/ por Eduardo García Fernández /
Hay quien sostiene que son los libros los que encuentran al lector en el momento más oportuno. Pensando en esta frase me encontraba mientras curioseaba en la biblioteca pública entre la sección de otros géneros (memorias, cartas, diarios, etcétera) cuando me detuve en los diarios de Sylvia Plath. Los abrí y el comienzo prometía: «Quizá nunca llegue a ser feliz, pero esta noche estoy contenta». La anotación es de julio de 1950, cuando la escritora tenía dieciocho años. Poco sabía yo de la autora: sólo que se había suicidado con treinta años; pero, en principio, no tenía ningún interés ni psicológico, ni morboso; simplemente quería saber más de ella. Cargué con el volumen a casa, pero, debido a otras lecturas atrasadas y obligaciones, sólo conseguí leer algunas páginas salteadas. Renové el préstamo del libro y reanudé la lectura sin mayores pretensiones, sólo por el disfrute de la lectura y el conocimiento de una voz nueva. A las pocas páginas de auténtica literatura, percibí que lo que allí latía era de una sinceridad y una fuerza apabullantes.
Las reflexiones que Plath realiza sobre la vida en general y la suya en particular, así como el paso del tiempo, la soledad y el sentido de la vida, temas existenciales en general, están abordadas con profundidad y originalidad, mostrando una precocidad y una sabiduría inusuales. La nota de la editora del libro, Frances McCullough, nos dice: «Sylvia Plath empezó de niña a llevar un diario y conservó el hábito hasta la muerte, por lo que, junto a los poemas, los diarios constituyen su obra más importante». En una ocasión, Plath llama al diario «letanía de sueños, directrices e imperativos», y de manera más precisa, su «mar de los Sargazos», con lo que aludía a un depósito o almacén de la imaginación; a un lugar donde depositar materiales de urgencia extraídos del subconsciente. Aquí no está sólo su vida —casi nada—, prevista siempre como peligrosamente breve, llegando a escribir: «Tic, tac… Pasa una vida. Mi vida». También las semillas de gran parte de su obra. Para la editora, «en los mejores pasajes del diario, la voz que oímos es tan auténtica y única como la Plath de los poemas». Plath tenía una lengua bastante afilada y tendía a utilizarla con casi todo el mundo, incluso con las personas hacia las que sentía un desmedido afecto. Así, tal y como afirma también la editora, el libro se vuelve un documento enormemente conmovedor. El prólogo es de Ted Hughes, marido de Sylvia, que dice que «quizá en otra cultura diferente, [Sylvia] hubiera sido más feliz».

Plath tenía un deseo ardiente de apartar todo lo que impidiera una intensidad definitiva; una comunicación con el espíritu o sencillamente con la realidad, con la intensidad misma. Manifestaba un algo violento en esta búsqueda de algo primitivo, quizá muy femenino; una disposición, necesidad incluso, de sacrificarlo todo a ese nuevo nacimiento. En los diarios, dejó constancia de su lucha día a día con su propia personalidad, y lo hizo sólo para ella misma. Son su autobiografía, llena de lagunas, pero compleja y fiel; en la que se esforzó por verse a sí misma con sinceridad y abrirse camino a través de las destrucciones y reconstrucciones de su yo. La Sylvia Plath que aquí adivinamos es lo más cerca que podemos llegar a la persona real en su vida cotidiana.
Como estudiante aplicada e inteligente que era, Plath consiguió una beca en el Smith Collegue; pero, nada más llegar, experimentó la soledad, experiencia vital sobre la que escribía así: «Ahora me parece que sé lo que es la soledad. La soledad momentánea, por lo menos que procede de un impreciso centro del yo, como una enfermedad de la sangre, repartida por todo el cuerpo, de manera que nadie puede localizar el origen, el punto de contagio. Y, si no se tiene ni pasado ni futuro, lo que, después de todo, es la materia prima del presente, no hay ninguna razón para que no dispongas de la cáscara vacía del presente y te suicides». En efecto, ya recién iniciada una nueva etapa de estudios y relaciones sociales, Plath comenzó a citar el suicidio: como decía Albert Camus, el único problema filosófico realmente importante. Continuaba Plath así su reflexión: «No soy más que una gota en el gran mar de la materia, aunque definida, con capacidad para dar forma a mi existencia. Entre millones, también yo, en potencia, podría haber sido cualquier cosa al nacer. En este momento, soy el único ser vivo sobre la Tierra».
