Escenario

Luis Buñuel y la antirreligiosidad religiosa

Rodolfo Elías escribe sobre la relación peculiar del cineasta aragonés con la religión, en la que no creía, pero que permea toda la obra de quien a veces es calificado como un «ateo católico».

/ por Rodolfo Elías /

«Soy ateo, gracias a Dios», proclamaba Luis Buñuel en su habitual modo contradictorio, cuando se tocaba el tema de la religión; esa lucha eterna entre la negación y la aceptación de lo religioso que fue la constante de su obra. Fiel a su crianza católica y a su predilección por la cultura occidental —estimulados tal vez por un acogimiento inconsciente a la fe cristiana—, Buñuel nos legó una obra que epitomiza la condición espiritual del hombre pensante, en la búsqueda de su posición frente a lo desconocido; teniendo al Dios del cristianismo como referente primario. Y es ese un sello distintivo de su obra, a más de treinta y siete años de su muerte.

De la filmografía de Buñuel, una gran porción contiene motivos y personajes cristianos imposibles de pasar por alto: dos hombres que hacen su peregrinar religioso a Santiago de Compostela, el anacoreta santo que vive en lo alto de una columna, un Cristo disponiéndose a afeitar la barba, un sacerdote y una novicia jóvenes con conflictos de fe, un pragmático pastor protestante que no es ni bueno ni malo y tantos otros elementos que bien pudieran dar lugar a sospechas de una religiosidad encubierta. Pero no es sólo el hecho que sus películas traten temas religiosos lo que hace suponer la inconsciente religiosidad de don Luis, sino su manera de proyectarlos, demostrando siempre un conocimiento de causa que para nada es superficial o neófito; porque tiene la industria de lo que se es bien aprendido y practicado. En sus filmes las escenas de iglesia cobran vida por su realismo, y casi se puede oler el incienso y el humo de las veladoras tan característicos de la liturgia católica; lo que produce en el espectador la intensa sensación de compartir un momento sacramental con los personajes de la escena.

En una entrevista, a razón de la película The young one (hecha en inglés), Buñuel dice una expresión peculiar: «gracias a Zeus», en vez de decir, como dicen comúnmente, «gracias a Dios». Y tal vez dice así para ilustrar su desapego o renuncia de lo religioso. En la misma entrevista, se refiere al acto sexual: «Para mí, la fornicación tiene algo de terrible. La cópula, considerada objetivamente, me parece risible y a la vez trágica. Es lo más parecido a la muerte: los ojos en blanco, los espasmos, la baba. Y la fornicación es diabólica: siempre veo al diablo en ella». Hay un continuo estrago en el hombre que quiere desentenderse de algo que para él es determinante en su visión del mundo.

Son también misterios de la vida, como el azar y la casualidad, dos de los grandes nutrientes de la obra del «rudo picador aragonés» —como lo llamara el escritor Carlos Fuentes—, que tienen significancia propia en su esfuerzo por contestar sus propios interrogativos ante la contingencia de las cosas. ¿Por qué sucede una cosa y no otra? ¿Por qué un hecho imprevisto puede cambiar tanto las cosas? Esas dos continuas interrogantes de Luis Buñuel que de una u otra forma lo hacían pensar en Dios, aunque sólo fuera para negar su existencia ante los demás. Dice al respecto en Mi último suspiro, su autobiografía: «El azar no puede ser una creación de Dios, porque es la negación de Dios. Estos dos términos son antinómicos. Se excluyen mutuamente. Carente de fe (y persuadido de que, como todas las cosas, la fe a menudo nace del azar) no veo cómo salir de este círculo. Por eso es por lo que no entro en él». Esta era la postura también, en cierta forma, de los existencialistas.

Y ese dilema del azar lo vemos en actos sutilmente sobresalientes de alguna escena, donde alguno de los personajes muestra indecisión al elegir entre un acto y otro, y la decisión tomada le da un giro drástico a la historia. Como Tristana, que titubea al elegir entre dos calles idénticas; y la calle elegida la lleva a conocer a un hombre que cambiará su vida para siempre. O el cuasi regenerado Pedro de Los olvidados, que recibe un voto de confianza al ser enviado a comprar cigarros para el director del centro de rehabilitación juvenil donde está recluido. Pero se encuentra con su compinche el Jaibo, quien frustrará sus intenciones de redimirse y para colmo concluye el encuentro matándolo.

