/ por Sumit Guha /
Artículo originalmente publicado en Imperial & Global Forum, traducido al español por Pablo Batalla Cueto
Occidente es una región del mundo que suele vanagloriarse de ser cuna de la historiografía moderna proclamando la posesión de una tradición ininterrumpida de investigación racional, desde Tucídides y Suetonio hasta Hume y Mommsen. El mando colonial impuso la creencia en esta genealogía a sus súbditos imperiales en todo el globo.
Sostengo que una historia decolonial debe provincializar Europa misma —como dijera Dipesh Chakrabarti hace veinte años—. Pero provincializar Occidente no debe significar negar su existencia: se trataría más bien de reubicar los protocolos occidentales con respecto a la historia en un marco comparativo e investigar el funcionamiento auténtico de la memoria colectiva occidental, tanto en el pasado como en el presente.
Los primeros libros de texto sobre la historia del Sudeste Asiático fueron escritos con la certidumbre de que solo los europeos poseían tradiciones cronológicas auténticas. La Historia de la India de J. C. Marshman apareció en 1836, y traducciones y libros de texto basados en ella fueron claves para inculcar la historiografía occidental a los estudiantes de la India británica. Marshman desdeñó toda cronología ajena a sus propios libros sagrados declarando que, con «la excepción de la historia de los judíos, en las Sagradas Escrituras, de ninguna nación antigua los anales auténticos se extienden más de dos mil ochocientos años más allá de la fecha actual».
Al margen del supuesto legado de Tucídides, quienes en Occidente abanderaban historias socialmente vitales eran los heraldos, quienes reconocían el lenguaje simbólico de los escudos de armas que visibilizaban el honor y el estatus en sociedades altamente iletradas. Genealogistas y poetas en inicio, se convirtieron gradualmente en hermandades organizadas, que finalmente serían reconocidas o reemplazadas por las monarquías centralizadoras en Inglaterra y Francia. Hasta bien entrado el siglo XVII, la tradición popular inglesa se contentaba con asumir la historicidad de Robin Hood y el rey Arturo (ninguno de los cuales ha sido identificado fehacientemente). Alfred Nutt (1856-1910), uno de los más importantes estudiosos del folclore, escribía esto sobre la tradición historiográfica occidental en el siglo XVII:
«Ahora sabemos que la saga de Troya, la leyenda que ubica a un fugitivo de Ilion en el nacimiento de algunas de las principales naciones de la Europa moderna, carece del menor fundamento histórico, racial, arqueológico o lingüístico […] Sin embargo, fue considerada una verdad indubitable durante siglos; se incrustaba en cada crónica nacional, en cada genealogía principesca; estadistas y monarcas confiaban en ella; la aceptaban lo mismo el clérigo erudito que el juglar ambulante».
Contiendas feroces se producían a un nivel inferior en torno a la veracidad de la historia familar y el estatus honorable que de ella se derivaba, lo que se conectaba con el honor local y el despliegue de signos de jerarquía, tales como los escudos de armas. Hombres de rango modesto y medio bregaban por estas cuestiones con gran animosidad y no poco dispendio. Para el siglo XVI, los reyes del College of Arms —máxima autoridad heráldica en el Reino Unido— habían delimitado jurisdicciones territoriales y salían periódicamente a verificar si personas de bajo grado exhibían emblemas no autorizados en sus casas, prendas de vestir o sepulturas.

Hombres de medios modestos dilapidaban sumas considerables e incluso derramaban sangre en defensa de su honor, como sucedió en el caso Sandys contra Willett: «El Acusado [Willett] había dicho que Henry Sandys era un vulgar caballero, y que él (el Acusado) era un caballero y un soldado, tan caballero como Richard Sandys; que descendía de la casa de Warwick por línea materna, y por la línea paterna de la casa de Mortimer, conde de March; y que sus armas eran…». El veredicto se pronunció el 5 de diciembre de 1639 y dictaminó 100 marcos de daños y perjuicios (66,66 libras esterlinas) y 20 de costas, por lo que el litigio costó a Willett cerca de cien libras esterlinas en una epoca en la que el salario de un soldado podía ser de una libra al més.
Tal era la historia vivida y polémica que agitaba a la gente común, entre la que nadie impugnaba seriamente la genealogía que remontaba el origen de las grandes dinastías, e incluso naciones, a un fugitivo único del saqueo de Troya, o hasta a Abraham y Noé. Del mismo modo que la ciencia moderna se solapaba con la astrología y la alquimia, el estudio heráldico se superponía a los inicios de la historiografía. Solo de manera gradual esta historia familiar fue desplazada por nuevas historias escritas por profesionales y resumidas en los libros de texto escolares.
