Diarios de cuarentena

La estrategia del caracol

Durante sus salidas a la calle para desempeñar su trabajo limpiando portales, el fotógrafo Alejandro Nafría toma con su teléfono móvil instantáneas de un Gijón postapocalíptico, vaciado por la cuarentena del coronavirus. Ofrecemos una selección de ellas, acompañadas de reflexiones escritas por Pablo Batalla Cueto.

LA ESTRATEGIA DEL CARACOL

/fotografías de Alejandro Nafría; textos de Pablo Batalla Cueto/

Durante sus salidas a la calle para desempeñar su trabajo limpiando portales, el fotógrafo Alejandro Nafría toma con su teléfono móvil instantáneas de un Gijón postapocalíptico, vaciado por la cuarentena del coronavirus. Lo que sigue es una selección de ellas, acompañadas de reflexiones sobre la presente crisis y sus ramificaciones, escritas por Pablo Batalla Cueto a partir de pretextos ofrecidos por las propias instantáneas.

Parque Isabel la Católica. Situado en el barrio de El Bibio, fue diseñado en 1941 por Ramón Ortiz en una zona pantanosa conocida como Charca del Piles o Llamarga del Molinón (el estadio del Real Sporting está ubicado a su vera), es uno de los mayores parques urbanos de Asturias. Cuenta con paseos con parterres y arriates de flores, y un gran lago con exuberante vegetación, y lo habitan diversas especies animales en libertad y semilibertad, tales como ardillas, pavos reales y hasta cuarenta tipos distintos de anátidas. Incluye también un palomar y un gran aviario con faisánidos y emúes. En él se yerguen, además, varios monumentos.

Me pregunto si las ardillas del Parque notan, paladean, roen el silencio denso de esta cuarentena abracadabrante; si algo se conmueve en su psiquis exigua; un principio remoto del Gran Desconcierto del que mana el hontanar de la filosofía. No juegan los niños en el Parque, no ruge la garganta múltiple del benemérito Molinón, no hay rastro dominical, ni coches, ni viandantes, ni los adolescentes buscan acá como acostumbran, en la noche sabatina, amparo para sus vicios joviales. La cuarentena ha apagado todos los barullos, todos los zurriburris, todos los zipizapes. ¿Son felices, ahora, las ardillas del Parque? Cuando el ser humano no está, ¿las ardillas bailan? ¿O retiembla este terremoto de época también el mundo ardilláceo; su Dasein de roedores oportunistas, atentos al caer de migas del banquete del hombre?

Las gaviotas, al menos, sí están inquietas: se las ha visto perseguir, en bandadas hitchcockianas, a transeúntes cargados de bolsas de la compra. Leí alguna vez que estas aves han ido abandonando el océano y perdiendo el instinto cazador y haciéndose terrestres y holgazanas, atraídas por lo mucho más fácil de la obtención de alimento en nuestros vertederos y muladares. Si esta peste negra del siglo XXI fuera un castigo divino a un haberse colmado el vaso del pecado, tal vez no fuéramos sólo nosotros los castigados, sino también las gaviotas, desertoras de la misión pelágica designada para ellas por el Creador, negligentes del deber veterotestamentario de ganarse el sustento con el sudor de la frente.

Pero esto no es un castigo. Este virus, este Otro minúsculo y atroz, no es heraldo de mensaje alguno, no nos habla ni nos advierte, no nos quiere mal. Sus cardúmenes microbianos son solamente una ondulación fortuita e indiferente del océano del Absurdo. Y son un poco un reencantamiento del mundo, un vestigio de religiosidad, esas exhortaciones que se hacen estos días a «luchar unidos» contra él, como si se tratara de un enemigo inteligente y taimado, y no de un ímpetu sordociego de esta náusea azarosa que llamamos Universo. Pienso en el Antoine Roquentin de La náusea de Sartre al ver los árboles del Parque en la foto de Nafría; su lóbrega desnudez invernal. Roquentin se derrumbó a la vista de la raíz negra de un castaño, que sobresalía en la tierra; se dio cuenta ante su «masa negra y nudosa, enteramente bruta y que me causaba miedo» de lo que significa existir; y bien podría haberle ocurrido lo mismo ante estos árboles despeinados; ante ellos adquirir conciencia, como ante aquél, de la «solidez húmeda, monstruosa y caótica; desnuda, terrible y obscenamente desnuda» de la existencia.

Hay una historia curiosa relacionada con este parque. El primer monumento a Fleming erigido en el mundo entero se inauguró aquí en 1955, seis meses después del fallecimiento del descubridor de la penicilina, costeado con entusiasmo por los habitantes del barrio proletario y canalla de Cimavilla, a cuyos habitantes (pescadores, cigarreras, prostitutas) el bendito Penicilium había libertado de golpe de toda una porción de dolencias; singularmente, de las venéreas. Cada año desde entonces, una procesión anual parte del barrio —a un par de kilómetros del Parque— a ofrendar flores a este héroe tutelar de una milenaria guerra santa sanitaria que hoy vuelve a librar batallas. ¿Qué nuevo Alexander Fleming medirá el lomo de este virus? ¿Habrá siempre flemings que nos salven de cada peste, o llegará el día, y viviremos para verlo, en que la naturaleza derrote de una vez y para siempre a la cultura?

Repartidores de Glovo ante el Mike’s de la calle General Suárez Valdés.