Tampoco podemos pasar por alto el carácter blasfemo en algunas escenas de películas claves, que de alguna manera parecen ser su forma de rebelarse contra algo que es más parte de su vida y de su personalidad artística —e ideológica— de lo que él quisiera; como el hijo que se rebela contra el padre, atacando en él los rasgos que más han marcado su propia personalidad y carácter. Porque son más bien insinuaciones de blasfemia, dirigidas sobre todo a la iconografía cristiana: como el perverso en extremo duque de Blangis, personaje principal de Las 120 jornadas de Sodoma del marqués de Sade, que se ve en La edad de oro con la apariencia de Cristo; la cruz que se ve al fondo en Los olvidados, cuando el ciego don Carmelo quiere propasarse con la niña Meche; el Cristo que se ríe a carcajadas en Nazarín y el crucifijo-navaja que encuentra Jorge entre las cosas que dejó su padre recién muerto en Viridiana. Y esas son sólo algunas de las muchas alusiones blasfematorias en la filmografía de Buñuel. En entrevista al padre Arteta, jesuita, para el programa francés Cinéastes de notre temps (1963), este declaró: «Es difícil para mí formar una opinión, porque no conozco todos sus filmes. Pero, en mi opinión, incluso en los filmes considerados blasfemos, irreligiosos o carentes de religión se pueden encontrar algunos rastros de religión. Si usted concede que Buñuel es un blasfemo, la razón por la que comete blasfemia es porque es un creyente. Llegué a esta conclusión por una entrevista que leí en Le Monde, de París, donde Buñuel declara que lo que permaneció en él, de su antiguo colegio y sus maestros jesuitas, fue un espíritu religioso». El padre Arteta era maestro del Colegio del Salvador, a la que asistió Buñuel en su tierna juventud, y también escribía reseñas de cine para una revista parroquial.

En otra parte de su autobiografía, Buñuel dice: «Creer y no creer son la misma cosa. Si se me demostrara ahora mismo la luminosa existencia de Dios, ello no cambiaría estrictamente nada en mi comportamiento. Yo no puedo creer que Dios me vigila sin cesar, que se ocupa de mi salud, de mis deseos, de mis errores. No puedo creer, y en todo caso no acepto, que pueda castigarme para toda la eternidad. ¿Qué soy yo para él? Nada, una sombra de barro. Mi paso es tan rápido que no deja ninguna huella. Soy un pobre mortal, no cuento ni en el espacio ni en el tiempo. Dios no se ocupa de nosotros. Si existe, es como si no existiera».

Otra cosa que Luis Buñuel no dudaba en gritar a los cuatro vientos era el hecho que él se consideraba «inanalizable» (no psicoanalizable). Pero imitando su propio estilo juguetón y antisolemne, nos podemos tomar la libertad de mirarlo bajo el lente freudiano y contemplar la posibilidad de que, detrás de su negación y resistencia, siempre existió el hombre que conservó el fervor del muchacho católico, y que hasta los dieciséis años todavía comulgaba con asiduidad. Y podemos pensar que todas esas alusiones a la cristiandad no eran sino manifestaciones de su subconsciente, confesando a gritos su fe; con esa obsesión por el tema cristiano que siempre utilizó como parte del discurso —aunque fuera a manera de antítesis— en su disertación de la verdad. En una ocasión declaró al escritor, especialista en cine, Agustín Sánchez Vidal, lo siguiente: «Ser agnóstico depende de un razonamiento totalmente intelectual, y ese no es mi caso. Yo soy intuitivo por naturaleza, prefiero creer en lo increíble antes que en lo que me muestra la ciencia. Mi odio por la ciencia y la tecnología me hará volver tarde o temprano a esa absurda creencia en Dios. No me interesa Dios. Me interesa el misterio de Dios porque el misterio es propio del cine. Y si aceptamos la existencia de Dios todos nuestros misterios están resueltos».