Continúa:
«Hasta qué punto, Dios del cielo, la vida es soledad, a pesar de todos los opiáceos, a pesar de la chillona alegría del oropel de las fiestas sin finalidad alguna, a pesar de los falsos rostros sonrientes que todos llevamos puestos. Y cuando finalmente encuentras a alguien a quien poder mostrar tu alma, te detienes horrorizado ante las palabras que pronuncias; tan oxidadas, tan feas, tan sinsentido y tan débiles por haber permanecido ocultas dentro de ti, en una pequeña oscuridad, abarrotadas durante tanto tiempo. Sí: existe la alegría, la satisfacción de las aspiraciones personales, y el compañerismo, pero la soledad del alma en su terrible autoconocimiento es horrible y devastadora».
Leyendo esta reflexión sobre la desoladora soledad que experimentaba la joven poeta norteamericana, pensé en lo beneficioso que hubiera sido que conociera al poeta español Luis Cernuda, quien en su libro Ocnos —una obra donde realiza una suerte de autobiografía lírica— dice: «La soledad está en todo para ti, y todo para ti está en la soledad. Isla feliz adonde tantas veces te acogiste, compenetrado mejor con la vida y con sus designios, trayendo allá, como quien trae del mercado unas flores cuyos pétalos luego abrirán en plenitud recatada, la turbulencia que poco a poco ha de sedimentar las imágenes, las ideas». Continúa: «Entre los otros y tú, entre el amor y tú, entre la vida y tú, está la soledad. Mas esa soledad, que de todos te separa, no te apena. ¿Por qué habría de apenarte? Cuenta hecha con todo, con la tierra, con la tradición, con los hombres, a ninguno debes tanto como a la soledad. Poco o mucho, lo que tú seas, a ella se lo debes».

A lo largo de los años que abarca el diario, se va plasmando una insatisfacción o decepción con la vida que son más acusadas en su etapa de estudiante, y como añadido o barniz está su despiadada autocrítica. Hay múltiples ejemplos a lo largo del texto, pero quizás la más gráfica sea ésta: «¿Frustrada? Sí. ¿Por qué? Porque me resulta imposible ser Dios, o la mujer-y-hombre universal, o cualquier otra cosa importante. Quiero dar expresión a mi ser lo más plenamente posible, porque en algún sitio me he tropezado con la idea de que, haciéndolo, podría justificar el hecho de estar viva». También manifiesta Plath un rechazo al hecho de haber nacido mujer: «Me desagrada ser chica. Soy en parte varón». Tener que plantearse la maternidad y cómo compatibilizarlo con su necesidad de desarrollarse intelectualmente le causaba innumerables problemas. A pesar de ello, tuvo dos hijos con el poeta Ted Hughes, pero siempre le resultó difícil ejercer de madre y disponer del tiempo que deseaba dedicar a la escritura.
Pero no sólo se cuestiona Plath el hecho de la maternidad; de cómo ser mujer a su manera, sino también cómo vivir: «Puedo elegir entre ser incansablemente activa y feliz o introspectivamente activa y triste. O volverme loca rebotando de un extremo a otro». A través de la lectura de estos escritos, uno asiste al nacimiento de una poeta, con la diferencia de que ella misma —a diferencia del lector— no es capaz de atisbar la envergadura de su voz. Sylvia siente que el mundo es un sufrimiento desplegado y nos narra cómo duele vivir a una joven inteligente y sensible (la sensibilidad ni se compra ni se aprende, como no se aprende el talento, pero ella poseía ambas cualidades). Sin embargo, todo sufrimiento da sus frutos, y este diario es uno de ellos, como también se refleja en su obra poética, que recibió el Premio Pulitzer, algo bastante inusual.
