Poéticas

Estrellas y verdor

El profesor, ensayista y poeta Moisés Mori realiza una lectura singular y creadora de confía en la gracia, última entrega poética de Olvido García Valdés, cuya escritura es fruto de la «iluminación, la quietud y de una especial sensibilidad» para indagar en los parajes de la vida y «acariciar el bien, el tiempo y la nada».

/ por Moisés Mori /

confía en la gracia es una obra de considerable extensión (más de cien poemas), pero no decae en ningún momento: todos los poemas mantienen una gran altura y, a su vez, presentan una completa concordancia con el conjunto. Las cuatro secciones en que el texto se divide («Los lobos en los globos», «El tren de cabezas veloces», «Qué risa fui (laico sacramental)» y «Entre lo escrito y la voz») no son sino insistencias de una misma meditación y mundo poético, pues toda la obra comparte un vocabulario muy característico (con especial importancia de algunos nombres abstractos: hermosura, desdicha, beatitud…), discurre con una sintaxis particularísima y de enorme potencia (basada en abruptas yuxtaposiciones), responde, en suma, a una misma mirada (principalmente hacia animales y plantas, cuerpos celestes), mide un tiempo continuo (del origen en la aldea asturiana a la amenazante hora final)…, y el propio título del libro cruza de una parte a otra del texto, lo recorre como una plegaria repetida, es la prueba de esa unidad, de un mundo vivo: árbol y ramificaciones.

Como la autora explica en una nota liminar, confía en la gracia recoge textos escritos entre 2012 y 2019. La distribución en cuatro secciones de esta centena larga de poemas permite suponer que los textos no se han ordenado atendiendo a un criterio cronológico, sino buscando con esa organización algún efecto general (de ritmo, de contraste, de sentido…). Por ejemplo, el poema que como una coda cierra el libro (recibe este objeto en tu corazón, mira/ en él algo que ames… [247]) tiene un aire de despedida, de palabra última entregada al lector, deja el objeto ya en sus manos. Cojamos entonces el primer poema: ¿qué anuncia? ¿dónde nos sitúa?

que calmara el hueco nervioso en esa luz [21]

El primer verso ni siquiera ofrece un enunciado independiente, pues la conjunción que no solo parece colocarnos en medio del discurso (o en la continuación de una obra superior), sino que introduce una oración subordinada a un verbo principal aún ausente (en el supuesto de que esta rama enunciativa tenga su cierre). No obstante, esta primera frase (el poema es breve: quince versos) avanza una posible relación entre el hueco nervioso y el efecto benéfico (calmara) que esa luz pueda tener sobre él; se marca, pues, un espacio de significación en el que actúan tanto el dolor y la carencia como el poder balsámico de la luz.

El segundo verso no cierra la oración (más bien la complica, la enriquece):

que deja el sol al irse
                                    llegaba la bandada dividida

pues apenas precisa que la luz es solar, crepuscular; sin embargo, introduce un tercer elemento, una bandada que confluye con el hueco nervioso y la luz a esa hora.

La sintaxis queda rota en este verso roto. La poeta utiliza con frecuencia ese recurso (completar el verso en la siguiente línea) dejando así un blanco en la página para la respiración del poema, pero también para introducir o acoplar en ese corte otros elementos que pueden tener más o menos desarrollo. En este caso, la bandada va a sumarse decisivamente (como si fuera un tercer agente) al espacio inicial: con su llegada el poema parece apartarse por un instante de los nervios y la luz solar, aunque pronto retoma el hilo primero; sigue así (versos 3-12):

en grupos de dos, cercanía querían, lo más
juntos, y se adherían, negro y negro
airosos verticales, a la casi ausencia
de salientes, un nuevo
estado propiciaban, no
duradero, no solitarios y aún
no gregarios, dulzura parecía
                                                 ansiedad
de imán y materia receptiva, era lo raro
que la luz fuera sustancia de vuelo, que la
cosa negra fuera luz y a ella se rindieran
                                                                   no puede

Estos versos dan alguna característica de la bandada, del color negro de las aves o el modo de su vuelo; pero lo fundamental es cómo esa bandada se integra en la relación primera entre el hueco nervioso y la luz del sol que ya se iba. De modo que todo aquí (empezando por la sintaxis) se confunde; por una parte (era lo raro), el color y volumen de la bandada se entrevera con la luz (que la/ cosa negra fuera luz), se altera así la percepción del momento, al punto que se origina una transformación (un nuevo/ estado propiciaban) no solo en la luz de la tarde (siempre dominante), sino en ese sujeto que mira (ausente, nunca enunciado) y del que solo se ha adelantado su afán, el deseo de calma, de que su estado (hueco nervioso) se alivie; y, en efecto, la repercusión en él de esa bandada entre la luz crepuscular le resulta benéfico (dulzura parecía). Sí, todo es raro, y solo posible por la naturaleza (ansiedad, imán, materia receptiva) de los distintos factores en juego, lo que permite, en definitiva (aunque solo sea por un momento: no duradero) ese nuevo estado, un cierto sosiego.

En este fragmento se pone ya de manifiesto un particular discurrir sintáctico, pues desde que en el segundo verso irrumpe la bandada no siempre va a ser fácil discernir lo que se refiere a las aves, a la luz del sol o a quien ansía calmarse. Por ejemplo, en solo dos versos (airosos, verticales, a la casi ausencia/ de salientes, un nuevo) pasamos de la presencia del vuelo de los pájaros (verticales) al primer indicio (un nuevo) de un cambio que va a repercutir en el ansia de quien los ha visto llegar. No obstante, la transición se produce tras un sintagma encabalgado en dos versos (a la casi ausencia/ de salientes) que no solo corresponde —como parece— a los airosos grupos de la bandada (se adherían… a la casi ausencia), pues bien podría señalar asimismo la carencia de quien los ha visto llegar, incluso podemos enlazar ese sintagma al sol poniente, pues es ahí, a esa ausencia, adonde se dirige el sol después de su diario recorrido, cuando se va (v. 2). En cualquier caso, lo que importa es la confluencia; sabemos que en ese atardecer hay tanto ansiedad como atracción de imán; nervioso afán como materia receptiva; tampoco es tan raro que se produzca ese encuentro, un acercamiento, el fundido de la vida.

Los últimos versos del poema concluyen con ánimo moderado, afirmativo

                                                                 […] no puede
la carencia ser reparada mas no impide vivir, mide
cielos vuelos pulmonar ansia, dibuja
ramificaciones nerviosas

expresan ese cruce de la vida, la fusión de la mirada poética (el hueco nerviosoes aquí pulmonar ansia) con la luz del sol y los pájaros negros, todo ello expresado sin límites precisos ni signos de puntuación que separen o distingan (cielos vuelos pulmonar ansia), como un todo que afirmara así la continuidad de la vida, también su precariedad. Y el estado primero, aquella intranquila y dolorosa oquedad, no sólo se perfila algo más ahora (carencia, pulmonar ansia), sino que parece encontrar, ya que no un imposible arreglo, sí un objetivo: medir, dibujar el soplo de la vida, existir. Que calmara el hueco nervioso en esa luz.

Calmara es el núcleo del poema. Un modo diagonal y con la carga añadida de una obligada conjunción; un verbo sin sujeto léxico, al que tanto podemos atribuir la primera persona gramatical como una tercera. Nada declara explícitamente un yo, ni siquiera una entidad en tercera persona en donde pudiéramos reconocer una voz y, en definitiva, la huella de un pronombre personal. Lo propiamente humano, lo que aquí se enlaza con la luz del sol y los no solitarios animales, es el hueco nervioso, o sea, una condición de la existencia concreta y nada dulce; es esa misma carencia que se enuncia luego como sujeto y paciente (no puede… ser reparada), que se erige (carencia, hueco, pulmonar ansia) en el impulso activo que mira y calibra el mundo (mide), que siente su propia naturaleza entre la sustancia de la vida (sea vuelo, cosa negra, aire, luz o afán), que puede a su vez extender (dibuja) tanto sus propios y ansiosos nervios (en sí hueco y carencia) entre las aves del cielo y el dios sol, también (más ramificaciones nerviosas) en la escritura.

El poema trae el recuerdo de un topos literario; sin embargo, todo en este crepúsculo es completamente nuevo, tradición recreada, y con apenas estos quince versos se muestran ya no pocas señas del carácter del libro, de su personal escritura: desde rasgos morfosintácticos (transiciones, encabalgamientos, negaciones poco gramaticales: un nuevo/ estado propiciaban, no/ duradero, no solitarios y aún/ no gregarios), a un campo léxico y un mundo (dulzura, hueco, luz, bandada, pulmonar ansia…); y, sobre todo, el poema ya revela una mirada tan atenta, inquieta y oblicua como exige el subjuntivo de la verdadera poesía. 

