Recetas para una hegemonía perdurable

¿Por qué mandan los que mandan? ¿Cómo mandan? ¿Es posible la revolución? ¿Qué chispas encienden su mecha? ¿Debe la revolución derribar la tradición, toda tradición, o más bien resignificarla? ¿Con qué mimbres se teje una hegemonía perdurable? Un libro de reciente publicación por Lengua de Trapo, resultado de sucesivas conversaciones entre Íñigo Errejón y Álvaro García Linera, se interroga sobre estas cuestiones.

Recetas para una hegemonía perdurable

/una reseña de Pablo Batalla Cueto/

Se reportó en noviembre de 2019, durante el ignominioso golpe de Estado que, en Bolivia, desalojaba del poder al Movimiento al Socialismo: una patulea de vándalos partidarios del putsch cercaba la casa de Álvaro García Linera con el objetivo, no de saquearla desordenadamente, sino de destruir un contenido muy concreto de la misma: los más de treinta mil volúmenes de la biblioteca del vicepresidente de los gobiernos de Evo Morales. Se trataba de un saqueo quirúrgico, de precisión; y era muy comprensible la inquina que dirigía a los vándalos favorables al golpe contra aquel objetivo: el ensalmo inopinado de que un sindicalista cocalero indígena llegara a encarnar las esperanzas colectivas y a encaramarse a la gobernación de una nación que el neoliberalismo había convertido en uno de sus principales y más exitosos laboratorios, y a mantenerse en ella durante más de una década, lo tenía todo que ver con las ideas e intuiciones de Linera, uno de los más esclarecidos intelectuales de la nueva izquierda latinoamericana. De aquellos libros había surgido todo; aquél era el corazón del dragón emancipador al que la reacción boliviana se proponía dar muerte. Para la historia quedará, como sinopsis gráfica de aquellos días funestos, la entrada de la autoproclamada presidenta Jeanine Áñez en el Palacio de Gobierno en La Paz portando sobre su cabeza una Biblia obscenamente gigantesca. La farsa y la tragedia fusionadas en un solo acaecimiento en lugar de respetar sus turnos históricos del modo célebremente señalado por Marx. La Bolivia de los treinta mil libros contra la Bolivia del libro único.

¿Jugamos como nunca y perdimos como siempre? ¿Demuestra el luctuoso derrocamiento de Morales, por si la historia no lo hubiera demostrado ya suficientemente, la imposibilidad irresoluble de la revolución plebeya; lo inevitable de acabar topándose con un contraataque exitoso de los malos que lo eche todo a perder? Pese a todo, es posible que no; que no lo demuestre. Una vasta movilización ciudadana favorable a Morales, sostenida por un denso tejido de asociacionismo popular, ha obligado a los golpistas bolivianos a convocar elecciones, y el candidato del MAS tiene muchas posibilidades de ganarlas (aunque habrá que ver lo que ocurre si eso sucede, o si un sucio pucherazo u otras añagazas no impiden que suceda). La Constitución de 2009 es invocada lo mismo por los golpistas que por los golpeados y los primeros sostienen un discurso social tan falaz como significativo de que Morales bien podría decir de quienes lo han desalojado del poder lo mismo que, célebremente, respondiera Margaret Thatcher a la pregunta de cuál consideraba que era el mayor logro de su mandato: Tony Blair y el nuevo laborismo; obligar a sus adversarios a jugar con las reglas y a hablar el idioma de los neoconservadores.

Así pues, y pese al momentáneo fracaso del MAS, sigue siendo valioso lo que un Álvaro García Linera exiliado tenga que decir sobre cómo se edifican las victorias progresistas perdurables. Y ésa es la mitad del valor de un libro de reciente publicación por el sello madrileño Lengua de Trapo, que lleva el título Qué horizonte: hegemonía, Estado y revolución democrática. La otra es otro opinante valioso y cuyo currículum acredita, salvando las distancias y en un contexto muy distinto —el europeo—, méritos equiparables a los de Linera: Íñigo Errejón, ideólogo del primer Podemos y, en tanto tal, principal artífice de un éxito no tan clamoroso como el del MAS pero no menos sorprendente; el de una formación recién nacida llegando a disputarle al vetusto PSOE el predominio electoral como gran partido de la izquierda española. De ambos, sí, son forzosamente interesantes las respuestas a una serie de preguntas que vertebran el libro, consistente en la transcripción de una sucesión de conversaciones mantenidas entre ambos en distintos momentos entre 2018 y 2019, a la que se añaden un compendioso epílogo de Errejón y un prólogo de José Luis Villacañas. ¿Por qué mandan los que mandan? ¿Cómo mandan? ¿Es posible la revolución? ¿Lo es verdaderamente? ¿Qué chispas encienden su mecha? ¿Debe la revolución derribar la tradición, toda tradición, o más bien resignificarla? ¿Es la democracia directa una panacea emancipatriz, o conlleva riesgos y problemas que, no convenientemente contrapesados por una medida de democracia representativa, conducen típicamente a un paradójico incremento de la tiranía? ¿Con qué mimbres se teje una hegemonía duradera; un conjunto de transformaciones irreversibles o muy difícilmente reversibles que limiten y encaucen las posibilidades del rival en lugar de que sea él quien limite las nuestras?

