Los cuadernos pálidos

Los cuadernos pálidos (14)

Del murmullo del mundo registra en esta ocasión Tomás Sánchez Santiago el recuerdo de los juegos de disciplina de su infancia, lo que se parecen a la memoria los cajones desordenados, una mujer que pasea tres 'collies' o cómo nos interpela la esterilidad amontonada de los libros por leer.

/ por Tomás Sánchez Santiago / fotografías de Encarna Mozas /

Incluso cuando se seca la lavanda sigue siendo hermosa, con ese azul desesperado que no sé definir muy bien. Ahí sigue en la mesa el pequeño ramo, una presencia que ya pertenece del todo al territorio de la modestia. Ni siquiera huele ya. Nadie reparará en esas flores desalentadas, con brillos muertos de poca monta. Y pronto habrá que retirarlas del mundo. Pero de momento a mí me sigue valiendo este azul mortecino, tan parecido a la discreción de los cielos exhaustos del verano, hechos con los restos cansados de la luz del oscurecer. Así este azul cobarde de la última versión de la lavanda en casa.

Se han ido los niños del parque y han dejado en el suelo pintada una rayuela. Nosotros, los chicos de entonces, decíamos jugar al castro. Los resabios militares de ese nombre ya garantizaban que podíamos jugar a eso sin herir nuestra pequeña hombría. En cambio, la rayuela —denominada así— era cosa más bien de chicas. Como todos los juegos infantiles, era otro simulacro que avisaba de esa operación avasalladora que consiste en vivir, en dejarse arrastrar por la vida lo justo sin perder el equilibrio, sin desbordar unos límites hasta alcanzar el cielo (así se denominaba la última casilla) tras pasar, uno por uno, por los nueve números, los nueve mundos de Dante. Juegos de disciplina. Recados taimados de lo que espera a quienes no consiguen alcanzar la pericia de vivir progresando. Cortázar hacía notar que para llegar al cielo era preciso simplemente no salir de la infancia, bastaba una piedrita y la punta de un zapato. Los niños se habrán ido a comer y aquí queda, tendido en el parque como una misteriosa constelación, el dibujo de una rayuela. Debería intentarlo, buscar una piedra lisa —un tejo, decíamos— y tratar de llegar, poco a poco, al cielo. Pero no me atrevo.

Cómo se parecen a la memoria los cajones desordenados. Uno los abre en busca de algo pero siempre aparece lo que no se sabía que estaba allí; en cambio, casi nunca se encuentra lo que íbamos a buscar. Entonces nos conformamos con tomar algo de lo que hay, sopesándolo melancólicamente entre las manos. Aunque no nos haga falta. No eres tú eso que yo buscaba pero me alegro de encontrarte, podríamos decir a las cosas que saltan a las manos desde los cajones desordenados. Alejandra Pizarnik decía que había que aprender a tocar los objetos, acariciarlos como quien conoce largamente sus misterios. Pues sí. Yo creo en esos cajones donde viven las cosas que nunca usamos. Creo en esa última resistencia a usar las cosas. No usarlas pero tampoco desprenderse de ellas es un acto de rebeldía contra esa ley tajante de la mentalidad mercantil según la cual aquello que no se consume debe ser inmolado sin contemplaciones a fin de dejar sitio para nuevas adquisiciones. Frente a este orden, frente a esta dictadura de la utilidad están estos cajones llenos de objetos desordenados y dispares que ni se usan ni se desechan. Los abrimos y está ahí esa turba de cosas. Maravillosamente inerte. Ni para el uso ni para la desestimación. Uno las ve nada más estar. Seguir estando. Y eso ya basta.

Esa mujer que sigue paseando cada día los perros por el barrio. Tres collies. Hace veinticinco años que la veo así, tirando de ellos, que casi la pueden. Tenía entonces una belleza apache que aún no se ha carbonizado del todo. Pasa ante los comerciantes, que acaban de abrir sus tiendas, se detiene un momento y los va saludando con palabras destellantes y frescas que yo también oigo. Sigo mi camino. Veo a ese otro hombre, dueño del modesto supermercado que sigue regentando a duras penas, sobreviviendo a los manotazos de las crisis sucesivas; cada mañana saca con parsimonia sus cajas de frutas y verduras a la puerta de la tienda. Es alto, con una envergadura poderosa. La bata blanca le da un aura quirúrgica, como si fuera el tótem de todos nosotros. Son los aristócratas del barrio.