Ramificaciones:

¿quién vive en ese árbol? ¿qué dios o ninfa le habría
dado su presencia? acacia es y así diría
el poema si antiguo fuese de verde intenso y frondas

[205, vv. 1-3]

Una acacia. En estos versos, la aproximación a la naturaleza parte expresamente de modelos poéticos clásicos. Estamos ante una misma naturaleza, idéntico mundo: hoy como ayer la vida se manifiesta con sus crepúsculos, sus árboles, sus dioses, sus hojas y sus pájaros. El latido vital de la acacia (su presencia) no está en discusión. Los antiguos, los padres de la poesía, le habrían dado, en efecto, a esas ramas, además de vivo color y frondosidad, el alma de Dafne o Apolo, un soplo, un espíritu. ¿Quién vive en este árbol, en esta acacia que hoy se contempla?

                   […] acacia es saliendo de
la A4 a la altura de Jaén, un abril que
ya acaba y llega mayo alargando
para la estrella tardes y mañanas

[vv. 7-10]

El poema se cierra con una especificación de lugar y tiempo que no solo individualiza al árbol y lo presenta como real, sino que lo sitúa en medio de la cotidianidad ordinaria (cerca de la autopista, un día cualquiera); no obstante, la acacia forma parte de esa vida animada que es el tiempo mismo (abril y mayo; tardes y mañanas) en donde reina la luz (la estrella) que transmite aliento a la naturaleza, ese encendido sol, cuya luz, y era raro, fuera sustancia de vuelo en un crepúsculo sin duda tan concreto (lugar y tiempo) como la acacia de Jaén. 

La primavera es luz, brilla la estrella por antonomasia, suena la hora de las ninfas y del dios Apolo. La poesía clásica (así diría el poema) tenía sus referencias, su propia retórica. Nuestros senderos ahora (A4) apenas son una abreviatura, un índice sin verdes frondosos; pero entre los códigos del antiguo poema y esta moderna carretera, entre acacia y acacia, y con independencia de ese contraste explícito, también se enlazan con todo cuidado los signos tradicionales y los de esta voz poética

                                      [] de verde intenso y frondas
densas y redondas, no pesa y todo en él
es luz, diría, un suspendido estar de la presencia, si
fuera antiguo ese decir y un dios o ninfa le hubiera
dado aliento
                      acacia es saliendo de 

(vv. 4-7)

El cuerpo intermedio del poema cruza los modos de la antigua poesía con las palabras de quien aquí los evoca. Es la voz de hoy (con su propio y creativo decir) la que repite términos (presencia), formas verbales (diría) y orden de palabras (acacia es). Se produce así un cruce, un intercambio, un fluir temporal, corre una misma savia en las acacias. Y lo que entre hojas y ninfas diría de un árbol la poesía clásica no está lejos de lo que aquí realmente la poeta dice ahora (…no pesa y todo en él/ es luz, diría, un suspendido estar de la presencia…), si bien ese mero existir del árbol recibe cualidades (liviandad, quietud) que solo puede apreciar esta mirada cómplice, amorosa y singular, la misma que ha descubierto y contempla esas ramas entre el ruido ajeno y ciego: acacia es; es luz. Es la estrella la que habita en el árbol, la que le da el soplo de la vida (aliento). Es la luz de la vida que calmara.

Se parte de una figura (unas aves, un árbol…), tal vez hay un fondo que no es marco o decorado, sino solo luz, tiempo, algo que ahí se siente, el mero discurrir de seres vivos. Y alguien mira, contempla la figura, rescata el aire claro, ese momento: puede entrelazar sus nervios en ese aliento del mundo. Pájaros, árboles y plantas pueblan este rincón del sistema solar. En ocasiones (amanecieron encaramándose en tres saltos a la albicia/ jugaban luego por ramas [33]) es suficiente con medir, mirar o hacer su dibujo; no asoma quien rescata de la mera extensión y el continuum vital esas figuras concretas (tal vez son solo movimiento, señales: saltos; mordiscos; cuerpo), si bien la voz poética deja entrever sus propias, cordiales razones: broma; alegre; madre; carita; comenzando el día

Hay una distancia entre la naturaleza y el sujeto poético, es precisamente la mirada de éste la que rescata al tordo, las hormigas, la cucaracha, los eucaliptos, el carbonero, los chopos, la cebada, el aire, el petirrojo… Y esa voz poética vive entre todos ellos; no son estampas de ciencias naturales. Que calmara. Son ramificaciones nerviosas, deseo de fusión, un canto amoroso y claro. Aunque sea desde lejos (ese es un verderón… [97]), se observa esa vida animal (parece vida buena) con inclinación hacia ella, con una perspectiva que revierte así sobre la propia mirada y sus afanes (mero gusto de estar y volar).  

Por más que el poeta siempre esté solo (el poema es en sí mismo soledad [243])y tenga su propio idiolecto (escribe en un dialecto privado [215]), no es esta una escritura ensimismada ni la naturaleza un adorno. Sí, es poesía solitaria e interior, pero justamente en esa misma y honda soledad, desde el pensamiento y la contemplación, entra en diálogo con los seres vivos (tiene contacto con lo vivo), con esas presencias: lo indica ya Olvido García Valdés en la nota liminar de confía en la gracia: «…en su escritura hubo diálogo de seres vivos y de quienes ya no están», y no se olvida la autora de mencionar ahí lecturas, compañías, árboles, poetas, filósofos, animales, la luz.

No necesitamos recurrir al Brexit, al 15-M o a las bestias de la manada, ni mencionar pasajes concretos del libro, ni viajar a China, a Alemania, a Ecuador o a Segovia, a tantos lugares como a los que aquí se concentran; tampoco es imprescindible acudir a una mujer que cuida gatos, a un obrero portugués o una reina pintada por Velázquez para entender que en un verderón o en un aligustre está todo ello (gentes y luchas), que es la poesía misma, esa sensibilidad ante el ser (mero estar y volar) la que los convoca a todos (pájaro, ninfas, cielo, fieras) por igual. En la mañana de domingo (calle, hora, mes, dos grados invernales), los movimientos y trabajos de la camarera que abre el bar y prepara la terraza: equivalente mirada (sillas, mesas, brazo izquierdo, limpieza…; no hay ramas). ¿Parece vida buena?: ¿qué piensa?, ¿cuántas horas va durar/ su jornada?, ¿cuánto le pagan? [73]. Y un yo definido no solo por esas preguntas: espero; muevo; no sé cómo es el bar.

Olvido García Valdés, fotografiada por Su Alonso e Inés Marful

No olvidemos estos presupuestos. Seguramente nos ayudan a comprender mejor el poema como fundido, lo que tiene de hondura y alcance la habitación interior. Apenas es ahora un diminutivo, siete versos, el olfato que vuelve animal al olivo y al propio yo:

huele el olivillo, seguramente sin memoria, pero olfatea
como si pudiera volver lo que perdió, yo
traslado la pérdida a su olfato y al olivo
que crece […]

[39, vv. 1-3]

La comunicación de los seres, esa afectiva correspondencia, se establece aquí a través de la llegada no de pájaros negros sino de un animal con olfato que ha regresado al arbolillo, y partimos de nuevo de una carencia (que en este caso es pérdida, lo que perdió); no obstante, el yo poético que aquí parece querer restituir la memoria sensitiva de ese animal y transmitir al tiempo un soplo de vida al joven olivo es el que se caracteriza —desde el primer poema— por la carencia propia (hueco nervioso), también denominada pulmonar ansia. Aire, respiración, cuerpo, el sentido del olfato. Un reino vegetal, humano y animal. Y es que en este delicado idilio (la entrega, el diminutivo) todo quisiera ser de otra manera: que fluyera la vida y no se agotara, que fuera puro presente, siempre presencia, no saber, soplo de aire, hermosura y nunca pérdida. No se borra, por tanto, el potencial, un subjuntivo deseo (como si pudiera), por más que se imagine como real (yo/ traslado) la restitución de lo ausente. En cualquier caso, la mirada al futuro siempre encuentra el tope, lo que siempre falta.    

que crece, la pérdida es lo perdido, lo que hay es
alimento, un día y otro sin saber qué
habrá mañana, ojo panorámico de
apagada hermosura y lo que falta

(vv. 4-7)

Llámalo nada. O en dialecto: nada-nunca-no [129]. O estos fragmentos sueltos de un largo y magnífico texto («tú quien oye 2»): … son ráfagas, aromas/ de un sentido que huye antes de que cesen/ todos (…); voces innúmeras/ para una nada a que vamos… [236].

Esa firme convicción no deja de trabajar. La ley del tiempo es consustancial a la vida, a la enfermedad, al tiempo mismo, a la luz. El poema habla del verderón y la acacia, hace brillar el sol y respirar a las hojas: recoge, insufla vida, transmite aire al olivillo, emana, detecta, siente o nombra, diría y dice dulzura, alegría, hermosura, beatitud… Y aun así persisten tercamente pérdida, desdicha, lo que falta, tristeza, carencia, nada-nunca-no.