Para los repartidores de Glovo no hay cuarentena, y eso que lo han exigido. El proletariado del siglo XXI no viste mono azul, sino una disparatada mochila cuadrada. Sus negreros romantizan su vil explotación exprimiendo el caletre de la neolengua corporativa para rebautizar su plusvalía como economía colaborativa (el peón colabora con el patrón; Amancio Ortega, con sus vasallos bengalíes) y asignarles a ellos el muy cool título de riders, que evoca la épica libertaria del comanche a lomos de su mustang o los moteros de la Ruta 66 a los de su Harley. Libérrimos lacayos, recorren nuestras calles en bicicleta para satisfacer nuestros caprichos de vizconde ocioso, considerados, parece, servicios mínimos de este toque de queda.

El coronavirus entiende, claro que entiende, de clases sociales, como entiende de géneros (esas mujeres encerradas de pronto, 24/7, con su maltratador) y varias otras divisivas ignominias, por más estruendosa alharaca que monten los feligreses del Pueblo Único, sedientos de la homogeneidad que sólo garantizan las tiranías, cuando osamos señalarlo. El mundo no es justo, y no se vuelve justo mágicamente en medio de una pandemia, sino todo lo contrario. Todo lo que es intensifica su ser o lo redobla: se hacen más duras las penurias del proletario; se hace más aberrante el confort del privilegiado, como el de esos famosos que estos días cuelgan vídeos de las fastuosas mansiones en las que pasan sus cuarentenas.

Todo se hace más cierto, más evidente, más claro en una crisis. Y así, otra enseñanza valiosa que nos está legando esta crisis es la lista precisa de quiénes serán los delatores de cualquier posible futuro totalitarismo que advenga sobre nosotros; la centuria de chivatos con cuyos soplos construyan su tiranía los sátrapas del porvenir, da igual si de un color o si del otro. Existe un cierto tipo de persona de orden que lo es de cualquier orden; almas medrosas ansiosas por un mundo sencillo y previsible que otorgue las más altas medallas a su disposición ratonil para la obediencia, que serían franquistas bajo el franquismo, estalinistas bajo Stalin y campeones del entusiasmo maoísta bajo Mao. Estos días, emergen como vigías autoproclamados de la virtud ciudadana, apostados en sus balcones con el ojo avizor para detectar y abroncar a quienes entienden, a veces muy erradamente (ha llegado a insultar esta gestapillo voluntariosa a chavales autistas que necesitan salir y a sanitarios que vuelven a casa de trabajar), que se están saltando la cuarentena. El propio Nafría los ha padecido, me cuenta, durante sus salidas para desempeñar su trabajo limpiando portales; y estos días ha circulado por las redes la fotografía de un cartel colgado en el portal de un edificio de Oviedo con el siguiente mensaje:

QUERIDOS VECINOS

La vecina del 2ºB y los del 4ºC nunca salen al balcón al aplauso a los médicos a las 8 pese a estar siempre enfermos haciendo uso de la sanidad. Sin embargo cada día salen con el perro hasta 4 y 5 veces y algunas veces tardan más de 20 minutos en volver recorriendo todo Oviedo. Propongo que todos llamemos a la policía cada vez que salga alguien de estos pisos con el perro o sin justificación para que les sancionen y aprendan a respetar a los miles de médicos y policías que están muriendo por nuestro pais ahí fuera. ¡¡Qué menos que aplaudirles cada noche!!

¡Gracias a todos los que cumplen!

Todo lo que conforma el espíritu totalitario está ahí en versión banal, eufemística, incipiente, premonitoria; y lo más aterrador del cartel (anónimo, por cierto) es cómo convierte el jovial aplauso de las ocho en la celebración colectiva que justifica la delación. Escribía Francisco Umbral en uno de sus artículos, y cito de memoria, que en tiempos de paz pateamos al perro del vecino y en los de guerra fusilamos al hijo de la portera; y algo así es lo de este cartel inicuo y aterrador: delatar hoy al que no aplaude y mañana al que no acuda al desfile militar.

Guárdennos los dioses de esta centuria de acusicas. Y también de la manga de insolidarios que estos días tiran de picaresca para saltarse el confinamiento, a quienes nada disculpa, y cuya desfachatez nada suaviza. Pero tengo para mí que son mucho más nocivos para la salud social, y una curva tan urgente de aplanar como la del virus, los primeros que los segundos.

La plaza de San Miguel, conocida popularmente como la Plazuela, homenajea a Evaristo Fernández-San Miguel y Valledor, nacido en Gijón en 1785, militar, escritor, presidente de las Cortes Constituyentes en 1854 y autor de la letra del Himno de Riego.
La plaza conocida popularmente como del Parchís por el diseño que tenían en tiempos sus jardines se llama en realidad del Instituto (y se llamó del Generalísimo entre 1937 y 1979). El Instituto es el Instituto Jovellanos, uno de los más antiguos centros educativos de enseñanza media en España, fundado por el eminente ilustrado que le da nombre en 1797 y cuyo edificio histórico —hoy un centro cultural— se yergue a su vera.
La plaza del Carmen, así llamada por una capilla cercana hoy desaparecida, fue de José Antonio entre 1937 y 1979, y durante la Segunda República lo había sido de Galán en homenaje a Fermín Galán, militar republicano condenado a muerte por la sublevación de Jaca en 1930.

Ni un alma en la plazuela de San Miguel ni en la del Parchís —tan sólo un globo errante—; y en la del Carmen, un paso de peatones ancho para peatones ningunos. No recorre nadie la calle Corrida, céntrico hervidero comercial de la ciudad. A nadie detiene el rojo y a nadie moviliza el verde de un semáforo impertérrito que recuerda a los soldados japoneses que, en las profunidades de las selvas indonesias y filipinas, seguían librando solos la guerra del emperador décadas después del Armisticio. Y hay algo muy tétrico —que el tiempo desapacible incrementa— en la imagen deshumanizada de estas plazas que sólo conocemos y sólo imaginamos hormigueantes de gente; algo que recuerda a los cuadros de José Manuel Ballester, consistentes en replicar pinturas famosas pero retirando de ellas toda presencia humana: las meninas de Las meninas, los comensales de La última cena, los fusilados y los fusiladores de Los fusilamientos de Goya, etcétera. En ambos casos una ausencia corpórea, maciza, se vuelve la presencia más presente; una suerte de rebelión psíquica se desata en nuestra mente confusa; exige imperiosa, angustiosamente, la restitución de lo hurtado. Que vuelvan las meninas al palacio; que vuelva el hombre libre a las grandes alamedas.