Es verdaderamente fácil despachar a esta gran mujer diciendo que padeció un trastorno bipolar o una depresión severa que la llevó a estar ingresada en una institución psiquiátrica con tan sólo veintiún años y por un periodo de bastantes meses, como muy bien narró en la novela, publicada bajo seudónimo, La campana de cristal, de la cuál hablaré con posterioridad. Sin embargo, uno va constatando a lo largo de la lectura, si deja de lado todo prejuicio psicológico y todo diagnóstico, más bien una auténtica fuerza de la naturaleza. En sentido presocrático, Plath era fuego en ambiente de poco oxígeno. Estaba preocupada por llegar a publicar, por conocer personas importantes que la pudieran promocionar, pero su auténtica naturaleza volcánica fluía cuando dejaba a un lado los ambientes literarios —auténticamente tóxicos— y se relacionaba con la naturaleza de una forma casi mística. Así, en las excursiones solitarias que realiza durante su primer año en el Smith College en la costa de Swampscott, anota: «El sol me penetraba por todos los poros, satisfaciendo en mí hasta la última fibra quejumbrosa y alcanzando una gran paz dorada. Tendida sobre la roca, tenso primero el cuerpo, relajado después sobre el altar, me sentí deliciosamente violada por el sol, llena de calor procedente del dios de la naturaleza, impersonal y colosal».
La capacidad de percibir, sentir y describir la naturaleza es en ella asombrosa. Así continúa el relato de ese día en la costa:
«En una playa pedregosa, relativamente poco frecuentada, hay una gran roca que sobresale del agua. Después de trepar, de ascender por irregulares puntos de apoyo sucesivos, se alcanza un refugio natural en el que una persona puede estirarse todo lo que quiera y mirar abajo a la marea que sube y baja, más allá de la bahía, hacia donde las velas, cuando viran muy lejos, capturan primero la luz y luego las sombras, cerca del horizonte. El sol ha quemado estas rocas y el continuo flujo y reflujo de las mareas las ha desmoronado, las ha golpeado, las ha desgastado hasta convertirlas en las suaves piedras de las playas, cocidas por el sol, que se entrechocan y se escurren bajo los pies al caminar por la playa. Una serena percepción de la lenta inevitabilidad de los cambios graduales de la corteza terráquea me domina. Un amor abrasador, no de un dios, sino surgido de la plena percepción de que las rocas que carecen de nombre, las olas, que tampoco lo tienen, las hierbas ásperas, igualmente innominadas, todas quedan definidas momentáneamente por medio de la conciencia del ser humano que las observa. Con el sol que quema roca y carne y el viento que revuelve vientos y cabellos, hay un percatarse de que las ciegas fuerzas inmensas, inconscientes impersonales y neutrales, perduran y que el frágil organismo milagrosamente tejido que las interpreta, que las dota de sentido, seguirá moviéndose por unos momentos, para luego vacilar y perecer y descomponerse a la postre en la tierra anónima, sin voz, ni rostro, ni identidad.
De esa experiencia renazco plena, limpia, mordida hasta el hueso por el sol y purificada por la helada aspereza del agua salada, seca y blanqueada hasta la serena tranquilidad que resulta de habitar entre cosas primordiales.
De esa experiencia surge además una fe con la que hay que regresar al mundo humano de pequeñas concupiscencias y fraudulentas mezquindades. Una fe ingenua e infantil quizá, nacida de la infinita simplicidad de la naturaleza. Es un sentimiento de que, prescindiendo de las ideas, o de las conductas de los otros, existe una singular rectitud y belleza en la vida que se puede compartir abiertamente, al sol y al viento, con otro ser humano que crea en los mismos principios básicos».

A lo largo de su corta vida, la naturaleza será el refugio y el consuelo al que acudir cuando el mundo literario le decepcione, o la vida no le sea favorable. En su faceta menos conocida, el dibujo, plasmará también la costa que amaba y los diferentes entornos naturales de su preferencia. Y es que, a pesar de ser norteamericana, su sensibilidad hacia la naturaleza era inglesa. El estudiar en Inglaterra y casarse con el poeta inglés Ted Hughes la marcó en este sentido.
Ser una mujer de los años cincuenta y pensar como lo hacía ella, además de crecer sin padre —pues falleció cuando Sylvia tenía ocho años— y tener una madre que no sabía ver el talento que poseía, contribuyó a empeorar la vida de la joven. Varias veces escribe: «Mi tragedia es haber nacido mujer». Plath comprende las dificultades que representa pertenecer al sexo femenino y querer dedicarse a la escritura. En el diario, también se traslucen sus dudas y temores al ir enfrentando la vida. Había dos actividades que le encantaban: por un lado, la escritura, y por supuesto la lectura, pero también flirtear con los hombres. Sin embargo, anhelaba encontrar un hombre en quien hallar realmente cobijo. Así, dice: «¡Cómo necesitamos esa seguridad! Cómo necesitamos otra alma para aferrarnos a ella: otro cuerpo que no sdé calor, descansar y confiar».