La poesía vive precisamente en ese espacio, entre vida y muerte, en la conciencia de lo imposible. Afirmar en la esencial negación. Se dice expresamente en un poema que agavilla palabras y poesía, lo que ésta dice, su materia: dice/ cerro, greda, verde, árboles florecidos, dice/ cementerio, madre, padre. Esto es: la lírica habla de instantes […]; su materia/ es el tiempo que no hay, lo que está y/ se mueve como un tren rápido […]; la lírica es de lo que no hay [233-234].

su último nombre es muerte.

El cuerpo enfermo ordena un espacio (campo semántico) que va del hueco nervioso en el primer verso de la obra al eco hueco en el poema que precede a la coda y cierra el libro. Un eco de la nada. Dirección y un mismo sentido. Como: sangre, pulmonar, bronquio, clorosis, enfisema, radiaciones, hematoma, dolor, ansiedad… Un eco permanente que es carencia y anuncia lo fatal. Yo seré escobas del páramo movidas/ por el viento de marzo… [99]. Y que se impone casi como género (vanitas) en varios textos, donde la dentadura (cuido mis dientes de calavera… [91]) es un signo acentuado:

por los dientes llega
la calavera, trae lo real
el olor era hedor, era
sagrado, blancura
amanecida de huidiza
memoria […]

[139, vv. 1-6]

Son textos que no siempre se refieren necesariamente a la muerte propia, al futuro imaginado (fantasma mía), aguardado, pues ya hemos visto —y no es un ejemplo cualquiera— que junto a cementerio el poema reúne con naturalidad palabras como madre, padre. No obstante, la muerte se intuye en cualquier momento, aunque estemos entre niños que se han disfrazado en un día de fiesta familiar (globos, caras pintadas…).Y es que la familia conserva, transmite el tiempo (…se solapa el tiempo de las generaciones); pocos ámbitos como éste para sentir hasta dónde se funden las vidas, los nombres y la sangre genealógica, cómo el tiempo persiste y se transmuta: un niño lleva el mismo nombre que un hermano de la madre (¿de qué madre?), alguna mujer de la reunión está encinta, otra madre (¿otra?) recoge juguetes de los hijos de otros (otros), la joven madre era la niña (¿cuándo?), también asiste el padre de la abuela… Podríamos decir que en esta feliz trama generacional fluye la vida; que fluye la vida como vuelan los globos, palpitan los ojos y todos aplauden. Y, sin embargo, ni siquiera los globos —tan ajenos a los viejos montes y a las nueces de la aldea— pueden retener en sí, en lo que tienen de juego y rima risueña, el fin de la fiesta, y, en definitiva, las milenarias garras de la sombra que fluye, llega:

                         […] y el padre de la abuela lleva
con humor peluca berenjena
                                               fluye la muerte
por los entresijos, era real la luz era
lo permanente y la penumbra y la noche
ya no conoce a nadie, los lobos en los globos

[57, vv. 11-15]

El cuerpo mide el tiempo. Noche y día. El tiempo es luz y cifra, ciclos y números que marcan los pasos: once (eleven, eleven), trece… (cuántas veces trece cabe en 1313), o un día cualquiera (18 de abril), o los días tres (fecha siempre celebrada por amor), o benévolo 9, que en la huida del 8 hace ya 7, o el 24 de junio, solsticio de san juan… Luz y noche. 

E inevitable recorrido de cualquier biografía: enel año cincuenta hasta diciembre/ no había aún nacido [109]. Las fechas empujan al poema, datan génesis, presente y pasado, generaciones: en la escuela él se volvía de espaldas, pensando/ que así no lo verían, 1907 sería entonces/ ella nacía, seis hijos tuvieron… [137]. Tiempo, generaciones.

                                               […] 46 años
hace que nacías y a ella la ahogaba
el corazón, vivió aún 22 de dulzura y
locura, el desatino de no querer
morir y una vida callada, mirada casi
muda, aún tiempo para todo en su vida, en tu
vida y mi vida, ya 24 de su muerte, si

[p. 47, vv. 4-10]

Un tiempo que imprime carácter (sacramental), que es daño, cifra grabada. El dolor deja su huella en un discurso entrecortado (ahogaba/ el corazón; querer/ morir), que no llega a cerrar la herida ni el sentido del verso (y /; casi /; tu /; si /); un dolor que es pesar: difícil de cargar, de decir.

El poema comienza mirando hacia la luna; aunque es la luna la que mira hacia nosotros, la que nos contempla con silenciosa indiferencia (la luna casi llena ya llegaba/ a poniente, mirada muda el mundo…). Esa mirada muda —entre luna y casi madre— es la que se incrusta luego y se nombra entre las fechas familiares, pues la luna es ciclo temporal (saliente, poniente), luz y noche; su nombre femenino se cruza así entre los pronombres latentes (tú, yo; ella) y las marcas explícitas de las tres personas (tu vida; mi vida; su muerte), de una cadena generacional que, en diálogo con un descendiente (nacías), conduce al origen, a la madre (vivió aún), fuente de esas vidas, verdadero foco del poema. 

La mirada callada se muestra como modelo (hacer/ de esa mirada tu mirada, tu anodina/ morada de transitorio animal…), se expresa así, en diálogo múltiple (con la madre, consigo misma), el deseo de alivio (que calmara), de arrojar la desdicha. El infinitivo (hacer) expresa esa voluntad; no es fácil la aspiración. Confía en la gracia. Ser con los animales y la luna, aceptar que solo hay tránsito, que la morada es precaria como un bosque, que la vida y la muerte no duelan. Hacer así tu mirada, tu morada. Persuadirse, convencerse. Ese infinitivo (hacer), sin verbo mayor que lo module, y el delicado imperativo del título (casi un presente: confía) apuntan en la misma dirección, es decir, indican suspensión, un deseo subyacente e intenso pero de cumplimiento difícil, quizá imposible, el corazón del subjuntivo: […] ya 24 de su muerte, si/ la angustia aminorara, si el frío/ y los animales del bosque, aquellos suyos, no /velaran… Y, en definitiva (no-nunca-nada): …si hubiera un no pensar, un no sentir/ benigno y luego nada (vv. 10-14).

Hacer muda la mirada (mirada muda es expresión que viene/ de una quietud, en la niñez había, el animal/ la tiene… [77]) consiste en algo interior, concierta una actitud ante el dolor y la muerte, pero de ningún modo niega el latido vital, la coexistencia con el mundo y el canto a la vida; al contrario: que lo diga el verderón, o el olivillo, que lo diga la ninfa de la acacia, la mosca de las gafas, o ese otro animal en la cruz de un árbol con el que se intercambian miradas (me mira a los ojos, ¿qué me dices? [175]); que respondan los vivos y los que ya no están, la vieja de los gatos, Pascal, Piero, Poe, Pasolini, las vacas del establo, un cojo, el silente Jabès, el tigre solar (encendido), o una reina germana en su lecho de piedra, ella misma también piedra, madre, medioevo y silencio… Mirar, ser, la inocencia de ser (…ser árbol, animal, ser campo, monte, soporte de la vida […]; palabras como árboles… [210-211]).

Justamente porque se vive (En enero se va abriendo el mundo [87]) se conoce la nada, el ansia, el pensamiento, la muerte, los sentidos;y …ojo desnudo/ y mudo nada pide… [77]. 

Ya va a amanecer, es otro día de enero (la luna casi llena en un cielo que clarea [161]), la poeta observa esa luz, sus propiedades (un estar/ en el aire, regida sin embargo por las fuerzas/ del mundo), se identifica con ese moverse y estar quieto (es aplicable a quien mira), con el ritmo cíclico; sabe bien, sin embargo, que su recorrido vital tiene un límite (salvo cuando no haya/ ciclos y sea también ya luna) y el amanecer de un sábado cualquiera se vuelve así también presagio de la última hora, figura de un trance que debería aceptarse y sentirse con silencio y paz (…como lo sin peso, la luz/ que está y la luz que llega, sin peso).

La mirada muda —liviana quietud, animal soledad— está en medio del mundo, de la noche y el día. La materia se hace carne viva con el tiempo; conoce su propia sustancia desde el origen, en ese ámbito doméstico e inaugural (tiempo de las generaciones) cuya fuerza y principio son siempre maternos.

La relación con la madre encuentra su expresión más íntima y potente a través de Louise Bourgeois. No es solo arte o vida callada; no solo olor, casa, ropa o cinta negra; es dulzura y locura, cristal, cejas blancas, vejez, violencia, alfileres, desdicha (el poema avanza con esta prole, un nido de palabras). Es mujer: condición, vida de mujer. Tres vidas en una.

He conocido bien a Louise Bourgeois; no hablé con ella, nunca la vi de cerca, pero habría podido ser mi madre o, mejor, habría podido ser, como yo, hija de mi madre, aunque casi de su misma edad [133].