¿Para construir una sociedad mejor? ¿Lo será el mundo que suceda a esta pandemia? El teórico del arte Heinrich Wölfflin decía famosamente que no todo es posible en todas las épocas: «incluso el talento más original —aseveraba— no puede superar ciertos límites que le son fijados por su fecha de nacimiento. No todo es posible en toda época y ciertos pensamientos no pueden concebirse sino en ciertas etapas de desarrollo». Y es una suposición razonable que esta epidemia y sus secuelas económicas van a hacer posibles cosas que antes no lo eran; que el COVID-19 llegará a ser recordado como una bisagra histórica; como uno de los acontecimientos game-changer a los que Alain Badiou se refiere como Evento: una irrupción brusca de la novedad que puede tomar forma política (como Mayo del 68) o ser una punta de lanza científica o cultural (como la escala dodecafónica de Schönberg), pero divide el tiempo en Antes y Después y se abre hacia un futuro de transformaciones sobresalientes y perdurables. La cuestión es que no tienen por qué ser las fuerzas del Bien quienes ganen la subasta del porvenir.

El combate contra el virus puede insuflar energía, ya lo está haciendo, a nuestra mejor versión como individuos y como sociedad, haciéndonos redescubrir un sentido durmiente de lo colectivo, la convicción protosocialista de que —como decía el malogrado Patxi Andión en una hermosa canción sobre su padre— «no hay salvación si no es con todos» y lecciones valiosas como que un médico pesa tanto, en la romana de la importancia social, como un reponedor de supermercado o una limpiadora cuando pintan bastos en la brisca de la historia. Pero también está aflorando ya este microbio de la verdad algunas aberrantes monstruosidades; racismos, ur-fascismos, sálvese-quien-puedas, taradas conspiranoias bisnietas del antisemitismo medieval, que culpaba de las pestes a judíos que envenenaban las fuentes, como ésta de un infame influencer de derecha: «¿Soy el único que piensa que lo del 8-M estaba pensado desde Moncloa para contagiar al máximo número de personas, saturar los hospitales y luego tirarle el muerto a la falta de inversión en sanidad pública?». Un milenio después, la misma averiada psique: la necesidad de asignarle a un azar tsunámico y terrible que nos desborda una explicación única y simple; un autor concreto al que embadurnar de brea, emplumar y colgar de un olmo y al que sea fácil culpar porque ya se le tenga manía previamente, como se le tenía en aquel tiempo al pueblo hebreo y hoy a las feministas.

Como señala Juan Ponte, estos días proliferan por doquier los Francis Fukuyama del optimismo socialista que se apresuran a pronosticar, traído por el virus, el fin de toda clase de cosas, tal como aquel intelectual estadounidense proclamó el de la historia tras el colapso del comunismo, convencido de que el triunfo del capitalismo neoliberal sería definitivo. Augures variopintos profetizan en nuestro caso el final del neoliberalismo, el de la globalización o el del capitalismo. Pero lo más probable es que la crisis económica provocada por este virus, aun desatando cambios, no termine con nada, sino que simplemente alumbre una versión degradada de lo existente; un capitalismo globalizado neoliberal más histérico, más paranoico, más enloquecido. Ninguna civilización en la historia cayó derribada por una catástrofe única, sino que todas lo hicieron por una combinación de varias.

De Tailandia se ha reportado que, en algunas ciudades, han empezado a estallar peleas tremebundas de muchedumbres famélicas de monos, privados de repente del alimento que normalmente obtienen de los turistas. Vídeos de estas reyertas simiarias circulan por las redes sociales y contienen, tal vez, una advertencia o una premonición. El animal racional que nos gusta pensar que somos y al que altaneramente colocamos en la cúspide de una escala evolutiva diseñada por nosotros mismos no es más que una tenue pátina que recubre precariamente el primate que jamás hemos dejado de ser; y ha ocurrido otras veces que, en tiempos de convulsiones, esa alma selvática y brutal insurja con la furia de un caudal represado que reventara sus diques.

Pero no seamos catastrofistas. Este virus puede hacernos incivilizados pero también re-civilizarnos; hacernos adquirir conciencia perdurable de la importancia de la res publica y vacunarnos, por vía de inocularnos una experiencia controlada de la misma, frente a la seducción del abismo; de vivir a la despiadada intemperie neoliberal. En su delicioso libro La ruta del conocimiento, publicado el año pasado por la editorial Taurus, Violet Moller habla así de una de las ciudades que recorre en su absorbente relato de cómo se perdieron y redescubrieron las ideas del mundo clásico a lo largo de la Edad Media:

