Escenario

‘Mauregato’, libreto para musical de Pedro de Silva

Pedro de Silva rescata al rey maldito de la monarquía asturiana como un soberano marcado «por la brasa de la búsqueda, el signo de la gran rebeldía», en una fabulación ligada a la leyenda artúrica.

Mauregato es un libreto para musical de Pedro de Silva sobre el rey maldito de la monarquía asturiana. El que merced a la injusta damnatio memoriae de las crónicas pasó al imaginario colectivo como «el bastardo» de Alfonso I, el «usurpador» del solio regio o el responsable del oprobioso tributo de las cien doncellas, es en esta obra un rey marcado «por la brasa de la búsqueda, el signo de la gran rebeldía», en torno al que gira una fabulación ligada a la leyenda artúrica. Muchas de sus claves se desvelan en el texto del dramaturgo Eladio de Pablo que aquí publicamos, redactado con motivo de la presentación de esta nueva edición a cargo de Orpheus Ediciones Clandestinas (2020).

/ un texto de Eladio de Pablo /

Jaime Priede, director de la Feria del Libro de Gijón, me propuso amablemente el pasado mes de mayo presentar el nuevo libro de Pedro de Silva, Mauregato, a lo que yo accedí con los ojos cerrados, porque considero a Pedro de Silva como un amigo sagaz que, a través de su suelto diario de La Nueva España, me revela cada mañana una esquina insólita de la realidad y gracias a quien me reconcilio con la inteligencia y la cordura humanas. He disfrutado a través de sus novelas de todos los placeres a los que un lector puede acceder, y he aplaudido su deslumbrante El Rector, obra tan ninguneada en esta Asturias de nuestros pesares culturales, pese a gozar de un excelente montaje costeado por la Concejalía de Cultura del anterior ayuntamiento de Oviedo y dirigido sabiamente por nuestro mejor director teatral, Etelvino Vázquez, y que contó con las solas dos funciones realizadas en el teatro Campoamor. Yo no conocía el texto de Mauregato, publicado en una primera versión el año 2015 en el último número de la revista asturiana de teatro La Ratonera, hasta que el propio autor me lo envió el pasado uno de septiembre.

Así que, sin juicio ni prejuicio previos, abrí el libreto para musical Mauregato con las humildes herramientas que como dramaturgo y teatrero poseo. Un texto teatral puede, en ocasiones, venir acompañado de lo que llamamos, en la jerga dramatúrgica, cotexto: prólogos, introducciones y otros elementos adyacentes, encaminados a contextualizar la obra. En este caso, el texto viene acompañado de una nota de los editores, de un prólogo y unas notas del autor para la representación minimalista de la obra, así como de una entrevista con el mismo realizada por Saúl Fernández. En estos complementos o aliños del texto se nos habla de un personaje histórico, el rey asturiano Mauregato, hijo bastardo de Alfonso I y una sierva mora, que reinó entre los años 783 y 789, ocupando un trono que iba destinado al futuro Alfonso II, y que fue injustamente maltratado por la historiografía posterior. Ante estos datos, empecé a preocuparme. Si la cosa va de un personaje histórico, mi ignorancia en este campo me va a dificultar hacer una presentación de la obra mínimamente presentable. Pero el autor, en su prólogo, vino de inmediato en mi auxilio, al afirmar categóricamente que su obra es «en todo caso, una fabulación de cuerpo entero».

Ese ya era otro cantar. Volvía a estar en un terreno conocido. Es decir, el terreno desconocido de la fábula, que hay que recorrer de punta a cabo para desentrañar sus posibles significados. Es un axioma del análisis dramatúrgico que el sentido de una obra hay que buscarlo en el texto; todo está en él, tanto lo que el autor ha querido decir como lo que ha dicho sin querer queriendo.

Y, siguiendo tal axioma, me encuentro de entrada con un título, Mauregato, que es el nombre del héroe. Es este un modo de titular propio de la tragedia: Hamlet, Edipo, Electra, Antígona, etcétera. El título de la comedia y del drama suele ser más parlanchín, encierra en sí un pequeño argumento: El enfermo imaginario, La dama boba, Eloísa está debajo de un almendro… Así pues, me encuentro, dado el título, en el pórtico de una posible tragedia. Intuyo, al tiempo, que va de un héroe, el rey Mauregato, que habrá de enfrentarse a fuerzas superiores a él y que caerá inexorablemente en esa lucha desigual, pero caerá con la dignidad que es consustancial a los verdaderos héroes trágicos.