Se trata, en efecto, de un poema en prosa, y algo más extenso (poco más de una página) que el poema-tipo del libro (en torno a los quince versos); sin embargo, esta característica no dice mucho; además, encontramos en el libro, y también en prosa, un par de poemas parecidos, e incluso textos (las dos series tituladas «tú quien oye») en donde los versos se aproximan a la prosa y las prosas se escanden como versículos. Los poemas de confía en la gracia buscan, pues, su propia respiración, pero todos ellos poseen una modulación similar: una lengua que elude el golpe de voz y cualquier sonsonete, que ofrece entre cortes y encabalgamientos un ritmo genuino.

La cadena generacional, el estrecho vínculo entre madre e hija, está en consonancia con Louise Bourgeois, con su obra. Poco importa lo que se ignora de la artista; la poeta no solo la conoce bien, sino que siente que ha convivido con esa mujer (siempre de vieja) cuyas obras parecen retazos de conversación entre ambas. No parece distinguirse una de otra, un continuum: LB era una madre yo misma. El enlace entre ellas (y el nudo) es la madre. Las tres vidas se funden aquí en lo que tienen de arte y de carácter violento, de nervio y frenesí en la habitación interior; y, en consecuencia, las tres se confunden en la obra propia:

Ella habría podido escribir mis poemas, también mi madre porque la vida fue la misma para las tres.

Hay orgullo y un gran amor hacia ese linaje, por más que en él habiten sombras y domine la negrura (la palidez y lo negro), ya que ese universo compartido está hecho de alfileres que habría que clavar, una violencia y no dormir, la locura cristalina —hacerse añicos— y la plegaria; y, en definitiva, de un desgarro interior que se manifiesta de esa manera (casi frenética). ¿Parece vida buena?

La obra poética (mis poemas) ha sido escrita con las razones de ese mismo y violento velar, es parte de la conversación entre las tres mujeres, retazos de esa plegaria nerviosa contra la desdicha. La voz poética solo se separa ahora de sus dos madres y hermanas, de esas dos amadas hechiceras, en cuanto mira al futuro (yo lo seré) y quiere seguir una senda benévola (entregarse a la medida de lo factible y confiar en la gracia, en lo benigno), lo que supone un paso notable, pues la propia tarea poética se enuncia hoy con esa exhortación a sí misma que ansía calma, luz, un camino justo, la esperanza de la gracia; con todo, el poema se cierra con esta emocionante proclamación de identidad:

OV y LB son mis siglas, emblema de cristal y no me rompo. He pedido un deseo y sola voy, con hechiceras.

El origen está marcado (LB se superpone, ayuda a comprenderlo), y siempre obliga. En algún poema, incluso se pueden precisar y dar fechas, cifras concretas (nacer, morir, el padre, la madre, el puente del tren, un mes de diciembre) o señalar diferencias entre esas vidas genésicas y esenciales (…líneas/ paralelas sinuosas vinculadas [215]), pero lo que importa es la horma, aquello que determina, sea un río o un pozo, el olor de los animales o la lumbre de la cazuela: un espacio, un carácter, un cuerpo, un sacramento laico, un destino.

en el año cincuenta hasta diciembre
no había aún nacido, te estaba la negrura
como toca, como nuez, penumbra y verde
tierra y río, animales de sangre
caliente en el establo, negrura bordeando
los ojos […]

[109, vv. 1-6]

A este ámbito se llega. Hay río y vida y tierra y calor y verde; pero se da a luz, se ve la luz en la negrura. Está la sombra entre los campos como una luz débil que puede resultar amena, pero lo negro llega hasta los ojos. Sabemos que la autora de estos versos nació en el pueblo asturiano de Santianes el 2 de diciembre de 1950 y no podemos prescindir de un dato, aunque extratextual, conocido (Wikipedia); sin embargo, las marcas gramaticales del segundo verso no permiten enfocar el sentido en un solo punto; por una parte, el verbo había nacido puede leerse como una forma en primera persona o en tercera (habitual desdoblamiento o impersonalización del yo), lo que solo modificaría el punto de vista sobre un mismo hecho (el nacimiento); pero esa suave indeterminación hace que el inmediato cambio a la segunda persona (con el complemento (te) en te estaba la negrura/ como toca, como nuez) pueda a su vez leerse como referido a otro, a una segunda persona propiamente dicha (y en ésta, en sus ojos, bordearía la negrura desde antes de diciembre), o como un diálogo (nuevo desdoblamiento) de la voz poética consigo misma, con lo que todo estaría ya en ella desde antes de nacer, aguardándola desde su concepción.

En cualquier caso, la toca, como prenda femenina, corresponde tanto a la madre que da a luz como a la hija que llega a lo negro; diciembre es uno para ambas, el río, los animales y los montes son los mismos. Y toda la carga histórica (tiempo, mujer, cierre, opresión) se recoge en esa tela que cubre la cabeza; la toca completa su fuerza metafórica en la nuez, ya su peso viene indicado por un uso antiguo (te estaba) de la lengua. 

Olvido García Valdés, fotografiada por María Jesús Flórez

La identidad es fusión, mismo ser. Madre en hija, el pasado en el presente; un hilo que viniera/ y aún palpita. Un espacio, la huella; ese vértigo (si vértigo/ es destino). Y siempre lo potencial concuerda con la condicionalidad, el deseo con lo que no es, el alma con el subjuntivo. Lo único real es palpita, un presente continuo, un hilo umbilical. Si… aún fluyeran las cosas quietas/ que fluían, podría recorrer un sendero/ que se demora hasta el río,/ podría ver la vega verde…  Ver la luz y la vega, el tren, lo oscuro y lo verde (verde de árboles/ junto al cielo de plomo).

Esos hilos enredan la vida, se extienden y cubren como la tela de la toca. Llegan hasta la obra de LB y vienen de ahí, mismo hechizo, mismos hilos. Son peso, dureza de nuez. Son también el pulso del amor filial y el palpitar de la tierra, de campos, nogales, ovejas y vacas; son, en suma, los hilos luminosos que dan cuerpo a estos poemas, su tejido textual: la lengua culta de una escritora (con sus intencionadas transgresiones ubúmbrame; calinge; melan colía; espantapajaroojotodo…) que no olvida las voces primeras: ni el afecto de los diminutivos (huesinos; parez una ruquina…) o la alegría próxima (risa asturiana un poco/ fata [215]) ni el eco de una violencia imperativa:

[…]¿comiste ho? estentórea
repetía la voz y era respuesta
—inarticulado sonido pajarilla
de pico abierto […]

[123, vv. 2-3]

En este ruidoso nido de alfileres y cristales, junto a esa pajarilla, ya estaban (además del todos que el poema antes señala), el verderón y la acacia, los tordos y la bandada que se hará uno con la luz solar. Había en ese sitio una escalera, arriba y abajo. La voz letrada recuerda ahora ese momento con su emancipada lengua poética:

                   […] a la impávida
respondía pregunta del afecto
escalera
               en un pozo
—el vozarrón arriba— 

[vv. 6-9]

El dialecto privado está tanto en la pregunta (el ruido, el giro asturiano) como en la escritura sobre la respuesta (libre sintaxis, destilación). La pajarilla abre su pico, quizá aún no ha comido; no conocemos su respuesta, pero no tenemos duda de su sentimiento, de que está abajo. Se termina así: en un pozo/ —el vozarrón arriba—/ de estrellas me han arrojado/ de estrellas y verdor. El contraste no está solo en la posición (arriba/ abajo), sino en el sentimiento de encontrarse fuera y en lo hondo oscuro(tirada, expulsada: me han arrojado): al margen del brillo y el color de la vida.

La mirada poética nace en esa trama de hilos negros (hilos de araña [149]), en ese pozo. Desde esa oscuridad primigenia se contempla el verde de los campos y la luz del cielo (la acacia, ese verderón): se mira, se siente, se recuerda algo en apariencia nimio, se conserva un estuche con calcetines, frío, una cocina, trapos, un pañuelo, una cinta negra, muchas hormigas. […] el ojo relicario resguarda/ aquella huella.Lo que se guarda puede ser disgusto ocasional, una confusión (qué risa fui), lágrimas tontas por un calcetín, pero regresa siempre, aunque no se quiera (sabe volver/ a quien huye y no halla/ pantalla o dulzura en que recogerse [131, vv. 10-12]), pues significa memoria de un tiempo, campos y vida campesina, honda presencia.

