Creación

Culpa

«Me llamo Antonio, pasé cinco años de mi vida en un manicomio o un psiquiátrico, como quieran llamarlo. Los motivos que me llevaron hasta aquel tétrico lugar nada tuvieron que ver con mi estado mental». Un cuento de Óscar Serrano Domínguez.

/ un cuento de Óscar Serrano Domínguez /

Me llamo Antonio, pasé cinco años de mi vida en un manicomio o psiquiátrico, como quieran llamarlo. Los motivos que me llevaron hasta aquel tétrico lugar nada tuvieron que ver con mi estado mental.

Atiborrado a medicamentos, dormía la mayor parte del tiempo. Y cuando no lo hacía, mi mente vagaba por extraños mundos irreales. Sin embargo, logré salir de aquel lúgubre lugar. Con mi salida se inició toda una catarata de acontecimientos sorprendentes. Transcurría el año 1975.

El origen de todo se había producido cinco años atrás: trabajaba mis tierras en un pequeño pueblo —cuyo nombre no voy a mencionar, uno de los muchos pueblos a lo largo de la geografía española— era feliz. No tenía deudas, mi salud era buena y las preocupaciones no existían.

Un buen día faenaba con mi tractor en una de mis tierras. Paré el vehículo y me bajé con la intención de tomarme un descanso, pero al hacerlo tropecé, perdí el equilibrio y mi cabeza se golpeó en una de las aletas traseras del tractor. El dolor fue intenso mas no tardó en irse. Paseé un rato y retomé la faena sin preocuparme por el golpe.

Tras la dura jornada de trabajo regresé a casa, me preparé algo de cena —vivía solo— y me acosté. Quería descansar, pues al día siguiente me esperaba otro día de arduo trabajo.

Aquella noche tuve un sueño extraño. Lo achaqué al cansancio y no le di demasiada importancia. Comencé a soñar con asiduidad. Pero llegó un momento en qué, sin acostarme, venían visiones inusitadas a mi mente.

Preocupado, decidí pedir ayuda. Me encaminé a la ciudad y busqué un buen psiquiatra. Entonces conocí al doctor Quijano. Le relaté lo que me ocurría y le conté lo del golpe que me había dado. En un primer momento, me tranquilizó.

—No creo que sea nada grave —me recetó unas pastillas.

—Con estas pastillas se le pasará todo —me dijo.

Seguimos viéndonos a menudo. El médico grababa todas las conversaciones. Las medicinas que me recetaba no surtían efecto. Las visiones continuaban. Por otro lado, mi vida era la misma de siempre.

Una de mis visiones aludía al asesinato de un matrimonio de ancianos y dos de sus nietas. Coincidía, en muchos detalles, con un famoso crimen que la policía no pudo resolver y dio por cerrado.

En una de mis visitas al doctor le relaté mi visión sobre el crimen. Me hizo muchas preguntas. Insistió sobre todo en el autor del delito.

—Los autores son dos —contesté sin dudar.

—¿Está seguro? ¿Los conoce?

—Veo dos hombres. No los conozco. No obstante, si los viera podría identificarlos. Uno de ellos lleva tatuado en su antebrazo izquierdo un dragón con cuatro alas y larga cola.

El doctor se quedó pensativo. Su actitud hacia mí cambió por completo desde aquel momento.

—¿Puede distinguir algo más?

—Los dos tienen el pelo rizado. A uno de ellos le falta uno de los dientes caninos de la parte izquierda.

Tornó a pensar.

—¿Le sucede algo doctor? —me atreví a preguntar.

Volvió su mirada hacía mí. Me observo durante un minuto. Se quitó las gafas y frotó sus ojos.

—Creo que su estado es más grave de lo que pensé en un principio. Le recetaré algo diferente, a ver si conseguimos que sus visiones desaparezcan de una vez por todas —dijo al fin.

Me quedé pensativo, no supe qué decir. Me extendió la receta: «Clozapina». Nos despedimos hasta la semana siguiente.

Regresé a casa y comencé el nuevo tratamiento. En un principio, y aunque sentía cansancio, las visiones desaparecieron y dormía mucho mejor. Llegó un momento que solo quería dormir. Abandoné mis obligaciones por completo. No podía salir de la cama. Dormí y dormí…

Sin saber muy bien cómo, me encontré internado en San Carlos, un centro para enfermos mentales. Al parecer, y según me dijo la regidora del centro, el doctor Quijano había recomendado mi ingreso.

Atiborrado de medicamentos, dormía y dormía. Mi mente se sumió en la oscuridad. Abrí los ojos. La claridad reinante me obligó a cerrarlos de nuevo. Intenté de nuevo abrirlos y miré a mi alrededor.

Estaba en mi habitación, en mi casa. Nada parecía haber cambiado. Los modestos muebles, la mayoría heredados de mis padres, seguían allí.

—¡No puede ser! — pensé.

Palpé la cama. Restregué mis ojos. Observé de nuevo la habitación y no había duda. Era mi habitación y estaba en mi casa del pueblo. Quise incorporarme, pero la cabeza me dolía mucho. Me dejé caer sobre la almohada y esperé. No sé cuánto tiempo pasó. Oí como la puerta se abría y alguien se acercó a mi lecho.

—¿Cómo se encuentra? —me lo preguntaba un joven alto y moreno de camisa blanca.

—¿Dónde estoy? —cuestioné.

—Esta es su casa. Lleva una semana durmiendo. La señora Julia y yo le hemos cuidado. Yo personalmente le saqué del psiquiátrico.

Me explicó cómo lo había hecho y lo que pretendía de mí. Me dijo que se llamaba Luis.

