/ por Richard Seymour /
Artículo originalmente publicado en Patreon el 19 de noviembre de 2020, traducido al castellano por Pablo Batalla Cueto
He aquí un dispositivo diabólico e ingenioso; un dispositivo discursivo que atesora, como decía Lacan del superego, un «carácter ciego y sin sentido, de pura imperatividad y simple tiranía». Podría esquematizarlo más o menos así: se te acusa de algo grotesco, falso e injusto, pero, como las mejores calumnias, contiene la suficiente referencia a acontecimientos reales para que tengas que responder de ello. Si te defiendes, te inculpas a ti mismo: estás negando el problema o no tomándotelo en serio o desentendiéndote de preocupaciones reales. Si no te defiendes, admites tu culpa. Si tratas de matizar, evidencias equivocación o desvío y tu voz queda ahogada en un estruendo de tonterías. Si te disculpas, nunca es suficiente, siempre es una disculpa falsa, y en todo caso confirma la acusación original. Si no te disculpas, pruebas tu culpa. Si tomas medidas, o no es suficiente, o es sospechoso, o demuestra que eras culpable para empezar. Si no tomas medidas, eres un monstruo. La irracionalidad superegoica de cada tribunal y cada caza de brujas de la historia política.
¿Cómo ha sucedido esto? ¿Cómo funciona? ¿Por qué provoca semejante parálisis? No pretendo reactivar exhaustivamente las guerras del Partido Laborista en torno al antisemitismo. He sido lo suficientemente claro sobre mi posicionamiento. Simplemente me gustaría decir lo suficiente para trazar un contexto. Consideremos algunas afirmaciones inauditas sobre la extensión y la severidad del antisemitismo bajo el liderazgo de Jeremy Corbyn. El antisemitismo «está ahora firmemente incrustado en el ADN del Partido Laborista»; el Partido Laborista «es ahora mismo un partido racista» (Dan Hodges). «Todo el mundo sabe que hay un problema con el antisemitismo en la izquierda, pero continúa dándose con impunidad y goza de carta blanca bajo Corbyn» (una fuente anónima del Partido Laborista). Corbyn es un «puto racista» (Margaret Hodge) que quiere «reabrir las puertas de Auschwitz» (Simon Heffer), y un Gobierno liderado por él supondría una «amenaza existencial» para la vida judía en el Reino Unido (Jewish Chronicle). Unos pocos ejemplos entre tantos. Afirmaciones inauditas necesitan pruebas inauditas, pero hay, y siempre ha habido, una vergonzosa escasez de pruebas de estas aseveraciones. Ni una sola investigación, desde la encuesta de Baroness Royall hasta la de Chakrabarty, pasando por el informe de EHRC, las avala. Ni una. Ni una sola encuesta rigurosa de opinión ha encontrado que el antisemitismo sea particularmente frecuente en la izquierda.
Podría, en consecuencia, calificarse estas afirmaciones infundadas de «exageraciones». Podría uno ir más allá y describirlas, como hizo hace unos años Independent Jewish Voices, como una «campaña de intimidación». Lo considero demasiado benigno: yo diría que son completamente monstruosas. Niego que cualquiera que diga tales cosas se tome en serio el antisemitismo. Entonces, ¿por qué Rebecca Long-Bailey le dice a Robert Peston que no cree que sea siquiera posible exagerar el antisemitismo o cualquier otra forma de racismo? ¿Qué clase de afirmación es ésa? Si se tratase de una aseveración empírica, sobre las cosas del mundo, su carácter absurdo sería demasiado obvio. Más bien parece una aseveración de Long-Bailey sobre sí misma; sobre la clase de persona que es: no es la clase de persona que diría que el racismo puede ser exagerado. Un acto de postureo ético.
Estamos ante una mecánica endiablada. Como Freud subrayaba en El malestar en la cultura, cuanto más se cede al superego, más violentamente castiga este. En términos de Lacan, el superego es tanto la ley como su destrucción. La moral del superego siempre es «una moral sin sentido, destructiva, puramente obsesiva, casi siempre antilegal». Por desgracia, el efecto de la negociación de rehenes entre Long-Bailey y el superego político (os daré cualquier cosa para que me dejéis hablar de la revolución industrial verde) alimenta la dinámica de que asuntos que deberían ser discutidos con base en la razón y la evidencia sean dirimidos en cambio con «pura imperatividad y simple tiranía».
