/ por Eugenio Fuentes /
El 1 de octubre de 1940, el Hotel de Francia, situado en la calle general Mola de la localidad gerundense de Port Bou, extendió una factura por importe de 166,95 pesetas a nombre de «el hoy difunto Benjamin Walter». La factura, que incluía un cargo de 30 pesetas por vestir al cadáver, contenía al menos un segundo error. Tras haber cruzado la frontera francesa con grandes penalidades, el pensador Walter Benjamin, cardiópata, había fallecido la noche del 26 de septiembre, tal vez la madrugada del 27, horas después de haber ingerido una quincena de comprimidos de morfina. Su propósito inicial era seguir viaje a Lisboa y allí embarcarse rumbo a Estados Unidos, donde le esperaba su amigo el filósofo Adorno. Sin embargo, la angustiosa perspectiva de ser devuelto a la Francia antisemita del colaboracionista Pétain, y entregado a la Gestapo nazi, quebró los últimos diques de su ya frágil resistencia. El pensador judío, una de las mentes más fértiles, originales e influyentes del siglo XX, un heterodoxo a la contra con mirada de poeta, un navegante solitario en las aguas marxistas de la luego llamada Escuela de Fráncfort, tenía 48 años. Se supone que sus restos fueron alojados en un nicho del cementerio local, alquilado por cinco años, aunque nunca han sido localizados. El grupito que le acompañaba en la huida fue autorizado a seguir viaje.
El suicidio y los dos últimos años de la vida de Benjamin alimentan el libro La muerte de Walter Benjamin y la jaula de Ezra Pound, que incluye como contrapunto al angustioso final del pensador la deriva fascista del autor de los Cantares. El volumen llega a la vez que dos celebradas obras de Benjamin: Calle de sentido único e Infancia berlinesa hacia mil novecientos. Los tres títulos se publican en este 2021 en el que se cumple el primer centenario de uno de los textos políticos más relevantes del Benjamin joven, Hacia una crítica de la violencia, que en el convulso marco histórico legado por la primera guerra mundial (revueltas obreras y auge nacionalista), niega la intangibilidad de los ordenamientos jurídicos, ya que su instauración, resalta, y su mantenimiento exigen el ejercicio de la violencia.
Si, como veremos, Calle de sentido único, una de sus pocas obras mayores publicadas en vida, inaugura un nuevo tipo de escritura filosófica basada en alegorías y plasmada en textos breves, Infancia berlinesa hacia mil novecientos es una colección de recuerdos infantiles seleccionados por la influencia vital que les atribuyó el propio Benjamin, quien llegó a considerarlos el fundamento último de su teoría de la experiencia. Escrito durante unos diez años desde finales de la década de 1920, y publicado póstumamente en 1950, por sus páginas de prosa exquisita desfila el marco espacial y emocional esperable en un niño burgués de finales del siglo XIX, que ya se anticipa solitario y con tendencia a la tristeza y a no soportar el ruido. Lo que ya no es tan esperable es el giro que el Benjamin adulto le imprime al recuerdo. Así, el juego infantil de desplegar unos calcetines enrollados en forma de bolsa, y la inevitable desaparición de esta, no permiten anticipar la conclusión experiencial: «Me enseñó que la forma y el contenido, lo envuelto y el envoltorio son idénticos. Me instruyó para extraer de la poesía la verdad con tanta cautela como la mano infantil sacaba de la bolsa el calcetín».

Cuarenta años después
Volvamos a Port Bou. La muerte de Walter Benjamin… es el tercer volumen de la serie de «ensayos gráficos» Manifiesto incierto, aplaudida empresa del dibujante y escritor francosuizo Frédéric Pajak, que arrancó en 1999 con La inmensa soledad (Errata Naturae, 2015). El éxito del título, concebido en torno a las figuras de Nietzsche y Pavese, y sus respectivas «estancias huérfanas» en Turín, animó a Pajak a abordar trabajos similares sobre Apollinaire, Joyce o Schopenhauer, que sirvieron de banco de pruebas a los nueve volúmenes que hasta ahora cuenta Manifiesto incierto y que la editorial promete traducir en su totalidad.
Iniciada en 2012, y engrosada a razón de un título por año, esta galería de malditos, incomprendidos y desafortunados se compone de trabajos sobre Van Gogh, Emily Dickinson, Marina Tsvetáieva, Pessoa o el «irrecuperable» filósofo supremacista Gobineau, además del volumen puramente autobiográfico Blessures («Heridas»). Más de un centenar de dibujos a pluma y tinta, a menudo sombríos e inquietantes, se yuxtaponen en cada entrega a textos precisos, incisivos y no menos desasosegantes, que se inspiran en la vida y obra de sus protagonistas o nacen de reflexiones del propio Pajak. Todo el conjunto está situado bajo la advocación de la soledad, el malestar, la exclusión y el fracaso. Un cóctel de éxito que, signo de unos tiempos de zozobra, ha valido a Pajak prestigiosos premios.