A lo largo de los años, Plath no deja de autocriticarse, bien por descansar, bien por no estar a la altura. Esta elevada autoexigencia consigo misma, que está presente en toda su vida, se refleja del siguiente modo en sus diarios: «La vida no es estar sentada en el patio, en un ambiente de cálido ocio amorfo escribiendo distraídamente o no escribiendo según los dictados del espíritu. La vida, por el contrario, galopaba locamente, con un horario sobrecargado, en una jaula de ardillas llena de gente ocupadísima. Trabajar, vivir, soñar, hablar, besar, cantar, reír, aprender…».
En el verano de 1953, con veintiún años, Plath comienza a trabajar como redactora invitada para la revista Mademoiselle de Nueva York. Era la primera vez que viajaba a la capital y aquella experiencia desembocó en conocer un mundo superficial, banal, donde la mejor opción era divertirse, bailar, beber y salir con chicos. Sin embargo, cuando regresó a casa de su madre en Wellesley, se intentó quitar la vida ingiriendo un tubo de somníferos y resguardándose en el sótano, donde nadie diera con ella. Aunque fue descubierta a tiempo totalmente inconsciente, se la ingresó en un hospital psiquiátrico. Pero donde se narra la verdadera peripecia vital de Sylvia Plath es en la conocida novela La campana de cristal, publicada en 1963, diez años después de su ingreso y, además, con el pseudónimo Victoria Lucas. Fueron necesarios esos diez años para alejarse de aquel dolor y, desde la distancia, recrear la circunstancia vital de una joven que viaja a Nueva York con sana ilusión y descubre la locura de aquel mundo, para, a continuación, entrar en crisis.
En el momento de su publicación, la novela no recibió buenas críticas. Sin embargo, es un testimonio autobiográfico valiente y honesto, donde se plasman las aspiraciones literarias de esa joven para la que, habiendo nacido en un ambiente familiar conservador y excesivamente práctico, encontrarse con la soledad de la gran ciudad completó los ingredientes necesarios para pasar una larga temporada en un psiquiátrico.
«Era un verano extraño, sofocante, el verano en que electrocutaron a los Rosenberg, y yo no sabía qué estaba haciendo en Nueva York. Les tengo manía a las ejecuciones…». Así da comienzo la novela, que a veces posee un estilo desenfadado, y consta de dos partes: la primera, su estancia en Nueva York, donde predominan las relaciones con doce compañeras que también están becadas y viven en el mismo hotel. También se reflejan las relaciones con los trabajadores de la revista donde trabaja y los hombres con los que sale; aquel mundo neoyorquino de los años cincuenta en el que las fiestas, el alcohol, los coqueteos y el poco trabajo provocan que la protagonista mantenga una actitud crítica respecto a lo que está viviendo, aunque por momentos sepa disfrutar de las nuevas experiencias.
Si leemos con el detenimiento que se merece la primera parte de la novela, se vislumbra cierto desajuste social con aquel entorno de oropel. Ante aquellos excesos, a veces, la protagonista busca quedarse a solas y reflexiona que aquél no era el ambiente que deseaba en el trabajo de la revista. Muchas veces se sentía frustrada y encontraba un gran alivio dándose un baño y optando por no salir de fiesta: «Debe de haber unas cuantas cosas que un baño no puede curar, pero yo conozco muchas; siempre que estoy triste hasta morir, o tan nerviosa que no puedo dormir, o enamorada de alguien a quién no veré en una semana, me deprimo, pero sólo hasta el punto en que me digo: tomaré un baño caliente. Nunca me siento tan yo misma como cuando tomo un baño caliente».
