/ por Arturo Caballero Bastardo /
La salida a las librerías de Arte y perversión: apuntes para una poética de la sociedad satisfecha (Trea, 2021), en la que titulo un capítulo «El cuerpo es el campo de batalla» (artístico pero no solo artístico) ha coincidido con la concesión del Premio Princesa de Asturias de las Artes a Marina Abramović como
«parte de la genealogía de la performance, con una componente sensorial y espiritual anteriormente no conocida. Cargado de una voluntad de permanente cambio, su trabajo ha dotado a la experimentación y a la búsqueda de lenguajes originales de una esencia profundamente humana. La valentía de Abramović en la entrega al arte absoluto y su adhesión a la vanguardia ofrecen experiencias conmovedoras, que reclaman una intensa vinculación del espectador y la convierten en una de las artistas más emocionantes de nuestro tiempo».
El premio, además del propio reconocimiento y del prestigio que posee, está dotado con una escultura de Joan Miró y con 50.000 euros.
De entre todas sus obras, solía destacar en mis clases Rhythm 0 (1974), en la que puso a libre disposición del público setenta y dos objetos (entre ellos una pistola, un látigo, tijeras y cuchillos) que podían usarse sobre la artista durante seis horas. Sobre ella dijo:
«La experiencia que aprendí fue que […] si se deja la decisión al público, te pueden matar […] Me sentí realmente violada: me cortaron la ropa, me clavaron espinas de rosas en el estómago, una persona me apuntó con el arma en la cabeza y otra se la quitó. Se creó una atmósfera agresiva. Después de exactamente seis horas, como estaba planeado, me puse de pie y empecé a caminar hacia el público. Todo el mundo salió corriendo, escapando de una confrontación real».
Se entiende que su obra no guste a un sector muy amplio de la población y hasta es lógico que se critique la decisión de un jurado. Además, es sano intelectualmente. Lo que ha sorprendido de la situación, y este hecho corre en paralelo con otras manifestaciones en el ámbito político, social y cultural, es la virulencia del ataque.
Ejemplos: «El concepto de Hamparte lo creó el profesor y youtuber Antonio García Villarán, que tituló su primer libro El arte de no tener talento, y sí echarle bastante morro, añadiría yo. Un arte a medida de la era de los emoticonos y el ego, capitaneado por una banda de progres maleantes dispuestos a cometer todo tipo de delitos artísticos» (Nuria Richart en Libertad Digital). «El tratamiento de la noticia de este premio se ha hecho con total desconsideración para el público, pues conscientes como son de que las ocurrencias de Abramović producen un natural rechazo en cualquier mente normalmente constituida, se curan en salud y nos han dicho que el arte de la premiada solo está al alcance de la comprensión de mentes despiertas, instaladas en la modernidad después de traspasar la oscura época de Velázquez, Murillo…» (Javier Paredes, hispanidad.com). «O sea, que en mi pueblo astur premian a una chiflada que un día se deja pegar por el público, al otro se exhibe en cueros —esto siempre resulta extraordinariamente artístico, a fuer de vanguardista— y un tercero se expone ella misma en un escenario durante horas para ser mirada, no sé si admirada, por el público» (Eulogio López, también en hispanidad.com).
Otros medios han sido más moderados, pero se recurre a la autoridad de Paolo Sorrentino para atizarla, dado que el director recogió en La gran belleza (2013) a una artista que se da cabezazos contra la pared, con la que se la identifica.
Es verdad que la mayoría y la más consolidada —aunque no me atrevería en los tiempos que corren a decir seria— de la prensa acepta el discurso artísticamente correcto sobre las aportaciones de la creadora serbia a la expresión contemporánea.
Quizá sea por la edad, pero algunas veces tengo la impresión de que con demasiada frecuencia una generación —tan vituperada hoy como la que aprobó y puso en funcionamiento la Constitución del 78— acostumbrada a intercambiar, y hasta confrontar, en espacios abiertos sus opciones vitales está siendo empujada, de una forma u otra y desde posiciones extremistas, a enterrarse en dos trincheras cada vez más hondas y más alejadas entre sí. Y no me gusta nada que me empujen. Por ello me permito realizar las humildes reflexiones que siguen. Preferiría que no se calificasen como neutrales o equidistantes (pienso que a los tibios los vomita Dios) y mucho menos pretenden tener la autoridad elitista de las de un mandarín porque, de ellos, ni el flan chino. Pero ni esto se puede evitar, así que: «¡Adelante!».