Con esta presunción, sigo la lectura y leo su Dramatis personae o lista de personajes. En esta relación hay figuras individuales (Rey, Adosinda, M. el Narrador, Monje, Obispo, Conde, Carboni, Xana, estos dos últimos invisibles) y personajes colectivos o coros (Clérigos, Monjes, Mujeres, Árboles). El coro es un personaje eminentemente teatral: de hecho, es el primer personaje teatral y no tiene correlato en la vida real. Es un componente esencial y necesario de la tragedia. Cuando esta se degrada y se transforma en otra cosa, el coro camina paralelamente hacia su insignificancia o su desaparición. Este recurso a los coros por parte del autor implica una elección estética y estratégica en su concepción de la pieza y en las referencias intertextuales que establece.

Entremos, pues, tan solo con estos indicios, en la Escena I de la obra. ¿Y qué nos encontramos? A un anciano, al que el autor denomina M. (que por una vez no es Rajoy), Narrador y a veces actor, y que nos lleva a inferir que se trata del mago Merlín, remitiéndonos así a la saga artúrica. Pero veamos quién es, o dice ser, este personaje. Un personaje teatral es lo que este dice, lo que hace y lo que dicen de él otros personajes en el texto dramático mismo, no en otro lugar.

Por lo que dice el personaje, vemos que no se trata de un mero narrador, de un punto de vista frío y omnisciente del que se sirve el autor para trasladarnos los hechos que a su juicio merecen ser contados. Porque el primer dato que recibimos de sus labios es que es un hombre perseguido por sus recuerdos y sus culpas, que huye de su pasado y busca a la vez en el futuro. Atrás ha dejado la historia de un fracaso, un sueño trocado en pesadilla, pero ha vuelto a escuchar la llamada de las estrellas y se siente poseído nuevamente por una pasión: la de ir hasta el final, la de asomarse al último precipicio. Nada le mueve sino las grandes causas, la búsqueda de un mundo mejor, de una buena utopía. En su viaje desde el Norte hacia el Poniente llega a un paraje montañoso presidido por una imponente montaña blanca y se adentra en sus bosques profundos, que para él son casa, refugio, hogar. El bosque, para él, es la vida y da vida.

¿Y por qué ha venido M. hasta aquí? Porque aquí, en este país dominado por una casta guerrera, vive un rey insólito, que quiere ser rey no por la espada, sino por la palabra. Los ojos de este Rey están iluminados «por la brasa de la búsqueda, el signo de la gran rebeldía». Es evidente el paralelismo entre este Rey y M. ¿No es esta una gran causa, suficiente para hacer olvidar a M. su pasado fallido y llevarlo a tentar una vez más la utopía? El estatuto de este narrador como verdadero personaje queda de manifiesto incluso en las formas del discurso que maneja, pues alterna el relato con el recitado y con el diálogo. 

Así pues, el arco está tendido. Estamos a la espera de lo que esta nueva aventura deparará a M., que dependerá, claro está, de lo que acaezca con este Rey insólito. Pero, querámoslo o no, a quien tenemos en primer término ante nosotros es a este anciano vital y vigoroso, perseguidor de imposibles, que establece la premisa de la obra: ¿por qué no intentar la utopía? ¿Por qué no apostar, una vez más, por una gran causa? Desde este inicio se nos anima a esperar alguna respuesta a este vital interrogante.

La caracterización primera del Rey se produce a través de tres tipos diferentes de discurso. Por el relato, primero, del Narrador conocemos a este guerrero sanguinario antaño, gran conquistador y ahora pacifista, que, también como M., carga con el pasado de las vidas que ha cercenado y que lleva enroscadas en su conciencia como un Macbeth astur. En segundo lugar, por una especie de soliloquio (la canción La carne es más blanda que la espada), donde con humor y sutil inteligencia, el Rey delibera sobre cómo vencer mejor al otro: dividiéndolo físicamente con la espada, o escindiéndolo de sus propias convicciones con afilados y poderosos argumentos. Y, en tercer lugar, a través del diálogo entre M. y el Rey. Un diálogo con evidente finalidad mayéutica, pues M. se afana a través de él en reafirmar a su pupilo en su nueva convicción de gobernar por la palabra, en su nueva fe en la bondad de la palabra verdadera.  

¿He dicho pupilo? Pues sí, creo que lo he dicho. Debe de ser porque la M. del nombre del personaje, si nos remite a Merlín, también remite al paradigma del Mentor. La palabra mentor llega a nosotros desde la Odisea. Es el personaje que sirve de guía a Telémaco en su viaje en busca de su padre Ulises. Ese Mentor no era otro que Atenea, la diosa de la sabiduría. A partir de ahí el Mentor será un arquetipo o paradigma, que, bajo diversas apariencias, interviene en distintas historias. El nombre de Mentor, al igual que la palabra mental, procede de la palabra griega menos, que designa la mente y que puede significar «intención, fuerza o propósito». Un buen mentor, nos dice Christopher Vogler en El viaje del escritor, siente fervor por el aprendizaje. Los mentores están entusiasmados, en el sentido original del término, «inspirados por un dios, o que albergan un dios en su interior». Así es M.