—Si se encuentra bien, puede vestirse e iremos a la cocina a comer algo. ¿Le parece bien?

—Sí…

Llegamos a la cocina y nos sentamos en torno a una pequeña mesa camilla de madera con faldones azules. Imágenes de mi niñez vinieron a mi mente. Mis padres y yo, al calor de un brasero, pasábamos muchas tardes de invierno repasando mis deberes escolares.

—¡Buenos días! —saludé.

—¡Buenos días! —contestó una señora mayor de cabello cano y facciones morenas y agradables. Deduje que era la señora Julia.

Tomamos un frugal desayuno: café con leche y galletas.

—¡Bien…! Ahora que ya ha descansado, podíamos trabajar un poco —me dijo Luis.

Ante mi gesto de extrañeza, quiso aclararme en qué consistía el trabajo.

—Quiero repasar con usted algunas de las grabaciones que mi tío realizó de sus conversaciones. ¡Sobre todo, una de ellas!

Asentí con un gesto. Luis puso encima de la mesa una grabadora, pulsó el play y las voces del doctor Quijano y la mía comenzaron a oírse.

—¡Ponga atención, por favor!

—¿Podría reconocer al autor del crimen? —preguntaba el doctor.

—Ya le dije que eran dos. No los conozco. Sin embargo, uno de ellos tiene un tatuaje en el brazo izquierdo…; es moreno y de pelo rizado. El otro es más alto, pero también tiene el pelo rizado. Los dos tienen los ojos muy abiertos y el iris ocupa casi toda la pupila.

—¿Un tatuaje? ¿Cómo es?

—Un dragón alado negro con cola muy larga.

La descripción hecha cinco años atrás, se reprodujo palabra por palabra. Luis detuvo la reproducción de la grabación. Me mostró una fotografía.

—¿Es este el dragón que vio usted? —me preguntó.

Miré y reconocí el tatuaje al instante. No obstante, me tomé unos segundos para contestar.

—Creo que sí. Si no es este, era muy parecido.

Luis tenía más fotografías sobre la mesa. Pareció dudar; pero dio la vuelta a otra y me la mostró. Me pilló por sorpresa. Intenté levantarme instintivamente. Su brazo me detuvo.

—¿Lo conoce?

—¡Sí! Es uno de los asesinos de mis visiones —contesté sin titubear.

—¿Y a este?

—Es el acompañante.

—¿Está seguro?

—No tengo duda alguna. La estantigua es muy clara.

—Entonces tengo algo que contarle. Algo que le afectará mucho. Algo que le dolerá. Le causará tristeza. Tal vez, furor, mucho furor.

—¡Por favor…no lo demore más! —casi supliqué.

Luis se echó atrás en su asiento, respiró hondo; me miró con compasión y se dispuso a contarme lo que sabía.

—El doctor Quijano es mi tío. Fue el culpable de su ingreso en el psiquiátrico —comenzó.

—¿Por qué motivo? —le interrumpí.

—Por su visión de la escena del crimen supo quiénes eran los asesinos. Quiso protegerles para que no fueran encarcelados. Le recetó una medicina para mantenerle adormilado y fuera de la realidad. De este modo, pronosticó su esquizofrenia y aconsejó su internamiento. Ahora está enfermo y se arrepiente de su acción. Me encomendó que le sacase del manicomio y le devolviera a su vida de antes.

—¿Cuánto tiempo ha transcurrido?

—Cinco años. Sé que no le será fácil olvidar y retomar su vida anterior, pero tendrá que intentarlo. Mi tío ha puesto a su disposición recursos monetarios para que así sea. Conserva todos sus bienes y la señora Julia se quedará con usted hasta que la necesite.

Percibí que le costaba decirme toda la verdad.

—¿Quiénes son los asesinos? —pregunté ansioso por saber la verdad.

—Aún no les han encontrado. ¿Entonces?

—Usted describió con tanta exactitud a dos de mis primos, hijos del doctor, que mi tío no tuvo nunca la menor duda que ellos eran los culpables. Habían caído en la droga. Mi tío se cansó de darles dinero; intentó por todos los medios que la abandonaran, pero no lo consiguió. Destrozaron prácticamente a toda la familia.

Se detuvo un momento.

—Un día aparecieron muertos en una casa derruida a las afueras de la ciudad. La autopsia reveló que había sido de una sobredosis. En fin —continuó—, mi tío quiere venir a visitarle y pedirle perdón.

Luis se incorporó, puso la mano en mi hombro y me dijo: yo también le pido perdón. Si necesita algo de mí solo tiene que pedirlo.

Aquella misma mañana, Luis abandonó mi casa. Por mi parte, di el consentimiento para que su tío viniera a verme.

Sin medicación alguna traté de rehacerme y retomar mi vida tranquila de cinco años atrás. No obstante, mis visiones aparecieron de nuevo. En una de ellas un hombre mataba a un anciano sentado en una silla de ruedas. Se repetía y se repetía sin cesar…

Una tarde de otoño, estaba sentado al lado de la chimenea, al calor de las llamas, cuando apareció la señora Julia y anunció: «Han llegado Luis y su tío el doctor Quijano».

Sin darme tiempo a reaccionar, Luis entró empujando una silla de ruedas en la que iba un anciano. Reconocí al doctor al instante.

Un furor irracional se apoderó de mí…

[EN PORTADA: Casa de locos, de Francisco de Goya (entre 1812 y 1819)]


Óscar Serrano Domínguez (Campazas, León, 1953) reparte su tiempo entre la pintura, el grabado sobre madera, la cocina, el cultivo del huerto y la escritura.

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