Diarios de cuarentena

Notas de Jordi Doce para una cuarentena (4, 5 y 6)

El poeta, crítico y traductor continúa escribiendo su diario de cuarentena en Madrid, con notas sobre los 'new habits' y pequeñas neurosis a que conduce la crisis o la mirada censora de un vecino al bajar a pasear a su perra al parque.

Cuaderno del encierro (4, 5 y 6)

/por Jordi Doce/

Miércoles, 18 de marzo. Supongo que nuestra generación recordará estas semanas perplejas como los neoyorquinos recordaron durante años el gran apagón de julio de 1977. Solo que esos dos días de violencia y de desórdenes públicos se han convertido, en nuestro caso, en una travesía mucho más segura —al menos en apariencia, o de momento—, pero también más larga y letárgica, como si nos dejáramos llevar por la corriente y el mar estuviera lejos. ¿El mar? Tendremos suerte si al final del trayecto no caemos en una montaña rusa de rápidos y saltos de agua.

 

El primer día estábamos avisados, pero por alguna razón se nos pasó y no tuvimos tiempo de sumarnos a los aplausos. A decir verdad, tampoco los oímos; pensé con cierta tristeza que este vecindario era un nido de insolidarios (o, como nosotros, de despistados irremediables). La segunda tarde salimos al balcón de la fachada y aplaudimos con ganas, pero el parque vacío nos respondió con indiferencia. Así que desde el lunes hemos optado por asomarnos a la trasera del edificio, donde están nuestros dormitorios, y desde allí sumarnos a la celebración. No puedo llamarlo patio interior: es más bien el hueco de una gran manzana que contiene garajes, almacenes y hasta una vieja corrala, así que los aplausos resuenan con fuerza y se mezclan con gritos, silbidos y algún «viva» o «bravo» proferido con entusiasmo. En algún momento me ha parecido oír incluso unas palmas flamencas, que pueden ser más contagiosas que cualquier virus. Es un decir. Todo es muy emocionante, hasta para los que tenemos poco espíritu gregario. La iniciativa empezó como un homenaje a los trabajadores de la sanidad pública, pero a estas alturas parece claro que el aplauso es una manera de sentirnos acompañados en el desastre. Nos aplaudimos a nosotros mismos y damos fe de nuestro vivir colectivo —de nuestra convivencia— en este patio inmenso. Algo así dice mi amigo Raúl en el mensaje de correo que acabo de leer: «Contemplo los edificios que rodean el parque con casi todas las luces encendidas y las persianas y las cortinas abiertas; como en Ámsterdam, los vecinos quieren mostrar a sus vecinos que existen, que están ahí, acompañándose». La imagen me conmueve porque eso mismo hago yo estos días: trabajar hasta tarde con el estor enrollado y las luces encendidas. Puro instinto, quizá. Como si los ojos de las ventanas pudieran arroparnos y darnos un poco de luz. Qué menos.

 

Hablaba por teléfono con un amigo, y le comentaba el alivio que suponía poder sacar a la perra todos los días, aunque fuera un rato. No tardó en interrumpirme: «Bueno, y eso que dicen que no se pueden dar paseos, hay que salir solo para que el animal haga sus necesidades, y punto». Mi amigo es un hombre cordial y bondadoso y estoy seguro de que habló con la mejor intención, pero sentí claramente una nota de censura en sus palabras, en su tono de voz. Así también, con ojos de reproche, me miraba esta mañana un jardinero del parque. Mi única respuesta fue acelerar visiblemente el paso, para dejar claro que mi presencia era en realidad una obligación, algo impuesto por las circunstancias. La perra iba a lo suyo, como debe. Me aferré a su mueca confiada, casi alegre, y así me fui sintiendo menos culpable. Tampoco hay que exagerar, me digo. Pero preveo que estos raptos involuntarios de puritanismo se irán haciendo cada vez más frecuentes y que la mala conciencia será nuestra forma de hacernos perdonar cada escapada.

 

Jueves, 19 de marzo. Llevo guantes, pero al entrar en el portal me sorprendo empujando la puerta con los codos. Y lo mismo al salir del ascensor. También los new habits son duros de pelar.

 

Buena noticia: José Luis me confirma que finalmente no le tocan la nómina. Parece que la presidenta de la comunidad ha hecho lo correcto y se ha puesto de acuerdo con la empresa de portería. Bien. Por lo demás, seguimos sin ver a nadie ni cruzarnos con nuestros vecinos. Escribo entre la voz recia y matinal del vecino del tercero y el ruido de la ducha en el segundo B.

 

Han vuelto a subir las temperaturas. Los pájaros cantan a todo gas, como si no hubieran salido del poema de Juan Ramón. Siguen llegando anuncios de Idealista.

 

Hoy tendría que estar en Oviedo, en la librería Cervantes, para celebrar con César Iglesias la publicación de En la rueda de las apariciones. La idea de que esta semana me tocaba viajar a Plasencia y a Oviedo (con parada en León) me resulta casi inconcebible, dadas las circunstancias. Cómo se me ocurre. Y, sin embargo, son estas circunstancias, tan absolutamente irreales hace apenas dos semanas, las que ahora se imponen y dictan la pauta de lo que es normal y lo que no. Ya lo dice el proverbio: a todo se acostumbra uno. No sé si celebrarlo o preocuparme como es debido.