Los trapos sucios, tirados por el suelo y llenos de bichos (… y extensiones/ de chinches, iba a decir posguerra pero era/ solo abandono y vida animal… [159, vv. 2-4]), confirman ese oscuro tiempo, circunstancias concretas que doblegaban la vida como una fuerza animada (…y el pozo como un ser atrapaba/ abrazaba, absorbía, sumergía, blanda/ la materia bullía cedía. [vv. 12-14]); un tiempo que es la madre y la tierra

                                                        […] era
de la madre la materia miseria, de la tierra y
el frío, de los campos aquellos trapos […]

[vv. 8-10]

Un pañuelo, unos calcetines, trapos de hilos, con liendres y hormigas. Un relicario de la madre tierra: montes, río, cielo, animales, el sol en un pozo. Esa oscuridad (sabe venir, sabe volver)es el vértigo del destino, una voz y una nuez. Y un pasado: la escritura lo prueba (soy letrada y campesina),permite elaborar todo ello, asumirlo, y también distanciarse, por más que sea difícil encontrar un abrigo (pantalla o dulzura).

Dulzura es una de las palabras clave del libro, rima con hermosura (y quietud y luz o calmara); rima también con locura (y desdicha y frenesí y LB). Dulzura es un atributo materno; locura también lo es (vivió aún 22 de dulzura y locura); son propiedades de la vida: contradicción del vivir.

Provenir del campo y ser (o llegar a ser) una persona instruidano supone contradicción ni incompatibilidad alguna; aunque quizá pueda resultar necesario armonizar lo popular y lo culto (acomodar, por ejemplo, niveles de lengua, dialectos). soy letrada y campesina y no me adecuo…, [141]), dice la poeta, en una expresión tan culta y consciente de sí que se detiene en recordar la tilde de un verbo rebelde (adecúo) y una cita de César Vallejo. Pero el poema no se orienta a cuestiones más o menos lingüísticas y las posibles diferencias entre hablas; señala más bien los respectivos dominios de lo letrado y lo campesino en la conformación una y completa de quien aquí escribe (…lo campesino debe ser/ mi raíz o calavera, y lo letrado, desajuste/ aspereza disconforme…[vv. 3-5]). Los versos discurren apretados y van distribuyendo a uno y otro lado las distintas notas que constituyen ambos dominios, si bien el flanco campesino acaba por tener una mayor carga (es terco, es despertar desabrido; hierve como escalofrío), como si éste fuera el costado más complejo y que más necesitara explicarse a sí mismo (por ser raíz, pasado activo, por hervir en la mañana y ser calavera), y es justamente entonces (entre palabras duras e hirvientes: no muñeca, no muñón) cuando brota en el poema la dulzura (atisba una dulzura). La palabra se repite en el verso siguiente como enlace a un territorio que no habíamos previsto, inesperado (… o dulzura encerrada/ allí en el suelo, en Leganés, en la cerrada casa [vv. 12-13]); estos repetidos encierros, a los que inmediatamente se une de nuevo la locura (había verde, había locura [v.14]), recuerdan el perímetro de la enfermedad mental, de un histórico y célebre (y literario) manicomio. Esa casa (cerrada, pero con las puertas abiertas) tal vez se vislumbra (atisba) en el sueño o se confunde (despertar desabrido) con la evocación de la historia propia, donde no faltan palabras duras e hirvientes y esas mismas huellas de dulzura y locura. El verbo en pretérito (había) con que se pasa a describir la casa nos conduce a una región que ya conocemos: había verde (se insiste; como en el pozo): verde de invierno, no/ de vida; y había cristales (como en el universo compartido con hechiceras: locura cristalina); había, pues, quietud, hermosura, nueces cerradas, mujeres, dulzura, muerte, escritura y frenesí:

    […] era quieta la casa dulce
de techos altos, de paredes escritas
por encerradas, punzantes mujeres

[vv. 17-19]  

La casa cierra el poema, pero no el sentido: tiene las puertas abiertas. Entramos y no podemos salir. La casa era dulce, era quieta. La última palabra es mujeres.

La trayectoria personal no solo está regulada por el sol y la noche, marcada por el tiempo, los lobos y la vega del río; por el amor y lucha entre mujeres: puerta y loca dulzura de cristal. El pozo es cuerpo de mujer, condición, morada.

Ramificaciones.

Desde el hueco nervioso del primer poema, el cuerpo se manifiesta con sus enfermedades. La casa de Leganés convoca males del cuerpo y del alma; unos y otros no se distinguen con claridad, todos —a su modo— bullen ahí de frío, y las puertas abiertas de esa casa encierran a mujeres.

Clorosis. Lindo nombre que fue. Mal del cuerpo, melan
colía si hubiera sido hombre […]

[207, vv. 1-2]

El poema (desmayos; tisis; bajadas de tensión; enfisema…) abunda en términos médicos, pues de enfermedades trata; ya se abre con ese lindo nombre. Sin embargo, la catalogación de las enfermedades no es inocente, ya vemos que pueden registrarse de diferente manera, incluso pasar de la sangre a la mente, que la anemia se haga atrabilis y la clorosis melan colía. La condición del subjuntivo: si hubiera sido hombre. Y la misma oscuridad del pozo: años sin querer ver la sangre, sin/ saber que ser mujer la excluía, inhibida en un no/ de no fácil crecimiento pálida en la falta/ de luz… (vv. 8-10). No poder querer, no poder saber, no poder crecer: negrura. La enfermedad es la propia condición (inhibida, excluida; sin conciencia siquiera de por qué eso es así); un cuerpo descolorido (piel terrosa), sin posibilidad de una bilis negra e intelectual, sino encerrado en la mera locura de Leganés, de la prescindible Ofelia, de la mera tierra; un cuerpo de mujer.

                                  […] no intelecto
de Hamlet, no hombre melancólico. Mero
suelo, planta sin sol que la oriente, lento
saber qué la hace así, difícil alegría
de una muerte dictada.

(vv. 11-15)

Llegar a saber, a comprender, ver la casa desde cierta distancia: sus ventanas de madera, trapos e hilos, la lumbre de la cocina, el peso, las paredes escritas, el suelo, las puertas (madre e hija es un gozne [191]). Difícil alegría: una casa milenaria y en tinieblas, de cuerpos inhibidos, excluidos, muertos, de punzantes mujeres.

El proceso no es (no ha sido) solo personal. Algo se mueve alrededor. Y afirmar, por ejemplo, que todas las formas son hoy posibles [115] no niega la persistencia de un mal histórico (piensa/ en las mujeres [vv. 2-3], pero implica un cambio, movimiento, otras y actuales formas de vida. Leamos el plural: reconocer al enemigo/ por su capacidad de nombrarnos/ sin defensa [vv. 11-13].

La posibilidad de nuevas formas se presenta (también en una ciudad pequeña… [v. 2]) al salir de la casa (del pozo) y entrar en el mundo. Y ser libre es enfrentarse a lo otro en lo que tiene de otro y, por tanto, de riesgo, de diferencia, y de atracción de la materia; también de viejo enemigo. Se mencionan aquí modos de vida y turbaciones del ánimo, como vanidad o masoquismo, que pueden correr en direcciones opuestas, cualesquiera; también vergüenza. Pero el poema mira más arriba (más en general), se refiere así a todo lo otro, al reto de acercarse, mirar todo (¿el sol, el árbol, la nada?) y ser uno con ello (hasta llegar a ser parte suya… [v. 6]). No obstante, la vergüenza no acaba de desprenderse de estos versos (bien puede haberlos desencadenado), se asocia a la mirada, es justamente la mirada de otro (la vergüenza/ son ojos que arden de no reconocerse/ en la mirada ajena… [vv. 9-11], y permanece ahora —tal vez la noche— como quemadura insomne. Pronto, sin embargo, llegan otras ideas, benévolas figuraciones —deseos soñados— que nos devuelven al ámbito doméstico y terminan por acercarnos a lo otro, a lo que es y no es yo:

luego imágenes benignas, nueces
manos que preparan alimentos, fuego
benigno, una mirada animal, el cielo
y las estrellas desplazándose
despacio, y otra noche
la luna alta, casi llena, casi al alba […]

[vv. 14-19].

Las imágenes desprenden calor, materia suave (hasta las nueces se vuelven dulces), cobijo y vida sin mal; son, en efecto, pura benignidad, como los ojos de un animal tranquilo y mudo, como unas manos mansas y nutricias. Conducen hacia el cielo, a la luz de la luna: la noche es noche y otra noche, es la blancura del alba. Y esta es la actitud, el propósito ante ese cielo estrellado en donde la luna alta domina …casi llena, casi al alba:  no/ mirarla, cerrar los ojos, no escrutar, sentir/ la madre luz como cascada quieta de calma o bálsamo… [vv. 19-22]

Esa paz, esa calma anhelada, podría ser solo ansiedad de un momento concreto, surgir aquí para superar cualquiera de las formas del mundo (vanidad, vergüenza…), un suceso que (pienso en las mujeres) hubiera puesto de nuevo (hoy) en evidencia una vergüenza histórica. Pero esa paz, ese necesario bálsamo de la luz (que calmara), es también el afán central del libro, su primera palabra; es otro modo de decir: confía en la gracia; de confiar en la benignidad, en la mirada muda, en la quietud y en la nada. Se declaraba ese propósito en la casa de LB: confiar en la gracia, en lo benigno; se aludía a esa luna cuando se evocaba la muerte de la madre y se suspiraba (ya 24 de su muerte, si/ la angustia aminorara) por superar la pérdida, la desdicha propia, el último tránsito (si hubiera un no pensar, un no sentir/ benigno y luego nada).