José Antonio Guillén Berrendero señala en España, de manera similar, la influencia creciente de la burocracia alfabetizada en estos procesos. Un tratado de 1567 especificaba que el peticionario debía presentar rápidamente una genealogía escrita con su madre, padre y abuelos paternos y maternos. Añade que el impulso conferido a la compilación de censos parroquiales y civiles durante la década de 1540 proveyó de material fresco a este proceso, que se hizo más riguroso en las centurias subsiguientes, espoleado ahora por el propósito de reducir el número de nobles pobres (hidalgos), percibidos como un lastre para el crecimiento económico. Pero fue solo más recientemente aún, y en entornos muy concretos, que la historia profesionalizada comenzó a ser apoyada por derecho propio.
Anthony Grafton describe cómo «Baudouin, Bodin y demás convencieron a los patricios eruditos que dirigían las universidades y los liceos de ver la historia como ellos la veían: como una disciplina formal, equiparable al derecho en utilidad y estatus». Pero incluso entonces, la historia debía insertarse con firmeza en el marco indiscutible de la religión revelada. Además, tenía que ajustarse al clima político que circundaba al autor. La base genealógica de la Monarquía en muchas porciones de Eurasia hacía que un cierto tipo de investigación histórica fuera a la vez necesaria y peligrosa. El poder que los monarcas, obispos y patricios ejercían en el siglo XVII pasó a manos de los rectores y demás autoridades universitarias hacia principios del siglo XX, especialmente en Estados Unidos. Pero a través suyo —escribe Peter Novick—, los mecenas ejercían una «influencia generalizada en la definición de los límites del discurso académico permisible, a través de su presencia en juntas directivas y por medio de administradores obedientes». Tales influencias crecen de nuevo en Estados Unidos a medida que las administraciones universitarias sucumben a la presión de los mecenas de hoy y sus agendas.
Los historiadores occidentales soslayan con frecuencia el hecho de que su disciplina tenga su origen en la historia familiar y la genealogía, cuyo crecimiento sobrepasa con creces en la actualidad al de la historia profesional. Se asiste en nuestros días a una auténtica explosión de la producción comercial de información genealógica a través de sitios web como ancestry.com. Ello atestigua un creciente interés público en una especie de historia familiar; una que no persigue, como en la Inglaterra del siglo XVII, robustecer el privilegio actual acreditando un origen noble, sino conectarse con etnicidades interesantes o antepasados dignos. Como corresponde a la generación yo, el suscriptor de un servicio de pruebas genéticas no persigue un propósito genealógico transindividual; ninguna línea que conecte antepasados nobles con descendientes honorables.
Un equipo de tres académicos que han analizado estos tests comerciales escriben que estos «tienden a emplear muestras de subgrupos limitados y generalizar sus hallazgos a poblaciones extensas (por ejemplo, los africanos occidentales a toda la población africana)». Han estudiado los foros de Stormfront, una web supremacista blanca, y hallado discusiones sobre la blanquitud y evaluaciones subjetivas de tests genéticos como la siguiente: «Cuando haces [un test de] 23andme, los resultados directos son una puta mierda, si 23 dice que eres 100 europeo no es suficiente y tienes que mirar en GEDMATCH para la verdadera respuesta». Otro hilo contenía el siguiente post: «Una vez cargado, puedes cotejar tus datos con una serie de calculadores, y encontrar coincidencias de ADN […] Me parece mejor utilizar varias estimaciones y explorar a través de servicios como Gedmatch. Por mi parte, en los últimos quinientos años, estoy muy seguro de que soy 99,7%+ europeo».
Hace algunos siglos, tal vez este forero habría estado igualmente seguro de su origen aristocrático: remontándolo quizás hasta el rey Arturo, o Eneas de Troya, y habría acudido al criterio de autoridad de Virgilio o Geoffrey de Monmouth. Nuevas microhistorias alternativas erosionan hoy la preponderancia de los historiadores profesionales, a los que tanto costó desalojar de su campo a los heraldos hace algunos siglos.
Irónicamente, categorías de linaje racial como dolicocéfalo, braquicéfalo, ario, etcétera, fueron introducidas en los libros de texto coloniales en el siglo XIX, y persisten en la actualidad. La historia decolonial debe fijarse en las prácticas actuales en Occidente y Oriente. Mi conferencia (y el libro en el que se basa) inician dicha empresa.

Sumit Guha es profesor en la Universidad de Texas en Austin. Se educó en Italia e India, donde se graduó en historia por la Universidad Jawaharlal Nehru, de Nueva Dehli. Se doctoró en la Universidad de Cambridge en 1981 y regresó a India para impartir clases en el St. Stephen’s College de Delhi, entre 1981 y 1996. Entre 1996 y 1996 fue profesor en el Indian Institute of Management de Calcuta y seguidamente se trasladó a Estados Unidos, donde ha trabajado en la Universidad Brown, la Estatal de Nueva Jersey y, finalmente, la de Texas, donde se radica desde 2013. Ha publicado varios libros y, entre ellos, History and collective memory in South Asia, c. 1200-2000 (2019) y Tribes and States in Asia (2021).
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