Algunos de sus amigos veían a Buñuel como un religioso de closet, que se sentía demasiado cómodo en sus despliegues de familiaridad con un catolicismo fervoroso, aunque los proyectara en tercera persona. Rafael Alberti dijo: «Creo que Buñuel, en el fondo, es un hombre religioso y completamente católico, que cree en el infierno y que tiene terrores nocturnos. A él le preocupa enormemente la religión, y es ése el pensamiento central de casi todas sus cosas. Y hace Nazarín, Viridiana. El hombre que hace eso es que ha tenido una formación como yo, de colegio de jesuitas… Esas cosas las tenemos a flor de piel. Y Buñuel ha tenido la valentía de mostrarla. Se ve que le preocupan de una manera extraordinaria estos problemas. Está latente en todas sus obras… es el pensamiento central de Buñuel. Es realmente curioso que a la persona que parece más avanzada en las artes nuestras, y que es la vanguardia más absoluta, le preocupen las cosas más viejas. Estas preocupaciones son las de una beata española de provincias, llena de terrores y de cosas. Esta preocupación de Luis es tan fantástica que de pronto se queda uno atónito de que Buñuel tenga la sinceridad de atreverse a exponerla. Pero lo hace con miedo. Porque creo que Buñuel tiene miedo de hacer una profanación. Sólo el que cree blasfema o alaba a Dios; hay que tener una creencia para blasfemar o alabar». Estas declaraciones vienen en el libro Conversaciones con Buñuel, de Max Aub.

Como última clave, debemos considerar el hecho de que don Luis pasó sus días finales en la compañía asidua del padre Julián Pablo Fernández, cura dominico con quien desarrollaría una amistad casi entrañable, y con el que sostenía largas discusiones sobre religión y teología. Fue el padre Julián quien le quitó el tedio y la soledad a los días de enclaustramiento del cineasta, con su compañía y conversación; y su llegada siempre era ansiosamente esperada. En su libro Memorias de una mujer sin piano, Jeanne Rucar, viuda de Buñuel, cuenta que el padre Julián le comentó que don Luis sabía más de religión que él mismo. Que conocía a fondo la historia de la Iglesia y sus doctrinas. Y que con él discutía teología, santología y mariología. El padre Julián mismo sostenía que cuando murió Buñuel y fue incinerado, Rafael, hijo del cineasta, le dio las cenizas a él; y que estas reposan en una capilla en las instalaciones del Centro Universitario Cultural, que es la casa de los curas dominicos. 

Otra cosa que se ha dicho de Luis Buñuel es que era un ateo católico; o sea, alguien que no cree en Dios, pero tiene que demostrarse a sí mismo que Dios no existe y que la religión es una ilusión; una persona que se interesa por el tema de la religión, no para convertirse, sino para afianzar su postura de no creyente y demostrarse que está en lo cierto. Pero en el caso particular de Buñuel esa recordación incurrió en el exceso, a manera de manifestarse como una obsesión; como el hombre que niega amar a una mujer y ser indiferente a su existencia, pero nunca se le sale de la boca. En otras palabras, no se puede estar hablando de algo constantemente sin ser tocado por ese algo de una forma preponderante.

Para cerrar, habrá que considerar el antecedente que Luis Buñuel soñaba con el momento de la agonía. En que, a manera de broma, convocaría a sus amigos ateos para escandalizarlos, sometiéndose delante de ellos al sacramento de la extremaunción. ¿Y cómo sabemos si eso no pasó así, efectivamente, pero sin broma…?

[EN PORTADA: Parodia de la Última Cena en Viridiana]


Rodolfo Elías, escritor en ciernes nacido en Ciudad Juárez y criado en ambos lados de la frontera, colaboraba con la revista bilingüe digital, hoy extinta, El Diablito, del área de Seattle. Sus textos han sido publicados en la revista SLAM (una de las revistas literarias universitarias más prominentes de Estados Unidos), La Linterna Mágica Ombligo. En la actualidad trabaja en dos novelas, una en inglés y otra en español.

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