El norte

¿Y por qué se las sigue llamando locas?

La surrealista suicida Unica Zürn, la poeta indigente Alda Merini, la narradora gallega Berta Dávila y el componedor de textos híbridos Raúl Quinto, en «El Norte», la selección de libros de Eugenio Fuentes

/ El norte / Eugenio Fuentes /

La palabra locura aparece en la segunda página del prólogo de Lurdes Martínez a Primavera sombría, uno de los dos textos mayores de la surrealista alemana Unica Zürn. La gran poeta italiana Alda Merini dio por título La loca de la casa de al lado a su más relevante volumen de prosas poéticas autobiográficas. Berta Dávila, espléndida narradora en gallego, se demoró bastante más antes de escribir la palabra maldita; no lo hizo hasta que hubo mediado el segundo capítulo de Carrusel (Premio de la Crítica 2019). En cuanto a La canción de NOF4, el más reciente artefacto hibrido de Raúl Quinto, ya anuncia la locura en la mismísima contracubierta. Uno mismo, en alguna conversación, se ha referido a este texto, mientras lo preparaba, como «un Norte sobre la locura». Y, sin embargo, cabe preguntarse si tiene sentido ponerles a las protagonistas de estos cuatro libros el capirote de locas, asociado durante siglos a personas descontroladas que iban por las calles profiriendo berridos, haciendo muecas espantosas y golpeándose con saña una cabeza en cuyo interior oían voces. Sinrazón que era la razón de que, al menos desde el siglo XVII europeo, se las internase en espantosas condiciones durante el resto de sus días.

Zürn no fue diagnosticada de locura. Lo fue de esquizofrenia, al igual que el presidiario Fernando Oreste Nannetti, el protagonista grafómano de La canción de NOF4. Por su parte, Merini fue clasificada como bipolar, trastorno que, según se deduce de su medicación, ha de padecer también la protagonista de Carrusel, quien puede ser identificada (o no: allá cada lector) con la propia Berta Dávila. Ahora bien, esquizofrenia y trastorno bipolar son a su vez términos muy amplios, ya que las clasificaciones científicas de enfermedades distinguen numerosos tipos de esquizofrenia y varias modalidades de trastornos bipolares, una de las cuales no es sino un abigarrado cajón de sastre. Locura, por el contrario, es un registro médicamente vacío en el que, por cierto y para su suerte, ya se ha dejado de incluir a los epilépticos, cuyo mal, como otras demencias, se atribuía a potencias sobrenaturales. En general demoníacas, a veces divinas.

No cabe olvidar, en todo caso, que los términos loco y loca, y su interminable listado de sinónimos, han sido y son aún hoy empleados para descalificar, orillar y, a veces, castigar a cuantas personas se apartan de la norma social establecida. Esto es, a quienes se salen del surco (lira en latín) y, en consecuencia, deliran. Extravío del que, más constreñidas por la sociedad, se ha acusado con mayor frecuencia a las mujeres, que además han pagado por él un precio más alto. El caso más hiriente entre los que nos ocupan es el de Merini. En la antología de poesía italiana que la dio a conocer a los 18 años, el crítico Spagnoletti, su mentor, la describió en una nota biográfica como «una chica sensible y de carácter melancólico, más bien aislada y poco comprendida por sus padres». De hecho, a los 16 años sufrió su primera depresión, lo que ella llamó «las primeras sombras», poco después de que su padre, a quien adoraba, rompiera en mil pedazos una elogiosa reseña de Spagnoletti mientras le advertía: «La poesía, querida, no da para comer».

Al poco tiempo, Merini sería internada durante un mes en un psiquiátrico, del que saldría trastornada y etiquetada como bipolar. En su primer libro de prosas autobiográficas (La otra verdad, 1986), la poeta sostiene que fue el psiquiátrico lo que la enloqueció: «Creo que enloquecí en el mismo momento en el que me di cuenta de que había entrado en un laberinto del que tendría muchas dificultades para salir», escribió. Lo más grave es que sus siguientes internamientos, ya en la década de los cincuenta, fueron ordenados por su marido en respuesta a sucesivas crisis conyugales. En otras palabras, la infidelidad o el abandono de hogar de una depresiva podían ser castigados por su cónyuge, sin juicio alguno, con una larga temporada de electroshocks.

En el otro platillo de la balanza, tampoco debe pasar inadvertido que, desde el Romanticismo, tanto la locura como el dolor que a menudo conlleva han sido considerados vías privilegiadas para que el trabajo de los llamados artistas, en particular el de los poetas, alcance ignotas excelencias. Esta actitud fue reforzada por los bohemios parisinos malditos, con Baudelaire y sus paraísos artificiales a la cabeza, y más tarde por los surrealistas. Por no hablar de Freud, para quien «el artista es un introvertido próximo a la neurosis». En suma, en un curioso y divertido quiebro, reaparece ahí, entre láudano, hachís y absenta, el antiquísimo componente divino de la locura, capaz de estimular ahora la inspiración de los llamados creadores, únicos herederos sobre la tierra de los poderes demiúrgicos del Dios agonizante y únicos profesionales capacitados para fabricar objetos sustitutorios de las devaluadas reliquias de los santos.