La primera de esas consideraciones tiene que ver, necesariamente, con el concepto de arte. Un arte que siempre es contemporáneo. No hay otro. Por muchas vueltas que le demos, las cuencas de los ojos de los coetáneos de Velázquez están vacías, porque se las comieron los gusanos, así que solo podemos ver Las meninas con los nuestros. Un arte, o como queramos denominarlo, que en un mundo complejo como el actual está plasmado en infinita variedad de códigos que pueden ser compartidos por grupos sociales más o menos amplios, pero que pueden llegar a ser (como dicen John Carey respecto al arte tradicional y Nicholas Negroponte sobre las creaciones de las nuevas tecnologías) propios de una sola persona. Podemos cerrar los ojos a lo que nuestros coetáneos hacen, pero meter la cabeza en un agujero no impide que la realidad exista. Y nadie está capacitado para negar a nadie la posibilidad del disfrute, bien sea compartido, bien sea onanista. Un arte que, hace mucho tiempo, ha sobrepasado los medios tradicionales de expresión y se manifiesta con infinidad de técnicas y en infinidad de soportes y espacios. Un arte que, como quería Victor Vasarely en los años sesenta, no consiste ya en hacer, sino en hacer hacer. O, dicho de otro modo: un arte que nos convierta, a todos, en artistas. ¿Es eso malo?
La segunda, con la sociedad que soporta este tipo de manifestaciones. Los años sesenta y setenta supusieron una época de libertad en todos los campos que hoy —piensan algunos— está siendo cuestionada. Fue entonces cuando se inició una pequeña revolución de lo cotidiano y en especial en lo que respecta al cuerpo y mucho más al cuerpo del negro del mundo. Y se llevaron las manifestaciones hasta las últimas consecuencias, puedo aceptar que, quizá, sobrepasando los límites admisibles socialmente, y era lógico todo ello porque el cuerpo en la infinitud de sus dimensiones como microcosmos era el último reducto y el resumen de los anhelos de emancipación personal. Puede que compartamos, o no, expresiones artísticas como las que luego citaré; allá cada uno si mantiene la boca abierta como quienes se pliegan a cualquier pirueta artística, si arquea las cejas en gesto de interrogante incredulidad o si frunce el ceño añorando el arte del pasado (el de Rafael, sí, pero también el de los impresionistas o el de Picasso azul o rosa). El arte, querámoslo o no, es un asunto social, y otro tema —no menor— es quién paga esta ronda. Pero claro, en esta extravagante muestra de economía ultracapitalista subvencionada como la nuestra de comienzos del XXI, esa es una pregunta que podríamos hacer a instituciones, empresas y a tantas y tantas otras actividades e incluso personas… ¿Por qué solo al arte y no a la prensa, a los clubes de fútbol, a las empresas automovilísticas, a las compañías aéreas, a los bancos…?
La defensa de esos principios no impide que podamos, y debamos, tener opinión sobre lo que hace Abramović. Y en algunas ocasiones, entendiendo por qué hace las cosas, no es necesario que las compartamos ni estamos obligados a asumir sus expresiones formales como vehículo para manifestarse.
Una de las características del arte de la Idea (véase el artículo sobre Jonás Fadrique en este mismo medio) ha sido que algunos de los elementos propios y tradicionales del arte, como la representación haya sido sustituida por la presentación, tal como veíamos en Rhythm 0 donde todo lo que ocurría era real y en tiempo real. Los cambios experimentados en la práctica y en la recepción de la obra de arte en lo que va desde 1974 hasta hoy han permitido un último tour de force, muy en línea con algunos postulados apropiacionistas de la posmodernidad, volviendo a la representación de la presentación. Y esto me parece que sí que merece un comentario.