La pradera y la chispa

Preguntas cruciales éstas, que la izquierda, sin embargo, no parece hacerse lo suficiente. Y en las respuestas de Linera y Errejón, un mismo espíritu heterodoxo que atraviesa todo el libro y que constituye su principal interés, manifestándose en una panoplia de rechazos de determinadas disyuntivas falaces que el campo emancipador ha manejado habitualmente, tales como la separación abrupta entre base material y superestructura cultural u otra vieja dicotomía: aquélla según la cual son irreconciliables la revolución y la reforma. «Ya es hora», pide, por ejemplo, Linera, refiriéndose a la pretendida oposición entre lo material y lo cultural,

de deshacerse de esa topología dualista. De hecho, Marx usa esa expresión en el prólogo de 1859 a La contribución a la crítica de la economía política y luego no la retoma. Es más, reivindico con mucha más fuerza la otra topología de Marx, presente en el primer capítulo de El capital, que es una topología no dualista, sino monista, unificada: habla del capital, la cosa más material, objetiva, de la sociedad moderna, y lo hace a través de categorías como fantasmagoría, inversión, lo misterioso. […] Hay una dimensión material de la idealidad, y una dimensión ideal, simbólica, imaginada de lo material y, en verdad, la sociedad se presenta como esa fusión. Uno en el trabajo de abstracción lo puede diseccionar, descuartizar con un estilete, pero el descuartizamiento no es la realidad.

También hay que «dejar atrás», reflexiona, en este caso, Errejón,

las visiones mecánicas o de la conspiración que creen que el poder es un «truco de magia» o una máquina invencible, plana como una plancha de acero. Estas visiones, a menudo tan queridas por la izquierda, son incapaces de pasar del momento de la denuncia y la melancolía, porque no ven en las relaciones de dominación grietas o fisuras hacia posibilidades alternativas. […] Pero nuestra mirada también nos permite escapar de las visiones «gestionalistas», que creen que el Estado es un mero «instrumento» neutral y, por ello, no pueden explicar por qué la tozuda inercia de conservación de un orden que privilegia a unos pocos a costa de tantos.

De lo que se trata —coinciden ambos contertulios— es de hacer comprender la complejidad del Estado a una izquierda que bebe todavía con demasiada fruición del absoluto desinterés por el mismo de un marxismo clásico que, concentrado en lo económico, despachaba su teoría de lo político con la conocida fórmula del consejo de administración de los intereses comunes de la clase burguesa. No son tan sencillas las cosas, y antes bien, una mirada atenta al Estado revela fácilmente que se trata de un ente complejísimo a cuyo frente —reflexiona, por ejemplo, Errejón—, «los de arriba mandan porque han sido capaces de captar, de alguna manera, pulsiones, deseos o expectativas que existen entre los sectores de obedecen»; y como apunta García Linera, «las relaciones de dominación, que son construcciones sociales, por lo tanto contingentes, llegan a cierto momento en el que se arman y solidifican temporalmente, provisional pero duraderamente, como maquinalidad. Funciona la máquina de los procedimientos, la de los acatamientos, la máquina de las tolerancias». Se da, sin embargo, un proceso por el cual (Errejón) «las élites se renuevan poniéndose un poco en peligro», haciéndose «siempre porosas para captar, incorporar y renovarse con algunos de los mejores elementos de creatividad que producen sus sociedades». Y en ese ponerse en peligro, tales élites pueden encontrar un nuevo blindaje que rearme su fortaleza, pero también se abren pequeños intersticios por los que pueden colarse los outsiders habilidosos. Es posible la revolución —explica García Linera— si se rechazan por igual la mirada mecanicista y la voluntarista; aquélla para la cual «no hay nada más que hacer que destruir por fuera la máquina» y aquélla para la que, no menos estólidamente, «todo momento puede ser momento excepcional», «todo momento es capaz de encender la chispa que va a prender toda la pradera», no entendiéndose que «en realidad la pradera se enciende cuando no hay lluvias, cuando es tiempo de sequía, cuando la hierba está seca, cuando no ha llovido». Son necesarias determinadas condiciones para que la irrupción popular sea posible y una de ellas es —argumenta Errejón— «división y desorientación de los que mandan, que no haya figuras capaces de darle moral y cohesión a los dirigentes».