Si La inmensa soledad tendía un puente entre Nietzsche y Pavese, los dos primeros volúmenes de la trilogía sobre Benjamin lo relacionan con dos de sus faros: Baudelaire y el surrealismo, personalizado este en Breton, su corte y la joven enajenada que dará cuerpo a Nadja. Pero, mientras el primero (Con Walter Benjamin, soñador abismado en el paisaje) sobrevuela las grandes cuestiones que marcan el pensamiento del berlinés, se acerca a su personalidad y lo deposita a la puerta de los días en que las fauces nazis engullen la frágil democracia alemana, el segundo (Nadja, André Breton y Walter Benjamin bajo el cielo de París), lo sitúa en el horno donde se irá cociendo desde 1926 su gran obra inconclusa, Libro de los pasajes. Un gigantesco laberinto en el que el pensador, enemigo del mito del progreso lineal, enemigo de la alienante modernidad, se propone desentrañarla a través del estudio de su capital por excelencia, París, y de su más acerado observador y crítico, Baudelaire. El poeta y hastiado paseante parisino que descortezó a pie de calle la mutación social llamada a acabar por hostigamiento técnico con los propios paseantes.

El sentido de la calle
Las calles del París que atraería de modo cada vez más hipnótico a Benjamin después de la Gran Guerra, y en el que se establecería al exiliarse de Alemania en 1933, habían proseguido, como las de otras grandes ciudades, la evolución que ya entreveía Baudelaire: ser tomadas al asalto por las mercancías, automóvil incluido, y por sus luces, ruidos, humos y reclamos. La escritura había salido a la calle en forma de rótulos y anuncios y pedía a gritos que Benjamin, investigador impenitente del lenguaje y de sus relaciones con la realidad, la interpretara en sus nuevos ropajes. Es lo que hizo hacia 1925, cuando comenzó a escribir los textos de Calle de sentido único,una miscelánea de escenas urbanas, reflexiones, recuerdos, consejos irónicos para literatos y críticos, alegatos y algunos aforismos, publicada en 1928 y continuada en una serie de nuevos capítulos, en su mayor parte inéditos, hasta 1934.
Para entonces, Benjamin descreía de tratados y sistemas; había roto con la idea tradicional de totalidad y, por influencia surrealista, privilegiaba el fragmento y la miniatura sobre el mamotreto; sostenía que el significado de los conceptos variaba según las constelaciones en los que se encontraran inmersos y había desarrollado en plenitud su instrumento favorito de reflexión: las imágenes y las alegorías. Además había añadido un nuevo eslabón, el análisis marxista, a su vasta formación y pretendía enlazarlo con el resto de la cadena para reforzar su solidez teórica.
¿En qué consistía, a grandes rasgos, esa cadena? Tras cursar estudios de filosofía, filología alemana e historia del arte, Benjamin, por entonces próximo al anarquismo, había hecho su tesis doctoral (1919) sobre la crítica de arte en el romanticismo alemán. La aborda, explica Concha Fernández Martorell en Crónica de un pensador, de modo filológico, escrutando la evolución histórica del lenguaje para detectar el tejido lingüístico del pensamiento. Desmenuza la lengua de modo obsesivo para profundizar en significados y articulaciones, y de ese modo descifrar la realidad histórica y social que ocultan. Mantendrá este proceder en la tesis con la que intentó sin éxito ser habilitado como profesor universitario, El origen del drama barroco alemán (1923-1925, publicada en 1928). La Universidad nunca le admitiría y su vida se vería para siempre sumida en la estrechez, pero en ese impresionante trabajo, alcanza altas cimas de reflexión sobre la alegoría: «Es, en el reino del pensamiento —asegura— lo que la ruina en el reino de las cosas». Su filosofía del lenguaje daba un salto de gigante, bien aprovechado décadas después por pensadores como Barthes o Foucault, pero la tesis fue rechazada por «incomprensible».