Al ir leyendo sus escritos, la imagen más sugerente que me venía de esta joven, como comentaba antes, era que brillaba con la intensidad de un fuego primigenio y original, pero el ambiente que le circundaba era de poco oxígeno. De ahí que darse un buen baño no sólo fuera para ella un momento de relajación, como para cualquier mortal, sino más bien todo un ritual de purificación; de poner orden en el caos circundante. Así, llega a decir: «Mientras más tiempo pasaba allí, en el agua clara y caliente, más pura me sentía, y cuando por fin salí y me envolví en una de las toallas del baño del hotel, grandes, suaves, blancas, me sentía pura y dulce como un bebé». Resulta curiosa la referencia a su padre, quien «venía de alguna aldea maníaco-depresiva en el corazón de Prusia»; un padre al que la joven siempre echaba de menos en el aspecto afectivo, así como en la falta de modelo y contrapeso para la madre, con quien Sylvia mantuvo a lo largo de su vida una relación más bien difícil.

En la novela se refleja el ansia de querer hacerlo todo bien: «Quizá estudiaba demasiado y nunca sabía cuándo detenerme. En lo único que destacaba era en ganar becas y premios, y esa época se acercaba a su fin. Me sentía como un caballo de carreras en un mundo sin pistas». Qué definición tan increíblemente buena la del caballo de carreras… Pero, además, como buena poeta que piensa en imágenes cargadas de significado, Plath tiene momentos en los que vislumbra toda su vida:
«Vi mi vida extendiendo sus ramas frente a mí como la higuera verde del cuento. De la punta de cada rama, como si de un grueso higo morado se tratara, pendía un maravilloso futuro, señalado y rutilante. Un higo era un marido y un hogar feliz e hijos y otro era un famoso poeta, y otro higo era un brillante profesor, y otro era Europa, África y Sudamérica… y por encima de aquellos higos, había muchos más higos que no podía identificar claramente. Me vi a mí misma sentada en la bifurcación de ese árbol de higos, muriéndome de hambre sólo porque no podía decidir cuál de los higos escoger. Quería todos y cada uno de ellos, pero elegir uno significaba perder el resto, y mientras yo estaba allí sentada, incapaz de decidirme, los higos empezaron a arrugarse y a tornarse negros, y uno por uno cayeron al suelo, a mis pies».
La protagonista piensa que tal vez sea cierto que, para una mujer como ella, casarse y tener hijos equivalía a someterse a «un lavado de cerebro, y después iría por ahí idiotizada como una esclava en un Estado totalitario privado». Y ocupada de la relación que mantiene con un chico llamado Buddy, habla de la dificultad que tenía para renunciar: «Si ser neurótica es decir dos cosas mutuamente excluyentes en el mismo momento, entonces soy endemoniadamente neurótica. Estaré volando de una a otra cosa mutuamente excluyente durante el resto de mi vida».
La segunda parte de la novela comienza con el regreso de la protagonista, Esther Greenwood, a casa de su madre en el verano de 1953. Es en ese verano, no sabiendo a qué dedicar el tiempo, cuando la joven comienza a sentirse agotada y a no encontrar ninguna razón para levantarse de la cama. Además, la relación con la madre empieza a volverse tirante: tanto, que Esther recuerda que había resuelto no vivir con ella durante más de una semana, sin embargo de lo cual ahora se enfrenta a todo un verano. Como guinda de esta situación, no la aceptan en un curso de literatura, lo que la hunde en una mayor tristeza, cancelando todas las citas para asistir a la escuela de verano. Así pues, disponiendo de tiempo, decide emplearlo en escribir una novela. Esta idea provoca en ella una nueva ilusión: «Un sentimiento lleno de ternura me llenó el corazón. Mi heroína sería yo misma, aunque disfrazada».
Sin embargo, ese nuevo plan no prospera, y su madre le recomienda que estudie taquigrafía, para así ganarse la vida. Esther comienza a agobiarse; «un plan y otro comenzaron a brincar por mi cabeza como una familia de conejos dispersos», escribe. A partir de ese momento, comienza a no poder leer y a confundir las letras. Resulta verdaderamente conmovedor cómo refleja la imposibilidad de la lectura. Unido a ello, empieza a sufrir un intenso insomnio. La madre la lleva a un primer psiquiatra que le receta somníferos, pero en esa primera consulta, ni ella consigue contarle sus problemas, ni el psiquiatra da muestras de comprender qué le pasa. Esa primera consulta es ilustrativa de cómo se encontraba Esther:
«Todavía llevaba la blusa blanca y la falda campesina de Betsy. Estaba un poco ajada ahora, puesto que no la había lavado en tres semanas que llevaba en casa. El algodón sudado despedía un olor acre pero amistoso. Tampoco me había lavado el pelo en tres semanas. No había dormido en siete noches. Mi madre me dijo que debía de haber dormido, pues es imposible no dormir en todo ese tiempo, pero si dormí fue con los ojos muy abiertos, ya que había seguido el verde luminoso curso del segundero, del minutero y de las manecillas que marcan la hora del reloj de la mesilla de noche a través de sus círculos y semicírculos, cada noche durante siete noches, sin perder ni un segundo, ni un minuto, ni una hora».