Todo arde —parafraseando una canción de Héroes del Silencio— si le aplicas la chispa adecuada. Pero ha de encontrarse la chispa adecuada; la revolución es una yesca huidiza que no cualquier chispa enciende; que no cualquier demanda justa incendia ni cualquier retórica diamantina desata. De entre todas las demandas emancipatorias existentes, reflexiona Errejón, «hay una que acaba condensando la oposición general del momento»; «una reivindicación concreta que se carga de un contenido ya universal y delimita claramente la frontera entre las élites y un pueblo en formación precisamente en ese antagonismo», pero que no lo hace «por su representatividad o peso estadístico, sino porque resulta ser el agravio moral definitivo, el que ha tocado una fibra emocional central de la sociedad, una viga maestra de las promesas o la visión del mundo en la que descansaba el orden hoy cuestionado». No se deduce «de condiciones económicas o sociológicas sino afectivas y culturales», y debe ser, al tiempo (y piénsese, por ejemplo, en lo que para el magma quincemayista significó en España el drama de los desahucios, o en cómo en Bolivia la hoja de coca se convirtió en un símbolo transversal cuya defensa contribuyó grandemente al triunfo de Morales), un agravio moral comprensible y asumible para el sentido común de época e inasumible para los gobernantes:

Si son muy avanzadas e inasumibles por el statu quo, no reunirán una mayoría suficiente, aunque pueden hacer un trabajo cultural más lento de expandir los límites de lo posible para el medio plazo. Si, por el contrario, son muy «normales» para su época pero son concedidas por los de arriba, su satisfacción desactivará su potencial de representar una voluntad popular nueva. Se traducirá en una reforma y continuará una compleja guerra de posiciones al interior del orden establecido.

Gobernar el mientras tanto

A juicio de Errejón, «la tan manida dialéctica “reforma/revolución” no es una bifurcación en la que uno elige la que más le seduce, sino el equilibrio resbaladizo y productivo en el que se mueven siempre las reivindicaciones populares»; y al de García Linera, «nunca ninguna sublevación ha comenzado con el objetivo final, siempre lo ha hecho con un objetivo muy práctico, directo y concreto, fundado en el agravio moral que condensa, agrupa y, si te da resultado, vas al siguiente paso y se irradia, se retroalimenta». Y en todo este contexto, la tradición, cierta tradición, una parte de la tradición, puede jugar un papel inestimable, como ambos contertulios argumentan con solvencia a través de reflexiones que se cuentan entre las más interesantes de su conversación. Siempre hay —explica Linera— «un aspecto de la tradición que se mantiene. Muy difícilmente la totalidad de las estructuras heredadas se derrumba»; a menudo «los cambios revolucionarios cabalgan», dice Errejón, «resignificaciones de tradiciones, de ideas o prejuicios que ya estaban allí, que ayer jugaban un papel conservador y hoy emancipador», y en cualquier caso, la revolución no es «una página en blanco en la que una competición retórica lo pueda decidir todo. Siempre hay condiciones heredadas […] no todo es siempre posible». Un magnífico ejemplo boliviano de tradición vieja devenida espoleta revolucionaria lo ofrece el mito de Túpac Katari, el caudillo aimara que en el siglo XVIII liderara una rebelión masiva contra el colonialismo español, y cuyo recuerdo —explica Linera— «se ha transmitido por circuitos del espíritu colectivo» y «se convierte en la manera de cuestionar a los neoliberales, a los partidos tradicionales, a la dominación racializada de Bolivia». Siempre la tradición de la dominación puede ser cuestionada «a partir, también, de ciertas tradiciones». Y todo puede resignificarse. Son también interesantísimas estas cosas que de lo sucedido en su país cuenta Linera:

[…] los primeros pasos reconstituyen viejas formas asociativas, y eso aquí es lo que no entendían los gobernantes: «oiga, si no hay sindicalismo, si es un marco muy débil, si hemos acabado con las viejas relaciones, entonces ¿de dónde surgió esta trama?». Se había dado una trama organizativa más profunda, los grupos de abajo, los colectivos, los regantes, por ejemplo, aparecen, estaban ahí a pesar de toda la reforma neoliberal. Había tramas locales, territoriales que servían de circuitos para otro tipo de actividades que no eran las estrictamente sindicales, las estrictamente reivindicativas, pero a las cuales la sociedad, en su momento de afronte, recurre, las utiliza, las resignifica. […] Obreros que no tienen sindicato, que son precarios, no tienen para acudir al sindicato y ¿cómo se asocian? Se van al grupo vecinal, son pobres y recurren a este circulito existente de baja intensidad y se introduce, o se resignifica. Y lo engrandece, lo potencia para expresar ahí no sólo ya un tema meramente vecinal, sino el tema político, reivindicativo.