La superación del dolor, la vecindad de la muerte y el deseo de entrar dulcemente en la nada se expresan con formas negativas (no mirar, no pensar: no sentir), eso es lo que calma o podría calmar (como la mirada muda, la pura vida animal, la aérea luz del sol); lejos los alfileres, cualquier frenesí. Y en esta noche de imágenes benignas, se acude a la luna como cuerpo celeste que irradia su luz casi al alba (cascada quieta de calma o bálsamo); pues, aunque no convenga siquiera mirar su imagen (no mirarla), es la luz, en el descanso del sueño (cerrar los ojos, no escrutar), lo que ahora se anhela sentir: sentir/ la madre luz. La luna se disipa; la luz del alba es la madre que dispensa tranquilidad y guía entre pasillos blancos, luces blancas, un reino anhelado de blancura. El sueño y la muerte imaginada conducen a una extraña transformación (¿un efecto/ lumínico como a veces lo místico? [236]), se crea así una nueva atmósfera: una casa materna, seno y reposo de la hija; se produce ahí un encuentro, un alumbramiento mutuo. Animula, vagula, blandula. La escritura es presagio de la nada; acariciada e imposible fusión. […] ay, si guardara calor aquella/ lumbre prado verde… [31].

que no sabía volver sola
a casa y alguien la conduce la
acompaña guiándola, animula
de pronto lejos de sí, de ese
cuerpo […]

[145, vv. 1-5]

Es todo y es nada lo que podría fundirse con la luz y el olivillo, con las estrellas, la lumbre materna y los pájaros. (…todas las formas/ somos, nos tienen mientras somos[116]). Es la negrura lo que habría de disiparse (que la/ cosa negra fuera luz), hacerse aérea, mera sustancia de vuelo: que aun los pájaros —inocente color negro— se entregaran (se rindieran [21]) a la luz. Es la voz que quisiera confiar y ansía el subjuntivo; el sujeto poético que se difumina en la tercera persona. Es el cuerpo de la clorosis. El pozo, y el otro, y la pura existencia. Es un yo quemira, duda, siente, que se mueve entre el yo y el no-yo [115], entrevisto ya como espectro (fantasma mía sin memoria [245]), acaso sombra (responderás/ que no eres sino tu sombra que tras ti/ venía [143]), yo y no yo [51], el mismo que —entre el hueco del vértigo— asegura que yo no soy, no soy, no, que distingue entre el soy y el no[149], que es cuerpo y alma, imagen del ánima: fantasma mía, blanco animal, animula.

Y la plegaria se repite (hasta cinco veces), ordena un sentido desde la cubierta del libro, se enuncia ya así en versos de su primera sección: confía en la gracia, eso que está/ en ti [59]; una fuerza interior, asumida, ganada. El término gracia tiene una indudable carga religiosa, confesional, pero aun entre la comunión con la naturaleza y la repetida presencia de la muerte (espacio privilegiado, el más idóneo para ser ocupado por cualquier divinidad sin escrúpulos), el concepto de gracia recibe a lo largo del libro una dimensión religiosa ajustada, cercana al bien: benévolo, benéfico, quietud, dulzura, benigno… De modo que términos afines a gracia y próximos a la gracia divina (como santo, sagrado, beatitud o incluso Dios) se emplean liberados de cualquier sentido que no sea el que la propia escritura funda (señor de los venenos [217]), y así la beatitud también puede ser no sagrada [103] y un mandamiento dice: no tomarás Dios o religión que no/ tenga una caridad perfecta [217]. No hay reparo alguno en moverse por ese terreno, entre palabras marcadas. Una pajarilla tiene ojos casi de Dios [69], el sol da aliento a los árboles, gobierna el mundo como un dios; […] el mundo/ recordó, en cuanto enteramente/ vacío de Dios, es Dios mismo [61]. Eso es lo que se afirma el vacío, la nada: y el espíritu, la gracia.

En un mundo vacío de Dios, la gracia recibe aquí resonancias (panteísmo, zen, mística) de una trascendencia adaptada; una gracia espiritual y lírica que bien podríamos llamar (recogiendo el título de una de las secciones del libro) laico sacramental. Ya en la nota liminar, entre los autores con quien la poeta dice haber dialogado en su escritura, se apuntan nombres como, por ejemplo, el Maestro Eckhart, Simone Weil o Shizuteru Ueda; encontraremos luego, entre los versos, una cita de san Agustín, la mención de la caritas o de un maestrozen, el impacto de la pintura de un velorio, o preguntas sobre lo místico, o se visita una catedral, una cripta, Port Royal…

Olvido García Valdés, fotografiada por Marco Temprano

La gracia no es cuestión teológica sobre la que aquí se dispute, pero pocos lugares evocan el don divino de la gracia como Port Royal. Al subir las escaleras de Notre-Dame du Puy, y mientras la ropa, por la humedad, se adhiere al cuerpo, se piensa en la muerte (… nota los trapos/ como mortaja…), se conecta a su vez esa catedral (¿subiría de nuevo los escalones todos de Notre-Dame du Puy? [111]) con un día de viento y los rosales de Port Royal. Los dos lugares parecen confundirse, se corresponden de igual manera que unas ropas húmedas y funerarias (será cadáver)se asocian a las rosas de invierno. Regresamos a la vanitas, los viejos trapos de la casa son aquí mortaja, lienzo, pero el pensamiento de Pascal o la ayuda divina no comparecen, no hay teología; lo que hay en ese lugar sagrado es un obligado conceptismo para tratar de nombrar la nada, la paradoja, la presencia real del no ser.

Todo parece irreal en ese momento en que la imagen de la muerte se revela. Sí, hay viento y malestar, invierno y seguramente no pocas escaleras, necesidad de ir despacio, las ropas que se pegan, flores y una humedad febril; pero en la medida en que la situación ha convocado a la muerte (será cadáver), todo el entorno, el aire, el tiempo mismo, incluso quien siente la ventisca y el frío, se vuelve irreal: irreal el aire; lo irreal era el aire; irreal quien va mirando la/ blancura…; y ya lo único cierto es el no ser: real era la presencia, la que hoy/ no sería [vv.11-12].

Estamos cerca del cielo, entre rosas, en unas escaleras cargadas de arte, de suspiros e historia, pero se han vuelto presentes otro tiempo y otro lugar, presencias que no serían, que están y no son. La percepción del momento es así de clara y confusa: el aire es blanco y transparente, pero ya se observa de ese modo no real (…visto a través/ de una nieve que no había…); es difícil fijar un tiempo (estuvieron, verbo mejor que están) que no sea contradictorio (era; hubiera; sería), puesto que solo es lo que no será (que no había, que no/ hubiera). Y no hay aquí cascada de luz, el blanco es frío. Lo potencial resulta incomprensible.

                     […] irreal el aire y
transparente, blanco, visto a través
de una nieve que no había, que no
hubiera, lo irreal era aire y había
presencias que estuvieron, verbo mejor
que están, real era la presencia, la que hoy
no sería, irreal quien va mirando la
blancura, el aire, el frío blanco

[111, vv. 6-13]

El nombre de Pascal, signo filosófico de Port Royal y la piedad jansenista, surge a modo de ejemplo en otro poema donde la reflexión en torno a la santidad parte —como es más común— de la contemplación de una naturaleza tranquila (chopos, las hojas que caen…): vidas de santos, pongamos Pascal, y vistas/ de un reino apacible [155, vv. 1-2]. Ese lugar, ese reino apacible, es pura naturaleza, bosque y morada de animales (quizá pudieran/ ir estos gatos), visión (vistas) en tiempo presente, con cierta distancia física, y de un lugar indeterminado. Tampoco la mirada tiene aquí sujeto expreso; éste solo se hace perceptible en rasgos virtuales del discurso (quizá; si cesara) que implican una voz y una mirada dispuesta luego a unir esos árboles y hojas (un dorado caer) a recuerdos propios (hábitos infantiles) de un tiempo y un lugar concretos. Pero la correspondencia tampoco aquí es real; ya no porque las hojas de los chopos no puedan hoy olerse (pero ya sin olor) desde esa posición (bien un interior, un sueño, vistas de una pintura…), sino porque ese mundo infantil evocado a través de las hojas y los juegos en poco se parece finalmente a ese reino apacible que acaba de esbozarse. Aquella vida primera era precaria; más bien reinarían allí los trapos por el suelo y las hormigas de posguerra: …que no, que no/ era un reino apacible, ni chopos ni oropéndolas, nadie/ habría pensado que era hermoso, no lo era/ o lo es … [vv. 7-10]. Sin embargo, sabemos que allí había árboles y animales, río, vega verde y estrellas. Y un pozo. Es ese pozo el que convertía el aire en peso, en angustia (…solo llenaba como si fuera aire lo que solo/ era angustia… [vv. 10-11]), el que hacía de los días un perpetuo invierno y de la luz del cielo una bombilla desnuda (…había/ invierno y poca luz, había bombillas… [vv.12-13]); un pozo de aflicción y luces apagadas. ¿Y la gracia, lo santo? …había bombillas, vidas de santos como en cuentos de Poe o Jacqueline Pascal [vv. 13-14].