Fue ante esa palabrería, que durante décadas llenó los salones de los cafés y los burdeles parisinos de personajes que con ahínco buscaban en sus vasos la inspiración que les revelase la verdad del arte supremo, ante la que Picasso exclamó su célebre: «Yo no busco. Yo encuentro», cuyo corolario fue el no menos célebre: «La inspiración existe, pero tiene que pillarte trabajando». Una consecuencia epigonal de la glorificación artística de la locura puede encontrarse en el art brut, término acuñado en 1945 por el pintor y escultor Jean Dubuffet para designar las producciones de enfermos mentales, discapacitados psíquicos, presos, analfabetos o niños que trabajan al margen de las tradiciones estéticas. En ese marco se integra el macrografiti carcelario de Nannetti sobre el que Raúl Quinto ha edificado La canción de NOF4.

En cualquier caso, resulta innegable que el término locura otorga un atractivo marbete al sujeto a quien se le aplica. ¿Se imaginan que el árabe loco Abdul Alhazred, al que Lovecraft atribuye la escritura del Necronomicón, pasase algún día a ser el árabe con trastorno narcisista de la personalidad Abdul Alhazred? Ni Dios ni sus artistas vicarios lo quieran. Así que, una vez argumentado que sus protagonistas eran enfermos sin más poder añadido que su talento y su oficio, pasemos a presentar los cuatro espléndidos volúmenes que, en torno a la idea de literatura y locura, se han seleccionado para esta entrega de El Norte.


Raíces infantiles de una expiación masoquista


Mediado octubre de 1970, Unica Zürn se arrojó por la ventana de su piso parisino. Su pareja, el surrealista polaco Hans Bellmer, obsesionado por el sadismo y las muñecas fetiche, fue el único testigo del suicidio y, aunque hubiese querido, no habría podido impedirlo. Una hemiplejia lo tenía amarrado a una butaca. Esos últimos pasos de Zürn (Berlín, 1916), mujer próxima al nazismo hasta el fin de la guerra y paciente habitual de las clínicas psiquiátricas, reproducían con fidelidad la escena que, hacia 1965, había ideado para cerrar Primavera sombría (Pepitas de calabaza). Una narración de infancia que, en unión de El hombre jazmín, indaga en las fuentes y el decurso de su trastorno esquizoide y se viene situando en la cima de una obra poco conocida del gran público.

Zürn era una mujer extremada hasta el delirio. Lo fue al menos desde que, a fines de los cuarenta, rompe con su marido, deja atrás a sus dos hijos y se zambulle en el neodadaísmo berlinés. Tras conocer a Bellmer, el pope del deseo y los cuerpos martirizados, se instala con él en París. Allí será muy apreciada por la corte de Breton y dará rienda suelta a su funambulesca facilidad para caminar de lo real a lo imaginario asida a la pértiga de un masoquismo complementario al sadismo de su pareja. Apreciada por sus dibujos de criaturas quiméricas y por unos anagramas poéticos que hallan frases ocultas en las letras de otras frases, Zürn busca, y encuentra en Primavera sombría las raíces infantiles de su pasión por el placer y el dolor extremos, epítomes del único amor que le interesa, el que se resuelve en la muerte. Un viaje a la estación augural en la que casi todo era posible y casi nada había sido amputado todavía.

Primavera sombría
Unica Zürn
Pepitas de Calabaza, 2021
80 páginas
10 €

El electroshock y las hemorragias de talento


«Manicomio es palabra mucho más grande/ que las oscuras vorágines del sueño». Con este lúcido dístico de alerta, más hiriente aun en el original italiano, introduce la poeta milanesa Alda Merini la segunda de las cuatro partes en las que dividió su volumen de prosas poéticas autobiográficas La loca de la puerta de al lado, que ahora traduce por primera vez al castellano Tránsito, una joven editorial que cuenta por joyas sus entregas. Titulado «El secuestro», el capítulo, impresionista y disperso como todo el libro, discurre sobre la atroz deshumanización que padeció Merini durante su veintena de reclusiones, nunca voluntarias, en aquellos templos del electroshock —el gran generador de «hemorragias mentales»— que en Italia sólo fueron clausurados en 1979.

Merini (1931-2009), figura clave de la poesía italiana del siglo XX, candidata al Nobel muerta en la indigencia, gozó de muy temprano reconocimiento pero también sufrió muy joven, a los 16 años, el primer zarpazo de un trastorno bipolar que en 1947 aun se llamaba psicosis maníaco-depresiva. Precoz fue igualmente su tormentosa relación con Manganelli y el disfrute de la amistad de Quasimodo o Montale. «La locura me visita dos veces al día», declaró años más tarde la autora de poemarios como La Tierra Santa, de quien no hace mucho se tradujo su primer volumen autobiográfico: La otra verdad (Mármara, 2019). Un texto donde, como en La loca…, comparten espacio amor, enfermedad, dolor, maternidad, búsqueda de lo sacro por el pecado, relación entre poesía y locura, «la experiencia abominable» de sus diez años de manicomios y la familia: «Nací el veintiuno en primavera/ pero no sabía que nacer loca/ abrir la tierra/ podía desencadenar una tormenta».