La teología hebrea
Si sus investigaciones arqueológicas sobre el lenguaje eran rechazadas por la academia, otra de sus raíces intelectuales, la teología judía, con la que entró en contacto en sus años de estudiante, le granjeará problemas con los marxistas. Alejado del sionismo, la causa judía y sus objetivos políticos, Benjamin defendía no obstante la importancia del pensamiento espiritual hebreo y lo aplicó al lenguaje y a su noción de la historia a través de conceptos tomados de la Cábala. Por ejemplo, los 49 grados atribuidos a cada pasaje de la Torá se relacionan con los múltiples sentidos que desprenden numerosos párrafos de su obra. ¿Teología? Para Benjamin sí, pero pregunten a otros poetas. Otro ejemplo: cuando afirma que «el lenguaje es lo que crea y lo que realiza», ¿hace teología? Benjamin así lo cree, pero habría que preguntárselo al difunto Agustín García Calvo.
En cuanto a la historia, Benjamín acuñó el concepto de tiempo-ahora, basado en la tradición judía y opuesto al tiempo histórico que avanza sin pausa hacia el futuro a lomos del progreso. Es un tiempo pleno que, para la tradición hebraica, deja «una pequeña puerta por la que puede entrar el Mesías». Para Benjamin, es teología. Para Tolstói, era el instante eterno en el que el alma se reencontraba con el espíritu universal, al que a veces personaliza. Para el budismo es la Iluminación, el sentimiento de unidad con el universo. Dios tardó mucho en morirse, si alguna vez lo hizo, pero los diversos modos de suspender el yo, su poder y su historia han recorrido el planeta y sus farmacopeas desde hace milenios.
Benjamin convierte su tiempo-ahora en un concepto central de su teoría de la experiencia y le da una aplicación crucial en su crítica revolucionaria de la modernidad, cuyo objetivo no es alcanzar paraísos sino evitar «lo peor», que intuye llegará en años venideros. Así distingue vivencia y experiencia. La vivencia, o shock, es inmediata, efímera y reemplazable de inmediato por otra. Fascina y es un vehículo inmejorable para la propaganda, la publicidad, el frenesí del consumo o el bombardeo de información. Crece en paralelo al desarrollo técnico y empobrece al ser humano. El berlinés ya lo vio; el siglo XXI lo soporta como una losa.
Por el contrario, la experiencia, que Benjamin estima en trance de extinción y relaciona con el concepto de aura, es una relación singular e irrepetible del sujeto con los objetos y se produce en el tiempo-ahora. ¿Qué es el aura? Así lo explica el pensador en uno de sus últimos grandes trabajos, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1935): «Descansar en un atardecer de verano y seguir con la mirada una cordillera en el horizonte o una rama que arroja su sombra sobre el que reposa, eso es aspirar el aura de esas montañas, de esa rama». En otras palabras: «Llamamos aura a las representaciones que, asentadas en la memoria involuntaria, pugnan por agruparse en torno a un objeto sensible».

De nuevo en la calle
En la dedicatoria de Calle de sentido único, Benjamin proclama que, por haberla abierto en el autor, esa vía lleva el nombre de Asja Lacis, actriz letona que le introducirá en el comunismo bolchevique mientras él la admiraba y amaba. Su interés por el marxismo avanzaba, pues, tan deprisa como sus intentos de fusionarlo con la teología, la teoría del lenguaje y la teoría de la experiencia. De ahí que junto a su proverbial capacidad para detectar el detalle periférico pero significativo, su intuición para abordar cuestiones desde varios puntos de vista complementarios o su tradicional mimo poético a las palabras, aparecen en este libro pasajes políticos de perfil revolucionario.
Calle de sentido único se presenta al lector como un paseo donde se encontrará hasta 60 inmuebles o solares que componen una cosmovisión crítica de la modernidad. Benjamin hace un gran despliegue de humor, inesperado en un hombre que pasa por triste, solitario y maniático, a la hora de titular estas miniaturas. «Terreno en obras» se refiere a la inutilidad de pensar objetos que puedan interesar a los niños, cuando estos disfrutan sobre todo con los desechos. «Peluquero para damas delicadas» es un alegato contra la pena de muerte. «Se alquilan estas superficies» extiende un certificado de defunción de la crítica a manos de la publicidad. Pero el berlinés también incluye piezas como la más extensa «Panorama imperial», un lúcido análisis de la debilidad de la República de Weimar y de la estupidez de los ciudadanos alemanes, a la vez que un llamamiento a la revuelta. O «Hacia el planetario», en la que tras denunciar la pérdida de la experiencia cósmica en la modernidad, sostiene que la técnica no debe conducir al dominio de la naturaleza sino al de la relación con ella.