Los cuentos de Poe nos conducen al horror (los gatos son negros), aunque el nombre de Jacqueline, en principio, poco nos diga. El horror, a fuerza de horror, santifica la vida, la sublima: los árboles, la casa de la escalera, los suelos de Leganés, la lumbre, los animales del establo. Y Jacqueline Pascal no es solo aquí la hermana del autor de Pensamientos, ni siquiera la monja y poeta de Port Royal que puso en verso un milagro divino con una pobre niña (a fin de cuentas, todo milagro es un cuento cruel); Jacqueline Pascal es ante todo el nombre que cierra el poema y que nos obliga a leerlo de nuevo hacia atrás, llegar así hasta ese primer verso donde leímos Pascal y, por supuesto, el santo solo podía ser Blaise. Jacqueline da así la vuelta a la toca, pone nuestros pensamientos del revés. En todo caso, los cuentos de Poe y Pascal, esos dos santos tan ajenos, en apariencia, a la aldea asturiana, no dibujan un mundo apacible, lleno de quietud, lobos de juguete, ninfas y hojas doradas, sino el nervio de la vida; transmiten así lo que el reino tiene de bien y de violencia, todo lo que en la tierra, en la casa y en aquellos juegos infantiles con hojas latía en germen, palpitaba: el horror y lo santo. 

cazuela a fuego lento, lo que el temor
cocina se transforma o transmuta y puede
convertirse en bondad

[31, vv. 1-3]

Porque separar la vida de lo santo es negar los pájaros, el sol, la acacia, la bondad, la mirada muda, la vida misma… Se formula en el sueño (soñó con una mujer que apenas conocía… [41]) de esta manera: una muerta, un tanatorio, una mujer apenas conocida, alguien lo dice, parecida a una escritora antigua, alguien dice: …separar lo santo/ de la vida no, o poner/ la vida en lo santo… (vv. 11-13). Habla ahí el sueño y la muerte, habla la escritura y la mujer: se muere dijo, se ha de morir, y salvo/ santidad no hay vida ni parecido (vv. 15-16).   

Y confiar en la gracia, en lo benigno (en eso que está en ti), es imponerse a la desdicha, caminar (ojo desnudo, luminosa blancura) en esa dirección, ansiar la calma, respirar como el árbol, pensar en la nada como quietud. No obstante, de la vergüenza a la enfermedad, entre las formas posibles de la vida y la violencia, se mueve siempre (hueco nervioso) el horror, el enemigo, los nervios de la historia. Una vez más (confía en la gracia, se dijo… [67]): esa exhortación, y abre el poema; mas luego, entre los versos, bulle la penumbra: niños calcinados; arañas de luz; se impone lo falso (…y en la historia cómo/ no pudimos ver nada…); sudor frío; todo baila…; para concluir: no es el mundo/ continuo tiene grietas, la bondad/ un hueco entre las manos [vv. 15-17].

Que no, que no es este un reino apacible. Solo en la naturaleza (vuelan los pájaros, sale el sol, caen las hojas, puede haber gatos) la vida es vida sin historia, y la violencia (…a degüello/ desde el extremo de una rama… [175]) no responde a ramificaciones nerviosas, no significa angustia ni horror, no es propiamente hueco, grieta, mal; no es inquietud: la inquietud del ser vivo, piensa, no es/ inquietud… [113, vv. 1-2]. Seres vivos: el carbonero, el gato, los árboles, el celindo, los vilanos, el gorrión…, uno picotea, el otro va y viene, tiemblan las ramas, canta el gorrión…, pero no es inquietud: …solo ser vivo, no inquietud… (vv. 6-7); …ni siquiera la noche/ es inquietud… (vv. 11-12). Y la ansiedad —como la historia— es desdicha porque es humana, no por lo que tenemos de ser vivo, de animal: …aunque sombrío/ lata inquieto en ella el animal [vv. 12-13]. De hecho, los santos —recuerda otro poema— suelen representarse (…cerdito claro/ de san Antonio… [49]) acompañados de algún a un animal tranquilo (una actitud no humana/ se ha de alcanzar… [vv. 5-6]).

Bulle lo sombrío. En el tiempo, en las calles de una ciudad pequeña, en los cuentos alrededor de la lumbre, y en el corazón. Confiar en la gracia también es buscar la calma dentro de esa penumbra, caminar en ese sentido, llegar lo más lejos posible (lo factible…). Entre las voces de la lejana Hong Kong domina el inglés, la viajera asiste a una escena, alguien está comprando (flores, sombrillas), un entorno femenino: …igual color en la blusa/ de la madre… [185, vv. 9-10]. Y la turista parece apetecer lo mismo, y no solo lo pide, sino que encuentra en el rumor de esas voces, en la edad y el pelo blanco de quien ha hecho esa compra a su lado, una complicidad callada. Aquí el confía en la gracia del segundo verso parece dirigirse en esa dirección: se presenta el ritmo vital de esa mujer (real o imaginada) como un modelo (distancia razonable de la vida; baile de movimientos justos), un camino ejemplar, atinado y sabio. Hay esperanza: mirar hacia delante (ir haciendo camino) que las cosas sean por sí mismas: …quizás a los setenta regresen/ las cosas mismas presencias para anidar/ áfonas e intransitivas… [vv. 17-19]

Lo apacible y lo vivo ya no es alianza puramente animal; es una mujer septuagenaria, y con ella las cosas y las palabras. La vejez no se ve, pues, como pérdida; no es únicamente la edad de las crecientes carencias o el temor, sino la hora de los movimientos justos —celeridad o calma— en un camino (bosque, A4, ciudad pequeña) de perfección. Envejecer es bueno. Con esas palabras cierra Olvido García Valdés la nota liminar del libro: Escribir es agradecer. Envejecer es bueno. Caminos de vida y gracia. 

Confiar en la gracia supone esta alegría en la penumbra (¿no es alegría lo místico? [236]); en la conciencia del tiempo y del mundo. La frase brota por primera vez en el libro como una suerte de confianza en uno mismo, desarrollo de una confianza primera que es interior (confía en ti, se dijo, y sintió que volvía/ la frase, confía en la gracia… [59, vv. 1-2]). La gracia nunca puede triunfar por completo, pues convive todas las agitadas formas de la vida, pero es finalidad, meta y término; y son esas formas (la desdicha, el dolor, la muerte, la nada), las que la reclaman.

… la nada y el miedo que hay
en ti te ayudarán, y la fatiga, que la energía
vaya a menos, que para quienes quieres
sea leve, la gracia te ayudará

(vv. 3-6)

Entre tanto, palabras áfonas, movimientos medidos, acercarse a los chopos y la acacia, a la luz, a las vidas de santos, a los animales…; tal vez los animales y los árboles respiren santidad, como el olivo, la pajarilla de ojos divinos o los versos de Jacqueline Pascal (todo lo que tiene alas es ángel, mosca/ golondrina mirlo cucaracha… [201, vv. 1-2]). Vuelan los ángeles, son ligeros, aéreos, hasta la cucaracha —se advierte— puede volar.  Abandonado el sótano de la infancia, en medio del camino (…con cuidado/ los pies al caminar por si se hundieran [vv. 5-6]), el pozo ahora es el peso del recuerdo, de otros males (hueco nervioso…), pero la necesidad similar: una luz que calmara, respirar como el olivillo, no hundirse, aliviar la carga (…ángeles los que vuelan, el/ peso era el pulmón y de la vida/ la meta un respirar de árbol [vv. 8-10]).

Se repite por última vez: confía/ en la gracia [225]. No cesa ese diálogo interior. La repetición no solo es plegaria querida, cultivada, un firme propósito; también implica duda, tanteo, la sospecha de su imposibilidad. Llueve o ha llovido, hay eucaliptus (espacio respirable), no estamos lejos de una carretera: …vuelo o visita/ a lo que fue […]. En ese lugar ha habido noche, ha salido el sol ahora; en ese espacio se dialoga con uno mismo, con los astros, con lo que fue. La silenciosa luna que brilla en la noche es: …ajena y mía, de ellos, de quienes/ ya no están… [vv. 8-9]. El otro dios, el sol benéfico —tres veces tigre—, alumbra aquí con esa figura animal (…un tigre/ benigno de mirada tranquila… [vv. 11-12]), y se ocupa de los vivos: …el tigre bondadoso cuida/ de los que están… [vv. 9-10]. No es, por tanto, el tigre de la célebre expresión nietzscheana (…no a lomos de un/ tigre… [vv. 10-11), aquel de cuyo lomo sería muy difícil bajar, sino esa fuerza, esa bellísima energía que cuida de la vida y le entrega su aliento.

