/ La verdad del cuentista / Antonio Monterrubio /
Las manipulaciones y relatos tendenciosos están a la orden del día en lo que pasa por ser las diversas historias nacionales. Es curioso constatar, sin ir más lejos, que los caudillos íberos Indíbil y Mandonio o Indortes e Istolacio son catalogados de españoles. Y mientras que Séneca, Marcial o Adriano figuran como compatriotas sin apelación, en cambio Averroes o Maimónides no. Naturalmente esto es debido a que uno era musulmán y el otro judío. Siendo yo niño, recibí de premio en la escuela un libro —usado, dicho sea de paso— titulado Constantes de lo español en el arte: de Altamira a Picasso. Obsérvese la enormidad de considerar representantes de lo español a quienes pintaron la sala de los polícromos doce o trece mil años antes de que la mera palabra España existiera. Eso por no citar el tratamiento de Picasso, políticamente denostado por el régimen pero que, dado su prestigio mundial, podía servir como ilustración de ese carácter nacional al cual, poco más tarde, Caro Baroja negaría toda pertinencia científica o interés para una visión mínimamente realista de los fenómenos sociales (El mito del carácter nacional. Meditaciones a contrapelo). Y qué decir de aquellos inenarrables manuales de historia de España que comenzaban muy seriamente con la llegada de Tubal, quinto hijo de Jafet, el cual daría origen a la estirpe de los íberos, y de ellos a los españoles todos. Que los pueblos de lengua y cultura íbera sólo vivieran en ciertas regiones de la península no es óbice para que, mágicamente, todo paisano esté estrictamente emparentado con ellos. Yo alcancé todavía a ver alguno de esos libros. Y el delirio de los orígenes étnicos adquiere tal grado de verosimilitud a ojos de las masas que quien quiere segregarse a golpe de reivindicación étnico-lingüística, como parte del independentismo vasco, se ve obligado a inventarse otro mito de los orígenes que contrarreste a Tubal, y aparece en escena el linaje de Aitor.
El caso de Francia es ejemplar respecto a las leyendas de constitución de la nación, del pueblo. El nombre del país, como se sabe, hace referencia a los francos, el pueblo germánico que consiguió la hegemonía en una amplia porción de su actual geografía, a pesar de lo cual la mitología nacional señala a nuestros ancestros los galos como la raíz de la nación. No obstante, esto no siempre ha sido tan claro. Hubo un tiempo en que la aristocracia francesa daba por buena una versión según la cual la nobleza descendía de los francos, y el Tercer Estado de los galos. En el primer tercio del siglo XVIII, Boulainvilliers afirmó que «se estableció […] un acuerdo entre conquistadores y conquistados: los francos se dedicarían a la guerra y protegerían a los campesinos galos de sus enemigos. A cambio, los galos se encargarían de sostener, de alimentar a la nobleza franca […]» (Juaristi: El bosque originario). Hubo sin embargo quien halló la oportunidad de mediar en el asunto. El hugonote Hotman pretendía que galos y francos eran en realidad un solo pueblo, asentado a uno y otro lado del Rin. Pero en general, durante todo el Antiguo Régimen, esta oposición traducía el enfrentamiento ideológico entre nobleza de espada y nobleza de toga, con el pueblo llano mayormente como espectador. Tras la Revolución de 1789 y la historia posterior, los francos desaparecieron de la genealogía, y todo ciudadano francés de cualquier región o clase social pasó a ser descendiente directo de los galos, convertidos a su vez en un pueblo especial viviendo dentro de los límites de lo que después fue Francia. Se ignora aquí que galos es una forma de decir celtas, y que por tanto la muy singular identidad de esos antepasados era compartida por muchos otros pueblos de Europa.
Estas consideraciones hacían alucinar a Senghor cuando escuchaba lecciones sobre sus ancestros los galos mientras veía por la ventana de la escuela a las gacelas saltando en la sabana. Si se añade la manera en que los contactos con otras culturas se muestran en libros de texto o los medios de masas en los países occidentales, es obvio que tenemos un problema. En España, los jóvenes con raíces musulmanas deben de encontrar curioso que en un país con siglos de presencia islámica —en algunas zonas más de ocho—, y donde no son raros sus vestigios artísticos y arquitectónicos, resulte que en los materiales escolares que utilizan, su huella sea prácticamente nula. Lo que la inmensa mayoría de los españoles con educación superior conoce sobre la historia, cultura y modo de vida de Al-Ándalus cabe en la mitad de una cara de cuartilla. Y para poner la guinda al pastel, se habla de Reconquista como una especie de competición bélica permanente en la que los nuestros son los cristianos del norte y ellos los musulmanes del sur. A nadie se le escapa que una guerra ininterrumpida no dura ochocientos años. Evidentemente, las etapas de convivencia y relaciones pacíficas tuvieron que ser más duraderas que las fases encendidamente guerreras. Esto no queda explícito en los textos destinados a informar de espíritu nacional a las mentes juveniles. Algo similar ocurre con América Latina, que sólo aparece en los manuales de historia y civilización en la época de la conquista, obviándose completamente los tiempos coloniales y evaporándose tras las independencias. Pero no puede esperarse otra cosa de un sistema de enseñanza que persiste en no prestar atención a la relevancia de los judeoconversos en la literatura y el pensamiento de los tiempos más florecientes de la cultura española y a sus causas.
En países europeos con importante población musulmana, el poco cuidado con el que se narran las cruzadas, por ejemplo, revela una alarmante falta de objetividad, además de constituir un error de primera magnitud. «Con frecuencia sorprende descubrir hasta qué punto la actitud de los árabes, y de los musulmanes en general, respecto a Occidente sigue, incluso en la actualidad, bajo la influencia de los acontecimientos que se supone terminaron hace siete siglos» (Maalouf: Las cruzadas vistas por los árabes). Esas guerras santas, que en lo bélico se saldaron con un triunfo musulmán, tuvieron un resultado real muy beneficioso para Europa, que a partir de entonces emprendió un desarrollo acelerado tanto en lo cultural como en lo económico. En cambio, el Oriente islámico se encerraba sobre sí mismo e iba convirtiéndose poco a poco en un erial y un lugar de elección para el oscurantismo y la intolerancia. Presentar las cruzadas como una suerte de aventura armada de los caballeros europeos medievales es una frivolidad. Algunos autores sostienen, con buenas razones, que en su época fue mucho mayor el impacto sobre el islam de las devastadoras cabalgadas mongolas. Especialmente catastróficas fueron las que culminaron con la toma y destrucción de Bagdad en 1258. Otras razias, como las acaudilladas por Tamerlán, acabaron de remachar el clavo. Todo esto es cierto, pero la persistencia del efecto emocional de las cruzadas está íntimamente entrelazada con la biografía posterior de Oriente Medio. Las empresas imperialistas y los continuados abusos en aquellos territorios por parte de las potencias occidentales han durado no hasta ayer, sino hasta hoy. Como el dinosaurio de Monterroso, Occidente aún está ahí cuando los árabes se despiertan. Por eso aquellos episodios siguen presentes, mientras que los relacionados con las huestes mongolas son puntos perdidos en la niebla de la historia. En Europa, no se habla para nada de las condiciones en las que quedaron aquellas regiones, ni de las consecuencias de las expediciones guerreras. Idéntico silencio recubre las secuelas del colonialismo, de las guerras coloniales o de emancipación.
[EN PORTADA: La muerte de Viriato, jefe de los lusitanos, de José de Madrazo (1807)]

Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca y ha dedicado varias décadas a la enseñanza.
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