Un gobierno estable, relativamente democrático, una organización rigurosa y una entrega absoluta a la ciudad fueron los elementos fundamentales que dieron pie al extraordinario éxito de Venecia. Esa entrega, esa devoción, no era sólo práctica, sino también religiosa. Los venecianos creían que su ciudad tenía fundamentos divinos, la veneraban, y eso creó unos niveles singularmente altos de lealtad y de cohesión social. Mientras que el resto de Europa se hallaba uncida al yugo del sistema feudal, en el que las familias nobles se hacían pedazos unas a otras y a todos los que las rodeaban con violentas luchas por el poder, Venecia prosperaba convertida en la primera república del mundo posclásico. Sus habitantes estaban fervorosamente unidos en torno a una empresa común, la glorificación de su amada ciudad, a la que llamaban la Serenísima República, o simplemente la Serenísima. Esa unidad había surgido del reto que suponía vivir en medio de la laguna. Los venecianos se veían obligados a colaborar sencillamente para poder sobrevivir, para afrontar los problemas planteados por su entorno cambiante. […] La organización, la cooperación y el control eran fundamentales y tenían una importancia trascendental para la supervivencia de todos […]

En otro libro que he leído estos días (estoy leyendo mucho en esta cuarentena; escribir, en cambio, me cuesta horrores), Construir y habitar: ética para la ciudad, de Richard Sennett, se hace otra reflexión interesante, y adaptable a nuestra situación, relacionada con la ciudad de Venecia; en este caso, con sus judíos, confinados en un barrio cuyo nombre, Ghetto, se extendería más tarde como sustantivo común para cualquier suburbio encarcelador de un colectivo concreto. Explica Sennett que, hasta el confinamiento,

los judíos constituían pueblos más que un pueblo. Las hebras del judaísmo renacentista estaban tejidas con diferentes materiales: los judíos askenazis no hablaban la misma lengua que los sefardíes ni compartían con éstos una cultura común, pues había entre ellos grandes diferencias doctrinales. Los judíos levantinos estaban a su vez divididos en varias sectas cismáticas. Reducidos al gueto, forzados a vivir en el mismo espacio, tuvieron que aprender a mezclarse y a vivir juntos.

El Ghetto era una suerte de pequeña Venecia interior de la Venecia grande; un espacio en el que la experiencia de la precariedad anudaba lazos de cooperación entre sus habitantes, pero los unificaba sin disolver sus especificidades: los askenazíes siguieron siendo askenazíes y los sefardíes, sefardíes, después de descubrirse judíos. Es una buena lección, ésa de la posible concordia en la variedad, la que esa historia nos ofrece a nosotros, encerrados de pronto en una suerte de gueto universal que también nos obliga a reforzar la urdimbre de los socorros mutuos. Puede y debe ser el Gran Canal, y no el lago Michigan, el derrotero de nuestra barca. Seamos venecianos en lugar de chicagüenses.

Avenida de la Constitución.
Cruce de la avenida de la Constitución con la de la Costa, visto desde la plaza de Europa.

Fueron polémicas las aparatosas farolas de la avenida de la Constitución cuando un osado concejal de Urbanismo aprobó su colocación hace casi veinte años. El genio popular playu les adjudicó rápidamente el sobrenombre injurioso de gaviotones; gaviotas grandes. «Cuando en aquel muy fértil año 2003 fueron instaladas las nuevas luminarias de acero en la avenida de la Constitución, la polémica se escuchó en los cuatro puntos cardinales urbanos. Fue todo un choque estético, para algunos casi un trauma», relata Eduardo García en Luces de Gijón: el alumbrado público municipal (1934-2010). Pero con el tiempo, como suele suceder, fue asimilándoselas; y muy probablemente indignaría hoy al populus gijonés una nueva reforma que las eliminara. «Llevan ahí toda la vida», se diría: bien nos explicó el gran Eric Hobsbawm que la tradición se inventa.

Nafría me envía dos fotos de Constitución, la primera de ellas tomada en la propia avenida y la segunda desde la plaza de Europa, de cuyos jardines se aprecia una esquina verde. Constitución, Europa. Constitución, Europa. ¿Qué están significando esos vocablos copetudos en esta crisis? Si comenzamos por el segundo, me temo que poca cosa. No está siendo europea, no está acorazando la hermandad europea, la respuesta a esta amenaza, sino que cada Estado libra su propia guerra contra el virus. Cuando se dice «este virus lo paramos unidos», la unión proclamada nunca es sino intraestatal. No hay, nunca llegó a haberlo, un nosotros europeo. A la hora de la verdad, cada palo aguanta su vela; cada perro se lame su pija. Y quizás el problema sea, y debamos admitirlo como tal problema, que no quiso inventarse una tradición europea; que el árbol del Estado necesita pese a todo —y yo he escrito, muy convencido, que no la necesita, pero quizás sí la necesite— la savia de la nación inventada para ser un organismo vivo y no una mole seca y quebradiza. Una reflexión de Gregorio Luri al respecto cobra cierta vigencia estos días: Europa —escribe Luri en La imaginación conservadora—

no se atreve a decir dónde acaba y, en consecuencia, le cuesta saber quién es, y si no sabemos quiénes somos, mal podremos cerrarle las puertas a ninguna nación que crea sentirse europea. […] Europa ha dedicado más esfuerzos a la desnacionalización de los países que la integran que a la renacionalización de todos ellos en una unidad común […] Los europeos no hemos dado visibilidad a las fronteras mentales exteriores de la Unión Europea y por eso seguimos sin poder prescindir de las fronteras mentales interiores.

Basta con ver —escribe también Luri— «nuestras monedas para sentir un vacío. Nos muestran bien intencionados puentes, pero no las figuras históricas que pudieran cohesionarnos en una admiración común. ¿Cuántos europeos saben que la Oda a la alegría es su himno?».

