/ por Avelino Fierro /
03.02.21.- Hace unos días —y no sé qué me llevó a ello, pero alguna cita en otro libro, sin duda— sentí enormes deseos de leer a Eça de Queiroz. Así que encargué en la librería sus crónicas o cartas desde Londres y París. Mas luego caí en la cuenta de que tenía de este autor sus Notas contemporáneas, en la edición de Biblioteca Nueva, traducido y anotado por Andrés González Blanco. La edición anda por 1919; así que está ese libro comido por el óxido y hacia la mitad de sus páginas tiene un tajo del cuchillo del tiempo que hace que cuando lo sostengo entre las manos aparezcan dos mitades, un librito siamés.
Las primeras páginas están dedicadas a la inauguración del Canal de Suez, a la que nuestro cronista asiste acompañado de su amigo el conde de Rezende, peculiar personaje que obliga al traductor a redactar una extensísima nota al pie sobre este hidalgo alocado, «especie de Byron disminuido».
Han partido para Tierra Santa en noviembre de 1869. Vuelven del sosiego del desierto y de las ruinas y se ven envueltos en las fiestas de la inauguración del canal. Se desplazan en ferrocarril para llegar a la bahía y tomar el barco a Port-Said. Escribe: «Los caminos de hierro egipcios no tienen una velocidad fija. Van a capricho del maquinista, que, de vez en cuando, detiene la máquina, se apea, enciende la pipa, se ríe con algún antiguo conocido del camino, bebe descansadamente su café, vuelve a subir bostezando y hace partir el tren distraídamente».
Esa referencia a la parsimonia me ha llevado a recordar mi primer destino de funcionario, mi vida en las Islas Afortunadas, aquellos placenteros ¡siete años y un día! De ello no hace un siglo, pero tampoco el asunto es de antes de ayer. Me fui allí, tras aprobar la oposición, con 25 años y sin carnet de conducir. Tenía que desplazarme con cierta frecuencia para hacer gestiones o celebrar juicios en las sedes de los distintos juzgados de la agrupación. Uno de mis primeros desplazamientos fue desde el Puerto de la Cruz, donde vivíamos, a Icod de los Vinos. La distancia entre ambas poblaciones era inferior a veinte kilómetros. Puede que alguien me acercase días antes a conocer la localidad de Icod y el edificio en el que se ventilaban las controversias jurídicas; no lo recuerdo bien. Pero sí me habían advertido que el transporte público era lento.
Aquel miércoles me subí a la guagua que cubría el trayecto. Iba yo de punta en blanco, un trajecito azul oscuro, camisa en tonos claros y corbata negra. Los pasajeros se saludaban y charlaban, viajeros habituales en aquel horario tempranero y de día entresemana. Me gustaba mucho escuchar aquel habla, siempre gozante y bienhumorada. No recuerdo que de aquella hubiera un cartel de «Se prohíbe hablar con el conductor», o iría tapado o estaría fuera de uso, pues aquél era quien llevaba la voz cantante.
Iba uno muy distraído, sumido entre todos aquellos vaivenes del viejo autobús y el arrullo de los hablantes. Pero ya al poco rato caí en la cuenta de que la velocidad era escasa, que íbamos más lentos que el caballo del malo. Y que las paradas que estaban señalizadas en la ruta no servían para mucho, tenían un valor meramente orientativo. El viaje era hermosísimo, muy atractivo para un joven como yo, de la meseta y los páramos peninsulares. Plataneras, acantilados, arenas negras. Las lenguas de lava se adentraban en el anchurosísimo y misterioso océano; la espuma blanca de las olas festejaba sin cesar…
El conductor detuvo la marcha sin que hubiera señalización alguna, ni accidente, ni imprevisto, ni rebaño de cabras dispuesto a cruzar. A los dos o tres minutos apareció un hombre que subía desde la plantación entre la carretera y el mar. Con sombrero y un gran machete. Un trabajador de las plataneras, un obrero o aparcero. De tez oscura y ropa desastrada. Un guajiro, un campesino como los que aparecen en los diarios de Martí; o un insurrecto, un mambí. Todo para mí era de mucho exotismo.
Pero yo también iba a mi tajo y parecía que nunca íbamos a llegar. Porque hubo otras paradas, otros momentos de gran sosiego. El viaje de vuelta no se hizo por la carretera de la costa. Puede que me equivocase al elegir la guagua de vuelta. Y allá nos fuimos, por La Guancha y El Realejo Alto, donde el vehículo volvió a parar a la altura de una casita terrera, de la que surgió una mujer que entregó una bolsa al conductor. Era carne de cochino para un familiar de un pueblito unos kilómetros más allá. Charlaron un rato y se dieron recuerdos y saludos para mucho gentío y personal. Hubo otras demoras fuera de programa.
Aquel retraso había dejado de importarme. Se había hecho tan tarde que no me quedaba tiempo ni para perder. Y aquella lentitud hacía que todo se grabase intensamente en la memoria. Uno podía ir absorbiendo aquel sabor, la música de las palabras, los colores de las plantas y la luz, el borboteo saltarín del motor. Allí seguíamos ¡y qué más da! Venían por el aire los versos de aquel poema manuelmachadiano —«La canción del presente»—, que habla de la vida corta, alegre y pasajera: «Y es antipático y zurdo complicarla… la verdad será cualquiera… lo precioso es el instante que se va…».
[EN PORTADA: Acuarela del Teide, de Joaquín Puertas]


Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012), Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016) y Contra tiempo (2017-2018), todos ellos publicados por la editorial Eolas.
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