Pero no hay que teorizar sólo sobre la revolución: también —y ésta es otra de las ideas fuerza que hacen interesante el libro— sobre el mientras tanto; el mientras tanto previo a la revolución y el mientras tanto postrevolucionario; la gestión cotidiana de los días que suceden a la tarde gloriosa de la revolución y, muy especialmente, del enfriamiento inevitable de las altas esperanzas que la hicieron posible, pero que nunca podrán ser satisfechas en su totalidad, en parte porque, en el cajón de sastre de ilusiones y ensueños que toda revolución es y necesita ser, todas son posibles, pero en muchos casos, luego se revelan quiméricas o incluso contradictorias entre sí. Hace falta —coinciden Linera y Errejón— una teoría de la primavera y otra del otoño, que se ocupe asimismo del no menos inevitable contraataque conservador. De resistirlo y de replicarlo si triunfa. Una política —formula Errejón— «para cuando la marea sube y otra para cuando la marea baja»; una para «los sábados de euforia» y otra para «los lunes de normalidad». Siempre va a bajar la marea, y debiera abandonarse —opina también el hoy líder de Más País— el vetusto vicio por el cual los izquierdistas «cada vez que sube la marea creen que nunca va a volver a bajar, y cuando baja, según de qué secta sean, detectan la traición en un punto o en otro: “el problema estuvo en febrero; no, estuvo en octubre; no, estuvo en enero, en Kronstadt…”». Ofrecen un buen y aleccionador ejemplo, dice, los gobiernos progresistas de América Latina, que «no han vivido presa del romanticismo de la primavera sino que se han hecho cargo del otoño, […] han tenido una política también para el momento del enfriamiento».

Alude también Errejón al problema de los cuadros medios; de un ejército funcionarial no sujeto a vaivenes electorales y que tiende a la renuencia, la desconfianza, la incredulidad o la pereza hacia los cambios; «un mundo completamente ajeno a las expectativas de los sectores movilizados, pero con el que los gobernantes van a tener que lidiar desde el primer momento» y que «ha sido poco cuidado por las fuerzas progresistas». La izquierda —dice Errejón— ha dedicado «menos tiempo y menos esfuerzo a formar parte de esos cuerpos que, como es natural, de la organización social y la protesta social; así que, cuando los gobiernos progresistas llegan al poder miran alrededor entre los cuerpos fundamentales para el funcionamiento del día a día del Estado y no reconocen a mucha gente». Y esa negligencia tiene que ver nuevamente con ideas erróneas sobre el Estado; con creer al Estado «una estructura que, o bien se puede derrocar, o bien se ganan las elecciones y se conduce; y no como un conjunto de personas concretas con intereses concretos que, en su día a día, tienen mucho margen para decidir cuánto avanzan o no avanzan las cosas».

Sobre otro problema, es García Linera quien advierte con solvencia: el de los riesgos y problemas de una fascinación acrítica con la autogestión y el asamblearismo que cierta otra izquierda ha tendido también a tener, y que quedan espléndidamente resumidos en una anécdota del proceso boliviano así relatada por el vicepresidente derrocado y que merece la cita in extenso:

[…] los compañeros mineros de Huanuni tienen una larga tradición obrera, tienen la experiencia de sus padres, que son los que hicieron la revolución del 52, que se enfrentaron al neoliberalismo, que viven en una misma zona, en un campamento, que tienen la cultura obrera y forman parte de un sindicato, que han construido la ciudadanía sindical durante los últimos cuarenta años. Entonces, se ha ido el patrón, se han ido los neoliberales, ¿qué hacemos? Nos tomaremos la mina. ¡Qué bien! Es un hecho de democracia y toman la mina. Y no sólo toman la mina, sino que empiezan a producir la mina, ¡qué bien! Pero no sólo empiezan a producir la mina, sino que comienzan a distribuirse los frutos. Y entonces, por tanto, a privatizar la mina. Este es ejemplo de cómo un momento de disolución de las jerarquías de los mandos lleva a que la fuerza de antiguas estructuras de agregación más relevantes comience a ejercer su propio mando, y a usar lo colectivo para sí mismo. Los mineros de Huanuni ocupan y gestionan la mina, pero no solamente la gestionan, sino que se distribuyen la riqueza. Tenía compañeros que ganaban tres veces más que el presidente y ¿qué le entregan al resto de sus compañeros? Nada, porque no es de su competencia, no les preocupa.