Del significante Constitución, en cambio, sí se puede decir que, de momento, sale reforzado de esta crisis. Mejor o peor, más o menos necesitada de reformas ya superficiales, ya de calado, la Constitución vigente es la garante última de la red de seguridad que el Estado está tendiendo para que esta epidemia no nos arruine ni nos devore. Cuando la Carta Magna se redactaba, el escritor Juan Benet escribió en un artículo en el diario El País que la Constitución bien podría tener un único artículo: «Todo el mundo tiene derecho al fracaso». De momento, todo el mundo está teniendo ese derecho. Se habla ya incluso —la defiende, santo Dios, Luis de Guindos— de la aprobación de una renta básica. El últimamente muy citado artículo 128.1, exigido y conquistado en 1978 por el Partido Comunista de España, establece gloriosamente que «toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general». La revolución socialista no precisaría más que aplicar ese sencillo principio en toda su literalidad y extensión. A veces —y sobre esto fue muy perspicaz, en España, Julio Anguita, que blandía la Constitución y la Declaración Universal de los Derechos Humanos como programas políticos— no hace falta predicar principios nuevos, sino que basta con exigir el cumplimiento de los principios vigentes incumplidos, para desatar una; a veces es revolucionaria la candidez. La revolución de Haití estalló en 1802 cuando los jacobinos negros de la isla, esclavos que no habían dejado de serlo, decidieron llevar a práctica la escamoteada igualdad de los hombres proclamada por los textos constitucionales sancionados por la Revolución francesa y mantenidos por Napoleón. «Oiga, aquí dice que» pueden ser las palabras mágicas que obren el milagro de la emancipación.

La línea 15 de EMTUSA realiza el siguiente recorrido: plaza de la Braña, Ramón G. Lozana, Jenaro S. Prendes, Centro Nuevas Tecnologías, La Carbayera, Bomberos, Campo de Fútbol, Parque Roces, Biblioteca, Poblao de Santa Bárbara, El Corte Inglés, Estación de servicio de Foro, Sedes, Colegio Rey Pelayo, Manuel Llaneza, Prendes Pando, La Puerta La Villa, Begoña, Rendueles Llanos, Ramón y Cajal, CODEMA, Calderón de la Barca, General Suárez Valdés, Sanatorio Covadonga, Muros de Galicia, Corín Tellado, Albert Einstein, Escuela de Marina, INTRA, Crisantemos, Tanatorio, Hospital de Cabueñes.

Una mujer sola en un autobús de EMTUSA, como en un cuadro de Hopper. Es un autocar de los largos, dotados de una especie de fuelle como de acordeón en su parte central a fin de poder doblar esquinas. Siempre me han despertado admiración sus choferes, capaces de pilotar semejantes leviatanes por calles angostas y atestadas.

Nafría tomó la foto, me dice, en un autobús de la línea 15, la que conecta el joven barrio de Nuevo Roces con el Hospital de Cabueñes (y con el tanatorio…). Es probable que muchos de sus usuarios sean trabajadores del mismo; parte, por tanto, de esa legión heroica de profesionales que, en jornadas estajanovistas, arriesgan estos días su propia salud por restablecer la de otros, y a los que se ha hecho bonita consuetud diaria aplaudir desde los balcones a las ocho de la tarde.

Lo he leído estos días, relatado por Igor Sadaba en su Facebook. En una ocasión, un estudiante preguntó a la eminente antropóloga estadounidense Margaret Mead cuál consideraba ella que era el primer signo de civilización de una cultura; la primera traza arqueológica del abandono del salvajismo. Esperaba este alumno que Mead señalara anzuelos, ollas de barro, piedras de moler o algún otro artilugio concreto salido del magín creador del hombre; pero la profesora le sorprendió con una respuesta inesperada. El primer signo de civilización en cualquier cultura —expuso Mead—es un fémur sanado después de fracturarse. En el reino animal, si uno se rompe una pierna, se muere inexorablemente: no puede huir de depredadores u otros peligros, no puede buscar comida o bebida y nadie se preocupará de auxiliarlo, ni de proporcionarle el sustento qué él no puede proveerse por sí mismo. Un fémur roto y curado, en cambio, evidencia que alguien se ha tomado el tiempo de quedarse con el que cayó, ha vendado la herida, lo ha llevado a un lugar seguro y le ha ayudado a recuperarse.

La humanidad es cuidarse los unos a los otros, y eso me recuerda otra cosa que he leído estos días, procedente, en este caso, de La historia del Grial, de Joseph Campbell, un libro delicioso sobre el mito artúrico publicado recientemente por Atalanta. Esto es:

En su hermoso ensayo El fundamento de la moral, Schopenhauer plantea la siguiente pregunta: ¿cómo es posible que un ser humano experimente el dolor y el peligro de otro, de manera que, olvidándose de su propio bienestar, acuda espontáneamente a su rescate? ¿Cómo es posible que lo que acostumbramos a considerar la primera ley de la naturaleza, el instinto de conservación, quede súbitamente anulado, de manera que, pese al riesgo de morir, uno se rija por el impulso de salvar al otro? Y la respuesta que da es ésta: tal impulso tiene su motivación en una verdad y una comprensión metafísicas, es decir, que nosotros y el otro somos uno, que nuestro sentido y experiencia de la separación son de orden secundario, un simple efecto de la manera en que la consciencia del mundo experimenta los objetos dentro de un marco condicionado por el tiempo y el espacio. En un sentido más profundo y verdadero, somos una sola conciencia y una sola vida. La compasión (en alemán, Mitleid: «padecer con»), el amor desprendido, trasciende la experiencia divisiva de los opuestos: yo y tú, bien y mal, cristiano y pagano, nacimiento y muerte. Y la experiencia del Grial, según la lectura de Wolfram, es la de esta unidad o identidad más allá de los contrarios.

Mitleid, «padecer con». Hermosa palabra que me hace acordarme de César Iglesias y su interés y viejo proyecto de escribir sobre los filósofos de la compasión. Verdaderamente estamos padeciendo con en esta pandemia. En algún sentido, estamos experimentando el Mitleid por primera vez. Como dice Santiago Alba Rico, «esta sensación de irrealidad se debe al hecho de que por primera vez nos está ocurriendo algo real. Es decir, nos está ocurriendo a todos juntos y al mismo tiempo. Aprovechemos la oportunidad».

