar a los implicados con el consumo responsable, como única opción, la fabricación propia para tomarse una rica y espumosa cerveza». Y una democracia generosa podría perdonarlo tras una penitencia suficiente que cobrara la forma de indemizaciones masivas, pero no parece que vayan a verlo nuestros ojos. «Nadie hereda los pecados de los padres. Los pecados, no. Pero el fruto de esos pecados no lo escupen. No reniegan de él ni de la forma en la que lo han conseguido», escribe Maestre. Pero no sólo no parecen dispuestos a hacer acto de contrición los legatarios de aquel saqueo, sino que engordan la desfachatez heredada promoviendo, ellos que lo deben todo a la ubre de un Estado totalitario, discursos minárquicos que claman por la jibarización del propio Estado; del viejo papá Estado al que los padres y abuelos acudían —escribe Maestre— «raudos para pedir favores, contratas, privilegios y añagazas de trileros que les proporcionaran suculentos réditos», y que los hijos y nietos quieren ahora «tenue, vacuo y sin tributos en democracia para poder aminorar lo menos posible sus cajas de caudales».

Entre tales discursos, no lo hay que no fetichice la cultura del esfuerzo, que hace parte de toda una cháchara meritocrática que los altavoces de la contrarrevolución neoliberal pregonan hoy por orwelliano doquier a fin de ir erosionando el Estado del bienestar. De ella, se hace muy necesario desnudar hasta los tuétanos cómo juega en favor, disimulándolo, del dominio de una casta a veces vaga y siempre maleante. Maestre lo hace espléndidamente, desgranando algunas anécdotas impagables: así, por ejemplo, la de Mariana Calderón, hija del empresario Ramón Calderón, expresidente del Real Madrid, quien blasona de emprendedora de éxito y lo hace así: «Empecé sin ningún miedo. Tenía una corazonada y la llevé a cabo. Sin plan de negocio, ni ningún Excel. Pensaba que si me ilusionaba tanto el proyecto, tenía que funcionar seguro. Todo eran ganas e ilusión, trabajaba las horas que hicieran falta y me daba igual ganar o no dinero». Como añade con mordacidad Maestre, «no hay nada como tener mucho dinero para no necesitar ganarlo»; y como dice Vanessa Basurto y el periodista cita, «los sueños se persiguen infinitamente más rápido si la línea de salida parte de la calle Serrano». Otro ejemplo de ello lo ofrece Adriana Villalonga Tallada, hija del antiguo compañero de pupitre al que José María Aznar, otro dadivoso sultán, regaló la privatizada Telefónica; y así lo cuenta Maestre:

La hija del empresario se dedica a la cocina. A hacer tartas. Y no le va mal. O sí. Como si importara si se hunde el negocio. El caso es que ella defiende que no le han regalado nada: «Si un mes estoy peor de dinero y llamo a mi padre, me dice. “No duermas esta noche y vete a servir copas”». Admirable. Emocionante. ¡Qué lección de vida!

El caso es que Andrea se dedicó a la cocina artística un día que leyó una entrevista a Gemma Mengual y se dio cuenta de que no había perseguido sus sueños. Así que abandonó sus estudios de Comunicación en la Saint Louis University de Madrid que costaban más de 12.000 euros por curso, para irse a París a estudiar a Le Cordon Bleu, en el que la matrícula de un diploma de pastelería vale más de 30.000 euros. Una mujer hecha a sí misma. Parece que encima se enfadó cuando en una entrevista de Vanity Fair le preguntaron si las amistades de su padre le habían ayudado a la hora de sacar su negocio adelante. Ya no se dedica a la cocina. Ahora ha vuelto a una agencia de comunicación. 30.000 euros en Le Cordon Bleu para agasajar con tarta de queso a las visitas.

Maestre conjuga en su crónica la pulcritud documental del historiador, la amenidad concisa del periodista y también la furia necesaria del militante. No sólo cuenta cosas (y además de las hasta aquí aludidas, otras tangencialmente relacionadas, como el entusiasmo pronazi de los antepasados de Rodrigo Rato, Iván Espinosa de los Monteros o Hermann Tertsch), sino que las exige. Debemos —dice y dice bien— recuperar lo que nos robaron; las asociaciones memorialistas deben formular exigencias éticas y simbólicas, pero también, y en realidad sobre todo, económicas, que hablen a nuestros grandes descuideros en el único idioma que conocen. Así de convincentemente lo reclama el periodista:

La mayor resistencia a la reparación histórica no es cultural, política o moral. Es económica. No existe mayor reparo por parte de los vencedores a que los deudos de los vencidos recuperen los huesos de sus familiares o les pongan un monolito de recuerdo. Duele un poco más que se quite una calle al padre, abuelo o bisabuelo, porque eso implica establecer una mácula de comportamiento en aquellos que creen que actuaron por derecho y siguiendo un mandato divino, pero también lo soportarían sin más allá que una mueca o un pellizco a su negro corazón. Pero estas cesiones son una apertura a una realidad mucho más aterradora para aquellos que guardan secretos junto al dinero detrás del cuadro de sus antepasados: la de las reparaciones económicas, la de la devolución del patrimonio robado. La de la restauración del statu quo original en el que su dinero era de otros y en el que su vivienda no estaba a su nombre. Aquel en el que, sin un golpe sangriento y su colaboración criminal, no habría empresa o banco con el que enriquecerse. Si desaparece la razón del vencedor, se abre la puerta a la justicia del vencido. A eso sí le tienen miedo.

Será difícil abrir esa puerta, que, contra lo que cree cierta fe europeísta del carbonero, no fue fácil de abrir ni tan siquiera en Alemania, donde sólo el siglo XXI hizo posible arrancar a empresas que habían colaborado y se habían lucrado con el Tercer Reich y el Holocausto las indemnizaciones cuantiosas que venían reclamándose desde hacía décadas: la mitificada desnazificación posbélica fue allá en realidad una sutil renazificación, como Maestre también explica en el primer capítulo del libro. Pero hay que abrir esa puerta y convertirla en unas horcas caudinas para las fortunas innobles. Hay que abrirla más temprano que tarde, y que por ella pase el hombre libre para construir, como dejara encargado Salvador Allende en su último discurso, una sociedad mejor.


Franquismo S. A.
Antonio Maestre
Akal, 2019
288 páginas
20€


Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24La Voz de AsturiasAtlántica XXIINevilleCrítica.clLa Soga y Nortes; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro, Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’, y en 2019 el segundo: La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista.

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