«Durante siete días seguidos, a partir del 9 de noviembre de 2005, Abramović desarrolló en el Museo Guggenheim de New York Siete piezas fáciles con las que pretendía rendir un homenaje a las performances y el body art de los sesenta y setenta. Dos de ellas eran creaciones de la propia Marina; una, la última, concebida específicamente para la ocasión: Entering the other side (2005), en la que, abstrayéndose del espacio y el tiempo, escenificaba una oración con la que pretendía hacer de mediadora entre el cielo y la tierra. A las 23:55, justo antes del final de la actuación, Abramović susurró: “Por favor, cierra los ojos, por favor”. Luego, continuó: “Imagina. Estoy aquí, y ahora. Usted está aquí, y ahora. No hay tiempo”. La otra obra era una recreación de una performance suya de 1975, Lips of Thomas, desarrollada originalmente en la galería Krinzinger de Innsbruck (Austria) en 1975. Consistía en una acción de dos horas de duración en la que Abramović, sentada desnuda sobre una mesa, comía primero un kilo de miel con cuchara de plata y posteriormente bebía un litro de vino tinto en un vaso de cristal. Una vez finalizado este proceso, la artista rompía el vaso, rasgando su estómago con una estrella de cinco puntas, al tiempo que comenzaba a azotarse violentamente hasta no sentir dolor. Después, la artista tendía su cuerpo boca arriba sobre una enorme cruz compuesta de bloques de hielo. Una estufa enfocada hacia su vientre hacía sangrar las heridas. Marina permaneció en esta posición durante treinta minutos, mientras su cuerpo comenzaba a congelarse, hasta que el público interrumpió la acción retirando los bloques de hielo situados bajo la artista. Las otras cinco eran recreaciones de diversos artistas: How to explain pictures to a dead hare, de Joseph Beuys (1965); Seedbed, de Vito Acconci (1972), en la que el artista había estado escondido bajo una tarima jadeando mientras simulaba masturbarse; The conditioning (1973), de Gina Pane y Body pressure, de Bruce Nauman (1974). Quedaba una quinta.
»En 1969 Waltraud Lehner, autodenominada VALIE EXPORT, realizó Genital panic en un cine porno presentándose en público con un subusil ametrallador, menos amenazante que el desinhibido sexo al descubierto que exhibía y que según la propia artista “fue una demostración muy fuerte de poder, al exponer el potencial del poder femenino, habitualmente oculto, codiciado y temido por los hombres”. Eran años ciertamente complejos intelectual y socialmente, tanto en Europa como en Estados Unidos; los coletazos de la primavera de Praga y de mayo del 68 y las manifestaciones contra la guerra de Vietnam. Aquella juventud no se sentía a gusto con los cánones sociales, políticos y económicos del mundo socialista ni tampoco con los del mundo capitalista. […]
»Marina Abramović recreó en 2005 Genital panic con la pretensión de reflexionar sobre la actualidad de su mensaje. El producto pone en evidencia la evolución de estas manifestaciones artísticas a lo largo de cuarenta años largos. También nosotros podemos expresar en alto nuestra propia reflexión: parece más una manifestación de cultureta artística que una provocación real; más un cierto bucle nostálgico que un grito de combate; más la expresión de una promesa incumplida que de una real liberación personal; y, citando a Cervantes cuando indicaba la función de la historia, más un “testimonio del pasado” que una “advertencia de lo porvenir”. Por pervertir, hasta se ha pervertido el espacio del rito. No lo realizó en un cine porno, como ocurrió con la primera, sino en el limpio, neutral, indiscutible y sacrosanto ámbito de un museo». (Arte y perversión, pp. 81-83).

Defendemos, como Baudelaire, que el arte, diálogo permanente entre permanencia y cambio, ha ampliado su campo de actuación hasta el infinito y más allá. Y eso está bien y cualquiera que intente limitar con normas esta experiencia, sea en una dirección o en otra, está atacando nuestra libertad y no debemos quedarnos callados. Lo tiene claro la Documenta de Kassel, quizá el acontecimiento más radical en el mundo artístico, que se produce cada cinco años en la ciudad alemana de la región de Hesse, que se ha atrevido a integrar desde cocineros (Ferrán Adriá participó en Documenta 12, 2007) hasta escritores (Enrique Vila-Matas fue invitado en la Documenta 13, 2012).