Pues sí. Aprovechémosla.

La estación de ALSA de Gijón se construyó entre 1939 y 1940. La página web «Arquitectura de Gijón» explica de ella lo siguiente: «Sobre una parcela de doble esquina se dispuso paralela a la calle Blikstad una pastilla con funciones de edificio de viajeros en la planta (bar, taquilla, espera y consigna en la cirugía exterior y doble andén en la interior) y oficinas, dos viviendas y dormitorios para el personal de la empresa en los pisos. El resto de la superficie se dedicaba a talleres, lavado y guardería de coches. Al exterior apenas se traduce esta distribución de espacios, de otro modo dubitativa (varios proyectos y correcciones), pobre en estudio y rigor. El diseño exterior, resuelto con mayor acierto, funciona con independencia de la planta y el espacio, los enmascara como fachadas del siglo XX, pese a desenvolverse en términos formales de vanguardia. Este funcionalismo epidérmico se abrillanta en los puntos de mejores perspectivas, la esquina del reloj y el lienzo inmediato que porta el rótulo, de calculado diseño y composición. El juego de planos curvos y rectos, la seca silueta de la torreta del reloj y el pesado escalonamiento del frontón confieren a este tramo un toque expresionista, muy en la línea de las escenografías de Fritz Lang».

La vieja y destartalada estación de ALSA es absurdamente pequeña para una ciudad del tamaño de Gijón, y normalmente, los autocares abarrotan su interior como cuando embutimos los bártulos de una maleta grande en una de mano para no pagar el recargo de una aerolínea. Hace lustros que se suspira por una rutilante estación intermodal que prometió construirse en el solar liberado por una retirada de vías ferroviarias en el centro de la ciudad, parte de un añejo plan de vías postergado una y otra vez y que el Gobierno de Pedro Sánchez acababa de prometer llevar a término durante la presente legislatura cuando estalló la epidemia, pero quizá la inevitable crisis económica que adviene vuelva a posponer sine die. Intermodal: autobús, tren y metrotrén, una de esas faraonadas delirantes ideadas y comenzadas a perpetrar durante la derrochona década del 2000, en este caso a instancias del entonces ministro de Fomento, Francisco Álvarez-Cascos. Era la cosa una ampliación subterránea de la red de Cercanías que fungiera como metro de tres paradas en una ciudad que, caminando, se tarda una hora en recorrer de punta a punta. Comenzaron a horadarse los carísimos túneles, pero la crisis de 2008 paralizó la obra y los dejó a medias; y hace ya años que el costo de su mantenimiento sobrepasó al de su construcción.

Las ruinas de nuestra era ya existen; ya convivimos con ellas. Habitamos nuestros propios escombros. Y me pregunto si civilizaciones futuras les concederán algún significado profundo o les conferirán un aura poética o romántica, como nosotros hacemos con las ruinas griegas o romanas. Es divertido imaginarse a un John Ruskin del siglo XXX que cante las alabanzas de los cascotes de esta estación y se preocupe por preservar la pureza de su desvencijamiento, fiel a estos principios enunciados por el Ruskin del XIX:

Velad con vigilancia sobre un viejo edificio; guardadle como mejor podáis y por todos los medios de todo motivo de descalabro. No os preocupéis de la fealdad del recurso de que os valgáis; más vale una muleta que la pérdida de un miembro. Y haced todo esto con ternura, con respeto y una vigilancia incesante y todavía más de una generación nacerá y desaparecerá a la sombra de sus muros. Su última hora sonará finalmente; pero que suene abierta y francamente y que ninguna intervención deshonrosa y falsa venga a privarla de los honores fúnebres del recuerdo.

¿Qué cuento contarán nuestras cenizas, qué lección aleccionarán, qué renacerá de nosotros nuestro Renacimiento, qué resurrecta claridad nuestra deshará las tinieblas de la Edad Oscura que nos suceda? ¿O es ya la Oscuridad esta licuefacción lúdico-digital, esta lava fofa de significantes sin significado que nos anega y de cuyo magma de teleseries de Netflix, videorrecetas de Jaime Oliver, libelos de Jorge Bustos y tutoriales de zumba no va a quedar ningún rastro cuando se produzca el Gran Apagón?

Parque infantil de la avenida de El Llano.

Parques sin niños, precintados como la escena de un crimen, como éste de la avenida de El Llano, donde el Pryca al que seguimos llamando Pryca lustros después de que se llame Carrefour y enfrente —no se ve en la foto de Nafría— de Las Verjas, donde en mi adolescencia paraba una temible banda latina que tomaba ese nombre, y de la que me pregunto a veces qué habrá sido.

Parques sin niños. Where have all the flowers gone? Ya hay propuestas humorísticas para bautizar a los que están naciendo y nacerán durante esta pandemia: pandemials ha cosechado especial fortuna. Y el caso es que mi hija va a ser uno de ellos. Irene. Para mayo está previsto el alumbramiento, y es probable que entonces sigamos enclaustrados. Nosotros no lo estamos en Gijón, sino en el pequeño pueblo de la provincia de León —61 habitantes— del que procede la familia materna de mi mujer, y al que nos vinimos a vivir cuando ella obtuvo plaza en el Ayuntamiento de La Bañeza. Irene nacerá, pues, no en Gijón, adonde teníamos previsto trasladarnos el último mes de embarazo de Raquel, sino seguramente en León, lo que por otra parte no me importa: León es por diversos motivos una ciudad muy especial para mí.