La Escena II está consagrada íntegramente a un tema, el amor, fundamental en Mauregato, que es, como su autor subraya, una gran historia de amor. En ella, M. nos cuenta que la alegría del Rey procede de su amor con una xana y hace una exaltación de ese amor y un canto al principio vital de la alegría, que, junto a la risa, es atributo de los habitantes del bosque. Hay una canción de amor cantada por el Rey, y un canto al amor hecho por el propio M., que parece también enamorado de la xana del Rey, tal es el calor con que la describe.

En la Escena III, pasando de la narración al recitado, nuestro narrador acomete una tarea que antaño estaba asignada al coro: la transmisión de valores. «Frente al orden de lo viejo, la herencia más humana es la rebeldía; joven es el que sabe que los mejores tiempos no han llegado todavía; viejo aquel que le dice al joven que solo sueña». «La verdadera vida está en el otro». Un diálogo a continuación entre Mentor y Pupilo, que acude a él en busca de consejo, versa sobre la paz y la alegría. M. reivindica una religión pagana, vinculada a la tierra y a la naturaleza; como dice el propio autor: «La mayor parte de la alegría de la tierra está en las plantas. Viven de la luz, y la transmiten. También por eso viven en paz entre ellas». El ansia de paz procede de la alegría. La alegría, la risa que están siempre ausentes en Adosinda, la seca y fanática tía del Rey. Recordemos de pasada que en El nombre de la rosa, de Umberto Eco, el monje Jorge de Burgos está dispuesto a matar para que la risa no se convierta en una herramienta contra el temor de Dios y el miedo al infierno.

En la Escena IV conocemos que, a pesar de la paz y la prosperidad de su reino, no todos están satisfechos con el Rey. Su Mentor, que ve en él un nuevo Lancelot, le recomienda crear un Grial para tener a sus posibles enemigos entretenidos. Con la invención del apóstol Santiago y la peregrinación hacia su sepulcro logra el Rey una frágil prórroga de la paz en su reinado. Pese a ello, la conspiración se cierne sobre él.

Estas cuatro escenas constituyen para mí la primera parte de la obra, en la que el autor ha cubierto cumplidamente los objetivos básicos para su propósito diegético: nos ha puesto ante los temas y la apuesta principal de la obra, y nos ha presentado a los personajes centrales entre los cuales va a dirimirse el conflicto.

En las Escenas V y VI vemos adelgazar al máximo la presencia de M., que se limita a mantener el hilo narrativo imprescindible para dar paso a los poderosos agones que enfrentan a Adosinda y sus prolongaciones, los COROS DE LOS MONJES, de LOS CLÉRIGOS, EL OBISPO,  el CORO DE LA TIERRA y el CORO DE LAS MUJERES. Todos contra el Rey. La eficacia del empleo de estos personajes corales es indudable. También aquí cumplen su tradicional cometido de transmisores de los valores intangibles de la tierra y de la religión, del estado de las cosas como son. La batalla dialéctica es de una dimensión dramática e intelectual majestuosas. El ritmo de la obra es ahora vertiginoso. Nos parece asistir a la sesión decisiva de un tribunal que dirime cuestiones de trascendencia inapelable. El choque entre dos formas antagónicas de entender el sentimiento y la tolerancia religiosos, el debate sobre el destino como imperativo de lo existente, o como encuentro con el otro en la belleza y la alegría, el rechazo de una quimérica paz perpetua, el canto a las virtudes de la guerra… ¡Sí, las virtudes de la guerra! Cuando escuchamos al CORO decir: «la guerra también tiene sus razones./ En la paz los señores se adocenan/ y el siervo se pregunta los motivos/ que hacen a uno señor y al otro siervo», no podemos evitar oír el eco de la Madre Coraje de Brecht cantando las excelencias de la corrupción y de la guerra. Es en esta gran batalla entre los viejos y nuevos valores donde el Rey asume públicamente su identidad de hijo de mora cautiva y reivindica el nombre de Mauregato.

