/ texto de Tomás Sánchez Santiago / fotografías de Encarna Mozas /
Todos deseando descansar de sí mismos y asomarse a un exterior para olvidarse en él, mezclados entre los otros. Eso necesitábamos ya: diluir nuestra identidad, demasiado grumosa. Y por fin hay permiso para volver a la incandescencia de vivir hacia afuera. Con sumo tiento, nos probamos nuestros ropajes más discretos para que el cielo los apruebe. Y todos nos lanzamos de cabeza a las marañas del aire. Estampida general.

«¡Mirad cómo se me han puesto los pelagonios!». «¡Y fijaos en mis margaritas, cómo las tengo ya!». Y es verdad. En las fotografías que envía, las flores aparecen enjambradas, con una exuberancia y una frondosidad majestuosas. Y mientras el mundo estira su lamento trágico y da manotazos ciegos aquí y allá buscando a qué agarrarse, ella sigue creyendo en la vida, cuidándola para que no se vaya de su lado aunque sea resumiéndola así, en unas cuantas macetas de terraza que la acompañan. Eso le es suficiente, como lo eran aquellos versos de Eugénio de Andrade: «Un poco de olor a heno/ puede alterar el mundo».
Ahora, inevitablemente, también se han desfigurado los oficios. Los tenderos han bajado las trapas de sus comercios. Los maestros dan las clases de esa manera anómala y desnaturalizada. Las ferreterías, las librerías, las sastrerías se han quedado quietas. En otros casos, la desfiguración proviene de un exceso inabordable de cometidos: médicas, limpiadores, bomberos, enfermeras, farmacéuticos… Solo los políticos han seguido ejerciendo su oficio de políticos tal como lo hacían antes de este zarpazo: con saña y enloquecidos por la avidez del poder. Ni conocen la compasión ni el noble sentimiento de la renuncia. A los demás nos tocará recomponernos desde nuestros despojos pero ellos seguirán enteros, sin grietas ni desollones que los asemejen al resto de los humanos. Así aparecen ahora ante nosotros: impecables y sin dejar de mostrar su voracidad ni siquiera cuando los almacenes del dolor estallan ante nuestros ojos. Si compartieran de cerca la naturaleza de nuestra debilidad, serían más creíbles. Más verdaderamente políticos.
Clavo la frente en el cristal de la puerta y casi puedo sentir el olor fantástico del detergente de ahí adentro. Nos vigila el ojo ciclópeo de las lavadoras, ahora muy quietas. El espacio vacío semeja un santuario abandonado por los dioses. Cuando vuelva el curso de la actividad, acudirán los fieles con sus sacas enormes de ropa sucia. Y habrá otra vez conversaciones de ocasión —como en un relato de Lucia Berlin— en las esperas de las lavanderías públicas.
Ha desaparecido el presente. El tiempo ardiente del instante. Se procura sustituirlo por sus versiones en diferido: grabaciones de vídeos, mensajes de voz, abdicaciones y remedos. Con estos simulacros nos vamos salvando, vamos creyéndonos que seguimos presididos por un presente —el tiempo de la vida— que, sin embargo, ahora no existe como tal. Así que a duras penas nos convencemos de que lo reconstruimos así, dislocado y sin la gracia chorreante, viva y directa, como un salto mortal sin red, que tiene el verdadero presente, ese tiempo sin guion previo y en el que todo se fía a la ventura y al latido de la espontaneidad. Lo único que vale.

Esta imagen urbana, ¿de qué nos habla? En medio de la ciudad, un par de botas paradas junto a un contenedor de desechos. Alguien habrá tirado ahí sus pasos como quien vuelca la arena de su vida para deshacerse de ella. Y quedan así, muertas y mudas, las botas con sus cordones derramados. Otro se las pondrá. Servirán aún de provecho pero pesarán menos. Han vaciado la vida de ellas como hace el taxidermista con los animales. Botas sin sustancia. Evisceradas de su pasado. Quien las calce deberá volver a empezar. Porque recordamos todavía aquello que decía el gran Facundo Cabral: «Que nuestros pies no interesan/ tanto como nuestros pasos».
El pájaro estaba cerca del contenedor. En medio de la acera. La mujer se agachó y lo recogió sin quitarse los guantes profilácticos. Entonces vimos que tenía el pecho descarnado. Un desgarramiento profundo: un mordisco o un topetazo. La mujer volvió a depositarlo en el suelo y se fue. El pájaro siguió horriblemente atareado en su agonía. No supe qué hacer por él. No me atreví. Al menos, lo traje hasta esta página para protegerlo un poco mientras iba terminando todo…