[…] Los físicos hablan de fluctuaciones; cuando sobre una homogeneidad hay ciertas fluctuaciones por las que la homogeneidad comienza a ser quebrada por agregaciones, ahí se forman las galaxias y de las galaxias se van formando los planetas. En la sociedad sucede lo mismo, sobre una horizontalidad que no es absoluta, hay fluctuaciones, estructuras más densas, los mineros, la fábrica de acero, las fábricas de automóviles, cuya delegación, historia y tradición son más densas que la del resto de los trabajadores, y comienzan a articular en torno a sí el uso de los bienes comunes del resto. Estás asistiendo así a una forma de privatización corporativa de los bienes comunes, y, si dejas que eso continúe, lo que vas a generar es un caos que pueden llevar al hambre, el desempleo y la propia devaluación de la revolución.

¿Pueden lograrse conquistas irreversibles? Pueden, y Errejón lo ilustra con otra anécdota boliviana, que recuerda del tiempo que pasó en La Paz estudiando al Movimiento al Socialismo para su tesis doctoral, referente a la construcción de un teleférico en la ciudad, cuyas consecuencias ilustran a su juicio la complejidad del entrelazamiento entre lo material y lo cultural. El teleférico —expone— no es simplemente un sistema de transporte, sino, más allá,

una mirada sobre la ciudad, sobre qué barrios se mezclan, sobre cuánto tardas en llegar de Calacoto a la Ceja. ¿Es también un hecho material duro? Sí, claro, los pilares, las cabinas, los cables, las estaciones, sí. Pero es a la vez la instauración de un sentido: te está diciendo quién tiene derecho a comunicarse, cuánto se pueden mezclar los barrios… Eso rompe la ciudad segmentada, por lo menos dificulta, contribuye a aminorar la segmentación, mezcla gentes, mezcla la percepción del lugar, y el lugar ya es otro. Viví aquí, he venido muchas veces y la última vez que viví aquí, cuando te querías subir al alto, lo hacías en un micro hasta San Francisco. Y ahí cogías otro micro. Eso te daba la sensación de que te estabas yendo a un lugar muy lejano, ahora coges una cabina, fácil, limpia, rápida, y en cuatro minutos estás en un sitio que ya no es más un lugar que está ahí arriba, lejano, desconocido. Es muy sencillo llegar, está al lado de tu barrio en realidad […] cuando hablábamos antes de la irreversibilidad, me pregunto cómo se echa para atrás esta mirada, y me alegra mucho que no sea nada fácil. Si mañana, dios no lo quiera, dios o quien sea, llegara un gobierno conservador, no sé cómo se restablece tan fácilmente la ciudad segmentada. Habría formas, pero no sé cómo se retrocede tan fácilmente.

Entender la revolución al modo de Galeano, como el horizonte que, al caminar un paso hacia él, se aleja un paso, y al caminar diez, se aleja diez; y aun inconquistable, nos sirve para caminar. Podría ser ése el resumen más compendioso de este libro sobre la revolución como eso mismo que se dice a veces que es la cultura: un combate cotidiano contra la inercia. La revolución cada semana, cada día, cada hora; la revolución como tensión y desafío permanentes, siempre prometedora, siempre posible, pero nunca resoluble de una vez y para siempre, como creían posible los sorelianos devotos de la «tarde gloriosa» y sigue creyendo, contra toda evidencia, cierto inane bolchevismo contemporáneo. Precisamente por ello la revolución es tan difícil; y nada mejor que el exilio de Linera, la decadencia electoral de Podemos y el pinchazo de Más País para demostrarlo dolorosamente. Es (relativamente) sencillo redactar el recetario; harina de otro costal llevarlo a práctica. Pero no hay excusa que valga para no intentarlo.


Qué horizonte: hegemonía, Estado y revolución democrática
Álvaro García Linera e Íñigo Errejón
Lengua de Trapo, 2020
144 páginas
15,50€


Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24La Voz de AsturiasAtlántica XXIINevilleCrítica.clLa Soga, Nortes y LaU, dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro, Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’, y en 2019 el segundo: La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista.

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