Esto es una muestra del sufrimiento de la insomne. A continuación: «La razón por la que no había lavado mi ropa ni mi pelo era que me parecía de lo más tonto hacerlo. El solo pensar en esto me hacía sentir cansada. Quería hacer todo de una vez por todas y terminar».
A partir de aquí, comienza el descenso a los sótanos del infierno de la protagonista. En una segunda consulta con el mismo psiquiatra, este opina que debe recibir tratamiento de electroshock en un hospital privado. El electroshock se utilizaba en los años cincuenta, y se siguió utilizando durante mucho tiempo —con detractores y posiciones a favor—, para tratar las depresiones graves. Sin embargo, Esther poseía ciertos atisbos de aguda lucidez, como cuando dice: «A mi casa llegaba un periódico del que conseguía leer sólo los titulares y que trataba de suicidios, crímenes sexuales y accidentes de avión, como si no sucedieran». Su percepción está distorsionada: «Todo lo que veía me parecía brillante y extremadamente diminuto».
A la protagonista de la novela no se la prepara; nada se le explica acerca del electroshock. Quizá en un primer momento es mejor así, pues como decía otra escritora, Janet Frame, que recibió más de doscientos electroshocks a lo largo de sus ocho años de ingreso en un hospital psiquiátrico, «cada uno de ellos equivale al miedo que se siente ante una ejecución». Esther también describe sus propias descargas: «Se produjo un breve silencio, como cuando se contiene el aliento. Entonces algo se inclinó y se apoderó de mí y me sacudió como si fuera el fin del mundo. Vi-i-i-i, chillaba, a través de un aire crepitante de luz azul, y con cada relámpago un gran estremecimiento me vapuleaba, hasta que pensé que se me romperían los huesos y que la savia se iba a derramar de mí como de una planta partida en dos. Me pregunté que cosa tan terrible había hecho».

Después de estas sesiones, cada vez que trataba de concentrarse su mente se deslizaba «como un patinador hacia un gran espacio vacío, y allí hacía piruetas, ausente». Las percepciones agudas y certeras de Esther son de esta magnitud: «Cuanto más incurable se vuelve, más lejos lo esconden a uno. De todas maneras tenía que hacer tres comidas diarias y tener un empleo y vivir en el mundo».
Además de este sufrimiento, había un acontecimiento del pasado, verdaderamente importante, que todavía torturaba a Esther: nunca había visitado la tumba ni llorado por la muerte de su padre cuando tenía ocho años. Así pues, visita el cementerio; vista que consigna así: «Una fina llovizna empezó a caer del cielo gris y me sentí muy deprimida». Cuando consigue localizar la tumba, rompe a llorar, pero no entiende por qué llora tanto. Es entonces y sólo allí cuando se da cuenta de que nunca como niña asimiló lo ocurrido. A su madre, tampoco jamás la vio llorar. «Apoyé el rostro en la lisa superficie del mármol y gemí por la pérdida en la fría lluvia salobre», escribe. A continuación narra cómo le roba los somníferos a su madre y, aprovechando que se marcha al trabajo, planifica el suicidio en el sótano de la casa. Ingiere el tubo entero de pastillas y, como un animal herido de dolor y muerte, se oculta en el sótano esperando que le hagan efecto: «Me acurruqué en la boca de la oscuridad como un duende. La tierra parecía amistosa bajo mis pies desnudos, pero fría. Me pregunté cuánto tiempo haría que este cuadrado de tierra no veía el sol».
La madre encuentra a Esther semiinconsciente y, con la ayuda de enfermeros, la rescata. Es ingresada en el hospital, pero como necesita una atención más especializada, una amiga de la madre, la señora Guinea, que había leído el suceso en el periódico, se ofrece para ayudarla. Así pues, la sacan de la estrecha sala del hospital y la llevan a un hospital privado con prados, jardines y campo de golf, similar a un club de campo. La señora Guinea pagaría por ella como si Esther dispusiera de una beca hasta que los doctores dijeran que estaba curada. Mientras, la pobre joven creía que no volvería a escribir nunca más.