 

Hace unos días terminé la relectura de Trastos, recuerdos, la biografía de Wisława Szymborska que Pre-Textos publicó justamente hace cinco años. La había abierto de nuevo para refrescar datos e impresiones con vistas al club de lectura de la librería Alberti —que tuvimos que suspender a última hora— y su compañía me vino bien para calmarme durante las jornadas previas al confinamiento definitivo: hay algo en la actitud de la poeta que inspira confianza. Mientras lo leía, era inevitable pensar en cómo habría abordado Szymborska una situación semejante. O en cómo la habría trasladado al papel. Esas lecturas suyas, no obligatorias, que invitan a tomarse las cosas con humor y hasta con despreocupación dentro de la seriedad. Y que sacan conclusiones poco solemnes o rotundas, capaces de implicar al lector y tomarlo del brazo con una sonrisa. Me gustaría leer su poema, ese poema cómplice y sabio que habría escrito en nuestro lugar. Otra opción es abrir los Cuadernos de Cioran, recién publicados, que me esperan en la mesa del salón y cuya desolación hiperbólica siempre logra estimularme. Es una lectura egoísta y por contraste, lo sé: en comparación con la suya, tan llena de cuitas y lamentos, llevamos una vida bastante apañada. Como diría Szymborska, ni tanto ni tan poco.

 

He salido el balcón para tomar el café de media tarde y me llega un olor remoto a hierba cortada. Y he recordado que esta mañana los jardineros andaban segando el césped a la altura del Templo de Debod, a unos trescientos metros de aquí en línea recta.

 

Sábado, 21 de marzo. Ayer los aplausos volvieron por sus fueros después de la (relativa) decepción del jueves. Quizá se debiera al cansancio. Pero influyó también la impaciencia de algunos, que empezaron a aplaudir cuando todavía faltaban tres o cuatro minutos para las ocho. Entre ellos, los hijos de un vecino para los que este ritual es, supongo, una excusa para jugar y distraerse. Y así debe ser. Pero el resultado fue una sesión deslavazada, en la que los vecinos del patio nos íbamos dado el relevo sin convicción. Ayer no; ayer empezamos todos a una y a la misma hora, con la gracia —la frescura— de los primeros días. Como si nos hubiéramos sincronizado sin querer. La idea puede parecer absurda, pero a estas alturas estoy dispuesto a creerme lo que sea.

 

Me pregunto qué pensarán los pájaros de este barullo. Pienso en los vencejos, que todos los atardeceres de verano vienen a este patio a darse un festín, y me alegra estar aún en marzo.

 

A cada tiempo sus neurosis. Me descubro restregándome los ojos o mordiéndome distraído una uña, y tengo que hacer verdaderos esfuerzos para no ir al baño y lavarme las manos. No siempre lo consigo.

 

En las películas catastrofistas que son uno de mis placeres culpables todo sucede en poco tiempo. Puede haber un preludio más o menos breve de días o semanas —una grieta en el Ártico que nadie sino el héroe percibe, una lluvia de pedrisco asesino en un pequeño mercado oriental, un gran géiser que estalla de repente en el rincón más remoto de un parque natural y se traga a un grupo de excursionistas—, pero el grueso de la trama, de la peripecia, se resuelve en pocas horas. El mundo se encamina hacia el desastre a toda velocidad y la gente muere por miles y por millones, pero toda nuestra atención está puesta en los protagonistas, repartidos en dos o tres lugares emblemáticos. La falla de San Andrés se hunde en el Pacífico, una ola inmensa invade Manhattan, grandes ciudades históricas son arrasadas en cuestión de minutos, pero todo va bien mientras los protagonistas sigan con vida (y si alguno de ellos muere o es herido, siempre es por un pequeño error de juicio, o por ser el mejor amigo del héroe, o simplemente por ser negro; pero me estoy desviando del asunto). El caso es que en dos horas largas de metraje el mundo cambia sin remedio, casi siempre para mal, y nosotros apagamos el televisor cansados y satisfechos. Y pienso que sería difícil hacer una película de este encierro, tan tedioso y poco heroico, tan normal en sus rutinas y sus prudencias. Otra cosa es si la acción se desplazara a los hospitales, pero incluso ahí haría falta un buen montador para mantener el ritmo, la sensación de suspense. No estamos acostumbrados —la ficción no ha sabido entrenarnos— a que el caos o el desastre se desenvuelvan a cámara lenta, con esta pátina de normalidad aparente. El caudal de noticias se ha ido amansando. O vemos las justas para evitar sobresaltos. Y todo se frena y ensombrece por momentos. De ahí la abundancia de bulos, de noticias sin dueño y teorías conspirativas. El disparate entretiene mucho, y de alguna manera hay que dar consistencia y realidad a este sentimiento impreciso de fin-de-mundo. El discurso oficial (sin mucha convicción, la verdad, solo hay que ver los apuros del jefe del estado mayor para explicarse) habla de guerra, de lucha contra el virus, pero lo único que vemos tras las ventanas es asfalto, tejados y ausencia de gente.


Jordi Doce (Gijón, 1967) es poeta, crítico y traductor. Sus libros más recientes son La puerta verde. Lecturas de poesía angloamericana (Saltadera, 2019) y la antología En la rueda de las apariciones: poemas 1990-2019 (Ars Poética, 2020). Coordina la colección de poesía de la editorial Galaxia Gutenberg.

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