Me es inevitable preguntarme, en estos días distópicos, si concebir a Irene no ha sido una tremenda irresponsabilidad; un acto de egoísmo que la propia Irene pueda llegar a afearnos algún día. ¿A qué mundo de mierda traemos a vivir, qué penurias apocalípticas llegará a atravesar y a padecer, esta criatura que quizás viva —y qué vértigo da pensarlo— más allá del año 2100; más allá, por tanto, del colapso climático, del muy probable advenimiento neofascista, de quién sabe qué guerras desalmadas por recursos escasos, de que, en fin, todo esto se vaya al guano? «Ojalá que puedas conocer los veranos que he vivido yo», cantaban los Mocedades en una canción preciosa titulada Cuando tú nazcas. ¿Serán arcádicos u horríficos los veranos de nuestra hija?

Cola para entrar a un supermercado Alimerka en el cruce de la calle Ramón y Cajal con la avenida de la Costa.
Indicaciones sobre la distancia de seguridad obligatoria en el suelo de un Alimerka.

«Tu seguridad es la de todos», recuerdan estos días unas bandas fijadas en el suelo de los supermercados Alimerka para conminar a los compradores a guardar con los otros una distancia de seguridad de metro y medio. Las colas de una pandemia son extrañas, aunque no lo son en todas partes: según contaba e ilustraba hace unos días, en Twitter, un expatriado español residente allá, en Finlandia siempre son así, pues el espacio personal es una religión en aquel país.

Hay una curiosa paradoja en esto de tener que alejarse de los otros, separarse de ellos, subrayar nuestra individualidad, para garantizar la seguridad del colectivo. En relación con ello, cierta reflexión de Judith Butler cobra enorme interés estas semanas. Se preguntaba la filósofa estadounidense —famosa y polémica por su desarrollo de la teoría queer— en su Violencia, duelo, política si realmente puede uno decir «mi cuerpo»; si ha lugar verdadero a ese artículo posesivo, a ese mi. «El cuerpo —escribe— tiene una dimensión invariablemente pública. Constituido en la esfera pública como un fenómeno social, mi cuerpo es y no es mío. Entregado desde el comienzo al mundo de los otros, el cuerpo lleva sus huellas, está formado en el crisol de la vida social; sólo más tarde, y no sin alguna duda, puedo reclamar mi cuerpo como propio».

Existe un cuerpo social —un cuerpo social físico, no sólo uno político— además de los individuales, y este virus que salta de uno a otro sin dificultad en cuanto se aproximan nos lo está demostrando dramáticamente. Incluso en lo material (y este animálculo materialista también está mostrándonos lo pura y dura materia que somos al final), no hay en realidad individuos sino un solo organismo policéntrico; una gemelía siamesa de miles de millones de hermanos distinguibles entre sí, pero no soberanos, sino provincias del gran federalismo de la humanidad. Por supuesto, hay que ser precavidos —guardar distancia de seguridad— con estas visiones orgánicas de la sociedad, tan caras al fascismo y sus prédicas sobre la unidad biológica del Volk. El individuo existe, y debe existir. En el adjetivo policéntrico, creo, está la clave; en no asignar funciones distintas, privativas e irrenunciables a cada una de las partes de la sociedad, entendidas como extremidades de un cuerpo divino e indivisible, sino que todos lo seamos o podamos serlo todo; entendernos como universos paralelos diferentes pero conectados y caminar recto por la tangente ática de la que hablaba Antoni Domènech, equilibrio áureo entre el bien privado y el común, entre la labranza del yo y la del nosotros. Buscar —como pide Robert Venturi— «la riqueza de significado antes que la claridad de significado».

Esta crisis nos está obligando a pensar socialmente, a veces de maneras terribles. Se anunciaba hace unos días que, si las ucis se colapsan, comenzará a seleccionarse a qué pacientes salvar atendiendo a su esperanza de vida y a criterios de utilidad social. Concepto peligrosísimo, éste, qué duda cabe: ¿quién decidirá esa utilidad social; con qué criterios? Y debería haber ucis para todos o, al menos, tantas como permitiera una sanidad no recortada. Pero es de celebrar, de cualquier modo, este regreso de la sociedad y de la conciencia de sociedad, de la que la infausta Margaret Thatcher proclamara disparatadamente la inexistencia; y que no sea el poder adquisitivo lo que determine si uno se salva si es que no todos podemos salvarnos, sino su contribución al recobrado procomún. Uno para todos y todos para uno.

Avenida de Gaspar García Laviana.
El paseo de Rufo García Rendueles, visto aquí de noche, corre paralelo a la playa de San Lorenzo y es conocido popularmente como ‘el Muro’.

Cuando leí, en el ya citado libro Construir y habitar, de Richard Sennett, sobre ciertas «nuevas ciudades de Corea del Sur, cuyos edificios exactamente iguales se identifican mediante números que se exhiben en gigantescas banderas para que la gente sepa en cuál de ellos vive», pensé inmediatamente —palabra— en los bloques de pisos de la calle que en la primera de las dos fotos anteriores captura Nafría, la avenida de Gaspar García Laviana, así llamada en homenaje a un inolvidable cura guerrillero oriundo de Langreo, que murió en 1979 combatiendo en la guerrilla sandinista. Sennett también se ocupa en profundidad, en su libro, de Le Corbusier, pionero de este entusiasmo por la monotonía arquitectónica a quien mi buen amigo Michel Suárez, intelectual mecanoclasta y progreso-escéptico, se refiere en su magnífico ensayo El fondo de la virtud como «uno de los mayores infames de la modernidad». Lo dice después de decir esto que, en esencia, comparto:

Domicilio permanente del mal gusto, la arquitectura contemporánea es, sin excepción, fea, desabrida, uniforme, dura, fría, funcional, inhumana y concentracionaria: rascacielos espejados, sedes reales del gobierno del dinero, que nos mira sin ser visto; horripilantes colmenas de apartamentos; ciudades infernales sacrificadas a la circulación; aparcamientos, dependencia de movilidades motorizadas; casas saturadas de artefactos tecnológicos; centros comerciales, aeropuertos, oficinas y demás espacios totalitarios donde todos los movimientos son controlados hasta en los menores detalles; seres humanos sometidos a un condicionamiento técnico extremo (falta de luz natural, aire acondicionado, confusión entre día y noche y entre estaciones, fijación del comportamiento, desplazamientos internos limitados, ausencia de puntos ciegos de vigilancia); segregación física y fragmentación del espacio en guetos, de ricos o de pobres; supresión de la calle; aceleración de la urbanización del campo […]

Los bloques de pisos de Gaspar García Laviana me traen a la memoria un verso de Neruda: «Andan días iguales persiguiéndose». Están siendo así estos días. La vida se repite, exacta, cada jornada igual que se repiten las torres de Pumarín, y es verdaderamente curiosa esta cotidianidad tediosa de la excepción; esta regularidad de lo irregular que encuentra una paradoja inversa en el hecho de que, si uno lo piensa, la normalidad que esta excepción vírica ha venido a suspender es la normalidad de lo excepcional. La modernidad, escribía Baudelaire en El pintor de la vida moderna, prefigurando de algún mundo la sociedad líquida de Bauman, consiste en «lo transeúnte, lo huidizo, lo contingente». Nuestro tiempo, desprendido a diferencia de tiempos anteriores de grandes relatos o significados compartidos que lo expliquen, que le confieran un orden, es destellar: una aturdidora sucesión no concatenada de intensos pero efímeros resplandores que pueden atraer poderosamente nuestra atención, pero se agotan en sí mismos. Cada nuevo destello nos hace olvidar el anterior, e incluso las grandes catástrofes —como los atentados terroristas o los desastres naturales— experimentamos como destellos; fogonazos más potentes, más deslumbrantes, que otros y que generan vastos estallidos de emotividad, pero se desvanecen pasados unos días y no dejan en realidad la huella permanente que sólo imprimen las cosas duraderas, sostenidas.

Sin embargo, esta pandemia no es, no lo está siendo, un destello. Están siendo semanas; serán, seguro, meses, de monotema; de atención y también de incertidumbre y miedo continuados. Y eso alguna marca nos va a dejar; de algún modo va a sacarnos este deus ex machina infinitesimal de la caverna platónica y a devolvernos la ahora atolondrada conciencia. Viene al caso otro verso de Neruda: «Algún día en cualquier parte, en cualquier lugar indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas». A mucha gente le debe de estar pasando eso estos días: en el tedio del confinamiento autoencontrarse y aplicarse, voluntaria o involuntariamente, el famoso lema inscrito en el pronaos del Oráculo de Delfos: Nosce te ipsum, conócete a ti mismo. Contra lo que afirmaban los situacionistas, el aburrimiento puede ser revolucionario.

Nos estamos conociendo como individuos y como sociedad en esta crisis. Como mínimo, nos estamos inmunizando contra otro virus perverso y devastador, aquél al que la antropóloga Almudena Hernando llama la fantasía de la individualidad, la capacidad ególatra que tenemos —que nos hacen tener— para obviar la existencia y la importancia de las redes de seguridad colectiva. Cada aplauso colectivo diario a los trabajadores de la salud que nos están sacando de ésta añade metros de profundidad a la fosa en que enterraremos la periclitada creencia en la autosuficiencia del individuo.

Aquí, cedo la palabra a Nafría. «El guaje de la foto es el mío. Estuvo conmigo los primeros tres días, pero luego lo tuve que llevar con la madre. Como ando todo el día por la calle, decidí no verle; pero la casa de mi ex queda de camino a mi curro de por las noches, y paso todos los días y lo veo por la ventana. No sé por qué, pero me acuerdo de Historia del Bronx, la peli que dirigió De Niro. Él conducía un autobús, y en la parada frente a su casa, bajaba el hijo y le llevaba la comida».

Ojalá que Nafría vuelva pronto a estar con su hijo. Yo también tengo ganas de abrazar a los míos. A mi madre, que entretiene la cuarentena tejiendo patucos y bodis para la nieta que vendrá. A mi padre, que ha puesto su impresora 3D a fabricar respiradores, lo que me recuerda divertidamente a los chinos que colaban hierro en hornos domésticos para contribuir al Gran Salto Adelante. A mis hermanos, a mis suegros, a mi abuela, que, proactiva, dejó de dar la paz en misa una semana antes de que el Gobierno decretara las primeras medidas de prevención, y ahora llena sus días viendo Sálvame (y bendito Sálvame). Y a mis amigos, con quienes quedó pendiente un fin de semana en Euskadi para ascender el Aitxuri y el Aizkorri y visitar el salto del Nervión, uno de tantos planes que canceló la epidemia, y que ahora parecen de ciencia-ficción.

Saldremos de ésta.


Alejandro Nafría es técnico superior de imagen y fotógrafo. Como tal, ha trabajado en diversos campos, siendo su favorito el fotoperiodismo. Ha colaborado con los diarios Le Monde y Asturias24 y con la revista Neville. Tiene editados tres libros —La hierba más verde, Gente de Nod y La rebelión empieza leyendo y ha dirigido el documental Lluz d’agostu en Xixón.

Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24La Voz de AsturiasAtlántica XXIINevilleCrítica.cl, La Soga y Nortes; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro, Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’, y en 2019 el segundo: La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista.

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