¿Por qué tanta gente en la izquierda se desmorona ante esta irracionalidad absoluta? Es cierto que los errores de cálculo y los excesos de Starmer han provocado una vasta oposición entre los laboristas. No creo que esté entre los planes del aparato incitar una guerra total con los militantes. Sin embargo, la pusilanimidad política y la falta de rigor en este tema han sido palpables durante años. ¿Por qué?
Hasta cierto punto, puede afirmarse que esto refleja patrones bien arraigados en las comunidades woke. Probablemente sepa a qué me refiero. En una reunión, aventura una opinión que parece indiscutible. A continuación, alguien que parece totalmente indiferente a la valía de lo que usted ha dicho afirma que su aseveración es dañina y traumatizante. Usted explica lo que quería decir, pero eso solamente lo empeora. Es una excusa; agrava el trauma. Pero esto es solamente una vertiente de un problema más arraigado. ¿Por qué tantos en la izquierda defienden al Stalin de las farsas judiciales? ¿Por qué los reclutas del maoísmo estaban tan dispuestos para la autocrítica? ¿Por qué los colectivos concienciados descienden tan a menudo a un círculo vicioso de superioridad moral? ¿Por qué algunos colapsos trotskistas recientes han sido provocados por exactamente esta clase de implosión purgatoria? El castillo del vampiro del que Mark Fisher nos invita a salir es sólo una alegoría arquitectónica. En última instancia, creo que una porción demasiado grande de la izquierda ha estado siempre mucho más interesada en el terreno moral —en apaciguar la ley paterna— que en la eficacia política. La cháchara vacua del «caminar y masticar chicle al mismo tiempo» convence a exactamente nadie. Lo más triste de todo es la frecuencia con que esta genuflexión ante los ídolos morales se vende con un guiño ladino como Realpolitik curtida.
La verdad es que incluso hablar de exageración es un intento fútil de apaciguar al superego. Al igual que las varias soluciones burocráticas implementadas por Corbyn, y los inanes bromuros televisivos de McDonnell, esta línea de la exageración soslaya por completo la política. No se trata solo de una exageración. No se va simplemente demasiado lejos. No podemos limitarnos a rogar a los calumniadores que sean un poquito más razonables y reculen un tanto. Lo que tenemos enfrente es una distorsión grotesca; un peligroso analfabetismo histórico.
La violencia contra los judíos ha sido estructuralmente central para la reacción moderna, desde Burke hasta el affaire Dreyfus, desde los segregacionistas hasta los nazis, desde el macartismo hasta la resistencia masiva. Ha sido central en el programa del anticomunismo y el nacionalismo. Contrariamente a las expectativas generalizadas, la aparición de Israel como un Estado racista no ha alterado esa ecuación en lo fundamental. El auge reciente de un nacionalismo paranoico también ha provocado un aumento global de la violencia simbólica y física contra los judíos: ataques físicos, tumbas profanadas, terrorismo de lobos solitarios, fascistas que marchan coreando que «los judíos no nos reemplazarán». Trump culpando del terror antisemita a los judíos, consintiendo a los neonazis. Los tories lanzando guiños al discurso del marxismo cultural. La izquierda no tiene nada parecido a esa relación estructural con el antisemitismo que la derecha sí tiene. Cuando el antisemitismo florece en la derecha, la refuerza. Cuando aparece en la izquierda, la debilita.
Comprender esto es fundamental para las coaliciones antifascistas que necesitaremos armar muy pronto. Si la izquierda se toma esto en serio, debe dejar de pugnar por un estándar moral que ha sido maliciosamente definido por sus enemigos.
Richard Seymour (Ballymena, 1977) es un escritor, analista y locutor marxista norirlandés, autor de libros como The liberal defence of murder (2008), Against austerity (2014) y Corbyn: the strange rebirth of radical politics (2018). Akal ha publicado en español su The twittering machine (2020), una investigación sobre los efectos políticos y psicológicos de nuestra cambiante relación con los medios sociales. Sus columnas aparecen regularmente en The Guardian, Jacobin, London Review of Books, New York Times y Prospect.
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