La loca de la puerta de al lado
Alda Merini
Tránsito, 2021
176 páginas
15,90 €

La locura de los números primos gemelos


Los números primos gemelos, explica en alguna de las primeras páginas de Carrusel (Barrett) su voz narradora, son aquellos que tan solo difieren en dos unidades. Cinco y siete, por ejemplo, pero no once y diecisiete. Tampoco dos y tres, más hermanos que primos, aunque eso no lo precise del todo la voz. Lo que sí hace es recordar cómo hubo un tiempo en el que le gustaba pensar que ella y su tío Carlos eran primos gemelos. Y agregar que Carlos fue siempre una anomalía en la familia, «incluso antes de convertirse en un loco».

Carrusel, que ya va por su segunda edición en castellano, es la cuarta obra en prosa de Berta Dávila (Compostela, 1987), una de las más sólidas firmas de la narrativa gallega. Quienes sepan buscar encontrarán algún ejemplar de Bailaré sobre tu tumba, El arte del fracaso o El último libro de Emma Olsen, sus tres primeros títulos, y quienes lean gallego podrán acceder a Illa Decepción, aún por traducir. Quienes, en la espera, se suban a este autoficcional Carrusel serán premiados con metáforas matemáticas, frases redondas y cierta presencia, intermitente e inquietante, del mercurio, además de descubrir que la voz corresponde a una escritora en crisis personal y profesional, con acusada pericia en el manejo filosófico de la memoria, con ideas firmes sobre cómo no destrozar los recuerdos y obsesionada por asignar límites bien definidos a todos los objetos. Pero todo eso no será sino la espuma de una ola que al romper, mediado su recorrido, desvela que el mayor parentesco entre Carlos y su sobrina es el trastorno mental. La enfermedad sin nombre (loco el tío, pero sólo enferma la voz, aunque una vez se diga neurótica) que al instalarse en Carrusel eleva la narración a sus más altas cotas.

Carrusel
Berta Dávila
Barrett, 2021
116 páginas
15,90 €

Del artista loco al loco artista


En el verano de 2012, Raúl Quinto descubrió en una sala parisina lo que descubrirán con pasmo inagotable cuantos se acerquen a las páginas de La canción de NOF4 (Jekyll & Jill): un libro grafiti de más de setenta metros de longitud. Este texto infinito, formado por supuestos mensajes telepáticos enviados desde el espacio, fue grabado durante 20 años en el patio del pabellón penitenciario del inmenso manicomio toscano de Volterra. Hoy, más de cuarenta años después de la clausura del infierno, el grafiti casi ha desaparecido pero, fotografiado en su día palmo a palmo, ha entrado en los museos y en la historia del art brut. La aceptación de la locura como estímulo del arte da así paso a una reverencia crítica ante la obra del loco que, en esencia, premia la constancia inagotable del obseso y, por ahí, revela un rasgo esencial del artista cuerdo.

El autor de la proeza, acometida con la hebilla de su chaleco carcelario, fue un pobre diablo, Fernando Nannetti (1927-1994), diagnosticado de esquizofrenia tras sufrir trastornos mentales desde los diez años, y enterrado en Volterra en 1958 por insultar a un policía. Nannetti añadió a su primer nombre el de Oreste para darse importancia. De ahí el NOF del título, acrónimo invertido que, unido a su número de ingreso en Volterra, era una de sus firmas habituales. También era sigla de títulos que se atribuía, relacionados todos con profesiones que imaginaba desempeñar, como la de ingeniero astronáutico de minas del sistema mental. Raúl Quinto (1978), que lleva más de una década escribiendo narrativa híbrida, género a caballo de la prosa poética, el ensayo y la narración, vio con claridad que el destino le había regalado una joya. Agradecido, devolvió el favor con otra gema que debe ser leída al menos dos veces para saciar el deseo que despierta.

La canción de NOF4
Raúl Quinto
Jekyll & Jill, 2021
128 páginas
16 €

IMAGEN DE PORTADA: Locura, de Agata Rawecka


Eugenio Fuentes nació en Londres, en el hospital de St. Mary Abbot’s, donde doce años después fallecería  el legendario guitarrista Jimi Hendrix. Licenciado en historia y especializado en relaciones internacionales contemporáneas, ejerció la docencia y la investigación en la Universidad de Rennes 2 Alta Bretaña durante cuatro años. En 1988 se integró en la redacción del diario La Nueva España, del que durante casi tres décadas fue responsable de información internacional, analista político, columnista y crítico literario. Fruto de una insana pasión por los libros mantuvo durante 31 años en el suplemento Cultura la sección de novedades «La brújula», alimentada sobre todo por volúmenes huidizos publicados por pequeñas editoriales. Entre 2000 y 2004 quedó embrujado por el pintor Luis Fernández, a quien dedicó numerosos artículos y el documental Los mundos de Luis Fernández.

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