Otra de las novedades de esta vida retraída y abocada al ensimismamiento y a la negociación con nosotros mismos: al no contar con interlocutores inmediatos, cada uno de nosotros se ha convertido en paciente de sí. Sobre el fragor de tantas voces desconcertadas se impone el avergonzado soliloquio secreto.
En el alba, el cielo se levanta entre ropajes sangrientos que enseguida se disiparán. Y todo va hacia el convite frutal que el día traerá consigo. A pesar de estas vendas negras que han caído sobre la cara del mundo, un primer cielo tierno y rojo —como los músculos adormecidos de los niños— nos invita a vivir. ¿Y no hemos de responder a esa llamada? Venga luego lo que venga, tendamos ahora la mano a esta aparición, a este saludo impetuoso que nos convoca sin hacer caso de banderas tristes y adjetivos en llamas.
En medio de la desventura dental, mientras resisto en el potro, el dentista aprovecha que estoy inerme, con la boca abierta y apuntalada por esos artilugios que a todos nos secan el rictus. Y entonces empieza a largar. Larga contra el Gobierno como antes había largado contra los inmigrantes o contra la efervescencia del movimiento feminista. Ahora lo que exige es que se dé vía libre ya a la vida comercial. Con estupor, y aun miedo, escucho a este sutil carnicero y compruebo que en él el empresario se impone al sanitario. Prefiere ganar ya dinero a actuar con la prudencia requerida. En un momento dado, como para contar con mi ratificación, tras unos cuantos denuestos me dice: «¿No te parece a ti también?». Y a mí, en mi desvalimiento vocal, solo se me ocurrió soltarle un par de veces una secuencia deshuesada («i-o-ú-a», «i-o-ú-a») en la esperanza de que él supiera empastar [sic] con las consonantes que faltan el sentido de mi recado. Qué otra cosa podía hacer en mi infeliz secuestro afónico.
Esa tierra, pura costra, que ha quedado adherida a las patatas. Antes de pelarlas aún llega un hondo olor oscuro a humedad germinal. Se agradece la impresión, que tiene algo de mareante: sabor de turba y arcilla, rumor de huesos viejos. La llamada áspera de la tierra y el extraño deslumbramiento del origen. Basta, ya se ve, con raspar la piel fría de una patata que deja en nosotros «ese súbito tacto polar», como dice el verso de Seamus Heaney, traducido por Jordi Doce.

Súbito rojo. La euforia repentina de las amapolas en los campos. Una alegría sangrienta lo va ocupando todo de parte de la vida. Y nos vamos enviando unos a otros las imágenes de esta detonación. Como para confiarnos la contraseña de la resurrección segura del verano, que llama ya con ansiedad a todas las puertas.
El comerciante echa sus cuentas con el pequeño comprador. «A ver qué te llevas: una llave inglesa, una nube, un jamón, un dedo…». Y el niño pagó sus chucherías, investidas de esos nombres fascinantes. Porque los niños siempre quieren llevarse consigo todo y dejarnos a los adultos con un palmo de narices, sin opción a seguir manejando el mundo desde el dominio desvergonzado con que manejamos los nombres de las cosas.
Hombres ensabanados en enormes banderas como sudarios, mujeres golpeando almireces y sartenes con saña locomotora, himnos ásperos en altavoces, palabras rupestres. Ademanes de dehesa. Una multitud se rescuelga del colmillo retorcido de la historia. Las hemos visto otras veces. Vuelven ahora. Esas versiones de la ferocidad.

A solas con el cuerpo, ¿qué respuestas amargas debes esperar de sus primeras claudicaciones? No sabes qué hacer.
A solas con el alma, ¿qué averiguaciones necesitas saber antes de emprender el nuevo itinerario, el fijo, el irreductible para salir en silencio e inadvertidamente, por la puerta que te toca, y abandonar el regocijo de la fiesta? Tampoco sabes cómo hacerlo.

Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.
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