La condición anímica que experimenta la protagonista está definida en este párrafo de gran dureza y que define el propio título del libro:
«Sabía que debía estarle agradecida a la señora Guinea, sólo que no podía sentir nada. Si la señora Guinea me hubiera dado un pasaje a Europa o un viaje alrededor del mundo, no hubiera habido la menor diferencia para mí, porque dondequiera que estuviera sentada (en la cubierta de un barco, en la terraza de un café en París o en Bangkok) estaría sentada bajo la misma campana de cristal, agitándome en mi propio aire viciado».
Las relaciones con las compañeras que están ingresadas dejan entrever los procedimientos tan brutales de la época para abordar los problemas psicológicos, como cuando comienza a entablar cierta amistad con una joven llamada Valerie, preguntándole por las marcas que presenta en la cabeza, a lo que ella contesta que le hicieron una lobotomía: «Miré a Valerie con respeto, apreciando por primera vez su marmórea calma. Ya no estoy irritada, antes estaba siempre furiosa». Nada se llega a saber del porqué de la ira de Valerie. Es aquí donde se constata que nadie escucha a nadie, como diría el escritor Julio Llamazares.
A pesar de las habitaciones individuales, el tratamiento de insulina, las visitas regulares de su madre y algún amigo, Esther no evoluciona y pasa las mañanas envuelta en su manta en la tumbona, simulando leer. Ante esta situación, la doctora Nolan suspende las visitas porque comprende el odio que siente la protagonista hacia su madre, llegando a tirar las flores que le regala por su cumpleaños a la papelera: «O mejoraba o caía abajo, abajo, como una estrella quemándome y luego apagada». Esther y la doctora Nolan llegan a crear una relación de confianza bastante aceptable, pero, como no evoluciona, el siguiente paso es volver al electroshock. «No era el electroshock lo que me dolía tanto, sino la abierta traición de la doctora Nolan. Me caía bien la doctora Nolan, la quería, le había dado mi confianza en bandeja de plata y le habría contado todo y ella había prometido, lealmente, avisarme con anticipación si alguna vez tenía que recibir otro electroshock».
La experiencia de la sesión de electroshock es descrita así: «La oscuridad me borró como una tiza en una pizarra. Y al salir del electroshock todo el calor y el miedo habían desaparecido. Me sentía sorprendentemente en paz. La campana de cristal pendía suspendida, a unos cuantos pies por encima de mi cabeza. Yo estaba abierta al aire que circulaba». Recibía tres sesiones de electroshock semanales hasta que se encontró recuperada. Y sin embargo, a pesar que muchas personas comentan que estas experiencias les hacen perder memoria, ella comenta que lo recuerda todo.
Después de seis meses de ingreso, volver al mundo no le resulta nada fácil, y más pensado que «el mismo mundo es una pesadilla» y que es relativamente fácil que esa pesadilla dantesca te envuelva, haciendo que la campana de cristal te asfixie para siempre. La novela finaliza con el alta de los doctores, pero a la protagonista le preocupa que en algún momento la campana de cristal, con sus asfixiantes distorsiones, vuelva a descender. La reflexión final es de una gran sabiduría: «Debería haber un ritual para nacer dos veces: remendada, reparada y con el visto bueno para volver a la carretera».
En definitiva una novela y unos diarios que me conmovieron, a la vez que ampliaron la visión y los matices del sufrimiento humano desde la perspectiva de una mujer que no sólo llegó a ser una verdadera poeta, sino que atesoró una sensibilidad, un talento y una inteligencia bastante fuera de lo común.

Eduardo García Fernández (Oviedo, 1968) es licenciado en psicología clínica y máster en modificación de conducta. En 1999 abrió una consulta de psicología clínica en la que aborda todo tipo de patologías y adicciones. Entre sus aficiones se encuentran la literatura y el cine. Y acostumbra a vincular éstas con su profesión dando lugar a artículos con un enfoque diferente. Ha realizado y participado en programas de radio en Radio Vetusta, ha colaborado con la revista digital literaturas.com y en la actualidad colabora esporádicamente con artículos y reseñas en el periódico La Nueva España.
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