Debo subrayar aquí el valor de la palabra en esta obra de Pedro de Silva. Toda ella es un canto a la palabra. La función básica de la palabra en el teatro es la instrumental, la de hacer avanzar la acción, llevar la atención del público del punto inicial al final. Pero no es la única. En muchos textos teatrales la palabra se hace pedestre, adocenada, carece de forma, elegancia, volumen, sentido, resonancia, color. Sin embargo, en esta obra la palabra es en sí misma espectáculo, es sentido, sí, pero también ritmo, música, luz que penetra la realidad y evoca mundos nuevos. La narración, los diálogos, el verso de los recitados o de las canciones están para ser escuchados, sin perder matiz, como si de una sinfonía se tratase —y no por el hecho de ser un libreto musical, que también—. Por algo el autor, en sus notas para una representación minimalista de la obra, detalla con minucia los distintos planos de vocalización y considera fundamental el tratamiento de la vocalización de los actores.

En la Escena VII, donde se consuma la conspiración entre Adosinda y sus cómplices para asesinar a la xana amada por el Rey y cortar así de cuajo la raíz que lo une al bosque y a la vida, se incluyen los soliloquios del Rey que alcanzan mayor altura poética, hasta el punto de que, si tuviera yo que buscar un paradigma para este Rey doliente, lo encontraría en otro guerrero espiritual: san Juan de la Cruz. «Adónde te escondiste amado y me dejaste con gemido»… «Mi amado, las montañas, los valles solitarios nemorosos, las ínsulas extrañas, los ríos sonorosos, el silbo de los aires amorosos», dice San Juan en su Cántico espiritual. «Mi amada, mi soledad no sabe/ vivir ya sola nunca:/ solo soy yo contigo», dice el Rey Mauregato. «Hasta la noche resplandece a mi lado,/ tanta es mi oscuridad», dice. La gran historia de amor que es Mauregato alcanza aquí su cumbre lírica.

El Rey muere, y solo le rinde homenaje el CORO DE LOS ÁRBOLES. Oigámosle: «Hechos heroicos, dicen: hechos hechos por alguien que haya logrado matar mucho. Los árboles, a diferencia, bien podemos decir esto, sin pizca de orgullo: nunca ha habido un héroe entre nosotros».

En la escena VIII y última vuelve el narrador y cierra el círculo. «Esta es la historia, dice, una historia sin héroes ni gestas». Parece que nuestro M. ha vuelto a fracasar con su nuevo pupilo. Y sin embargo, algo ha cambiado en este personaje, que ahora aborrece de las gestas y de los héroes, que, con gran sentido del humor (es, a su manera también, un personaje cómico junto a su invisible CARBONI) hace un canto a la paz y parece seguir en sus trece de utópico impenitente, afirmando: «¿A quién le interesan las causas ganadas?». Y nosotros entendemos: ¿Acaso no son las causas perdidas las verdaderamente interesantes?

Juan Mayorga dice que los ingredientes imprescindibles de toda obra dramática son: acción, emoción, pensamiento y poesía. Mauregato, de Pedro de Silva, posee cumplidamente los cuatro.

[EN PORTADA: El rey Mauregato de Asturias, por Manuel Iglesias (1853)]


Eladio de Pablo es autor, director y traductor teatral. Catedrático de Lengua y Literatura españolas y profesor de literatura dramática. Como tal, impartió clases durante once años en la ESAD del Principado de Asturias, de la que fue director de 2010 a 2014. Sus obras más destacadas son Famélica Legión (1993), Mediodramas (1995), Equipaje (1997), El hermano bastardo de Macbeth (1998), Solo Soledad Sonando (Primer Accésit del Premio Hermanos Machado de Teatro, Sevilla, 1998), Entropía (Premio de Monólogos Dramáticos de Corvera 2000, estrenada como Jarrón Frankenstein, y premio al mejor autor asturiano en la Gala del Teatro Asturiano 2001), VR/RV (Premio de Monólogos Dramáticos de Corvera 2001), Tolín y Tolina, artistas de la esquina (obra para títeres, 2003), El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, adaptación teatral para niños (Editorial Everest , 2005) con ocasión del cuarto centenario del Quijote, Cuando el mundo sea de los maniquís (Premio María Lejárraga del Ayuntamiento de Madrid, 2006), Vecinos (Revista de la ADE, nº 122, 2009) y La larga noche de bodas de Anita Ozores (Trea, 2016). Ha traducido la tetralogía del autor libanés Wajdi Mouawad Incendios (KRK, 2010), Litoral (KRK, 2011), Bosque (KRK, 2012) y Cielos (KRK, 2013) —por esta última obtuvo el premio de traducción teatral 2013 concedido por la Asociación de Directores de Escena de España— y El fanatismo o Mahoma el profeta, de Voltaire (KRK, 2016).

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