Los cuerpos celestes atraen, llaman, hechizan con su luz, su alma y su respiración. Están más allá, son todo y son nada. El tigre (Amaneció y había un tigre encendido/ y enorme sobre la montaña [179, vv. 1-2]) alumbra todo el libro, ya se había manifestado como manso fuego en un poema anterior, la poeta no solo decía conocerlo bien, sino que —sol y tigre; tigre y gato— mostraba el deseo de ir hacia él (…lo conocía de cerca, la expresión y la/ calma y un querer ir… [vv. 7-8]). La luna también recorre los poemas con sus cíclicas fases, reina en la noche, la hemos visto transformarse en alba y madre luz.

Y, sin embargo, entre eucaliptos, entre las luces nocturnas que guardan a los muertos y las del sol que cuidan de los vivos, entre tantas luces —verdor y estrellas—, la esperanza de la gracia, la actitud de la poeta hacia lo enunciado, y aún en el interior de ese imperativo de ánimo y autopersuasión, no puede ocultar la condicionalidad, que la plegaria es antes que nada afán, verbo, palabras como árboles, escritura:

                                               … confía
en la gracia, querría decir, querría oír decir,
si no supiera, melena de eucaliptus al sol
al día junto a la carretera 

[vv. 12-15]

*** ***

Un breve poema cierra el libro y parece entregarlo al lector; vendría a ser —así lo adelantábamos— como una coda, regalo o despedida que deja ya el libro en nuestras manos

recibe este objeto en tu corazón, mira
en él algo que ames, mira de nuevo, nada
hay, ¿qué había?, ¿qué hubo?, ¿qué fue?

[247]

Sin embargo, tras los diálogos de la poeta consigo misma, en su habitación interior, ya no podemos leer estos tres versos como si solo se dirigieran a nosotros. No negamos esa dimensión; al contrario: reconocemos abiertamente esa entrega (o gracia), y no solo porque la autora entiende su escritura como agradecimiento, sino porque un libro, en efecto, es un objeto y son los lectores los que lo reciben e incluso lo corrigen o completan con su lectura, en la conversación —tácita o pública— que el texto suscita. Lo recojo: algo que ames.

Pero el poema (recibe; mira; mira) forma parte del afán y la energía persuasiva que recorre el libro de principio a fin, de la mirada muda y la suspensión intelectual, de su admirable y emocionante sentido poético; pues confía en la gracia es el mejor y más bello gesto de una actitud ante la vida y la muerte (laico sacramental) cuyas principales coordenadas (mirar, amar) también se hallan en estos versos finales que la poeta se dice una vez más para alcanzar la gracia, para acariciar el bien, el tiempo y la nada. Una empresa de esta naturaleza —silenciosa, solitaria, intensísima escritura— no solo requiere iluminación o quietud, sino una especial sensibilidad con el mundo, que se expresa aquí justamente a través de la interiorización. Y es así como concuerda la cita (Birger Sellin) que Olvido García Valdés ha puesto como epígrafe al conjunto de sus poemas, a este maravilloso, excepcional libro: «un solitario compensa experiencias de la pobre humanidad hablando perpetuamente casi siempre en el solitario interior».


Selección de poemas

cazuela a fuego lento, lo que el temor
cocina se transforma o trasmuta y puede
convertirse en bondad, ver desde fuera, un tú     
sin proyecciones, ay, si guardara calor aquella
lumbre prado verde, racheado, casi
sin luz, con flores de aligustres y cimas
de ciprés, había dos niñas, había entonces
más cipreses, dejar que todo vaya, ir
viéndolo pasar y que no haya
nadie y no haya nada

∞  ∞  ∞  ∞  ∞  ∞

los huesos de la cabeza de una pajarilla
flaca, ojos casi de rana
   íbamos al sol, a
tierras de mucho sol en dos autos, luego
decía nosotros somos parias y pensaba
parias y gatos, palabras
que van juntas, huesos
de cabeza de pajarilla flaca
ojos casi de rana, casi de Dios

∞  ∞  ∞  ∞  ∞  ∞

soy letrada y campesina y no me adecuo (si lo
digo como ha de decirse es de Vallejo y si lleva
tilde no funciona), lo campesino debe ser
mi raíz o calavera, y lo letrado, desajuste
aspereza disconforme, lo letrado me recorre como tiempo
herrumbroso de lo dicho (lo pintado, lo hecho)
penetra o se despega según azar y necesaria
ósmosis, lo campesino es terco, es despertar
desabrido y hace arista en el filo de lo gris
no frío, hierve como escalofrío, no muñeca, no
muñón, y atisba una dulzura tintineo en la soldada
fracción de tubería, lasca o dulzura encerrada
allí en el suelo, en Leganés, en la cerrada casa
de puertas abiertas, había verde, había locura
que sí, que no, había cristales, ventanas
de madera y había verde, verde de invierno, no
de vida, era quieta la casa dulce
de techos altos, de paredes escritas
por encerradas, punzantes mujeres

∞  ∞  ∞  ∞  ∞  ∞

vuelve en sí, a los humores y olores que no
siente; ¿se amputan los sentidos como se arrancan
fresas?, fresas chiquitas, silvestres, olorosas
debajo de la mata; amputar no mata; piensa
en los eufemismos y en la administración, una
experiencia intensa, una gradación
del daño, la cifra de
los años nada le dice
el poema es en sí mismo soledad
tiene contacto con lo vivo
las cosas que mira fijamente reverberan
llegué a ser para mí la región del hambre

∞  ∞  ∞  ∞  ∞  ∞

confía en ti, se dijo, y sintió que volvía
la frase, confía en la gracia, eso que está
en ti, la nada y el miedo que hay
en ti te ayudarán, y la fatiga, que la energía
vaya a menos, que para quienes quieres
sea leve, la gracia te ayudará

∞  ∞  ∞  ∞  ∞  ∞

He conocido bien a Louise Bourgeois; no hablé con ella, nunca la vi de cerca, pero habría podido ser mi madre o, mejor, habría podido ser, como yo, hija de mi madre, aunque casi de su misma edad. LB era una madre yo misma, era por el carácter, y como si hubiera vivido siempre con ella, siempre de vieja, como si conociera su casa como para soñar con ella, y sus obras no fueran obras suyas sino trocitos, retazos de conversación. Ella habría podido escribir mis poemas, también mi madre, porque la vida fue la misma para las tres.

No sé si el mismo olor, pero la ropa sería la misma, y algunos alfileres que habría que clavar, una violencia y no dormir, la locura cristalina —hacerse añicos— y la plegaria.

Cejas blancas e hirsutas, negra cinta de terciopelo en torno al cuello; no vi fotos de LB con esa cinta, pero todo es transitivo y equivalente si de las vidas la evidencia lo dice, dos silenciosos monjes rumiando la desdicha, la palidez y lo negro, la finísima piel de quien vive en habitaciones interiores dedicado a la rumia y la plegaria en actividad constante, casi frenética.

No fueron como el anciano que sopesa los pequeños movimientos antes de hacerlos; yo lo seré, entregarse a la positiva medida de lo factible y confiar en la gracia, en lo benigno. OV y LB son mis siglas, emblema de cristal y no me rompo. He pedido un deseo y sola voy, con hechiceras.        

∞  ∞  ∞  ∞  ∞  ∞

se abría la veda todos fuera
de juego ¿comiste ho? estentórea
repetía la voz y era respuesta
—inarticulado sonido pajarilla
de pico abierto en la mañana y ojo
casi esqueleto—, a la impávida
respondía pregunta del afecto
escalera
   en un pozo
—el vozarrón arriba—
de estrellas me han arrojado
de estrellas y verdor

[EN PORTADA: Estrella verde, por Peter Ceccon]


confía en la gracia
Olvido García Valdés
Tusquets, 2020
256 páginas
16€

Moisés Mori (Cangas de Onís, Asturias, 1950) es autor de ensayos literarios como Escenas de la vida de Annie Ernaux (2011), No te conozcas a ti mismo. Nerval, Schwob, Roussel (2015) o César Aira y la silla de Gaspard (2019), así como del libro de poemas Arte y romance (2013), todos ellos publicados en la editorial KRK.

1 comment on “Estrellas y verdor

  1. José María Antolín

    Extraordinadio ensayo del sabio Moises Mori-
    Aun recuerdo su poema Hotel California
    José María Antolín
    JMAntolinverse@gmail.com

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