Vila-Matas publicó su experiencia en una obra: Kassel no invita a la lógica (Seix Barral, 2014), que más que una novela es la reflexión, inacabada porque no puede ser de otra forma, de un peregrinaje estético. En ella aparece de forma clara la perplejidad, pero también la fascinación, del hombre actual ante las obras de sus artistas coetáneos. Del capítulo 22 extraigo unos párrafos:
«”Pensé: ¿no vine a Kassel a buscar precisamente el instante estético? Sí, pero no sólo para eso, me respondí. Además, ese instante no lo había encontrado nunca a lo largo de mi vida y todo parecía indicar que las cosas iban a seguir igual para mí después de pasar por Kassel. De hecho, ni siquiera sabía qué podía ser verdaderamente un instante estético, pues hasta entonces solo había alcanzado a tener atisbos de ese instante, no mucho más. Quedé pensativo. ¿Para qué había ido a aquella ciudad? He venido, me dije, solo para pensar. Quedé pensativo. He venido para construir mentalmente una cabaña, un refugio humano donde meditar sobre el mundo extraviado. Quedé pensativo. He venido para leer algo sobre un buhonero y su muñón y sobre la España irremediablemente tenebrosa. He venido para buscar el misterio del universo y para iniciarme en la poesía de un álgebra desconocida y a buscar un reloj oblicuo y leer sobre el Romanticismo. Quedé pensativo. He venido para investigar cuál es la esencia, el núcleo puro y duro del arte contemporáneo. He venido para saber si hay vanguardia todavía en el arte. De hecho, he venido para realizar una investigación sobre Kassel. Quedé pensativo. He venido simplemente para contar a mi regreso lo que he visto. He venido para saber qué son los beatniks. Quedé pensativo. He venido a conocer el estado general de las artes. Quedé pensativo. He venido a recuperar el entusiasmo. Quedé menos pensativo. He venido para luego poder contar el viaje como si hubiera ido a la finca de Locus Solus, o a la Alcarria, a una Alcarria descrita por Roussel, por ejemplo. He venido para acceder a ese instante en el que un hombre parece asumir para siempre quién es. Quedé pensativo. He venido para dejar tranquila a mi mujer unos días. Quedé pensativo. He venido para dudar. Quedé indeciso. He venido para averiguar si tiene alguna lógica que me hayan invitado a Kassel a hacer un número chino. Quedé pensativo”.
Si Vila-Matas hubiese acompañado a Adriá, quizá la respuesta hubiese tomado forma de epifanía viendo Eclipse (2007) del artista chileno Gonzalo Díaz. Una instalación “en la que no era posible ver más que un potente círculo luminoso en medio de una habitación vacía, pero cuando te interponías entre el foco y la pared, en la sombra que se generaba, aparecía la frase: ‘Vienes al corazón de Alemania solo para leer la palabra Arte bajo tu propia sombra'”. Y, efectivamente, el arte no es lo que hay, sino lo que nosotros somos capaces de proyectar en aquello que vemos. Pero eso ya lo había escrito Spinoza: tampoco llevemos tan lejos la crítica. Quizá, como pensaba Hegel, hayamos dado al arte una significación que ni tuvo, ni tiene. El arte, para algunos, es forma; y lo que debemos valorar al respecto no debe ser una idea capaz de poner patas arriba el mundo, sino la manera de presentarla una y otra vez. Y también sabemos, porque hemos leído y leído, que cuando se plantea y replantea un problema es porque no le hemos encontrado una solución satisfactoria» (Arte y perversión, pp. 424-25).

Arturo Caballero Bastardo (Villanueva de los Caballeros, Valladolid, 1955) es profesor, historiador y crítico de arte. Trea acaba de publicar Arte y perversión, una obra atípica sobre la actividad artística de los últimos cuarenta años. No parte de una idea preconcebida, sino que se ha construido a partir del seguimiento y el análisis de las más diversas manifestaciones del arte de la posmodernidad. Juega con los conceptos de permanencia y cambio, buscando lo que del arte del pasado permanece en el arte de hoy e indagando en qué se diferencia este de aquel. Arte y perversión establece un diálogo permanente entre la imagen considerada, a veces con demasiada ligereza, artística y las manifestaciones de la cultura de masas.
A partir de obras señeras de la arquitectura icónica, de pinturas, esculturas e instalaciones de las más diversas procedencias, Arte y perversión, acompañada de numerosos textos teóricos de pensadores, literatos y artistas del pasado y el presente y de una significativa selección de imágenes, tiende puentes entre el aspecto extravagante y alienado del arte más radical y nuestra experiencia cotidiana, buscando convertirse, como siempre lo ha hecho el arte, en un espejo auténtico de cómo somos o en uno falaz de cómo nos gustaría ser.
Originada dentro de un mundo académico, pero poco respetuosa para con sus formas y sus valores, Arte y perversión, por su lenguaje directo y cercano, no es una obra para especialistas sino para un público, cada vez más numeroso, que muestra su interés por este campo a veces de difícil comprensión. No se trata de una obra de certezas, sino de dudas, y no crea categorías, sino que busca la complicidad del lector para que él mismo termine por sistematizar su criterio.
Arte y perversión es apasionada siempre; crítica, la mayor parte de las veces; irónica, a menudo; comprensiva, habitualmente; lírica, de forma ocasional. Nostálgica y categórica, nunca.

Arturo Caballero
Trea, 2021
552 páginas
29 €
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