Reencuentro con un viejo amigo, tanto tiempo después. Habíamos vivido juntos cinco años de desmandada juventud. Luego la vida nos alejó. Hasta ahora, por lo menos treinta años más tarde de todo aquello. Paseamos a lo largo del río mientras se pone a oscurecer. Ambos invocamos jirones de viejas escenas que vuelven a despertarse, acomodadas ahora a cuatro manos en la memoria. «Se nos va yendo la vida», me dice de repente mientras miramos el agua. Y el río, debajo de nosotros, reafirma con su fluir incansable esa sentencia tocada por la gracia y la exactitud de la expresión: irse yendo. De qué otro modo mejor puede hablarse de la sustancia escurridiza del tiempo, siempre a la deriva, mientras vemos agitarse los nervios azulados del agua del Duero.

Se mueven los gatos entre las casas arrumbadas del pueblo. Gatos medrosos, de pelaje sucio, espinazo afilado y rabos en posición de alerta tal como si presentaran armas. Cruzan afantasmados entre las zarzas de lo que fueron calles; quizás lleven aún dentro la memoria de aquella tragedia horrorosa que arrasó al pueblo una noche de enero y que otros gatos tuvieron que padecer. Gatos iguales a estos, a los que espantará el ruido del agua, de aquella agua. Dura el miedo y la rabia en Ribadelago Viejo.

En las esquemáticas torretas de la luz, las jícaras de vidrio saben hacer guiños y destellos a primera hora del día, cuando el sol de la mañana va subiendo al cielo con su yema encendida. Idioma de la luz, instantáneo y feliz, que basta para creer firmemente que podremos atravesar este día caluroso que ya nos está aguardando.

Cómo arde esta fecha de julio. Hubiera cumplido 98 años la que ya no está entre nosotros. Puedo oír aún su voz clara, hecha de metales tranquilos. Los aniversarios: su ruido secreto, su nublada espesura que nos ocupa por un día.

Las formas de esas flores del campo te sorprenden como estrellas retiradas que aún pueden soltar gracia y luz a ras de tierra. Alguien se fija en ellas, se ha atrevido a mirarlas de frente y con amor. Quizás si todos las atendiéramos así, pudiéramos notar en ellas algo como un fugaz estremecimiento, un mínimo alboroto botánico.

La afición de este niño: esconderse deprisa para que el recién llegado crea que no está en casa. Es su manera de hacernos creer que el mundo no estaría completo sin él; que debemos arreglárnoslas con esa extrañeza. Pero enseguida emerge de su escondite como para consolar a todos. No os preocupéis, estoy aquí todavía, el puzzle está completo. Eso parece decir cuando reaparece con su triunfante sonrisa, toda menuda y blanca. Y tiene razón.

Apilados de mala manera, los libros por leer nos interpelan. ¿Para esto me trajiste hasta aquí?, parecen decir en su esterilidad amontonada. Cuando el comprador de libros se impone al lector, hay algo que falla: te sale al paso ese libro en el escaparate, lo retiras de allí, lo compras convencido de que es necesario leerlo, lo llevas a casa y lo colocas —uno más— en esa pirámide desdichada de tus lecturas aplazadas. Más que un sentimiento de alegría por tenerlo, parece imponerse la sensación nebulosa de la posesión. De saber que se lo has arrebatado a otro lector al que has podido adelantarte. Es una conducta parecida a la de los bibliófilos de mercadillo. Deberías tener cuidado.

Hace ya años se me ocurrió contestar así a la señora que, en aquel acto público, me preguntó qué tipo de novelas solía leer yo. «Soy ante todo un lector marsista», le espeté; hice un silencio enfático y volví a la carga: «¿Me ha comprendido usted?». Y como ella, algo estupefacta, se limitara a cabecear con suavidad, me arranqué de nuevo: «Quiero decir que siempre que puedo leo a Juan Marsé». Risas en la sala. Recuerdo esa escena divertida hoy, cuando Marsé se nos ha ido. Siempre pedí que no se alterase la atmósfera de sus escenarios narrativos. Cada nueva novela era de la familia de la anterior; sus personajes fueron formando un coro épico de perdedores que nos esperaban fumando en portales lluviosos, con gabardinas de solapas húmedas y una mirada descreída y turbia. Siempre los quise así y no de otro modo.

DESVELADO

Bajo la médula de la noche
un cuerpo cae
y
cae.
Sin dar señales, sin hacer
ruido.  Traza,
como una sonda ciega,
un itinerario que atraviesa
entre fugaces guarniciones
el alma oscura de las cosas
hacia esa última desviación del sueño
que, del brazo, nos lleva
ya
a ninguna parte.


Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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