Más allá, cabe preguntarse cuál es el sentido único de la calle que lleva el nombre de la revolucionaria. Pues, sencillamente, el que se inicia en el primer capítulo («Estación de servicio»), donde se advierte que la situación del momento exige relegar el libro y dar prioridad al panfleto, el artículo y la acción, y conduce hasta el último, el citado «Hacia el planetario». En este se concluye, tras postular que el hombre ha sido sustituido por un nuevo organismo, la humanidad, herido por la Gran Guerra, que «el poder del proletariado es la vara para medir su grado de convalecencia. Si su disciplina no penetra en ese organismo hasta la médula, ningún razonamiento pacifista lo salvará». A esto se ha llamado marxismo pesimista. Bendita ilusión.

Walter Benjamin en frases
Romanticismo: «Los románticos no conocen nada que sea infinito, sino tan solo lo infinito mismo. Y lo infinito es el universo, la común esencia a toda cosa».
Teología y arte: «Las obras de arte más antiguas nacieron al servicio de un ritual que fue primero mágico y, en un segundo tiempo, religioso. Pero […] el modo aurático de existencia de la obra de arte nunca queda del todo desligado de su función ritual. Dicho en otras palabras: el valor único de la obra de arte auténtica se encuentra en todo caso teológicamente fundado» (De La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica).
Alegoría: «La alegoría conoce numerosos enigmas, pero ningún misterio. El enigma en efecto es un fragmento que conforma un todo con otro fragmento, con el cual encaja. El misterio en cambio se ha ido mostrando, desde siempre, con la imagen del velo, un viejo cómplice de la lejanía» (De El libro de los pasajes).
Coleccionismo: «Al gran coleccionista le perturba la dispersión y el caos en que se halla toda cosa en el mundo. […] El alegórico, en cambio, representa el polo opuesto del coleccionista. Ha renunciado a iluminar las cosas con el empleo de la investigación de sus afinidades o su esencia. Así que las desliga de su entorno, mientras que deja […] a su melancolía iluminar su significado» (De El libro de los pasajes).
Constelación: «No es que lo pasado venga a volcar su luz en lo presente, o lo presente sobre lo pasado, sino que la imagen es aquello en la cual lo que ha sido se une como un relámpago al ahora para formar una constelación. Dicho en otras palabras: imagen es la dialéctica en suspenso. Pues así como la relación del presente respecto del pasado es puramente continua, temporal, la de lo que ha sido respecto del ahora es en cambio dialéctica: no es curso, es imagen, y se produce en discontinuidad» (De El libro de los pasajes).
Alemania: «El surrealismo ha reaccionado con extrema violencia, que honra a Francia y a sus intelectuales, contra esa mezcla de literatura y periodismo que en Alemania está empezando a convertirse en la fórmula propia de la actividad literaria. Así ha dotado a […] la poesía pura, que amenazaba con hundirse en lo académico, de un fuerte sentido demagógico, casi incluso político. […] El surrealismo ha comprendido la interrelación hoy existente entre diletantismo y corrupción, que conforma la base operativa sobre la que se extiende el periodismo» (De Diario de París).
Filósofos: «Son los lacayos peor pagados de la burguesía internacional, por ser los más superfluos».
Baudelaire: «La alegoría barroca ve el cadáver sólo desde fuera. Baudelaire también lo observa desde dentro» (De Parque Central). «El spleen de Baudelaire es su dolor por la decadencia del aura» (De El libro de los pasajes).
Teología y materialismo: «Se dice que hubo un autómata construido en tal forma que habría replicado a cada jugada de un ajedrecista con una contraria que le aseguraba ganar la partida. Pero, en verdad, allí dentro (de la mesa) había sentado un enano corcovado que era un maestro en el juego del ajedrez y guiaba por medio de hilos la mano del muñeco. Puede imaginarse un equivalente de este aparato en filosofía. Siempre debe ganar el muñeco llamado materialismo histórico, pudiendo enfrentarse con cualquiera si toma a la teología a su servicio, la cual, hoy día, es pequeña y fea, y no ha de dejarse ver en absoluto» (De Sobre el concepto de historia).

Eugenio Fuentes nació en Londres, en el hospital de St. Mary Abbot’s, donde doce años después fallecería el legendario guitarrista Jimi Hendrix. Licenciado en historia y especializado en relaciones internacionales contemporáneas, ejerció la docencia y la investigación en la Universidad de Rennes 2 Alta Bretaña durante cuatro años. En 1988 se integró en la redacción del diario La Nueva España, del que durante casi tres décadas fue responsable de información internacional, analista político, columnista y crítico literario. Fruto de una insana pasión por los libros mantuvo durante 31 años en el suplemento Cultura la sección de novedades «La brújula», alimentada sobre todo por volúmenes huidizos publicados por pequeñas editoriales. Entre 2000 y 2004 quedó embrujado por el pintor Luis Fernández, a quien dedicó numerosos artículos y el documental Los mundos de Luis Fernández.
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